lunes, 9 de junio de 2014

Así obro yo

Ocurre que a Cucufato su (ex)socio Demetrio le ha estropeado un negocio prácticamente asegurado que venía unido a una lustrosa multitud de euros, dinero muy necesario para mantener a flote la empresa que comandaban. La desavenencia ha llevado a Cucufato, en un arrebato inusual, a hacer públicas alharacas sobre el asunto, quién sabe si para regular sus emociones. La causa prima de tamaña tragedia es, según diagnóstico del propio Cucufato, que el susodicho malasombra ha antepuesto sus intereses personales a los del bien colectivo. Nótese la deliciosa ironía: un empresario que se bate en arena capitalista juzgando el egoísmo como reprobable rasgo de carácter cuando, según las reglas del juego en que participa con gusto (es el primero en anteponer su bienestar al del conjunto), la búsqueda del interés propio no es sino virtud, el ánima que pone en movimiento la mano invisible. Recordemos las celebérrimas palabras de Adam Smith:
«No es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de la que esperamos nuestra cena, sino del cuidado que pone en su propio interés. No nos dirigimos hacia su humanidad sino a su egoísmo, y jamás le hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas.»
Foto de Christiaan Tonnis
Un abanderado atravesado por el asta de la enseña que portaba. El karma, dirían algunos. A veces se nos olvida que los preceptos que defendemos pueden volverse en contra nuestra. Cuando ello ocurre tendemos a pasarnos al bando opuesto sin pestañear, y sin notar menoscabo en nuestra integridad. Nuestra filosofía se mece al vaivén de los vientos que soplan en nuestra circunstancia.

En fin. Sin entrar en detalles, según cómo acabe la historia de Cucufato puede que próximamente centenares de personas pasen a formar parte de la lista de desempleados. Algunos de ustedes pensarán: «qué cabrón el Demetrio este, menuda puñalada trapera». Otros quizá se digan que aquí cada cual para sí, el que pueda que se aplique y exprima, y tonto el último.

Cabe preguntarse hasta qué punto está bien perseguir el interés personal cuando las consecuencias para otros, aun sin ser mortales, son nefastas. ¿Debe procurarse un sistema que dé a cada individuo plena libertad para perseguir los fines que tiene razones para valorar, sin entrar a valorar dichos fines? ¿O es moralmente aceptable violar o limitar de algún modo la libertad individual si eso beneficia al bien común? Esa es básicamente la discusión que mantenían, como recordarán, Rawls y Nozick. Para Rawls las desigualdades sociales y económicas han de estar dispuestas de modo que acaben beneficiando a todos. Este principio de justicia propicia una redistribución de la riqueza que busca la opción más beneficiosa para quienes están peor. En el ejemplo del que hablamos en su día eso significaba que era justo aplicar impuestos más altos a quienes más dinero tienen para paliar el infortunio de los desfavorecidos. Recordarán también la postura opuesta de Nozick, para quien no hay más derechos que los naturales, y que según él se reducen a las libertades individuales y el derecho a la propiedad. Para él es inmoral que el Estado le quite a alguien lo que ha ganado legalmente, independientemente de que eso se haga para aliviar el sufrimiento de otros. En lo que respecta a la función del Estado, para Nozick el respeto a las libertades individuales prima sobre el bien común. Por último, recodarán que en aquel artículo trajimos a colación la tesis de MacIntyre según la cual no podemos suscribir virtudes universales.

Rawls y Nozick no son dos personas de a pie a quienes el periodista de turno aborda en una calle concurrida para preguntarles si le parece bien que los impuestos sean más altos para las clases más altas, y que solo tienen unos segundos para responder. Cualquier persona, ante una pregunta así, contesta de forma rápida e intuitiva, guiada por una sensación visceral más que por un sólido razonamiento. Por contra, estos dos filósofos compusieron sendas obras defendiendo sus ideas en las que argumentaban de forma contundente. Sus libros fueron leídos y criticados, y las críticas fueron contestadas. La mayoría de nosotros no sometemos a tamaño escrutinio nuestras ideas y los argumentos que las sostienen, lo que permite a nuestras convicciones mantenerse en pie en virtud de la ilusión de competencia, aplicada aquí a un razonamiento.

Obsérvese, no obstante, un rasgo común entre una persona cualquiera y un filósofo de renombre. Alguien nos pregunta si está bien quitarle al rico para darle de comer al pobre, miramos en nuestro interior y decimos «sí» o «no». Cuando Nozick y Rawls tratan de explicar por qué la respuesta ha de ser afirmativa o negativa llegan a un punto en el que deben elegir ciertos principios como base de su argumentación. Recordemos que dichos principios fundamentales no pueden elegirse en virtud de otros superiores: han de ser autoevidentes. Entonces son estos filósofos quienes, a través de sus sensaciones, seleccionan unos principios y desechan otros. Al final ambas situaciones se solventan recurriendo a intuiciones morales, tal como nos decía David Hume. Hemos vuelto al punto de partida. Jonathan Haidt explica que
«Intuitions come first, strategic reasoning second. Moral intuitions arise automatically and almost instantaneously, long before moral reasoning has a chance to get started, and those first intuitions tend to drive our later reasoning. If you think that moral reasoning is something we do to figure out the truth, you’ll be constantly frustrated by how foolish, biased, and illogical people become when they disagree with you. But if you think about moral reasoning as a skill we humans evolved to further our social agendas—to justify our own actions and to defend the teams we belong to—then things will make a lot more sense. Keep your eye on the intuitions, and don’t take people’s moral arguments at face value. They’re mostly post hoc constructions made up on the fly, crafted to advance one or more strategic objectives.»
Eso no quiere decir que todo valga y todas las opiniones sean igualmente válidas (o no válidas) porque en última instancia partan de una sensación visceral; al fin y al cabo, hay razonamientos buenos y malos, y los paradigmas pueden ser mejores o peores. Estoy convencido, por ejemplo, de que un marco de ética mínima en el que se nos prohíbe matarnos unos a otros es mejor que otro donde impere la ley de la selva. Sostener tal cosa es una petición de principios y, no obstante, sospecho que muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo.

Nuestras creencias tienen un punto de partida, y ese punto de partida revela algo sobre nosotros. Dónde lo situamos nos dice qué valoramos y, por ello, retrata cómo somos. Cuando ya no hay sitio para la argumentación se muestra nuestra naturaleza, nuestro carácter sale a relucir. ¿Recuerdan la frase de aquel padre: «eso es en lo que creo, y así es como vivimos»? A mediados del siglo XX, Ludwig Wittgenstein había recogido ese mismo pensamiento aplicado a la filosofía en general. Y así, en sus Investigaciones filosóficas escribió:
«Una vez he agotado todas las fundamentaciones, me topo con un lecho de roca dura y mi pala se dobla. Entonces me siento inclinado a decir: "Así obro yo"»

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