lunes, 9 de marzo de 2015

El ojo chino

Un antiguo jefe y amigo mío llama «ojo chino» a un supuesto sexto sentido que le permite «calar» a la gente de forma fehaciente. Es una de las capacidades que a aquellos que se dedican a la selección de personal se les da por supuesta, pues es una de las funciones principales por la que se les paga y, además, teóricamente han sido entrenadas en el arte. Sus decisiones de contratación se basan en una supuesta habilidad para ver a un aspirante y ser capaz de conocerlo de verdad. Sin embargo, la realidad muestra que el «ojo chino» más bien escasea. Sentados en su puesto de trabajo, miren hacia delante, hacia atrás, y a ambos lados. Muy probablemente sean capaces de identificar a algunas de las personas más vagas, incompetentes o impresentables que haya puesto dios sobre la tierra (si no ven ninguna quizá quieran considerar ese principio del póquer que dice que si no somos capaces de detectar al pringado de la partida es porque somos nosotros mismos).

Foto de Cyberesque
Cuando se trata de valorar a los demás todos nos volvemos excesivamente confiados en nuestras capacidades. Estamos tan acostumbrados a diagnosticar la personalidad de otros que –una vez más– confundimos familiaridad con verdadera destreza, olvidamos las veces que nuestra opinión resultó errónea y solo nos acordamos de las veces que acertamos, etcétera. Pero el hecho es que, por mucho que nos creamos capaces de delinear el carácter de un individuo tras unos pocos minutos de conversación, no creo que les cueste rescatar de la memoria unas cuantas relaciones personales que fracasaron y que les dejaron pensando «menuda decepción» o «¿cómo no vi esas cosas?»:

Todos diagnosticamos cuando nos encontramos con una persona o situación por primera vez, y uno tras otro los estudios muestran que no somos muy buenos en estas lides. Sin embargo, cuando entrevistamos a un candidato potencial o iniciamos una nueva relación, sobrevaloramos una y otra vez nuestra habilidad para formarnos una opinión objetiva.
Y es que, como dice el refrán, no hay mayor ciego que el que no quiere ver, lección que uno aprende bien cuando ha estado enamorado:

Según han descubierto recientemente dos psicólogos canadienses, Tara MacDonald y Mike Ross, los estudiantes desechan datos objetivos cuando la información no se ajusta a lo que quieren ver. En su estudio, MacDonald y Ross hablaron con estudiantes universitarios durante una de las épocas más apasionantes de su vida: como universitarios de primer año que acababan de establecer una nueva relación romántica.
[...] continuando con el estudio, los investigadores pidieron permiso para hablar con el compañero de habitación y la familia de cada estudiante y preguntarles qué pensaban sobre la calidad de la relación y cuánto duraría. Estas personas observaban desde fuera, sin cristales de color rosa, el nuevo amor. [...] los compañeros de habitación y los padres predijeron mucho mejor la duración de las relaciones, pero, sorprendentemente, lo que MacDonald y Ross descubrieron es que, incluso cuando los estudiantes auguraban que sus relaciones serían duraderas, sus valoraciones de los problemas daban en el clavo. Los estudiantes no eran ciegos ante los asuntos que ya tensaban sus relaciones; se limitaban a ignorarlos cuando había que hacer predicciones acerca del futuro.

Igual que los ojos de la cara, el ojo chino puede ser víctima de múltiples ilusiones. Una de ellas es el efecto «espejito, espejito» del que hablamos hace poco: valoramos más positivamente y nos gustan más aquellos que más se parecen a nosotros. Otra ilusión es que la que nos hace ver como más competentes a quienes muestran más confianza, algo que, por ejemplo, queda reflejado en cómo valoramos a los médicos. Las personas atractivas nos parecen tener mejor carácter y ser más inteligentes, sanas, seguras y con mayor capacidad de liderazgo. Aquí, el «ojo chino» queda deslumbrado por el efecto halo:

Karen Dion y sus colegas Ellen Berscheid y Elaine Walster, consideradas hoy las tres grandes damas de la investigación del atractivo, fueron las primeras en investigar científicamente este tema. En el año 1972 publicaron un estudio con el sencillo y provocador título de Lo bello es bueno [...], que es ya un clásico en la historia de la psicología.[...] Las tres investigadoras concluyeron que «a las personas atractivas se les atribuye un mayor número de cualidades socialmente deseables que a las personas que no son atractivas». Karen Dion y sus colegas dieron a este fenómeno un bello nombre: el efecto halo (en inglés, halo, pronunciado heilo). Hoy en día los investigadores hablan de un estereotipo del atractivo y con ello quieren decir que al elaborar nuestra imagen interior de un desconocido recurrimos a estereotipos «buenos» o «malos» según el grado de belleza de nuestro interlocutor.
El efecto halo extiende su encanto más allá de la belleza. Cuando una persona nos gusta (por la razón que sea) es probable que nos gusten muchas cosas de ella, incluyendo algunas que nunca hemos visto y que le damos por supuestas:

You meet a woman named Joan at a party and find her personable and easy to talk to. Now her name comes up as someone who could be asked to contribute to a charity. What do you know about Joan’s generosity? The correct answer is that you know virtually nothing, because there is little reason to believe that people who are agreeable in social situations are also generous contributors to charities. But you like Joan and you will retrieve the feeling of liking her when you think of her. You also like generosity and generous people. By association, you are now predisposed to believe that Joan is generous. And now that you believe she is generous, you probably like Joan even better than you did earlier, because you have added generosity to her pleasant attributes.
Real evidence of generosity is missing in the story of Joan, and the gap is filled by a guess that fits one’s emotional response to her.
Una particularidad del efecto halo es que es muy sensible a la primera impresión, hasta el punto de que la información subsiguiente se torna irrelevante, como muestra el siguiente experimento:

In an enduring classic of psychology, Solomon Asch presented descriptions of two people and asked for comments on their personality. What do you think of Alan and Ben?

Alan: intelligent—industrious—impulsive—critical—stubborn—envious
Ben: envious—stubborn—critical—impulsive—industrious—intelligent

If you are like most of us, you viewed Alan much more favorably than Ben. The initial traits in the list change the very meaning of the traits that appear later. The stubbornness of an intelligent person is seen as likely to be justified and may actually evoke respect, but intelligence in an envious and stubborn person makes him more dangerous. The halo effect is also an example of suppressed ambiguity: like the word bank, the adjective stubborn is ambiguous and will be interpreted in a way that makes it coherent with the context.
Así pues, se da la circunstancia de que nuestra opinión sobre otro individuo se forma a partir algo tan contingente como la secuencia en la cual observamos sus rasgos de personalidad. Si, por la razón que sea, observamos primero los rasgos menos favorables, nuestra valoración será negativa y es difícil que cambie.

Desde pequeñitos prestamos atención a los demás y tratamos de dilucidar si son amigos o enemigos, y qué podemos esperar de ellos. Nos formamos una impresión instantánea de la personalidad de cada persona que conocemos de forma automática e inconsciente, proceso cuyo resultado solemos dar por bueno sin analizarlo detenidamente. No obstante, los procesos intuitivos están sujetos a una gran variedad de sesgos que inducen a error. Una evaluación precisa de la personalidad requiere una aproximación más estructurada y sistemática:

Few of us have been taught a systematic way to assess personalities. Instead, we are constantly bombarded with a contradictory mishmash of religious, moral, literary, and psychological ideas that are hard to apply in an orderly manner. Imagine how we would struggle to do simple arithmetic if we kept getting contradictory instructions on how to work with numbers. Yet we're expected to make sense of people without having been taught a coherent arithmetic of personality.
No es mi intención aquí ofrecer dicho sistema (aunque el lector interesado puede encontrar en el libro de Samuel Barondes un método no académico), sino únicamente resaltar el hecho de que caracterizar a una persona es mucho más complicado de lo que solemos pensar, y que nuestra probabilidad de error es mucho mayor de lo que estamos dispuestos a admitir. La mayoría de nosotros podemos vivir con ello sin mucho problema, pues las equivocaciones tienen escasa trascendencia. Otros, sin embargo, no deberían permitirse el lujo de confiar en sensaciones viscerales de efectividad no comprobada, pues sus decisiones (como la de ofrecer un puesto de trabajo) pueden afectar de forma significativa a otras personas. Desafortunadamente, esta es una precaución que, como veremos próximamente, quienes se encargan de la selección de personal suelen pasar por alto.

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