Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona, escribió sobre el Estado paternalista defendiendo la tradición liberal:
«el Estado no tiene la misma finalidad que tiene un padre sobre sus hijos menores, esto es, procurar su bien. El Estado debe, simplemente, procurar la igual libertad de todos, dado que es un instrumento que los hombres se han inventado para alcanzar este fin. Por tanto, ese Estado debe respetar la libertad de los individuos – aun a riesgo de que, al ejercer esta libertad, se perjudiquen a sí mismos- y su función es, mediante leyes, limitar esa libertad sólo para impedir que se vulnere la libertad de los demás.»
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Esta vez no voy a entrar en el debate comunitarismo contra liberalismo (quien esté interesado puede consultar, por ejemplo, a Sandel). En lugar de eso quisiera resaltar nuestra ignorancia, nuestra hipocresía y nuestro rostro de cemento. Entra en escena el Estado del bienestar.
El Estado del bienestar y el Estado social no son exactamente lo mismo, aunque cuesta tanto distinguirlos que a veces se toman como equivalentes. La idea del primero es que el gobierno asume la responsabilidad del bienestar social y económico de los ciudadanos. Para ello hubo que nacionalizar el riesgo:
«el Estado del bienestar cubriría a la gente frente a todos los caprichos de la vida moderna. Si nacían enfermos, el Estado les pagaría. Si no podían permitirse una educación, el Estado les pagaría. Si no podían encontrar trabajo, el Estado les pagaría. Si estaban demasiado enfermos para trabajar, el Estado les pagaría. Cuando se jubilaran, el Estado les pagaría. Y cuando finalmente murieran, el Estado pagaría a las personas que dependieran de ellos.»Así pues, sí que es tarea del gobierno pretender el bien de sus ciudadanos. Pero se trata de un bien mundano, práctico, no de un bien moral.
Que el Estado se haga cargo de algunos de nuestros apuros supone, a mi juicio, un cambio fundamental. La garantía (teórica) de un nivel de vida mínimo a los necesitados se paga con los impuestos de todos (de nuevo, en teoría). El resultado es, creo yo, que las libertades individuales se entrelazan hasta el que punto de que perjudicarse a uno mismo implica perjudicar a los demás. Cuando alguien se estrella porque considera que es libre de conducir borracho, sin cinturón de seguridad o a la velocidad que le venga en gana, todos pagamos la reparación de la carretera, los bomberos, los sanitarios, la policía, etc. Cuando alguien acaba en el hospital porque considera que es libre de fumar o de comer toda la mierda que quiera, todos pagamos su tratamiento (si alguien cree que su hospitalización la paga él mismo con lo que lleva contribuido es que no tiene ni idea de cuánto cuesta una cama de hospital). Aquí entra en juego la hipocresía y cara dura de la que hablaba antes. Queremos poder actuar irresponsablemente y nos la sopla que los demás paguen las consecuencias. Nos comportamos como adolescentes.
Habrá muchos a los que no les guste que les digan que no pueden tal o cual. Tal vez eso no sería necesario si, simplemente, no fuéramos estúpidos. Al final el gobierno debe protegernos de nosotros mismos. ¿Cuántos estadounidenses ahorrarían para su jubilación si no se les obligara mediante contribuciones periódicas a su plan de pensiones? ¿Cuántos españoles tendrían dinero para costearse su sanidad si no estuvieran obligados a contribuir cada mes a través de retenciones en sus rendimientos del trabajo? La realidad es que muchas veces no sabemos qué es lo mejor para nosotros (como tampoco lo saben los que mandan).
Pienso que lo importante es, dado que dependemos unos de otros, saber qué es lo mejor para todos. Y sí, obligarnos a cumplirlo. Eso es algo que se puede acordar democráticamente.
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