Tomemos un ejemplo del primer libro para ver a qué me estoy refiriendo:
«El arte de hablar de forma no defensiva consiste en la capacidad de ceñirse a una queja concreta sin terminar desembocando en un ataque personal. El psicólogo Haim Ginott, el pionero de los programas de comunicación eficaz, afirma que la mejor forma de expresar una demanda responde al modelo «XYZ», es decir, «cuando dices X me haces sentir Y, pero me habría gustado sentirme Z». Por ejemplo: «cuando no me llamaste por teléfono y no me avisaste de que llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí despreciada y enfadada. Me habría gustado que me advirtieras de tu retraso», en lugar del habitual «eres un desconsiderado y un egoísta». En resumen, pues, la comunicación abierta no supone un desafío, una amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las innumerables manifestaciones de una actitud defensiva, como las excusas, la evitación de responsabilidades, los contraataques destructivos, etcétera.»La ingenuidad de la que son acusados a veces los filósofos éticos palidece ante la de los psicólogos que asumen que es posible para dos personas cualesquiera discutir una afrenta de forma sosegada y racional por el mero hecho de cambiar la manera de comunicarse. Al toparnos con la realidad el guión de color rosa con final feliz a menudo se torna en una espiral de reproches mutuos, cuando no directamente insultos. De repente todos los trapos sucios se sacan a la luz del día y uno termina preguntándose si es que ha empleado mal la técnica o es que el psicólogo que la propuso nunca ha tenido pareja, hijos, amigos o vecinos.
Por mi experiencia diría que a menudo la gente no quiere solucionar el problema en cuestión; quiere tener razón. O peor aún: que te pliegues a sus voluntades sin rechistar. Hemos de recordar que cuando tratamos con seres humanos no tratamos con seres lógicos y racionales, sino con animales portadores de deseos, miedos, esperanzas, prejuicios y otros sesgos cognitivos, así como una visión del mundo y de sí mismos, de lo que es «normal» y de cómo deberían ser las cosas. Dependiendo de la personalidad o el estado de ánimo una misma frase o un mismo hecho puede ser interpretado de manera totalmente opuesta por el mismo individuo, bien sea con tal de llevar razón y ganar la discusión (si es que eso es posible), o bien para sentirse ofendido (si es de los que gusta jugar el papel de mártir). A todo lo anterior se une el hecho de que la mayoría de personas no está entrenada en el arte de la argumentación (y además no tienen ningún interés por el tema), lo que hace de la discusión un ejercicio inútil, una carretera sin salida labrada con falacias. Incluso aunque logremos dialogar de forma calmada las razones de uno pueden no parecer sinceras al otro. En ese caso solo se puede confiar en que es la verdad, pero a menudo optamos por pensar que la otra persona nos oculta la verdadera razón. Lo cual no sería raro, ya que mentir es fácil y barato. El resultado es que toda la cuestión acaba reducida a un asunto de fe.
En lo atinente a «hablar las cosas» es posible que el sesgo de acción –nuestra tendencia al intervencionismo, el querer «hacer algo»– sea peor remedio que la enfermedad. Yo creo que a menudo es mejor dejarlo pasar, que se enfríen los ánimos y el asunto acabe en el olvido. Algunos pensarán que obrar así solo hace que el rencor se acumule y sea peor cuando la bomba estalle más adelante, pero tengo mis dudas que ese sea efectivamente el caso. Pienso que es mucho más ponzoñoso para una relación hablar largo y tendido sobre cualquier ofensa, real o imaginaria, que tenga lugar. Con esto no quiero decir que mis juicios sean aplicables a todo caso y que sea mejor no hablar nada. De ninguna manera. Pero en casos en los que una persona se ofende porque ha malinterpretado algo que hemos dicho o hecho opino que es mejor obviar el tema, pues darle vueltas solo sirve para añadir cicatrices innecesarias. Si además ocurre que los oprobios van siempre en la misma dirección (porque una de las dos personas sea muy susceptible) a uno le quedará la sensación de que siempre anda pidiendo disculpas.
Lo dicho hasta aquí no significa que el concepto entero de inteligencia emocional sea una patraña. Mi queja tiene que ver con la dificultad práctica a la hora de relacionarse con otros no versados sobre el tema y nada dispuestos a aprender. Estas técnicas solo funcionan si ambas partes entran en el juego y se atienen a las reglas: de nada sirve utilizar fina esgrima intelectual mientras el otro nos arrea salvajes dentelladas emocionales (o nos golpea con unos tangibles yogures de frutas —cosas de las reuniones de vecinos). No hay inteligencia emocional en el mundo que haga bajarse del burro a quien ha decidido parapetarse tras el muro pasivo-agresivo del «haz lo que quieras». Es como discutir sobre política: si no hay un acuerdo en los principios fundamentales el proceso entero es absurdo e inútil. Contra principia negantem non est disputandum.
Supongo que si lo que quieres es aplicar la metodología de la "inteligencia emocional" para conseguir que la otra persona se comporte de manera equivalente, probablemente te decepciones.
ResponderEliminarControlar la propia reactividad, es también muy difícil. Sin embargo, en mi propia experiencia, me siento mucho mejor conmigo mismo cuando soy capaz de mantener la calma, practicar la asertividad y responder a las provocaciones desde un "yo" de alta autoconsciencia.
Me hace sentir mejor, digo. Y, en ocasiones, puede provocar un efecto imitación en la persona que se encuentra al otro lado. Pero no hay garantías, claro...