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Anteriormente he dicho que el uso de un motor externo en el ciclismo constituye una trampa evidente porque traslada el esfuerzo del propio cuerpo a un mecanismo externo. En este sentido se podría argumentar que el dopaje debe estar prohibido por constituir un atajo o una forma de ganar sin sacrificio mediante (el argumento del esfuerzo explicaría, de paso, la prohibición de las cámaras hiperbáricas y las autotransfusiones de sangre). Pero no es tan sencillo. Si bien los ciclistas afirman que la EPO puede convertir a un burro en un caballo de carreras, el hecho es que no ahorra ni una gota de sudor. Tal como dice Tyler Hamilton:
«La gente cree que doparse es para vagos que quieren evitar el trabajo duro. Puede que eso sea cierto en algunos casos, pero en el mío, igual que en el de muchos ciclistas que conocía, era precisamente lo contrario. La EPO proporcionaba la capacidad de sufrir más, de obligarte a llegar más lejos y con más fuerza de lo que jamás hubieras imaginado, tanto entrenando como en carrera. Recompensaba justo aquello en lo que yo era bueno: tener una estupenda ética laboral y presionarse al límite y superarlo.»Hormonas como la testosterona y la eritropoyetina no evitan que uno deba trabajar duro, pero sí hacen dicho esfuerzo más rentable y, al acelerar la recuperación, permiten que pueda llevarse a cabo más a menudo.
La última razón que veremos para prohibir las drogas que aumentan el rendimiento es puramente moral. Los productos dopantes habrían de estar vedados porque violan el espíritu deportivo, de acuerdo con el cual uno debería hacer uso únicamente de los propios dones y capacidades naturales para ejercer su actividad. De lo que se trataría es de llegar a ser el mejor a través de un entrenamiento y un esfuerzo disciplinados, llevados a cabo con perseverancia y combinados con nuestro talento. Constancia, determinación, voluntad, lucha y genio son las cualidades que esperamos lleven a un atleta a lo más alto, no una jeringuilla combinada con un cóctel de pastillas. Lo hermoso de la historia de Armstrong era que se trataba de un hombre que logró ganar siete veces el Tour de Francia tras superar un cáncer con métastasis (dejaremos de lado, al menos por el momento, la ingenuidad de pensar que es posible ganar una carrera de tres semanas y 3.200 kilómetros a base únicamente de colacao y crispis). Queremos que gane el mejor, no el más drogado.
La importancia que atribuimos a la esencia del deporte es más fácil de ver en una competición como la Fórmula 1, donde la tecnología puede llegar a primar sobre la labor del deportista, como hemos visto durante el campeonato de este año, o como ocurrió a principios de 2009 con Brawn GP y sus difusores dobles. Para algunos lo ideal es que ganara el mejor conductor. Sin embargo, cuando se tiene un coche muy superior no hace falta ser el mejor. Este hecho molesta a quienes piensan que ello altera el sentido de la competición, y fue una de las razones de que se eliminara el control de tracción en 2008: en aras de la pureza del deporte habría que trasladar el mayor número de tareas de conducción al piloto, no al coche (algo con lo que otros estarían en desacuerdo aduciendo que la Fórmula 1 trata de una lucha entre pilotos por llegar el primero, pero también entre equipos por construir el mejor coche).
Esta premisa de «mantener el espíritu del juego» elimina la distinción entre mejoras de equipamiento y ayudas ergogénicas. Independientemente de su naturaleza, todas ellas habrían de estar prohibidas si corrompen el deporte. Según Michael Sandel:
«Naturalmente, no todas las innovaciones en el entrenamiento y el equipo son una corrupción del juego. Algunas de ellas, como los guantes de béisbol y las raquetas de grafito para los tenistas, contribuyen a mejorarlo. ¿Cómo distinguir los cambios que mejoran un deporte de aquellos que lo corrompen? Ningún principio simple puede resolver la cuestión de una vez por todas. La respuesta depende de la naturaleza del deporte y de si la innovación contribuye a destacar u oscurecer los talentos y las habilidades que distinguen a los mejores jugadores.»Consideremos el caso de los esteroides anabolizantes. Los anabolizantes son al cuerpo lo que los ingenieros al bólido de Fórmula 1: ambos tienen por objetivo procurar un motor más potente y un chasis mejor. En ningún deporte es eso tan evidente como en el culturismo, disciplina conocida precisamente por el uso indiscriminado de productos dopantes. El objetivo del culturista es lograr los músculos más grandes, definidos, proporcionados y simétricos que la naturaleza le permita, objetivos todos ellos en los que los efectos de los anabolizantes destacan especialmente. En el deporte donde más se utilizan es donde más claramente se pone de manifiesto cómo algunos productos sintéticos pueden corromper el espíritu deportivo. Y no solo se trata de anabolizantes. El infame Synthol, que tiene su máximo exponente en la grotesca figura de Gregg Valentino, es el equivalente no quirúrgico a los implantes de pectorales, bíceps, gemelos, hombros u otro músculo. Es evidente que nadie otorgaría el título de Mr. Olympia a alguien que ha moldeado su cuerpo a base de silicona. Sin embargo, es indudable que por la sangre de todos los campeones del Olympia corren hormonas sintéticas.
El argumento del espíritu del deporte también está lleno de zonas grises. Es cierto que los esteroides aumentan el tamaño y fuerza de los músculos, y que la EPO incrementa la resistencia, pero inyectárselos no impide el cultivo y la exhibición de talentos naturales. De hecho, podría argumentarse que los potencia. Como he dicho antes, lo que hacen estas sustancias es rentabilizar más el trabajo duro. Sigue habiendo una clara diferencia moral entre un pelotón de ciclistas subiendo el Alpe d'Huez con un hematocrito de 50 y otro que lo hace en el coche del equipo. Además, si consideramos que resistencia y velocidad son las cualidades fundamentales de un ciclista y que, siendo así, estas deberían ser desarrolladas únicamente mediante entrenamiento, entonces ¿no habrían de prohibirse las bicicletas y equipamientos para etapas contrarreloj (que aumentan la velocidad), así como los avituallamientos (que proporcionan resistencia)?
¿Y qué ocurre con los deportes donde las facultades acrecentadas por fármacos son solo una mejora indirecta? Ninguna droga en el mundo puede dar a un futbolista el toque de Iniesta o los regates de Messi (irónicamente, el argentino ha contado con su propia exención se uso terapéutico de hormona del crecimiento). Es más, a la mayoría ni siquiera le dotará de la velocidad de Cristiano Ronaldo, ya que la velocidad es una capacidad de desarrollo muy limitada por la genética. Dado que en el fútbol prima la técnica sobre las cualidades físicas (que se lo pregunten a la selección nacional estadounidense) un chute de testosterona no estaría contraviniendo el espíritu del balompié. Dicho sea de paso, esta primacía de la técnica es probablemente la razón de que la mayoría de los positivos en controles antidopaje en el mundo del fútbol sea por drogas recreativas como la marihuana o la cocaína.
A mi juicio el argumento moral ha ido perdiendo relevancia según el deporte se ha ido comercializando. El deporte profesional, aquel en el que los deportistas necesitan ganar para poder pagar facturas, es un negocio. Y el capitalismo es experto en arrancar de ellos cualquier consideración ética. Hamilton y Millar coinciden en sus respectivos libros en este aspecto. Pedalear era su sustento y lo único que sabían hacer. Habían trabajado toda su vida para llegar hasta ahí. Si para mantenerse en el pelotón debían entrar en el juego ¿qué otra opción tenían? De nuevo en palabras de Tyler Hamilton:
«[C]reo que todos los que quieren juzgar a los que se dopan deberían pensarlo, al menos durante un segundo. Pasa toda tu vida trabajando para llegar al filo del éxito y entonces te hacen elegir: unirte o marcharte a casa. ¿Qué harías tú?»
Continuará
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