lunes, 19 de mayo de 2014

Cuestión de principios

Una vez más ahí estaban enzarzados Rico y Enrico, discutiendo medio en serio, medio en broma, que si rojo uno, que si facha el otro, que si Franco esto, que si Carrillo lo otro. Etcétera, etcétera. Al final Rico dijo: «anda que si fueras rico ibas a ser tú rojo». «¿Qué tiene eso que ver?», preguntó Enrico. El argumento de espantapájaros implícito en las palabras de Rico era, obviamente, que los rojos le quitan todo a todo el mundo para repartirlo (especialmente entre vagos y maleantes), y que eso es algo a lo que Enrico se opondría en caso de tener algo que le pudieran quitar porque, como todos sabemos, no es lo mismo «dame» que «toma».

Foto de Marco Bellucci
Hace ya algún tiempo hablamos sobre Robin Hood y la idoneidad moral de que la ley obligue a los ricos a pagar más impuestos. Séame permitido repasar de forma somera –y, por tanto, necesariamente imprecisa– dos líneas de argumentación opuestas a este respecto. A la izquierda tenemos la justicia distributiva basada en el principio de la diferencia de John Rawls. En líneas generales, Rawls sostiene que las fortunas de Cristiano Ronaldo o Amancio Ortega no son mérito solo de ellos mismos. Puede que trabajaran muy duro, pero otros (mi padre, sin ir más lejos, y puede que el suyo) también lo hicieron y no alcanzaron el éxito. Además, cuentan con ciertas capacidades y destrezas naturales que son contingentes, no fruto de su trabajo; no hicieron nada para merecerlas. Por último, también han tenido la suerte de desarrollar esas capacidades en el seno de una sociedad que las aprecia: de nada hubiera servido a Ortega su capacidad empresarial en una sociedad ascética que despreciara el dinero, y poco hubiera logrado Ronaldo en el siglo XV (desde luego no la fortuna que posee actualmente). Por tanto, según Rawls, lo que ganan no les pertenece solo a ellos, y deberían compartirlo con quienes carecen de dotes similares (citado en Sandel):
«Parece claro que en el esfuerzo que una persona esté dispuesta a hacer influyen sus capacidades y destrezas naturales y las alternativas que se le presenten. Cuanto mejor dotado se esté, más probable será, si todo lo demás es igual, el esforzarse a conciencia.»

«No nos merecemos nuestro lugar en la distribución de dotes innatas más de lo que nos merecemos nuestro punto de partida inicial en la sociedad. También es problemático que nos merezcamos el carácter superior gracias al cual realizamos el esfuerzo requerido para cultivar nuestras capacidades, pues tal carácter depende en buena parte de haber tenido fortuna con la familia y las circunstancias en los primeros años de vida, y no nos podemos arrogar mérito alguno por eso.»

«Quienes han resultado favorecidos por la naturaleza, sean quienes sean, pueden sacar provecho de su buena fortuna solo con la condición de que se mejore la situación de quienes han salido perdiendo. Los aventajados por su naturaleza no han de ganar por el mero hecho de que están mejor dotados, sino solo para cubrir el coste de la formación y la educación y para que usen sus dotes de modo que ayuden también a los menos afortunados.»
Frente a Rawls, a la derecha, está Robert Nozick. En Anarquía, Estado y utopía (1974) escrito como respuesta a Una teoría de la justicia de Rawls, Nozick defiende la doctrina libertaria según la cual cada uno es dueño de sí mismo y, por tanto, de su trabajo, por lo que tenemos derecho a quedarnos con los frutos de nuestro esfuerzo. Para Nozick gravar las rentas del trabajo es inmoral porque significa que se está obligando a alguien a trabajar por el bien de otro, es decir, es equiparable a los trabajos forzados. Un Estado que le quita a Cristiano Ronaldo parte del dinero que ha ganado con su trabajo viola la libertad humana al tratarle como un esclavo de su propiedad:
«El impuesto a los productos del trabajo va a la par con el trabajo forzado. Algunas personas encuentran esta afirmación obviamente verdadera: tomar las ganancias de n horas laborales es como tomar n horas de la persona; es como forzar a la persona a trabajar n horas para propósitos de otra. Para otros, esta afirmación es absurda. Pero aun éstos, si objetan el trabajo forzado, se opondrían a obligar a hippies desempleados a que trabajaran en beneficio de los necesitados, y también objetarían obligar a cada persona a trabajar cinco horas extra a la semana para beneficio de los necesitados. Sin embargo, no les parece que un sistema que toma el salario de cinco horas en impuestos obliga a alguien a trabajar cinco horas, puesto que ofrece a la persona obligada una gama más amplia de opción en actividades que la que le ofrece la imposición en especie con el trabajo particular, especificado.»

«Apoderarse de los resultados del trabajo de alguien equivale a apoderarse de sus horas y a dirigirlo a realizar actividades varias. Si las personas lo obligan a usted a hacer cierto trabajo o un trabajo no recompensado por un periodo determinado, deciden lo que usted debe hacer y los propósitos que su trabajo debe servir, con independencia de las decisiones de usted. Este proceso por medio del cual privan a usted de estas decisiones los hace copropietarios de usted; les otorga un derecho de propiedad sobre usted. Sería tener un derecho de propiedad, tal y como se tiene dicho control y poder de decisión parcial, por derecho, sobre un animal u objeto inanimado.»
Para Nozick cualquier impuesto es inmoral. Pero supongamos que a Cristiano y a Amancio, siendo tan majetes como podamos imaginarlos, no les importara pagar impuestos. ¿Sería correcto quitarles más a ellos por el bien de quienes menos tienen? La respuesta de Nozick es un rotundo «no», y propone un experimento mental muy llamativo:
«Una aplicación del principio de maximizar la posición de los que estén en peor condición bien podría comprender una redistribución forzosa de partes corporales ("tú has tenido vista todos estos años; ahora uno —o incluso los dos— de tus ojos debe ser trasplantado a otros"), o matar pronto a algunas personas para utilizar sus cuerpos con el objeto de obtener material necesario para salvar las vidas de quienes, de otra manera, morirían jóvenes.»
Quizá se entienda mejor utilizando sangre en lugar de ojos. ¿Sería moralmente lícito que el Estado nos visitara en casa cada cuatro meses para extraernos casi medio litro de sangre en favor de aquellos hospitalizados que la necesitan? No es difícil imaginar la oposición que tal sugerencia desencadenaría. Nozick no tiene problema en que cualquiera done parte de su fortuna siempre que lo haga voluntariamente, pero no hacerlo no debería ser ilegal.

Tanto Rawls como Nozick argumentan de forma tan convincente que cuando uno lee sus obras piensa: «pues sí, así tiene que ser». El problema es que, como vemos, sus conclusiones son totalmente distintas. La razón es que parten de principios distintos. Rawls es partidario de establecer unas reglas de juego y decidir después quién tiene derecho a qué. Por tanto, si decidimos que queremos un sistema fiscal que obligue a los que más ganan a entregar una parte mayor de su riqueza, entonces nadie tiene derecho a quejarse. Nozick no acepta esto. Para él la libertad es un derecho irrenunciable. Es triste que haya gente hambrienta y en la calle, pero ello no justifica quitarle a uno parte de lo que tiene, incluso aunque eso no le afecte, como ocurre con la sangre. Para Nozick las necesidades de otros no priman sobre el derecho de uno a hacer lo que quiera con lo que es suyo.

Toda argumentación moral parte de ciertas premisas. El propio Nozick lo hace notar en su obra:
«Cada teoría especifica puntos de partida y procesos de transformación, y cada una acepta lo que de allí resulte. De acuerdo con cada teoría, cualquier cosa que resulte debe ser aceptada debido a su árbol genealógico, a su historia. Cualquier teoría que llega a un proceso debe comenzar con algo que no se justifica en sí mismo por ser el resultado de un proceso (de otra manera, debería comenzar aún más atrás), es decir, ya sea: con enunciados generales que sostienen la prioridad fundamental del proceso, o bien, con el proceso mismo.»
Pero siempre es posible negar dichas premisas porque, como explicaba MacIntyre, aquí no hay principios universales a los que aferrarse:
«Lo que el progreso de la filosofía analítica ha logrado establecer es que no hay ningún fundamento para la creencia en principios universales y necesarios (fuera de las puras investigaciones formales), excepto los relacionados con algún conjunto de premisas. Los primeros principios cartesianos, las verdades a priori kantianas en incluso los fantasmas de esas nociones que por largo tiempo habitaron el emprimo, todos han sido expulsados de la filosofía.»
Es el problema fundamental de la ética, el de la justificación última. ¿Está mal robarle al rico para darle de comer al pobre? ¿Es permisible matar a una persona para salvar a cinco? ¿Por qué actuar moralmente?  Si no nos ponemos de acuerdo en los principios fundamentales es muy difícil –por no decir imposible– llegar a un acuerdo. Como dice Schleichert:
«Argumentar presupone una base de argumentación, y la discusión trata precisamente de esa base. La situación puede describirse sucintamente mediante el antiguo axioma de la lógica según el cual no se puede discutir con quien pone en cuestión nuestros principios: contra principia negantem non est disputandum».
Pero ¿cómo decidir las premisas de las que partir? ¿Cómo decantarnos por unos u otros valores y principios fundamentales sobre los que no es posible ninguna argumentación ulterior? Es un problema que también mencionamos en su momento. Hasta donde yo sé no hay respuesta definitiva que zanje este dilema. A menudo lo que hacemos es, simplemente, limitarnos a negar la tesis del otro y a sustituir su sistema dogmático por el nuestro.

Como vimos, la geometría euclídea fue el canon durante siglos. Sin embargo, en el siglo XVIII comenzaron a desarrollarse otros tipos de geometría que diferían de la de Euclides en su quinto postulado: la naturaleza de las líneas paralelas. En la geometría hiperbólica las líneas paralelas no se mantienen equidistantes, sino que se van alejando; en la geometría elíptica se van acercando hasta cruzarse. Distinta premisa, distintas consecuencias. Supongo que los matemáticos no tienen problema en distinguir cuál es la opción de partida correcta en cada situación. Por desgracia, ese es un lujo del que carecen quienes se dedican a las ciencias sociales.

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