lunes, 5 de mayo de 2014

En teoría (y II)

En teoría, la práctica y la teoría son iguales. En la práctica, no.

En 1995 la FIFA ordenó a todas sus ligas constituyentes que establecieran la regla de otorgar tres puntos por victoria en lugar de dos. La idea de Sepp Blatter, secretario general de la organización por aquel entonces, era premiar el fútbol de ataque con una recompensa un 50% mayor. El resultado, relatan Chris Anderson y David Sally, fue bien distinto:
«Two German economists, Alexander Dilger and Hannah Geyer, came up with a way to test what changed when their nation’s football leagues switched to three points for a win. They looked at 6,000 league games and 1,300 from cup competitions over the ten years before the rule change and the ten after. The cup games provided the control group, unaffected by the switch (since the reward in tournament football is progression, not points).
Dilger and Geyer did find that the three-point rule had a dramatic effect on one aspect of a football match, but it wasn’t goals. In league games three points for a win led to a drastic increase in the number of yellow cards. Attacking football had increased, but the ‘attack’ consisted not of strikes on goal, but rather of clips of the opponents’ heels, pushes in their backs, and late tackles. There was also a clear decline in the number of draws – understandable, since losing two points for parity is less palatable than only losing one – and a rise in the number of victories by a one-goal margin.
With three points available for victory, a manager’s substitutes were focused on defence, back lines refused to move forward, and the number of long clearances rose. Goals had not become more abundant, but they had become even more decisive and valuable. Three points for a win had not rewarded attacking football. It had rewarded cynical football.»
No es de extrañar que a la FIFA le saliera el tiro por la culata. En un sistema complejo fruto de la interacción de tantos individuos las cadenas de causalidad distan de ser obvias o bien comprendidas, el comportamiento de sus elementos es difícil o imposible de predecir, desconocemos cuáles son las variables correctas y las relaciones que se establecen entre ellas, y carecemos de ideas claras y distintas que se asemejen a los axiomas de Euclides. El resultado es que no poseemos un conocimiento a priori acerca de cómo influir en el sistema de la manera que queremos porque nos es imposible anticipar todas las consecuencias de nuestras decisiones.

No obstante, siendo como somos ilusos, seguimos creyendo que podemos saber qué tipo de cosas deben provocar ciertos efectos y qué tipos de cosas no. Sirva como ejemplo la imagen que ilustra este artículo. Se trata de un panfleto de la National Association Opposed to Woman Suffrage, una organización neoyorquina de principios del siglo XX que, como su propio nombre indica, se oponía a que las mujeres pudieran votar (clic en la imagen para ampliar).


Otro botón de muestra relacionado con el sufragio universal: los liberales del siglo XIX alegaron razones económicas para tratar de evitar que los pobres pudieran votar. Tal como cuenta Ha-Joon Chang :
«The nineteenth-century liberals believed that abstinence was the key to wealth accumulation and thus economic development. Having acquired the fruits of their labour, people need to abstain from instant gratification and invest it, if they were to accumulate wealth. In this world view, the poor were poor because they did not have the character to exercise such abstinence. Therefore, if you gave the poor voting rights, they would want to maximize their current consumption, rather than investment, by imposing taxes on the rich and spending them. This might make the poor better off in the short run, but it would make them worse off in the long run by reducing investment and thus growth.
[...] Between the late nineteenth and early twentieth centuries, the worst fears of liberals were realized, and most countries in Europe and the so-called ‘Western offshoots’ (the US, Canada, Australia and New Zealand) extended suffrage to the poor (naturally only to the males). However, the dreaded over-taxation of the rich and the resulting destruction of capitalism did not happen. In the decades that followed the introduction of universal male suffrage, taxation on the rich and social spending did not increase by much. So, the poor were not that impatient after all.»
También en el siglo XIX Louis Agassiz, naturalista suizo creyente y defensor de la poligenia (una teoría del racismo científico que sostenía que las razas provienen de orígenes distintos y están dotadas de atributos desiguales) se expresaba en estos términos al ser consultado sobre el papel de los negros en una nación estadounidense reunificada (citado en Gould, 2003):
«Considero que la igualdad social nunca puede practicarse. Se trata de una imposibilidad natural que deriva del propio carácter de la raza negra» (10 de agosto de 1863); como los negros son «indolentes, traviesos, sensuales, imitativos, sumisos, afables, veleidosos, inconstantes, devotos, cariñosos, en un grado que no se observa en ninguna otra raza, sólo cabe compararlos con los niños, pues, aunque su estatura sea la del adulto, conservan una mente infantil... Por tanto, sostengo que son incapaces de vivir en pie de igual social con los blancos, en el seno de una única e idéntica comunidad, sin convertirse en un elemento de desorden social» (10 de agosto de 1863). Los negros deben estar controlados y sujetos a ciertas limitaciones, porque la decisión imprudente de otorgarles determinados privilegios sociales engendraría ulteriores discordias: «Nadie tiene derecho a algo que es incapaz de usar... Si cometemos la imprudencia de conceder de entrada demasiado a la raza negra, luego tendremos que retirarle violentamente algunos de los privilegios que puede utilizar tanto en detrimento de nosotros como en perjuicio de ella misma (10 de agosto de 1863).
Los casos mencionados ilustran cómo puede disfrazarse una ideología con argumentos a priori que –en el espíritu de la época– pueden incluso sonar razonables. Como bien decía Stephen Jay Gould, a menudo se promueve una «determinada política social aparentando que se trata de una investigación desapasionada de ciertos hechos científicos». Hoy día lo más habitual es, creo yo, usar argumentos económicos. Políticos, economistas y otros seres de dudosa respetabilidad son propensos a alumbrar cadenas de razonamiento que generan miedo, incertidumbre y duda cuando se trata de defender sus intereses basándose en una disciplina cuyos logros están a años luz de cualquier ciencia. Hay que rescatar a los bancos o la civilización occidental se hundirá. Hay que seguir pagando sueldos estratosféricos a los banqueros o su talento (supuestamente imprescindible) se irá a otro lado. Hay que bajar los impuestos a los ricos o dejarán de trabajar, invertir y crear empresas. Hay que bajar los sueldos y despojar de toda protección al trabajador o el paro será siempre alto. Hay que eliminar la regulación y liberalizar todo lo posible porque eso es bálsamo de Fierabrás para la economía y los consumidores. Etcétera, etcétera. Es importante tener en cuenta la falibilidad del proceso deductivo especialmente cuando se trata de cambio social o del statu quo, so pena de que nos hagan comulgar con ruedas de molino.

El último argumento del panfleto contra el sufragio femenino reza: «it is unwise to risk the good we already have for the evil which may occur». El problema es que es muy fácil retratar algo sobre el papel de tal manera que suene como el mayor de los males. Si yo les propusiera una actividad que produce taquicardia, sudoración, elevación de la presión arterial, aumento del ritmo respiratorio y vasocongestión es probable que no se sientan impelidos a participar en ella. Sin embargo, todos los síntomas descritos se producen durante el sexo, algo a lo que probablemente no quieran (¡y quizá ni deban!) renunciar. La cuestión no es si un curso de acción puede tener efectos nocivos; todos los medicamentos tienen efectos secundarios. La cuestión es si los beneficios superan con creces a los anteriores, un punto expresado por Nassim Taleb:
«In real life, as we saw with the ideas of Seneca and the bets of Thales, exposure is more important than knowledge; decision effects supersede logic. Textbook “knowledge” misses a dimension, the hidden asymmetry of benefits—just like the notion of average. The need to focus on the payoff from your actions instead of studying the structure of the world (or understanding the “True” and the “False”) has been largely missed in intellectual history. Horribly missed. The payoff, what happens to you (the benefits or harm from it), is always the most important thing, not the event itself.»
La única forma de averiguar si los pros son mayores que los contras es mediante experimentos. Ese es el fundamento de la medicina basada en pruebas y del movimiento a favor de políticas públicas basadas en pruebas. Como humanos cargamos con muchos sesgos cognitivos que interfieren en nuestra toma de decisiones, nuestras intuiciones a menudo están equivocadas y nos cuesta reconocer nuestros fallos. Necesitamos pruebas empíricas para averiguar qué razonamiento es el correcto. Necesitamos acudir a la experiencia.

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