La verdad es que perdí la fe por las razones equivocadas. Hay un versículo del Nuevo Testamento (Lucas 11, 9-11) que se me quedó grabado poco antes de entrar en la adolescencia:
Por esto os digo: Pedid y Dios os dará, buscad y encontraréis, llamad a la puerta y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra y al que llama a la puerta, se le abre.Siendo todavía un niño, interpreté aquello como un cheque en blanco para satisfacer mis demandas más prosaicas. Cada noche, después de rezar, recitaba una retahíla de peticiones (ninguna relacionada con el Espíritu Santo) a mi supuesto padre en el cielo, cual víspera del cinco de enero. Huelga decir que pocas de aquellas plegarias fueron atendidas. Tiempo después llegó la edad del pavo, aquello se me hizo bola y perdí la fe al sentirme abandonado.
¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide pescado, en lugar de pescado le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?
Existe un puñado de libros que se podría recopilar para formar la «biblia del ateo». Tenemos, verbigracia, la célebre obra El espejismo de Dios (The God delusion), de Richard Dawkins. El filósofo Bertrand Russell escribió Por qué no soy cristiano. Quizá menos conocidos son Irreligion, del matemático John Allen Paulos, y Dios no es bueno (God is not Great) de Christopher Hitchens. Hay muchos más (Sam Harris es otro autor conocido por su lucha contra la religión) pero estos son los que yo he leído hasta la fecha.
Imagen de Erich Ferdinand |
Las críticas a los males del mundo causados por la religión son bien conocidas: guerras fanáticas, adoctrinamiento, represión sexual, políticas de salud pública nefastas (al rechazar las vacunas o los preservativos), estafas, etcétera. Citemos a Dawkins:
Imagine, con John Lennon, un mundo sin religión. Imagine que no hay terroristas suicidas envueltos en bombas, que no existe el 11-S o el 7-J, que no hay cruzadas, caza de brujas, ni el Complot de la Pólvora, ni la partición india, ni las guerras árabe-israelíes, ni las masacres serbo-croatas-musulmanas, ni la persecución de los judíos como «asesinos de Cristo», ni los «problemas» de Irlanda del Norte, ni las «muertes de honor», ni telepredicadores con vestidos brillantes y cabello cardado, desplumando a sus crédulos espectadores («Dios quiere que le des todo lo tuyo hasta que te duela»). Imagine que no hay talibanes para volar estatuas antiguas, ni decapitaciones, ni blasfemias públicas, ni azotes en la piel de mujeres por enseñar una pulgada de esa misma piel.Es un hecho cierto que se han cometido (y se siguen cometiendo) muchos crímenes en nombre de la religión, pero yo no estoy muy seguro de que no hubieran tenido lugar de no haber existido esta. Al mal le vale cualquier excusa y si no se pudiera apelar a la religión se puede matar en nombre de un país, una raza o un equipo de fútbol. Mucho me temo que con la retórica adecuada casi cualquier característica distintiva, por banal que parezca en principio, puede esgrimirse para sacar lo peor de una persona.
Respecto a las prácticas reprobables del culto como las posturas humillantes para el rezo, la prohibición del uso de anticonceptivos, la exclusión de las mujeres en el sacerdocio, etcétera, hago mía la postura de Umberto Eco en su diálogo epistolar con el cardenal Martini:
Como línea de principio, considero que nadie tiene derecho a juzgar las obligaciones que las distintas confesiones imponen a sus fieles. Yo no tengo nada que objetar al hecho de que la religión musulmana prohiba el consumo de sustancias alcohólicas; si no estoy de acuerdo, no me hago musulmán. No veo por qué los laicos han de escandalizarse cuando la Iglesia católica condena el divorcio: si quieres ser católico, no te divorcies, si quieres divorciarte, hazte protestante; reacciona sólo si la Iglesia pretende impedirte a ti, que no eres católico, que te divorcies. [...] Yo, cuando entro en una mezquita, me quito los zapatos, y en Jerusalén acepto que en algunos edificios, el sábado, los ascensores funcionen por sí mismos deteniéndose automáticamente en cada piso. Si quiero dejarme puestos los zapatos o manejar el ascensor a mi antojo, me voy a otra parte. Hay actos sociales (completamente laicos) para los que se exige el esmoquin, y soy yo quien debo decidir si quiero adecuarme a una costumbre que me irrita, porque tengo una razón impelente para participar en el acto, o si prefiero afirmar mi libertad quedándome en mi casa.Sin olvidar, como el mismo Umberto Eco dice previamente, que hay límites que al ser traspasados justifican la intervención laica (ibídem):
El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohiben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten.Por supuesto tenemos el delicado asunto de los niños, algo que merecería un tratamiento aparte. Solo quiero transmitir la idea de que mientras alguien con capacidad de discernimiento se someta libre y voluntariamente, con pleno conocimiento de las reglas y de las consecuencias, con la posibilidad de cambiar de opinión cuando quiera y sin afectar a los demás (un punto muy delicado, este último) a una práctica religiosa, allá él o ella si quiere mutilarse los genitales o no recibir transfusiones de sangre.
Que el mundo sería un lugar mejor sin religión es una cuestión, mucho me temo, difícil de resolver con certeza. En cualquier caso, no son este tipo de argumentos los que sostienen mi ateísmo sino los que tienen que ver con la razón. Serán estos los que examinaremos más detalladamente.
Continuará.