lunes, 26 de febrero de 2018

Dilbert lo predijo (y V)

Podríamos seguir añadiendo capítulos a la serie Los estúpidos van a la oficina durante eones pero lo vamos a dejar aquí por el momento. Terminemos preguntándonos: ¿por qué es tan frustrante la vida laboral? ¿Por qué parece que la lógica no tiene cabida en el trabajo?

Para Tim Harford, todos los problemas provienen de una misma raíz:

Para dirigir una empresa a la perfección necesitarías tener información sobre quién tiene talento, quién es honesto y quién es trabajador, y remunerarles en consecuencia. Pero resulta intrínsecamente difícil descubrir u obrar de acuerdo con una gran parte de esta vital información. De ahí que no sea fácil pagarle a la gente tanto o tan poco como realmente merece. Muchos de los disparates de la vida de oficina son el lógico resultado de los intentos por superar ese problema: planes retributivos que son razonables poseen desagradables efectos secundarios, que van desde alentar a la traición hasta pagarle al jefe más de lo que merece. Lamentablemente, eso no significa que puedan ser mejorados. Un mundo racional no es necesariamente un mundo perfecto, y eso en ninguna parte es tan cierto como en la oficina.
No le falta razón, mas sigo creyendo que la oficina no es un microcosmos racional. El libro citado de Harford, como el Freaknomics de Levitt y Dubner o el The Armchair Economist de Steven Landsburg, trata de dar explicaciones lógicas a comportamientos ilógicos, siempre basándose en el modelo de los agentes económicos racionales. Dejando a un lado la validez de esta teoría, es mi impresión que lo que estos autores definen como racionalidad es, sencillamente, la búsqueda del interés propio. En ocasiones, ese interés se busca de maneras lógicas y lo que ocurre es, simplemente, que la suma de los comportamientos individuales es peor para todo el mundo. Es la teoría de juegos explicada para el gran público en la película Una mente maravillosa: si todos vamos a por la misma chica, nos estorbamos y nos quedamos sin nada, mientras que si cada uno elige un objetivo diferente y menos ambicioso nuestras probabilidades de éxito aumentan.

Adams, S. (1996). El principio de Dilbert.

Pero a la satisfacción de los intereses propios también puede intentar llegarse por la senda de la estolidez, si bien el caminante que transita por dicha vía lo hará probablemente sin percibir errores en su juicio, viéndose a sí mismo incluso más sabio que el común de los hombres. Hay, verbigracia, quien lo apuesta todo al argumento de autoridad y obra como lo hace solo porque sus profesores o mentores le dijeron que lo hiciese así. O hace lo que hace únicamente porque está de moda en las compañías de éxito. O porque lo ha leído en la biografía de un empresario famoso.

Así que yo creo que sí, en parte la irracionalidad en el trabajo es fruto del interés egoísta, pero no es la única explicación. Si podemos llenar libros y libros de situaciones absurdas es porque todos somos idiotas. Por eso me gusta más la explicación de Scott Adams:

Por muy absurda que intente hacer la tira, no logro mantenerme por delante de lo que experimenta la gente en su vida laboral.

[...] Miles de personas me han contado historias laborales (la mayoría por correo electrónico) [...] A medida que iba recibiendo estas historias sentía un gran desasosiego, hasta que, después de un cuidadoso análisis, desarrollé una sofisticada teoría para explicar este curioso comportamiento laboral: la gente es imbécil.

Me incluyo. Todo el mundo es imbécil, no sólo la gente que no aprueba los exámenes finales de secundaria. Lo único que nos diferencia es que somos imbéciles con respecto a diferentes cosas, en momentos distintos. Por muy inteligente que uno sea, se pasa la mayor parte del día siendo imbécil.

Me incluyo orgullosamente en el bando de los imbéciles. La imbecilidad en la época moderna no es una condición permanente para la mayoría de la gente. Es una enfermedad en la que uno cae varias veces al día: la vida es demasiado difícil como para ir siempre de listo.

Max Power es el CEO de un holding empresarial presente en treinta y dos países con seis mil quinientos empleados. Según cuenta, estuvo de viaje meditativo por Oriente, donde alcanzó la iluminación y se dio cuenta de que «ninguno por separado es tan inteligente como todos nosotros juntos».

Es posible que hayan oído hablar de eso llamado «la sabiduría de la multitud»: dada unas circunstancias adecuadas, los grupos pueden manifestar una inteligencia superior a la de los individuos más listos del grupo. En el ejemplo clásico, ochocientos participantes calculan a ojo el peso de una res. La media de sus estimaciones es 1.197 libras y el peso real es de 1.198. El peso calculado por el grupo es certero porque los errores en las estimaciones individuales se cancelan.

James Surowiecki, el periodista que popularizó el término «sabiduría de la multitud», explica que un grupo de personas puede alcanzar una buena decisión cuando las personas del grupo son independientes las unas de las otras y tienen perspectivas diferentes. Eso hace que cada individuo aporte información nueva y evita correlación de errores. Cuando estas condiciones no se dan disminuye la probabilidad de éxito del grupo:

[C]uanto mayor sea la influencia que los miembros de un grupo ejerzan los unos sobre los otros, y mayor el contacto personal que tengan entre sí, menos probable será que alcancen decisiones inteligentes como grupo. A mayor influencia mutua, mayor probabilidad de que todos crean las mismas cosas y cometan los mismos errores, lo que significa que existe la posibilidad de que uno se haga individualmente más sabio pero colectivamente más tonto.
Por desgracia, en la sociedad en general, y más acusadamente en la empresa, dependemos unos de otros para obtener información, estamos sometidos a la presión del grupo, imitamos a quienes nos rodean y tendemos a seguir la norma y la costumbre. Será por eso que en el lugar de trabajo los errores no se cancelan, sino que se acumulan y se alimentan a sí mismos. Eso quiere decir que Max está equivocado y la máxima correcta sería «ninguno de nosotros por separado es tan estúpido como todos nosotros juntos».

He empezado este artículo final preguntándome por qué la vida laboral es tan frustrante. Quizá sea porque nuestras expectativas no son razonables. Esperamos que todo tenga sentido y que los demás actúen de forma racional cuando sabemos perfectamente que son (igual que nosotros mismos) estúpidos y egoístas. El dibujante de Dilbert expresa este punto de vista maravillosamente (ibídem Adams):

El mundo de los negocios no hace aflorar la imbecilidad, pero quizá sea el lugar donde más se nota. En nuestras vidas privadas toleramos los comportamientos más extraños; hasta nos parece normal (si no me cree, eche un vistazo a los miembros de su familia). Pero en el trabajo creemos que todo el mundo debe guiarse por el pensamiento lógico y racional. En el mundo de la empresa, cualquier aspecto absurdo destaca como la sotana de un cura en un banco de nieve. Estoy convencido de que el lugar de trabajo no encierra más aspectos absurdos que la vida cotidiana, sino que simplemente lo absurdo destaca más.
Me hace mucha gracia que nos tomemos tan en serio. Muy rara vez reconocemos nuestra imbecilidad y, sin embargo, podemos identificar claramente la imbecilidad de los demás. He aquí lo que produce la tensión central en el mundo de los negocios:
Esperamos que los demás actúen de forma racional, a pesar de nuestra propia irracionalidad.
Así, concluye Adams, es inútil esperar que los compañeros de trabajo, en tanto en cuanto son personas, se comporten racionalmente. Lo único que podemos hacer es asimilar que estamos rodeados de imbéciles y que es inútil resistirse. En ese momento, termina diciendo, podremos relajarnos y reírnos a expensas de los demás.

lunes, 19 de febrero de 2018

Dilbert lo predijo (IV)

Sinergias. Diversificar. Convergencia. Cliente estratégico. Multidisciplinar. Quick wins. Feedback. Team building. Overheads. Y así siguiendo. Do you speak MBA, motherfucker?

Todo grupo de profesionales cuenta con su propia especie de taquigrafía verbal, la jerga del sector que lo mismo sirve para referirse a conceptos complejos en pocas palabras como para aislar a quienes no la entienden. Usar la jerga es imprescindible para ser «uno de los nuestros» aun cuando muchos de quienes la emplean no comprenden realmente las palabras que están usando. Pero ¿quién dice que la comprensión sea necesaria? Al fin y al cabo, la comunicación empresarial no busca informar sino adoctrinar, persuadir y engañar (a los clientes, a los empleados, a la sociedad). Adicionalmente, los vocablos aberrantes de la industria son la forma más fácil de aparentar conocimiento y capacidad de liderazgo. Como dice el dibujante de Dilbert:

Si desea avanzar en eso de la dirección empresarial, tendrá que convencer a los demás de que es un tipo inteligente y astuto. Esto se consigue sustituyendo las palabras de uso corriente por la jerga incomprensible.
Por ejemplo, un jefe nunca diría: «Usé el tenedor para comerme una patata». Un jefe como Dios manda diría: «Utilicé una herramienta multivectorial para procesar una fuente de fécula». Las dos frases significan prácticamente lo mismo, pero la segunda fue pronunciada, evidentemente, por una persona mucho más inteligente.
Adams, S. (1996). El principio de Dilbert.

Será por eso que los miembros del comité ejecutivo gustan de convocar de vez en cuando a toda la tropa para subir al estrado y soltar la misma obviedad una y otra vez, expresada cada vez de forma distinta. Si observan detenidamente, notarán que prácticamente todos los mensajes de la dirección constan de dos ideas básicas que cualquier niño de parvulario conoce: hay que ganar más dinero y gastar menos. No obstante, como hemos dicho, los jefes nunca lo dirán en lenguaje llano, sino que tratarán de vestir su discurso con jersey de cuello alto para dárselas de Steve Jobs. Verbigracia:
«Hay que ser más eficientes en los procesos». Traducción: hay que gastar menos dinero.
«Hay que tener más ventas recurrentes». Traducción: hay que ganar más dinero.
«Hay que fabricar los productos en serie, como una churrería». Traducción: hay que ser más eficiente. Traducción: hay que gastar menos dinero.
«Hay que vender más productos de los que fabricamos nosotros y menos de lo que vendemos como intermediarios, porque eso nos deja mayor margen». Traducción: hay que ganar más dinero.
«Hay que abrirse a nuevos mercados, como las pymes y los autónomos». Traducción: hay que ganar más dinero.
Etcétera.
Mi versión favorita de este espectáculo es la entrada de un jefe nuevo, graduado cum laude en la Universidad de lo Obvio y Evidente, que le suelta todo lo anterior a su equipo sin pararse a respirar, creyéndose un genio iluminado, un intelecto sobrehumano capaz de engendrar ideas que a nadie de la empresa se le habían ocurrido antes.

Por supuesto, la cúpula nunca habla del problema real, a saber, cómo se va a hacer todo lo anterior. Hacerlo requeriría verdaderos conocimientos sobre gestión empresarial, competencias con las que no cuentan los directores generales y sus secuaces.

¿Creen que estoy de guasa? Al fin y al cabo, si los directivos supieran cómo llevar una compañía ¿por qué iban a gastarse cientos de miles de euros en contratar a grandes consultoras que les diseñen la estrategia, o a empresas del gestión del cambio para tratar de arreglar los problemas de la organización? ¿Acaso gastarían ustedes dinero en que otra persona haga algo que ustedes ya saben hacer? Puede que sí. Quizá no tienen suficiente tiempo para limpiar la casa y cuentan con una empleada de hogar. Sin embargo, si dicha empleada costara el equivalente a medio mes de su sueldo, probablemente se arremangarían para hacerlo ustedes mismos.

En el caso de un negocio, desconozco a ciencia cierta la proporción del presupuesto que representa un servicio de consultoría. Supongamos, por mor del argumento, que es de tan solo un dos por ciento. Aún así, ¿qué sentido tiene que el capitán de la empresa pague a otros para hacer su trabajo? ¿No es como si el entrenador del Real Madrid pagara a otra persona para dirigir los entrenamientos y al equipo en los partidos?

Quizá sea que la función del director general no es dirigir la compañía. Tal vez su papel sea meramente decorativo, como el del rey de España. Su sueldo podría no estar relacionado en absoluto con las decisiones que pueda tomar ni con su impacto en la producción. Según el economista Tim Harford, la alta remuneración de un presidente ejecutivo no se le paga porque este vaya a hacer un trabajo tan bueno como para que a los accionistas les compense, sino porque su salario estratosférico estimula a los empleados de la compañía a trabajar duro para tratar de hacerse con su puesto, lo que resulta una mejora de los resultados de la firma que supera los emolumentos del mandamás. Así, cuanto más exorbitado es el sueldo de un jefe y menos tiene que hacer para ganarlo, tanto mayor es la motivación de los que están por debajo para trabajar con el fin de ascender y reemplazarle. En conclusión, el salario del presidente no es una motivación tan grande para él mismo como para sus ayudantes.

La conclusión anterior es una consecuencia de la teoría del torneo, una argumentación alumbrada por los economistas Edward Lazear y Sherwin Rosen. La idea básica es que la única forma de evaluar a los empleados es comparándolos entre sí, pues no hay medidas objetivas universales. Por tanto, se paga a las personas por su rendimiento relativo, es decir, cómo son de buenos comparados con otros que hacen lo mismo. El nombre de «teoría del torneo» hace referencia a que esto mismo ocurre en los deportes, donde solo se puede comparar a jugadores contemporáneos y no hay forma imparcial de comparar a deportistas o equipos de épocas distintas, pues sus resultados dependen de los rivales que tuvieron.

En la oficina, explica Harford, el premio del torneo puede ser un plus al mejor vendedor del año, o un puesto muy bien pagado y poco exigente:

Algunos torneos laborales son explícitamente eso: un plus para el mejor trabajador y, tal vez, también para quienes ocupen un segundo y un tercer lugar también. Más comúnmente, el torneo laboral es un poco menos estructurado; y ello se debe al hecho de que hay un fondo limitado para los pluses: cuanto mejor parezcas en comparación con tus compañeros, menos obtendrán ellos y más conseguirás tú. El premio del torneo también puede consistir en un ascenso al siguiente nivel directivo. Sea cual sea la estructura del torneo, su ventaja reside en que permite a un directivo rata mantener abiertas sus opciones mientras hace la creíble promesa de recompensar el buen trabajo.
Y en otra parte agrega:

Los torneos también requieren cada vez más absurdos montantes salariales a medida que los trabajadores escalan en la jerarquía de la empresa. En el nivel más bajo, un ascenso podría no tener que conllevar necesariamente demasiado incremento salarial, ya que abre las posibilidades de ascensos lucrativos en el futuro. Cuando ya estás cerca del final de tu carrera laboral, ya no trabajas duramente porque esto pueda abrirte las puertas del futuro: sólo un jugoso cheque es capaz de estimularte.
A diferencia de los torneos deportivos, en la empresa uno puede ganar por méritos propios o apuñalando al compañero. De acuerdo con Harford, mientras la labor de los trabajadores honestos supere el daño que hacen los trepadores la compañía saldrá beneficiada. Pero si la teoría del torneo es cierta entonces es muy posible que, efectivamente, la cúspide de la jerarquía no esté formada por gestores competentes sino por personas duchas en manipular, engañar, sobornar y otras artes indeseables.

Continuará.

lunes, 12 de febrero de 2018

Dilbert lo predijo (III)

Una de las mentiras más populares de la dirección que quisiera tratar más detalladamente es aquella de «nos estamos reorganizando para servir mejor a nuestros clientes» o «nos estamos reorganizando para ser más eficientes».

Vaya por delante decir que, en ocasiones, esos cambios son necesarios. Hay compañías cuya larga trayectoria las convierte en el equivalente empresarial de los dinosaurios, a saber, gigantes inadaptados. Son firmas que cuentan con una jerarquía fosilizada cuyos incentivos se han desplazado de los fines del negocio al politiqueo interno, lugares infectados por un elitismo que huele a humedad y a cerrado en cuyas oficinas la gente rehúsa relacionarse con personas de una categoría inferior y los ascensos de quienes caen mal provocan envidia y rencor. Además, allí se trata al personal subcontratado como si fueran enfermos infecciosos. Recuerdo el caso de una compañera que trabajaba como personal externo para una de estas empresas. La jefa de proyecto rehusaba relacionarse con empleados de otras empresas así que cuando esta directiva necesitaba que mi compañera hiciera algo se dirigía a su subordinada, personal propio, para que transmitiera las órdenes a mi colega. Lo ridículo del asunto es que esa subordinada estaba sentada codo con codo con mi compañera, así que cada vez que la jefa se acercaba a pedir algo hablaba con su empleada fingiendo que mi colega, que lo oía todo perfectamente, no estaba ahí.

Adams, S. (1996). El principio de Dilbert.

Otras consecuencias absurdas del seguimiento ciego de la cadena de mando las viví personalmente trabajando como personal subcontratado en una gran organización en la que, para mayor escarnio, más de un director volvía de la comida abotagado por el alcohol. Yo formaba parte de la sección X, la cual aportaba información a la sección Y, a la cual pedíamos la ejecución de ciertas tareas. Cuando quería que la sección Y hiciera algún trabajo debía decírselo a mi coordinador, el cual informaba a su director, quien a su vez notificada al coordinador de la sección Y, persona que pasaba finalmente la petición a los trabajadores de su sección. Lo absurdo del asunto es que, una vez más, los trabajadores de ambas secciones nos sentábamos unos al lado de los otros, pero no nos estaba permitido pedirnos cosas directamente.

De manera que sí, hay ocasiones en las que las empresas piden a gritos cambios en la organización. Por desgracia, como suele ocurrir en el mundo laboral, las buenas intenciones detrás del cambio se traducen en un sainete dilbertiano que se ceba con los trabajadores en la base de la pirámide.

Yo no he estudiado ningún MBA pero dudo mucho que la mejor manera de mejorar la productividad sea cambiar toda la organización cada año o cada pocos meses, vicio que parecen compartir muchos altos cargos. Dado mi desconocimiento, la explicación de este fenómeno que da Scott Adams se me antoja perfectamente válida:

Los directivos son como felinos en una jaula llena de desperdicios. Remueven instintivamente las cosas para ocultar lo que han hecho. En el mundo de los negocios a ese proceso se le llama «reorganización».

Un jefe normal reorganizará con frecuencia, siempre que se le mantenga bien alimentado.

Sabrá que ha sido reorganizado con frecuencia, y que por tanto está condenado, si oye a sus compañeros hacer alguna de estas preguntas en los pasillos:

«Si tuviera que vivir en un basurero, ¿sería muy malo?»
«¿Dónde se ducha la gente sin hogar?»
«¿Es mortal la tuberculosis?»
Personalmente, el tiempo me ha hecho ver que los grandes cambios organizativos se parecen a las reuniones: hay demasiados y son mayormente inútiles, toda vez que hacen honor al lema «cambiarlo todo para que todo siga igual». Mucho me temo que las únicas reorganizaciones internas que acaban mejorando espectacularmente la efectividad de los empleados o la calidad de lo que la empresa produce son las historias edulcoradas que aparecen en los libros de gestión empresarial. En el mundo real, por el contrario, las reorganizaciones no se hacen por el bien de la productividad sino porque son la forma de señalización más fácil que los directores generales tienen para aparentar que hacen algo y que se merecen el sueldo que ganan. Con ellas dejan claro que no tienen ni idea de cómo arreglar los problemas fundamentales de la empresa y acaban creando engendros jerárquicos generosamente salpicados con nuevos términos en inglés. Una costumbre, esta última, que (sospecho) se basa en la idea equivocada de que un montón de mierda con otro nombre huele mejor. De nuevo me remito al libro de Dilbert:

Hace unos pocos años, los directores de [nombre de la empresa] visitaron una serie de otras empresas con el propósito de descubrir cuáles eran las prácticas gerenciales que explicaban su éxito. Una de esas empresas fue la Federal Express.
Después de muchas semanas de visitas, ¿con qué ideas regresaron? Bueno, pues parece que a los empleados de FedEx se les llama «asociados» y no empleados. ¡Quizá sea esa la razón por la que a los de FedEx les va tan bien! Se nos anunció entonces a bombo y platillo que, a partir de entonces pasaríamos a llamarnos «asociados» y no «empleados».
Todos seríamos llamados asociados... Muy bonito e igualitario. Se suponía que eso contribuiría a aumentar nuestra eficiencia y productividad. Unas semanas más tarde, nuestro director de recursos humanos anunció que a partir de ahora habría «asociados», «líderes» (es decir, supervisores y directores intermedios) y «altos líderes» (es decir, directores ejecutivos).
Ese fue el resultado más visible (y efectivo) de las visitas que hicieron los directores para emular a las empresas mejor dirigidas.
En uno de las primeras reorganizaciones que sufrí en carne propia pasamos de tener un jefe de equipo a una estructura más compleja que el entramado del cártel de Cali, con managers, DUN managersarea managersservice managers y, al final del montón, en lo más bajo, los (de nuevo, palabras textuales) «técnicos, que ayudan (!) a ejecutar los proyectos». Desde entonces he pasado por más reorganizaciones que nocheviejas, las cuales nos han llevado a la situación actual en la que hay empleados que tienen más jefes que compañeros con los que repartir las tareas.

Una explicación parcial de los fallos organizativos son las luchas internas. Incluso en empresas de menos de cincuenta trabajadores he visto guerras políticas que ríase usted de Juego de Tronos. En uno de los últimos casos que he conocido, Urbano quería hacerse con el mando de todos los departamentos de investigación, desarrollo y producción, desbancando al director en funciones, Secundino. En una decisión salomónica (o por falta de agallas) el director general decidió que era mejor no hacer caso ni a uno ni a otro y optó por fichar a otro alto cargo para gestionar parte de las funciones de Secundino, dejando a Urbano como estaba.

En otra ocasión, una compañía de tamaño mediano pagó una buena suma a una de las mayores firmas de consultoría mundiales para que diseñara su estrategia de crecimiento. Tras analizar la empresa concienzudamente uno de los mensajes principales del informe final era olvidar el mercado estadounidense, muy maduro y demasiado competitivo. ¿Adivinan qué hicieron los dueños de la empresa? Exacto, ignorar el informe por el que habían pagado e intentar hacerse hueco en USA. Los ecos de la hostia que se dieron aún viajan por la atmósfera.

Es por todas las malas experiencias vividas por lo que, cada vez que se anuncian a bombo y platillo nuevos esfuerzos por cambiar la estructura de la organización, a mí me sube la bilis. La costumbre de los directivos de agitar el gallinero lleva a la quemazón de los trabajadores. Como no suelen funcionar, cada nuevo intento se topa con mayor escepticismo y más resistencia al cambio lo que, a su vez, disminuye las probabilidades de éxito, lo cual termina por animar a los jefes a probar otros cambios porque estos no funcionaron. Y así ad infinitum. Los únicos beneficiados en esta espiral descendente son las empresas dedicadas a eso que llaman «gestión del cambio», cuyos servicios son a al mundo laboral lo que la homeopatía es a la medicina.

Continuará.