lunes, 23 de abril de 2018

Tener hijos

Elliot, I'm a man. I've been programmed to think that a baby is the worst possible consequence of sex.
–Scrubs, S05E05





Quizá lo único que he tenido siempre claro en mi vida es que no quiero ser padre. No puedo arriesgarme a tener un cachorro que se parezca a mí, sería una tortura para él y para mí. El mundo es un lugar mejor sin un mini-yo danzando por él. Tal vez sea la sabia naturaleza en acción. Tal vez la evolución haya diseñado un mecanismo que se active cuando la combinación genética no es digna de ser perpetuada y genere un sentimiento de rechazo ante la idea de producir descendencia.

En el frente contrario hay quienes siempre han sabido que querían criar hijuelos, incluso el número exacto. Desafortunadamente, algunos de este grupo encuentran que la naturaleza les ha privado de algo tan básico y tienen que luchar contra la infertilidad. Otras personas no encuentran con quién aparearse y no quieren criar en solitario a un niño. Otros no pueden permitírselo por razones económicas. Todos ellos viven en el primer círculo del infierno descrito por Dante, allí donde la pena de las almas consiste en vivir un deseo sin esperanza.

Tenemos también a desertores por ambos bandos, aquellos que se mofaban de los papis y que han acabado sucumbiendo, y aquellos que finalmente no se han visto con ganas suficientes o sus prioridades han cambiado.

Finalmente están los que no saben lo que quieren. Conozco a personas que siguen esperando la señal de alarma de su reloj biológico y a otras que se han propuesto quedarse embarazados únicamente por su edad, por aquello de minimizar los riesgos de la gestación en edades tardías.

Tener hijos o no es una decisión difícil complicada por lo que Dan Ariely llama el sesgo de imposibilidad de cambio:

The idea here is that when we face large decisions that seem to be immutable (getting married, having kids, moving to a distant place), the permanence of these decisions makes them seem even larger and more frightening. Not to mention that such decisions increase our potential for regret.
El arrepentimiento es un fuerte motivador. Como dice el también psicólogo Daniel Gilbert, nuestras decisiones más importantes a menudo están determinadas por la forma en que imaginamos nuestros remordimientos futuros:

Regret is an emotion we feel when we blame ourselves for unfortunate outcomes that might have been prevented had we only behaved differently in the past, and because that emotion is decidedly unpleasant, our behavior in the present is often designed to preclude it.14 Indeed, most of us have elaborate theories about when and why people feel regret, and these theories allow us to avoid the experience. For instance, we expect to feel more regret when we learn about alternatives to our choices than when we don’t,15 when we accept bad advice than when we reject good advice,16 when our bad choices are unusual rather than conventional, and when we fail by a narrow margin rather than by a wide margin.
Es el «¿y si?» que nos come la vida. «¿Y si mañana ya no hay?» «¿Y si hubiera hecho esto en vez de aquello?». «¿Y si el día de mañana me arrepiento de no haber tenido críos?». Curiosamente, según Gilbert tendemos a arrepentirnos más de lo que no hemos hecho que de lo que hacemos. Una posible razón, explica, es que nos es más difícil elaborar puntos de vista positivos y creíbles sobre lo que pudimos haber hecho que sobre lo que hicimos. Así, racionalizamos los excesos de valentía (léase: imprudencias) más fácilmente que los excesos de cobardía. Por consiguiente, un padre arrepentido («debí haber esperado a tener un trabajo mejor», «tenía que haber viajado más en lugar de tener hijos tan joven») sufre menos que un no-padre arrepentido.

En otra parte del libro de Ariely este cita de pasada el consejo de un amigo de universidad que tuvo hijos antes que nadie de la pandilla. La teoría de aquel hombre era que si eres el tipo de persona que gusta de comer bien tres veces al día no deberías tener hijos, pero si eres de aquellos que prefiere comer espectacularmente bien de vez en cuando, entonces adelante. La razón es que, según él, la vida con hijos no es gozosa en su mayor parte pero de tanto en cuanto proporcionan momentos de una alegría increíble. Gilbert describe la paternidad como «un servicio aburrido y desinteresado a personas que tardarán décadas en sentirse apenas agradecidos por nuestros esfuerzos».

Los estudios han mostrado una y otra vez que tener hijos disminuye la felicidad. Sirva como muestra este gráfico:

Gilbert, D. (2006)
Aún así, los padres parecen una secta tratando de captar acólitos, recomendando a los demás que se unan a la experiencia defendiendo las virtudes de esta. Es la disonancia entre el yo que experimenta (el que cambia pañales, el que no puede dormir, el que está siempre cansado e irritado) y el yo que recuerda. El segundo dice que sus hijos son lo mejor que le ha pasado en la vida, el primero tiene cara de que son lo peor que le ha pasado en la vida. Escribe Daniel Kahneman:

Confundir la experiencia con la memoria de la misma es una poderosa ilusión cognitiva, y lo que nos hace creer que una experiencia transcurrida puede resultar arruinada es la sustitución. El yo que experimenta no tiene voz. El yo que recuerda a veces se equivoca, pero es el único que registra y ordena lo que aprendemos de la vida, y el único también que toma decisiones. Lo que aprendemos del pasado es a maximizar las cualidades de nuestros futuros recuerdos, no necesariamente de nuestra futura experiencia. Tal es la tiranía del yo que recuerda.
De acuerdo con el célebre psicólogo, el yo que experimenta es el que hace la vida, y el yo que recuerda es el que lleva las cuentas y hace las elecciones, compone historias y las conserva para referencias futuras. Puede que sea gracias a ello que pervive la visión color de rosa de lo que significa tener hijos. Volviendo a Gilbert:

“Children bring happiness” is a super-replicator. The belief-transmission network of which we are a part cannot operate without a continuously replenished supply of people to do the transmitting, thus the belief that children are a source of happiness becomes a part of our cultural wisdom simply because the opposite belief unravels the fabric of any society that holds it. Indeed, people who believed that children bring misery and despair—and who thus stopped having them—would put their belief-transmission network out of business in around fifty years, hence terminating the belief that terminated them. The Shakers were a utopian farming community that arose in the 1800s and at one time numbered about six thousand. They approved of children, but they did not approve of the natural act that creates them. Over the years, their strict belief in the importance of celibacy caused their network to contract, and today there are just a few elderly Shakers left, transmitting their doomsday belief to no one but themselves.
Así pues, la idea de que los hijos traen la felicidad sería un creencia falsa, una ilusión colectiva como la que nos hace pensar que las monedas y billetes que intercambiamos tienen valor. Pero incluso yo, un misántropo con cierta animadversión a las crías de homo sapiens, soy escéptico ante tal conclusión. Al fin y al cabo, es de esperar que la naturaleza haya implantado mecanismos de recompensa con el fin de que los genes puedan replicarse. Lo que ocurre es que estas recompensan actúan sobre el yo que recuerda. No creo que por eso sean menos reales.

Me pregunto cuál será la proporción actual en nuestra sociedad entre hijos que fueron concebidos porque los dos progenitores así lo querían desde el principio y bebés que fueron engendrados principalmente porque los padres se estaban haciendo viejos y se lanzaron a la piscina asustados por el fantasma del arrepentimiento. También me pregunto qué proporción de embarazos son fruto de un accidente o un descuido. Finalmente, me surge la duda: ¿hay razones incorrectas para tener hijos? Y si las hay ¿acaso importa?

lunes, 16 de abril de 2018

Normas (y IV)

Las últimas cuestiones que quiero mencionar en relación a las normas son la cantidad y la complejidad de las mismas. No es infrecuente oír que hay demasiada regulación que no sirve para nada, o que las leyes son demasiado complejas. Por ejemplo:

As laws accrete over time, a legal system becomes a kluge—it gets the job done, but it is far from elegant.
In fact, the tax code is so complex that the law has recognized this fact. The number of pages of instructions for the 1040 tax form has exploded, from two in 1940 to more than 200 in 2013. If you make an error in your taxes in good faith simply because the rules and provisions are so complicated, the Supreme Court has ruled that you cannot be convicted for willful failure to file tax returns. Essentially, it is more efficient for the law to make these klugey patches on the overcomplicated tax code than to overhaul it entirely from scratch to make it more user-friendly.
Or consider the overall growth in regulations enacted by various departments and agencies of the government, such as the Environmental Protection Agency. For example, if you look only at the number of pages in the Code of Federal Regulations—the collection of rules from these many agencies—this number has gone from fewer than 25,000 to more than 165,000 in the past fifty years.
Foto de Nicola Baron
¿Por qué no empezar de cero y simplificar los códigos más complejos? Una de las razones que aduce Arbesman (autor de la cita anterior) son las limitaciones de tiempo y de dinero, esto es, no sale rentable. A menudo es más eficiente ir haciendo modificaciones sobre lo que se tiene en pos de un resultado aceptable, por más que no sea perfecto ni elegante. El sistema operativo con el que escribo esto, por ejemplo, tiene partes que fueron escritas en los años setenta y que ya no son realmente necesarias.

Otra razón, continúa Arbesman, es que es peligroso empezar de cero pues existe el riesgo de que nos equivoquemos allí donde otros se equivocaron antes, cuyos parches forman parte de ese monstruo complejo que tratamos de simplificar. A veces la complejidad es irreducible, como bien saben los programadores que codifican los husos horarios.

Hablemos ahora de la otra queja, aquella que sostiene que las reglas no sirven para nada porque siempre habrá quien se salga con la suya, personas que violan «the spirit of the law» adhiriéndose a «the letter of the law». La Fórmula 1 es, otra vez, un ejemplo perfecto. Adrian Newey, el célebre especialista en aerodinámica que trabaja para Red Bull, cuenta en sus memorias cómo su trabajo consiste en encontrar lagunas en el reglamento para poder diseñar un coche con más carga aerodinámica que sus rivales. Verbigracia:

As ever, I took a careful look at these new regulations, hoping to spot a loophole, and found one. The new rules called for a minimum height to the chassis beside the head to support these new side headrests, but they did not explicitly say that the 75mm-thick headrests had to be that height, only that they had to have a minimum area. So I measured Damon’s shoulder height and then, while maintaining the area, lowered them until they just cleared the top of his shoulders.
True, it wasn’t what the regulation intended, but aerodynamically it was a lot cleaner because the chassis only needed to be a thin blade to satisfy the rules. Our rivals did not spot the loophole and got very upset at the first race in Melbourne, but rules are rules and there is no clause about intent of the regulation. Because the chassis is such a long-lead-time component to manufacture, there was no way our rivals could copy it within the season, so we had a sealed-in advantage for 1996. It was widely copied in 1997.
La idea de que no se debe regular porque no se puede controlar un comportamiento, considerar todos los casos límites o anticipar las interpretaciones que violarán el espíritu de las normas se me antoja un tanto endeble. Una cerradura normal y una alarma no impedirán a un caco motivado y habilidoso robar en una casa, pero sí alejarán a aquellos que no hacen del robo su forma de vida pero que se sentirían tentados de dar un paseo por el salón ajeno si no hubiera cerradura. De la misma forma, si la recompensa lo vale, dados el suficiente tiempo y dinero siempre habrá quien encuentre la forma de darle la vuelta a la ley, mas eso no quiere decir que regular sea inútil. A veces se trata, simplemente, de elevar el coste de hacer aquello que la ley pretende impedir para que cada vez haya menos individuos que puedan permitírselo.

El tema de la eficacia de las normas entronca con el pasaje que abría esta serie de artículos, aquella escena en la que el capitán Alatriste dejaba en ascuas a los mercenarios sobre cómo sería el reparto del botín. Puede parecer injusto porque el capitán quizá cambie las reglas a su antojo para salir más beneficiado que el resto pero, por otra parte, su jugada evita que los espadachines a sueldo se maten entre sí. Como hemos dicho, una vez establecidas las reglas alguien encontrará resquicios de los que se valerá para sacar provecho, lo cual podría darle una ventaja inicial que mantener indefinidamente si las normas no cambian. La incertidumbre y el cambio son herramientas con las que se puede luchar contra quienes explotan un sistema de reglas.

Leyes, reglamentos deportivos, códigos de conducta... una y otra vez nos comportamos como si fuera posible dictar un decálogo sin ambages que regulara el comportamiento humano para la satisfacción de todos. Pero nunca ocurre así. Por doquier acaban surgiendo procederes inesperados y consecuencias que algunos consideran indeseables, que no gustan, con los que no se puede vivir. Así que pasamos a discutir qué va primero, si los principios o los fines, lo que es o lo que debería ser, nuestras prioridades o las de los otros. E intentamos arreglarlo, ponernos de acuerdo, haciendo cambios y añadiendo excepciones, tratando de limitar la ambigüedad de las palabras o confiando la última palabra al arbitrio o buen juicio de alguien. Inevitablemente surgen las contradicciones y las normas se complican. Quienes salen perjudicados hablan de injusticia mientras que aquellos que salen beneficiados proclaman que las reglas son las reglas y que hay que cumplirlas, que no hay ninguna cláusula acerca de la intención de las mismas, que lo único que vale es lo que hay escrito.

lunes, 9 de abril de 2018

Normas (III)

Las «reglas del juego» del balompié apenas han cambiado durante décadas, centrándose las alteraciones en las competiciones en sí (tres puntos por victoria, número de participantes por país en competiciones europeas, etcétera) y en asegurar el cumplimiento de las reglas ya existentes (cuarto árbitro, ojo de halcón, VAR, telecomunicaciones para el equipo arbitral, etcétera). Proposiciones que modificaban el juego en sí, tales como el adelantamiento de la línea de fuera de juego hasta la frontal del área o el aumento del tamaño de las porterías cayeron en el olvido (con una excepción notable: la prohibición de que el portero pudiera coger con las manos un balón pasado por un compañero).

Foto de alessio mazzocco
A diferencia del deporte rey, las normas de la Fórmula 1 cambian cada año (a veces incluso a mitad de temporada) con diversos fines, tales como mejorar el espectáculo, reducir costes y aumentar la seguridad de los pilotos. A veces dichos fines se oponen unos a otros. Por ejemplo, si se permiten coches más rápidos el riesgo para los pilotos es mayor y es más difícil adelantar. Por otro lado, este es un deporte en el que el equipamiento marca una diferencia sustancial, pues el coche con el que se participa determina en gran medida el éxito en las carreras. Todas estas características (cambios frecuentes, fines dispares, diferencias en el punto de partida de los competidores) hacen de la normativa de la Fórmula 1 un ejemplo mucho más cercano a las reglas de la sociedad. De hecho, en este deporte ocurre como en cualquier nación: las normas cambian tratando de buscar el equilibrio entre lo deontológico y múltiples fines contrapuestos, dejando a todo el mundo descontento en parte.

Una de las quejas más frecuente sobre la Fórmula 1 es que es aburrida, máxime si la comparamos con las carreras de motos, donde los adelantamientos son frecuentes y cada vuelta está acompañada por el riesgo de caída del piloto. Si los goles son, a la vez, la salsa y el bien más escaso del fútbol, los adelantamientos son su equivalente en la Fórmula Uno. Es por ello que uno de los ejes principales alrededor de los que giran los cambios en el reglamento es hacer más fácil que los coches puedan adelantarse entre ellos. Cambio notable en este sentido fue la introducción hace pocos años del DRS, un dispositivo que puede activar el coche perseguidor cuando está muy cerca del que le precede para mejorar su aerodinámica y ser más rápido, facilitando así el adelantamiento. Es un cambio de reglamento del tipo «el fin justifica los medios»: otorga una ventaja concreta (si bien momentánea) a un competidor sobre otro para que el espectáculo sea más atractivo.

Con el DRS parece haber ocurrido finalmente lo mismo que con los tres puntos por victoria que vimos en el caso del fútbol: no ha conseguido su objetivo, al menos (es solo mi opinión) en la medida en que se esperaba. La razón es que los adelantamientos dependen en gran parte del tipo de circuito y de otras medidas aerodinámicas del reglamento, como las alas y las ruedas, así que los responsables pertinentes están trabajando en nuevas medidas para el año que viene. En cualquier caso, el DRS se mantiene (al menos, de momento). Este es un fenómeno corriente: los cambios se arrastran aun cuando no lograron lo que pretendían, siguiendo vigentes por costumbre en ausencia de las razones que los alumbraron. Conviene tener esto en cuenta: en teoría, los cambios en las normas pueden proponerse como temporales y reversibles («para probar») pero, en la práctica, con frecuencia el statu quo sirve de ancla y no se vuelve al estado anterior.

A veces también ocurre lo contrario: no se prueba una modificación durante tiempo suficiente como para saber si es para mejor o no. Hace un par de años se cambió la manera en que se decidía el orden de salida para la carrera del domingo, con objeto de obligar a los equipos a esforzarse más durante la clasificación. A la tercera carrera se volvió al formato anterior (y sigue así desde entonces), pues el nuevo formato no gustaba a los equipos y muchos aficionados se vieron defraudados al ver que con él la parrilla quedaba decidida faltando todavía algunos minutos para que terminara la sesión. He aquí otro punto a tener en cuenta en cuanto a los cambios en las normas: no nos gustan de por sí, quienes se oponen a una modificación concreta pondrán el grito en el cielo si no funciona perfectamente a la primera, y tendemos a pensar de forma binaria y absoluta (implementar el cambio o no, revertirlo o mantenerlo) antes que hacer ajustes sobre las modificaciones introducidas.

Las palabras «Fórmula Uno» evocan la idea de coches espectacularmente veloces. Es un rasgo que define este deporte y todo el mundo querría mantenerlo. El problema es que los coches más rápidos se obtienen mediante diseños aerodinámicos sofisticados y motores potentes. Lo primero hace que sea más difícil adelantar, mientras que lo segundo sube los costes. Además, los coches más rápidos son más peligrosos.

¿Qué hacer cuando las normas deben acomodar fines opuestos? Una posible solución sería ordenarlos según nuestras prioridades y hacer que las reglas cambien al son de estas. Por ejemplo, en los albores de la competición la seguridad de los pilotos apenas contaba; este año se ha introducido el halo, un protector para la cabeza que enerva a los puristas pero que busca evitar muertes como la de Jules Bianchi en 2015. Antes los equipos podían gastar cuanto quisieran; desde la crisis financiera de 2007 ha intentado controlarse el gasto. Las azafatas, otra tradición de esta competición, han sido sustituidas por niños siguiendo la tendencia de la sociedad.

Por desgracia, no siempre hay un orden claro. Todos sabemos lo difícil que es para un grupo de personas acordar qué fines tienen prioridad sobre otros y que, a menudo, no hay una jerarquía que deje contento a todo el mundo. Acaso la política sea la lucha por controlar la prioridad de los fines, la pugna por poner en primer lugar lo que a nosotros nos parece más importante.

Se puede tomar la desigualdad como punto de partida para ejemplificar lo anterior. Aunque aquí nos estaremos refiriendo a la desigualdad entre pilotos, en tanto en cuanto conducen coches con prestaciones diferentes, la discusión puede extrapolarse sin mucho problema a la desigualdad económica o de otro tipo. La premisa de partida es, en nuestro caso, que las carreras debería ganarlas el competidor más rápido. Ahora bien, un campeonato en el que dos corredores se pasean repartiéndose los primeros puestos del podio mientras el resto los sigue a una distancia abismal destruye la emoción y aburre a los espectadores, lo que es malo para el negocio.

Una propuesta de la que se habla cada cierto tiempo es el orden de salida inverso, a saber, hacer que el orden de salida de un gran premio sea el opuesto a la clasificación de la última carrera (el ganador de aquella saldría último en la siguiente, el segundo saldría penúltimo, etcétera). Eso obligaría a los coches más rápidos a adelantar y daría más opciones a los más lentos. Por lo que yo sé no es una opción muy popular. De nuevo, la comparación con otros deportes deja patente el agravio: ¿se imaginan una carrera de doscientos metros lisos en las que no hubiera decalaje y que los corredores más rápidos en las semifinales tuvieran que correr por las pistas exteriores, una distancia veintiocho metros mayor? Hay quien ve esto como un castigo injusto al equipo que lo está haciendo bien, el cual debería poder quedarse con todo el fruto de su trabajo aunque eso haga que el campeonato esté decidido de antemano. De nuevo, deontología frente a teleología, los principios frente a los fines.

Continuará.

lunes, 2 de abril de 2018

Normas (II)

Cuando yo era pequeño, en la liga de fútbol de Primera División aún se otorgaban dos puntos al ganador, en lugar de los tres actuales. Durante noventa años fue lo lógico: dos equipos compiten por un premio, el ganador se lo lleva todo, y cada equipo se lleva la mitad del botín en caso de empate.

Foto de Aaron Sholl
Sin embargo, a lo largo del siglo XX los goles se fueron haciendo cada vez más escasos. Eso llevó a Jimmy Hill, dueño del Coventry en 1961, a proponer que la victoria se recompensara con tres puntos. El fútbol inglés adoptó la norma en 1981 y en 1995 la FIFA ordenó a todas sus ligas constituyentes que aplicaran este cambio bajo la premisa de que una recompensa un cincuenta por ciento mayor llevaría a los equipos a tomar mayores riesgos, lo cual se traduciría en más goles, más entretenimiento y, finalmente, más aficionados.

No funcionó. Los cambios de jugadores pasaron a tener carácter defensivo, las líneas reculaban y se recurría con más frecuencia a pases largos. Lo único que subió fue el número de tarjetas amarillas; el fútbol de ataque pasó a consistir en atacar las piernas del contrario con el objetivo de evitar la derrota.

En 1996, la FIFA estudió aumentar el tamaño de las porterías, de nuevo con el objetivo de que se marcaran más goles. Recuerdo vagamente el debate. La FIFA argumentaba que los porteros eran cada vez más altos, mientras que estos se quejaban de que el aumento propuesto haría la portería indefendible. El cambio no se implantó.

Todos estamos sometidos a diversos códigos y principios que tratan de regular nuestras acciones, desde las normas del lugar del trabajo a las leyes del país de residencia, pasando por la religión y las costumbres en nuestro hogar. Con frecuencia reflexionamos sobre ellos y decimos si son buenos o malos, justos o injustos.

Desde la Era Moderna de la filosofía (más o menos a partir del año 1500) dos tipos de teorías éticas han dominado Occidente (énfasis en el original):

Los dos tipos de teoría ética a que me refiero son las éticas teleológicas, que parten de lo que es bueno para los hombres y entienden que lo correcto es lograr el mayor bien posible, y las éticas deontólogicas, que consideran necesario decidir en primer lugar qué normas son justas, de modo que las personas puedan perseguir sus ideales de vida buena dentro del marco de la justicia.
Voy a usar esta distinción de manera simplificada y, en consecuencia, un tanto errónea. Para nuestra disquisición diremos que un reglamento es deontológico cuando busca «lo correcto» o «lo justo», independientemente de los resultados que genere. Por el contrario, hablaremos de teleológico si busca un fin dado o unas consecuencias concretas.

Es mi creencia que, en la práctica, todos los reglamentos son una mezcla de los dos tipos en busca de un punto de equilibrio. ¿Por qué? Porque ambos extremos son difíciles de aceptar para cualquier persona. En el caso deontológico, centrado en las normas, es difícil sostener, por ejemplo, que no debemos matar aun cuando hacerlo salvaría nuestra propia vida. En el caso teleológico, centrado en los fines, todos sabemos lo peligroso que es sostener que la muerte de una o varias personas es buena para el grueso de la sociedad.

Opino además que la formulación inicial de las normas busca lo justo mientras que los cambios sucesivos persiguen ciertos fines específicos. El ejemplo de los tres puntos por victoria en el caso del fútbol lo ilustra perfectamente.

Las discusiones sobre ética suelen girar alrededor de temas como el aborto, la eutanasia, la pena de muerte y otros asuntos de gran enjundia. Yo, sin embargo, voy a servirme del mundo del deporte ya que de esta manera podemos dejar a un lado la carga emocional y los sesgos ideológicos.

Es por todos sabido que los grandes equipos de fútbol o de baloncesto cuentan con los mejores jugadores. Tienen más seguidores y, a consecuencia de ello, más ingresos y más éxito deportivo, lo cual les permite pagar mejores sueldos a una proporción mayor de la plantilla que sus contrincantes.

Curiosamente, en otros deportes esa misma situación sería inadmisible. ¿Se imaginan que en ajedrez un jugador pudiera comprar más piezas, o que pudiera adquirir nuevas piezas más poderosas, como ocurre en algunos videojuegos? ¿O que un saltador de pértiga pudiera usar pértigas más largas pasando por caja?

El problema de la disparidad de presupuestos es el círculo vicioso al que conduce, donde los equipos más afluentes acaban por monopolizar el talento, ya que ganan más títulos e ingresan más dinero que el resto de equipos. Al final, un pequeño conjunto de equipos son los únicos que tienen opciones reales de ganar alguna competición, mientras el resto de participantes son meras comparsas.

Para evitar este tipo de situaciones la NFL, la NHL y otras ligas profesionales norteamericanas cuentan entre sus normas con el salary cap, esto es, un límite de dinero que los equipos pueden gastar en salarios (bien en total, bien por jugador). Con ello se pretende mejorar la competición haciéndola más reñida, de forma que todos los equipos puedan aspirar al título. Es, por lo tanto, una norma deontológica y teleológica. Es deontológica porque se implanta para igualar las oportunidades de victoria de unos y otros distribuyendo el talento de forma más igualitaria, y teleológica porque pretende hacer que la competición sea más entretenida.

Lo curioso es que este tipo de norma puede desacreditarse desde las dos posturas filosóficas. Cuando se limitan los salarios que un equipo puede pagar a sus deportistas estos acaban cobrando menos lo cual, si bien estamos hablando de cifras millonarias, puede ser injusto desde el punto de vista de quienes se juegan la piel en el campo y son, al final, los protagonistas. Esta es una de las razones por las que no hay tope a los emolumentos de los jugadores de fútbol en las ligas europeas, pues implantarlo solo funcionaría si se hiciera en todas a la vez. De lo contrario, los futbolistas tenderían a jugar en aquellos países donde no se limitan sus ganancias. Por otra parte, desde el punto de vista teleológico, con el salary cap ocurre lo mismo que con los tres puntos por victoria: no parece lograr el objetivo buscado.

Si lo anterior es cierto entonces la norma que fija un tope a los salarios de los jugadores no tiene razón de ser y debería eliminarse. Desde el punto de vista deontológico no habría problema pero para aquellos que buscan una competición disputada habría que buscar alguna otra regla que acerque a los contrincantes.

Continuará.