lunes, 3 de febrero de 2014

Sexo, filosofía y malentendidos (y III)

Comprender a los demás –especialmente cuando son muy diferentes a nosotros– exige un gran esfuerzo. Si les juzgamos usando nuestra propia perspectiva como base y no hacen lo que nosotros hubiéramos hecho o lo que es más común en general (aquello que consideramos «normal») entonces nos parecen hipócritas, raros o locos, y nos quedamos perplejos, rascándonos la cabeza mientras nos preguntamos cómo puede haber gente tan gilipollas. Mi experiencia me dice que, además de eso, tendemos a atribuir maldad si el comportamiento del otro nos afecta negativamente: pensamos que fulanito es un maleducado, un mentiroso, un egoísta, un caradura o que solo busca hacernos daño, cuando es posible que haya buenas razones para actuar como lo hace.
Foto de Pierre Phaneuf

Valorar la conducta del resto usando el patrón de la propia ahorra tiempo y energía, y hasta cierto sentido es lógico: los seres humanos somos más o menos iguales a grandes rasgos, y quienes nos rodean tenderán a ser aún más parecidos a nosotros mismos. El problema surge cuando dejamos de tener en cuenta que nuestra generalización no es infalible, que hay personas muy diferentes con un rango muy variado de experiencias que son procesadas de formas varias, lo que produce emociones distintas a las propias, a veces casi inconcebiblemente alejadas de todo lo que uno haya podido conocer. Observa Guy Deutscher:
«Basta imaginar qué ideas erróneas se pueden sacar sobre la «religión universal» o la «comida universal» si nuestro universo se limita a la franja de territorio entre el Mediterráneo y el Mar del Norte. Al viajar por diferentes países europeos uno puede quedarse impresionado por la gran disparidad que existe entre ellos: la arquitectura de las iglesias es completamente distinta y el pan y el queso no tienen el mismo sabor. Pero si nunca se aventura en lugares más lejanos, donde no hay iglesias, pan o queso, nunca podrá darse cuenta de que tales diferencias intraeuropeas son en última instancia variaciones menores de la misma religión y la misma cultura culinaria.»
Las vivencias y emociones relatadas por alguien en ocasiones nos pueden resultar tan extrañas como si nos hablaran del decimotercer huevo de una docena. Podemos repetir las palabras, conocer su significado en el diccionario y decir que sí lo entendemos, pero hay cosas que no se pueden hacer entender. En ausencia de los mismos esquemas mentales y de las emociones que acompañan a la experiencia es como si conociéramos la letra, pero no la melodía de la canción. Hay un chiste muy tonto que dice:
- Mi novia me ha engañado con mi mejor amigo.
- Te entiendo perfectamente.
- ¿Te ha pasado a ti también?
- No, pero hablo español igual que tú.
Es posible que dos personas hablen el mismo idioma y no se entiendan porque utilizan lenguajes distintos nacidos de sus respectivas experiencias subjetivas. Vas a alguien buscando apoyo y comprensión y en lugar de eso te dice cómo debes vivir tu vida. Le cuentas a una persona cercana un problema personal que para ti es importante y te sale con algo totalmente distinto, ningunea tu preocupación o su respuesta viene a decir que la culpa es tuya. Lo que para ti es una tragedia otro se lo toma a risa. Seguro que les suena.

Esa es, supongo, una de las razones por las que las chicas hablan de sus problemas con sus amigas y los chicos hacemos lo propio con nuestros amigos. A mi juicio, el compartir biología permite que la empatía alcance un grado más; incluso el lenguaje empleado es más parecido. Claro que hablar solo con quien piensa igual que nosotros nos puede privar de valiosas perspectivas alternativas.

Tal vez sea imposible llegar a comprender totalmente a otra persona en el mismo sentido en que no podemos «saber» cómo es ser un murciélago. Sabiendo esto lo que sí podemos es pararnos a pensar dos segundos e intentar adoptar la perspectiva del otro, aunque sea parcial. Si Pepa llora por sus gardenias marchitas yo puedo acordarme del mucho trabajo esmerado que les dedicó y de lo orgullosa que estaba de su aspecto, en lugar de herirla diciéndole que está haciendo una montaña de un grano de arena y que solo eran unas flores. Eso no quiere decir que a veces no saquemos las cosas de quicio, que todo comportamiento sea excusable o que no haya personas realmente malvadas. Solo digo que antes de juzgar podemos tratar de comprender, y que dicha comprensión, al ser inevitablemente limitada, conduce a juicios sesgados.

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