lunes, 28 de abril de 2014

En teoría (I)

                                                   Marge, estoy de acuerdo contigo en teoría. Y, en teoría, funciona hasta el comunismo. En teoría.
–Los Simpson, S05E17

Hace dos mil trescientos años Euclides de Alejandría se lio la manta a la cabeza y escribió el libro de texto de mayor éxito en la historia, empleado los siguientes veintitrés siglos en colegios y universidades para enseñar geometría. En los trece volúmenes que componen sus Elementos, a partir de un conjunto de definiciones, postulados y axiomas Euclides concibió, a través del método lógico deductivo, 465 proposiciones que describen lo que hoy se conoce como geometría euclídea:
«Euclid used primitives, ingredients everyone is familiar with, as his raw material. Geometric primitives include points and lines, which Euclid defined as follows: A point is that which has no part. A line is a breadthless length. The extremities of lines are points. A straight line lies equally with respect to the points on itself.»

«To his primitives Euclid added axioms, the apparently self-evident logical principles that no one would argue with, stating, for example, “If equals are added to equals, then the wholes are equal.” Since 3 = 3 and 2 = 2, then 3 + 2 = 3 + 2. [...] Finally, he proceeded to theorems, the interesting and often unexpected deductions he could prove by applying the axioms to the primitives to construct a chain of reasoning. The most famous is Pythagoras’s theorem that relates triangles to squares: the sum of the squares of the two perpendicular sides of a right-angled triangle is equal to the square of its hypotenuse. This method, beginning with primitives and proving propositions by deduction, is called axiomatization and has become the classic method of mathematics.
Foto de Penn Provenance Project
Su gran logro fue construir un sistema axiomático-deductivo, una estructura de ingeniería lógica y matemática mediante la cual, armado con un pequeño conjunto de verdades autoevidentes y a través de rigurosas demostraciones, describía la mayoría de los conocimientos matemáticos disponibles en su época y alumbraba profundas verdades que han resistido la prueba del tiempo. Einstein dijo al respecto de la obra: «es maravilloso que un hombre sea capaz de alcanzar tal grado de certeza y pureza haciendo uso exclusivo de su pensamiento».

El paradigma de Euclides sirvió como inspiración y modelo a grandes pensadores durante los siglos siguientes: a Newton para la formulación sus Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica, a Baruch Spinoza para la construcción de su Ética demostrada según el orden geométrico y a Thomas Hobbes para desarrollar su teoría de la sociedad:
«Hobbes se inició en el pensamiento científico a los cuarenta años al toparse con un ejemplar de Elementos, de Euclides, en casa de un amigo y dar con un teorema que no logró comprender hasta que leyó los postulados y las definiciones precedentes. En uno de esos relámpagos de intuición tan significativos en los anales de la ciencia, empezó a aplicar la lógica geométrica a la teoría social y, al igual que Euclides fundó la geometría, fundó una ciencia de la sociedad, cosa que hizo a partir de un primer principio según el cual el universo está compuesto de materia en movimiento.»
Sin embargo, ni Spinoza ni Hobbes tuvieron tanto éxito como Euclides. Si bien sus obras han resistido la prueba del tiempo y han llegado hasta nosotros sus conclusiones distan mucho de ser tan universales o incontrovertibles como las de Euclides. Ello es debido, al menos en parte, a que fuera de las matemáticas es muy difícil seguir un proceso deductivo que alumbre conclusiones incuestionables, pues las verdades autoevidentes escasean y nuestro conocimiento del conjunto es incompleto (a menudo más de lo que creemos). Incluso los físicos teóricos necesitan a menudo del trabajo de los físicos experimentales para confirmar sus teorías, como cuando Eddington dirigió una expedición para confirmar la teoría de la relatividad de Einstein en 1919, o como ha ocurrido con el LHC y el bosón de Higgs.

Thomas Henry Huxley, el biólogo inglés apodado el bulldog de Charles Darwin, definió como «la gran tragedia de la ciencia, el asesinato de una bella hipótesis por un hecho horrible». El cuerpo humano es una fuente inagotable de representaciones de dicha tragedia. En su momento mencionamos el razonamiento que llevaba a los pediatras a recomendar que los bebés durmieran boca arriba y que resultó fatal al aumentar el riesgo de muerte súbita. El tratamiento del cáncer también ha conocido multitud de teorías que sonaban muy bien en teoría pero que no han resultado en la práctica. Tomemos, verbigracia, la idea alumbrada por Judah Folkman hace más de treinta años. Según cuenta Nassim Taleb:
«There was at some point a great deal of excitement about the work of Judah Folkman, who [...] believed that one could cure cancer by choking the blood supply (tumors require nutrition and tend to create new blood vessels, what is called neovascularization). The idea looked impeccable on paper, but, about a decade and a half later, it appears that the only significant result we got was completely outside cancer, in the mitigation of macular degeneration.»
Es algo que ocurre a menudo con los medicamentos: se diseña una molécula siguiendo una impecable línea de razonamiento bioquímico para una enfermedad dada y al final se muestra más eficaz con otra afección no relacionada para la que acaba siendo prescrita (lo que se conoce como drug repurposing). Un ejemplo conocido de ello es la Viagra, cuyo principio activo (sildenafil) fue diseñado para tratar la hipertensión.

También en las ciencias sociales encontramos multitud de ejemplos de líneas de razonamiento que, por plausibles que parecieran a priori, no desembocaron en las consecuencias predichas (al menos en la forma en que se formularon inicialmente). Algunos de dichos ejemplos son sobradamente conocidos: la predicción en 1798 de Robert Malthus según la cual el crecimiento demográfico condenaría a la existencia humana a una «lucha perpetua por el alimento y el cobijo»; la revolución obrera que según Karl Marx iba a acabar con el capitalismo; la advertencia realizada en 1968 por Paul Erlich de que la «bomba demográfica» desencadenaría en grandes hambrunas. Y sigue así la cosa. En psicología, el conductista J. B. Watson proclamó a principios del siglo XX:
«Dadme una docena de niños sanos, bien formados, y el ambiente específico adecuado para educarlos, y me comprometo a tomar al azar cualquiera de ellos y adiestrarlo para hacer de él el tipo de especialista que yo elija –médico, abogado, artista, negociante, e incluso mendigo y ladrón–, sin tener en cuenta sus talentos, tendencias, habilidades, vocaciones y raza de sus antepasados.»
Pero quien se lleva la palma en lo que a deducciones fallidas se refiere es, desde mi punto de vista, la economía. Acaso sea esta la disciplina que más ha tratado de emular a Euclides y más veces se ha estrellado. Los trabajos académicos de economía rebosan de formalismos matemáticos, teorías fundamentales y modelos que han hecho aguas con terribles consecuencias a nivel mundial (agentes económicos racionales, CAPM y valoración de opciones Black-Scholes-Merton por citar solo unos cuantos). Cuenta Emanuel Derman que cuando comenzó a trabajar en Wall Street después de abandonar su carrera en física teórica encontró que las matemáticas económicas eran tan formales como poco fiables en la práctica:
«The mathematics of economics is so much more formal than the mathematics of physics textbooks-much of it reads like Euclid or set theory, replete with axioms, theorems, and lemmas. You would think that all this formality would produce precision. And yet, compared with physics, economics has so little explanatory or predictive power. Everything looks suspect; questions abound.»

Continuará

lunes, 21 de abril de 2014

No hay mayor ciego

A primera vista cabría pensar que el remedio para la ilusión de conocimiento sería poner a prueba nuestro saber y, en caso de detectar lagunas o errores, aprender los hechos. Puede que eso funcione con seres lógicos y racionales pero desde luego no sirve con seres humanos. Recuerdo un desayuno en la oficina, hace ya algún tiempo, en el que comenté que, generalmente, las mujeres toleran peor el dolor que los hombres. No estaba expresando una creencia sino algo que había leído en un libro escrito por el cirujano Atul Gawande. A la única chica allí presente (que defendía la tesis contraria) aquello no le gustó, y me espetó una frase que a menudo me viene a la mente: «cómo tengo que decirte que no te creas todo lo que pone en los libros esos que lees». Rememoré esta escena allá por noviembre cuando encontré la misma información en otro libro «de esos que leo». En The Sports Gene David Epstein escribe:
Foto de troita_<><

«The idea that women are more pain tolerant than men because they go through childbirth is a myth contradicted by every study done on the topic. Women are more sensitive to pain and much more likely to be chronic pain patients. Women do, however, become less sensitive to pain as they approach childbirth.»
Es fácil encontrar algunos de esos estudios con una búsqueda simple en Google Scholar, si bien las razones de tal diferencia no parecen estar claras todavía (puede deberse a diferencias biológicas, culturales o psicológicas). En cualquier caso, los datos de los que disponemos actualmente muestran que, por lo general, las mujeres son más sensibles al dolor excepto durante las últimas semanas de embarazo.

En 1985 Amos Tversky, junto con sus estudiantes Thomas Gilovich y Robert Vallone demostraron que no existe tal cosa como un jugador «en racha» en el baloncesto, esto es, el acierto o fallo en el lanzamiento de un tiro libre no depende de si el anterior entró o no:
«In basketball, as in many sports, a player having consecutive successes is said to be on fire, and everyone involved – the player himself, his opponent, his teammates, fans and referees – can feel in their bones that he is on a hot streak. Gilovich et al.’s numbers proved that this feeling is simply and absolutely dead wrong. In fact the streaks that shooters have during games or in practice are identical to the sequences that arise based simply on the player’s average rate of making baskets. So, for a player who hits 50 per cent of his shots, his pattern of makes and misses will be identical to the runs of heads and tails that arise when flipping a coin.»
La respuesta de los aficionados y los profesionales de ese deporte a su trabajo fue de incredulidad y de encogimiento de hombros en general (ibídem):
«Even though the research is straightforward and the findings have been replicated a number of times, the paper created a furore in basketball circles – everyone who’s anyone just ‘knows’ that guys ‘get into a rhythm’ – and the paper’s findings continue to be debated by sports fans and analysts the world over. People just did not want to believe the study’s results.
Gilovich is sanguine about the reception his work received, even from basketball greats like Red Auerbach. Auerbach, voted the greatest coach in NBA history and an icon for the team Gilovich supports, the Boston Celtics, was unimpressed with the study. ‘So he made a study,’ he replied laconically. ‘I couldn’t care less.»
Por su parte, Richard Thaler y Daniel Kahneman mostraron que inversores y asesores financieros son víctimas de la ilusión de competencia: sus buenos o malos resultados son fruto del azar, no de su destreza. Así describe Kahneman lo que ocurrió (mejor dicho, lo que no ocurrió) tras presentar sus conclusiones a la firma financiera cuyos datos había analizado:
«Our message to the executives was that, at least when it came to building portfolios, the firm was rewarding luck as if it were skill. This should have been shocking news to them, but it was not. There was no sign that they disbelieved us. How could they? After all, we had analyzed their own results, and they were sophisticated enough to see the implications, which we politely refrained from spelling out. We all went on calmly with our dinner, and I have no doubt that both our findings and their implications were quickly swept under the rug and that life in the firm went on just as before. The illusion of skill is not only an individual aberration; it is deeply ingrained in the culture of the industry. »
Gilovich, Thaler y Kahneman fueron recibidos con indiferencia, aunque podía haber sido peor. Según una leyenda Pitágoras, el ilustre matemático que describió el universo en términos de números racionales, condenó a morir ahogado a su discípulo Hippasus de Metaponto tras haberle mostrado este el número irracional √2. «El padre de la lógica y del método científico» –escribe Simon Singh–, «recurrió a la fuerza antes que admitir que estaba equivocado».

La historia de la ciencia está plagada de ejemplos de esa resistencia humana a aceptar los hechos contrarios al credo personal o la doctrina común. Cuentan que el filósofo Giulio Libri se negó a mirar por el telescopio de Galileo por una cuestión de principios. En aquel tiempo los aristotélicos se negaban a aceptar que lo que se veía a través del telescopio fuera real, imaginándose que eran artefactos producidos por las lentes. También la Iglesia católica había definido su cosmología a partir de un conjunto de axiomas y, por tanto, determinado de antemano que lo que se veía a través de ese aparato no existía en realidad. Todos sabemos cómo acabó Galileo. Varios siglos después el astrónomo inglés Fred Hoyle, quien acuñó sin querer el término Big Bang, murió en 2001 sin haber aceptado dicha teoría, sosteniendo en su lugar la validez de sus teorías alternativas del Estado Estacionario y, posteriormente, el Estado Casi-Estacionario. Así pues, incluso para los científicos, cuya honestidad intelectual se da por supuesta, es difícil cambiar de paradigma. Como decía Max Planck «una importante innovación científica raramente se impone convenciendo gradualmente y convirtiendo a sus oponentes: no sucede muchas veces que Saulo se convierte en Pablo. Lo que sucede es que sus oponentes se van muriendo poco a poco y que la nueva generación se va familiarizando desde el principio con las nuevas ideas».

Si ese es el panorama para científicos de sobradas capacidades intelectuales imagínense lo que ocurre con quienes no nos dedicamos a la ciencia. Es una cuestión de higiene mental el no creer a pies juntillas lo que cualquiera publica en internet, lo que pone en un libro, lo que dice un solo número estadístico o la conclusión de un estudio aislado. Pero hay una gran diferencia entre el sano escepticismo intelectual y el hacer caso omiso de los hechos que no encajan con nuestra visión del mundo. El problema es que, según nos alejamos de la certeza matemática, cuyos teoremas demostrados son ciertos hasta el fin de los tiempos, y nos acercamos a campos del saber donde los hechos se definen según la cantidad de pruebas a favor (o ausencia de pruebas en contra), cada vez es más fácil dar con justificaciones plausibles que disminuyan el peso de la evidencia, o encontrar datos que sostengan la postura contraria. Como bien dice Jonathan Haidt:
«[F]or nonscientists, there is no such thing as a study you must believe. It’s always possible to question the methods, find an alternative interpretation of the data, or, if all else fails, question the honesty or ideology of the researchers. And now that we all have access to search engines on our cell phones, we can call up a team of supportive scientists for almost any conclusion twenty-four hours a day. Whatever you want to believe about the causes of global warming or whether a fetus can feel pain, just Google your belief. You’ll find partisan websites summarizing and sometimes distorting relevant scientific studies. Science is a smorgasbord, and Google will guide you to the study that’s right for you.»
Sé que ninguna cantidad de estudios científicos perfectamente diseñados y ejecutados haría que mi prima se bajara del carro, algo que indicaba claramente el tono de indignación de su reproche. Cuando estamos seguros de tener razón y nos enfrentamos a pruebas contrarias a nuestro marco de creencias (ya sean convicciones sobre cómo es o cómo debería ser el mundo, ideas políticas, reglas morales o aquello que pensamos que sabemos), los marcos se mantienen y las pruebas se desechan (ibídem Kahneman):
«Facts that challenge such basic assumptions—and thereby threaten people’s livelihood and self-esteem—are simply not absorbed. The mind does not digest them. This is particularly true of statistical studies of performance, which provide base-rate information that people generally ignore when it clashes with their personal impressions from experience.»
El cerebro es, sin duda alguna, un órgano misterioso y maravilloso. Comienza a trabajar en el momento en que nos levantamos por la mañana y no se detiene hasta que nuestras creencias se ven amenazadas.

lunes, 14 de abril de 2014

Ilusos

Hoy les traigo un pequeño juego que no les tomará más de un minuto. De 1 a 7, donde 1 significa «no tengo ni idea» y 7 significa «tengo un conocimiento exhaustivo», valoren el conocimiento que tienen sobre cómo funciona una bicicleta. Tengan presente que no es necesario ser un mecánico experto para otorgarse un 7 (ese caso sería un 7++) y que lo que han de valorar es cuánto saben ustedes, no cuánto creen que saben comparados con otros. ¿Lo tienen? Ahora fíjense en el siguiente esquema:


Tomen una hoja de papel y traten de completar las partes que faltan: cuadro, pedales y cadena. Cuando hayan terminado pueden comparar el resultado con la imagen de una bicicleta real.

¿Qué tal les ha ido? Mi hermana ha dibujado una cadena que unía las dos ruedas y ha situado los pedales en la rueda delantera. Además ha pasado por alto las partes que faltan del cuadro. A mí me ha faltado dibujar la vaina inferior de la parte trasera del mismo, aunque he colocado correctamente cadena, pedales y el resto de la estructura. Después de haber pasado buena parte de mi adolescencia sobre un sillín pensaba que mi conocimiento era al menos un cinco, y aún así me he olvidado de una parte fundamental.

Esta tarea forma parte de un experimento ideado por la psicóloga británica Rebecca Lawson. En promedio, las personas que participaron en este estudio calificaron su nivel de conocimiento pre-test en 4,6. Aún así, más del 40% de ellos cometieron al menos un error.

Los psicólogos Christopher Chabris y Daniels Simons mencionan este estudio en su libro El gorila invisible para ilustrar lo que llaman «ilusión de conocimiento» (énfasis en el original):
«Sobre la base de nuestra amplia experiencia y familiaridad con las máquinas y herramientas comunes, solemos creer que tenemos una profunda comprensión de cómo funcionan. Invitamos al lector a que piense en cada uno de los siguientes objetos y que luego juzgue el conocimiento que tiene de ellos con la misma escala (de 1 a 7): un indicador de velocidad de un automóvil, una cremallera, la tecla de un piano, un inodoro, una cerradura cilíndrica, un helicóptero y una máquina de coser. Ahora, pruebe a hacer otra tarea: escoja el objeto al que le dio la mayor puntuación, el que cree que entiende mejor, y trate de explicar cómo funciona. Dé el tipo de explicación que le daría a un niño persistentemente inquisitivo –trate de generar una descripción detallada paso a paso de cómo y por qué funciona–. Es decir, intente dar cuenta de las conexiones causales entre cada paso.

[...] Antes de intentar realizar esta tarea, intuitivamente quizá pensaba que entendía cómo funcionaba un inodoro, pero lo que realmente entendía era cómo hacerlo funcionar –y es probable que supiera cómo desatascarlo–. Quizás entienda cómo interactúan sus diversas partes visibles y cómo se mueven en conjunto. Y, si ha estado mirando dentro de uno y jugando un poco con el mecanismo, su impresión de conocerlo es ilusoria: confunde saber lo
que ocurre con por qué sucede, y confunde su sentimiento de familiaridad con un conocimiento genuino.»
Chabris y Simons describen también el trabajo de Leon Rozenblit, quien llevó a cabo una serie de experimentos en los que preguntaba a alguien si sabía, verbigracia, por qué el cielo es azul, y después se comportaba como un niño pequeño, preguntando una y otra vez «¿por qué?» hasta que el sujeto se rendía (ibídem):
«El resultado inesperado de este experimento informal fue que las personas se daban por vencidas realmente muy rápido –respondían una o dos preguntas antes de llegar a un fallo en su conocimiento–. Más sorprendentes todavían eran sus reacciones cuando descubrían que de hecho no sabían algo.

Rozenblit estudió esta ilusión de conocimiento con más de una docena de experimentos durante los años siguientes, en los que hizo pruebas a personas de todas las profesiones y condiciones sociales [...], y los resultados fueron notablemente consistentes. No importa a quién se interrogue, siempre se llega a un punto en el que ya no se puede responder a algún porqué. Para la mayoría de nosotros, nuestro nivel de comprensión es tan superficial que podemos agotarlo después de la primera pregunta. Sabemos que hay una respuesta, y sentimos que la sabemos, pero parecemos no darnos cuenta de los errores de nuestro propio conocimiento.»
Dicen los autores antes mencionados que todos caemos presas de esta ilusión porque simplemente no reconocemos la necesidad de cuestionar nuestro propio conocimiento. Lo cierto es que son pocas las ocasiones en que nos molestamos en ponerlo a prueba. En mi caso, por ejemplo, y dada la naturaleza de mi trabajo, una de dichas escasas situaciones son las entrevistas de empleo (lo que es, a su vez, uno de los peores momentos para darse cuenta de que no sabemos la respuesta). También tengo una compañera que es como una niña pequeña y no para de preguntarme por qué sé lo que sé. Fuera del trabajo lo más parecido a una búsqueda del porqué es la búsqueda de referencias para los artículos de este blog. Al margen de esos casos concretos yo tampoco tengo por costumbre aplicar la duda cartesiana sobre todo lo que sé.

Al igual que no solemos examinar la profundidad de nuestra competencia tampoco es habitual que dudemos de la exactitud, actualidad o veracidad de nuestro saber teórico (lo cual es un tanto paradójico, ya que los errores pueden costarnos la salud o nuestro dinero). Considere la siguiente pregunta: ¿qué tiene más cafeína, el té o el café? Independientemente de la respuesta que haya dado ¿cómo lo sabe? ¿Recuerda la fuente donde lo leyó, o la persona que se lo dijo? Si se lo dijo alguien que no era una autoridad en la materia ¿comprobó si era cierto? Eso es algo que a menudo no hacemos cuando hablamos con alguien de un tema que desconocemos: simplemente damos por bueno el conocimiento del otro, aún cuando no sea un experto y no sepamos si lo ha obtenido de una fuente fiable. Esa es, supongo, una de las razones por las que perduran las leyendas urbanas, los mitos, las ideas falsas y los conceptos erróneos. Debido a ello albergamos y diseminamos multitud de creencias erróneas sobre los más diversos temas –algunas más absurdas que otras–, como esa sandez de que solo utilizamos un diez por ciento del cerebro.

La respuesta a la pregunta de la cafeína, por cierto, tiene un poco de truco. Tal como explica Anahad O'Connor, depende de si estamos considerando una cantidad determinada de materia prima o una taza de infusión:
«En comparación, el té tiene más cafeína que el café. Pero mientras que con cien gramos de hojas de té se obtienen cientos de tazas, con la misma cantidad de café se obtienen muchas menos tazas de café, lo cual hace de éste un estimulante muchísimo más potente.
Según la mezcla de hojas de té, su tipo y el tiempo de la infusión, una taza de té de 200 mililitros puede contener de 20 a 90 miligramos de cafeína, mientras que una taza de café del mismo tamaño, de 60 a 180.»
Esta semana he podido asistir a una masiva demostración de la ilusión de conocimiento gracias al bug bautizado como Heartbleed. A pesar de trabajar en el sector y formar parte de la industria que se dedica a desplegar medidas para mitigar este tipo de errores, muy pocos compañeros podían explicar en qué consistía exactamente y por qué era tan serio; incluso mi jefe tuvo que pedir ayuda para poder responder a las preguntas de los periodistas. A menudo es necesario un periodista, un niño pequeño, una entrevista de trabajo, un examen o una partida de Triviados para darnos cuenta de lo poco que sabemos en realidad.

lunes, 7 de abril de 2014

Así es como vivimos

Andábamos por la cafetería y en varias mesas se discutía lo acontecido en las manifestaciones del pasado 22 de Marzo. Pasando al lado de una de esas mesas oí a un tipo afirmar casi a gritos que «el problema es que siempre hay cuatro perroflautas de los cojones». Su lenguaje corporal (puños en la cadera, echado hacia delante sobre la mesa, presto para levantarse a la menor provocación) indicaba que no estaba por la labor de que alguien le contradijera. Me estaba alejando de su sitio, así que no pude escuchar su conclusión, pero tampoco era necesario. «Cuatro perroflautas de los cojones». Es todo lo que necesitaba saber.

Foto de maxf
La noche del sábado estuve siguiendo el transcurso de la manifestación vía Twitter. Para cuando empezaron los palos las aguas ya se habían separado. A un lado estaban quienes subían o retuiteaban fotos de aquellos que habían sido heridos por la policía, echando pestes del cuerpo. Al otro lado se hallaban los que ponían el grito en el cielo por las marquesinas de autobús rotas y la cifra en constante aumento de policías lastimados. Ambos bandos se encontraban mutuamente en largos hilos de reproches e insultos mutuos. Como de costumbre, todo el mundo tenía la razón.


En los últimos artículos hemos estado hablando de cómo siempre tratamos de persuadir a los demás, y de cómo defendemos con vehemencia posturas que no tienen justificación racional alguna, como nuestra serie favorita. Vimos que las preferencias se basan en gustos, no en razones, pero que cuando nos preguntan por las primeras podemos ofrecer un florilegio de estas últimas, lo que nos confunde y nos hace pensar que en verdad hay razones objetivas que sustenten nuestra elección. Lamentablemente, exhibimos el mismo comportamiento en asuntos de cierta enjundia, como la política o la ética. Considere las siguientes cuestiones. ¿Deben pagar más impuestos los más ricos? ¿Debería legalizarse la marihuana? ¿Y el aborto? ¿Las personas que contraten un seguro de salud privado deben recibir un descuento en sus impuestos? ¿Deberían prohibirse las corridas de toros? ¿Los movimientos migratorios deben facilitarse o impedirse? ¿El uso público del burka y el niqab debe prohibirse? ¿La autoridad debe respetarse o cuestionarse? ¿Debe el gobierno ayudar a los desfavorecidos o limitarse a asegurar el cumplimiento de la ley? ¿Es legítimo emplear la violencia en algún caso? ¿Los símbolos religiosos deben salir de las escuelas públicas? ¿Está a favor o en contra de la pena de muerte?

Seguramente ha podido responder a todos estos interrogantes en un breve lapso de tiempo. Lo importante aquí no son las respuestas en sí, sino el proceso que le ha llevado a ellas. ¿A cuántas ha respondido «sí» o «no»? ¿Cuántas veces ha pensado «depende»? ¿En algún caso se ha dicho «no lo sé, nunca he pensado sobre eso»? Son preguntas difíciles, con muchos matices posibles y ramificaciones invisibles al primer vistazo. Según Kahneman, cuando nos enfrentamos a preguntas de tal calibre normalmente respondemos –sin darnos cuenta– a una pregunta más fácil, un proceso llamado sustitución:
«[Paul] Slovic eventually developed the notion of an affect heuristic, in which people make judgments and decisions by consulting their emotions: Do I like it? Do I hate it? How strongly do I feel about it? In many domains of life, Slovic said, people form opinions and make choices that directly express their feelings and their basic tendency to approach or avoid, often without knowing that they are doing so. The affect heuristic is an instance of substitution, in which the answer to an easy question (How do I feel about it?) serves as an answer to a much harder question (What do I think about it?)»
Por ello, a menudo nuestro juicio es en realidad un juicio emocional. Tal como explica Daniel Goleman (el énfasis es mío):
«Las reglas de decisión derivadas de nuestra experiencia vital se basan en las redes neuronales subcorticales que recopilan, almacenan y aplican algoritmos a cada uno de los acontecimientos vitales y establecen el rumbo de nuestro timón interior. En esas regiones subcorticales, escasamente conectadas con las áreas verbales del neocórtex, aunque mucho más con las vísceras, guarda el cerebro nuestras sensaciones más profundas de propósito y significado. Conocemos nuestros valores partiendo de la sensación visceral de lo que nos parece adecuado e inadecuado y articulando luego ese sentimiento
Los experimentos de psicología social y las técnicas de imagen cerebral han venido a demostrar algo que David Hume (y otros antes qué él) ya denunciaron: formamos nuestros juicios morales de forma rápida y emocional. En un célebre pasaje de su Tratado de la naturaleza humana el filósofo escocés observó:
«Tomemos una acción que se estima ser viciosa: el asesinato intencional, por ejemplo. Examinémoslo en todos sus aspectos y veamos si se puede hallar algún hecho o existencia real que se llame vicio. De cualquier modo que se le considere, sólo se hallan ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No existen otros fenómenos en este caso. El vicio nos escapa enteramente mientras se le considere como un objeto. No se le puede hallar hasta que se dirige la reflexión hacia el propio pecho y se halla un sentimiento de censura que surge en nosotros con respecto a la acción. Aquí existe un hecho; pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. Así, cuando se declara una acción o carácter vicioso no se quiere decir sino que por la constitución de nuestra naturaleza experimentamos un sentimiento o afección de censura ante la contemplación de aquél. El vicio y la virtud, por consiguiente, pueden ser comparados con los sonidos, colores, calor y frío, que según la filosofía moderna no son cualidades en los objetos, sino percepciones en el espíritu, y este descubrimiento en moral, lo mismo que otros en la física, debe ser considerado como un avance considerable de las ciencias especulativas, aunque, lo mismo que éstas, no tiene o tiene poca influencia en la práctica. Nada puede ser más real o interesarnos más que nuestros propios sentimientos de placer y dolor, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio no puede ser requerido nada más para la regulación de nuestra conducta y vida.»
La defensa argumental subsiguiente con la que torturamos a los otros es más que nada una búsqueda post hoc de razones para justificar los juicios que ya hemos hecho, no una descripción del impecable razonamiento lógico que nos llevó a nuestra conclusión. En palabras de Michael Shermer:
«Rara vez alguno de nosotros se sienta ante una relación de hechos, sopesa los pros y los contras y opta por lo que parece más lógico y racional sin tener en cuenta lo que creíamos con anterioridad. Al contrario: los hechos del mundo nos llegan a través de los filtros coloreados de las teorías, las hipótesis, las corazonadas, las inclinaciones y los prejuicios que hemos ido acumulando al o largo de nuestra vida. Entonces revisamos el corpus de datos y escogemos los que confirman lo que ya creíamos, prescindiendo o desechando mediante racionalizaciones los que no nos cuadran.»
La mayor parte de nuestras creencias, pues, son fruto de la genética y el ambiente, de nuestro pasado y de nuestro entorno, exactamente igual que nuestros gustos. A menudo me pregunto si yo tendría ideas políticas y valores éticos diferentes de haber nacido en otra época, en otro país u otra clase social, si mi familia estuviera formada por ricos empresarios en lugar de gente llana trabajadora. Sospecho que la respuesta es «sí». El ejemplo más palpable es cómo afecta la edad a nuestro marco de creencias, proceso que Churchill resumió en el aforismo «quien a los veinte años no sea revolucionario no tiene corazón, y quien a los cuarenta lo siga siendo, no tiene cabeza». En este punto no puedo resistirme a traer de nuevo a colación esa cita de Ortega y Gasset a la que ya recurrí en otro contexto:
«Cada cual cree vivir por su cuenta, en virtud de razones que supone personalísimas. Pero el hecho es que bajo esa superficie de nuestra conciencia actúan las grandes fuerzas anónimas, los poderosos alisios de la historia, soplos gigantes que nos movilizan a su capricho.»
En David y Goliat Malcolm Gladwell cuenta la historia de Wilma Derksen, una mujer cuya hija fue asesinada. En el funeral recibió la visita de un hombre cuya hija también había muerto a manos de un indeseable. Este visitante anónimo le contó cómo había sacrificado todo en su búsqueda de justicia: su familia, su trabajo, su salud... Por su parte Wilma, que como menonita había sido criada en el pacifismo, combatió todo instinto de venganza y renunció incluso a la búsqueda del asesino. «Toda la filosofía menonita se resume en que hay que perdonar y no guardar rencor», le dice al periodista. Su comportamiento era reflejo del de su padre, quien en su momento decidió no demandar a alguien que le debía mucho dinero, optando en su lugar por olvidarse del tema. La respuesta del padre resume perfectamente lo que he tratado de expresar aquí: «eso es en lo que creo, y así es como vivimos».