Todavía conservo algunas notas de aquel entonces. Teresa, muñeca rota. Masaje miofascial y movilizaciones. Antonina, cicatriz retráctil, corte del nervio cubital y de los flexores profundos. Movilizaciones, mesa de manos, hielo. Susana y Mercedes, sendas cervicodorsalgias. TENS, ejercicios de aplanamiento de lordosis cervical. Encarnación, hombro. TENS, Codman, autopasivos y hielo. Inés, artrosis de rodilla. TENS y ejercicios con el rulo. Jesús, muñeca rota. Movilizaciones resistidas, tracciones, mesa de manos, TENS estimulador y hielo. Además de estas notas también conservo una fotografía de aquella época. Sergio, Samuel, Jorge, Layla y un servidor junto a una de las fisioterapeutas más simpáticas del hospital, Sonia, todos sonrientes con el uniforme blanco. En aquella época mis compañeros y yo frisábamos los veinte años. Teníamos aún toda la vida por delante.
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Foto de Christos Tsoumplekas |
No recuerdo la cara de ninguno de los pacientes que aparecen en mis notas, ni los nombres de otros
cuyas historias sí. Estaba, verbigracia, aquella chica de catorce años con la palabra «genio» escrita en la frente, que una noche tuvo la feliz idea de subirse en una motocicleta junto con otras tres amigas. Un coche las embistió lateralmente y le partió la pierna a aquella niña por tres sitios. Fue una fractura abierta, con el fémur a la vista sobresaliendo del pantalón vaquero que había rajado. También teníamos a aquel hombre que trabajaba en una cantera y a quien le había caído en el pie un bloque de piedra gigante, aplastándole la extremidad; su radiografía parecía una pantalla de Tetris dibujada por un Pablo Picasso hasta las trancas de Red Bull. El pie despedía un olor fétido capaz de matar a mil elfos, no por el accidente sino por falta de higiene personal. La fisioterapeuta al cargo se vio en la delicada situación de decirle educadamente que si no venía duchado no habría más terapia manual.
Me acuerdo también de una mujer de Europa del Este, morena, pelo corto y piel nívea, que aquel día volvió a casa con el lomo del color de los turistas ingleses en Benidorm. Me preocupaba que le hubiéramos puesto el microondas demasiado fuerte y así se lo hice saber a mi tutora. «Es normal, no te preocupes», me dijo. El caso es que si hubo quemadura la mujer no se quejó, aunque tampoco estaba muy seguro de que hablara nuestro idioma. Tras mandarla a casa me fui a atender a una señora a la que acababan de operar del túnel carpiano y cuya cicatriz necesitaba tratamiento. Me preguntó «¿tú crees que esto quedará bien, como antes?». Le dije que sí, aunque en realidad dudaba bastante de que fuera el caso. Tenía también un paciente de unos treinta y cinco años que era ingeniero de telecomunicaciones y que me contaba chistes machistas, un taxista al que una vez apuñalaron en el cuello, un exfumador que casi no podía hablar tras habérsele sido extirpado un trozo del pulmón por un tumor, y un tipo del que todo el mundo sospechaba que solo se quejaba para prolongar su baja laboral.
A otras personas de las que conocí por aquel entonces sí que las recuerdo bien. Felicidad era una anciana octogenaria que en nada hacía honor a su nombre. Venía a rehabilitación a fortalecer la rodilla tras la colocación de una prótesis. Estaba sola. Su marido había muerto de un infarto cerebral el año anterior. Sus hijos tampoco estaban con ella, aunque no recuerdo la razón. Felicidad había sido operada muchas veces para extirparle diferentes órganos o trozos de órgano que habían sucumbido. También llevaba una prótesis de cadera. Vestida siempre de negro, no olvidaré la vez que me cogió la mano tras colocarle el TENS en la rodilla. Aunque lo habitual es colocarlo y marcharse a ver a otro paciente, no pude dejarla. Me quedé con ella, de pie a su lado, sujetando su mano en silencio. Tumbada en la camilla, me había contado parte de su vida y una lágrima había resbalado por su mejilla, igual que le ocurre a mi abuela materna cuando habla de su difunto marido.
De todos los pacientes, los ancianos solían ser los más agradables. Uno de ellos incluso me dio el aguinaldo cuando se acercaba la navidad. Lo hizo a la manera en que los abuelos dan dinero a sus nietos, esto es, con el mismo disimulo que si estuvieran pasando droga. Este hombre había sido camionero y también estaba con nosotros por su prótesis de rodilla. Me contó que una vez se quedó sin frenos en una bajada y que, viendo que se dirigía directo hacia las casas de un pueblo, se lanzó con el camión fuera de la carretera, con la mala suerte de que en lugar de arcén había un barranco. Por fortuna no tuvo heridas graves.
A algunos pacientes se les llegaba a conocer realmente bien, pues ciertas rehabilitaciones pueden durar más allá de un año. Jesús, verbigracia, fue una de las primeras personas a las que atendí en mi primer año. Se había quedado hemipléjico tras un accidente cerebrovascular. La primera vez que mi compañero y yo le tratamos lo traían en silla de ruedas y nuestro cometido era trabajar para que fuera capaz de levantarse y sostenerse inmóvil de pie. Al año siguiente, yo andaba por la sala cuando le vi entrar andando por su propio pie. Aún debía sujetar el brazo afectado con el brazo sano pero era capaz de sentarse, levantarse y andar sin ayuda. No podías sino pensar que su recuperación era asombrosa.
Otra de las habituales era Encarni, una anciana muy salada cuya presencia iba siempre precedida de cierta algarabía. «¡Buenos días! ¡buenos días!», gritaba por todo el pasillo y la sala mientras la transportaban en la camilla. Vivía en un pueblo de la España profunda, bastante lejos del hospital. Siempre venía vestida con su delantal, que mudaba según la ocasión. «Mira qué delantal llevo hoy, niña. Es nuevo», le decía a nuestra tutora mientras le daba algo de vuelo a la prenda. Encarni también era hemipléjica, y además había desarrollado
anosognosia, un trastorno por el cual el paciente niega su enfermedad. Con frecuencia se golpeaba la pierna paralizada con la pierna sana mientras gritaba «¡es esta cabrona, que no quiere moverse! ¡Venga!». Un día vino el ortopeda para colocarle un alza que le habían preparado con el objetivo de corregir su genuvalgo, pero resultó no ser de su talla y el efecto no fue muy bueno. Aquel día se le notó la desilusión en la cara. «Ella pensaba que iba a ser ponerse el alza y empezar a andar», nos dijo nuestra profesora. Por supuesto quedaba mucho tiempo para eso, si es que llegaba a pasar.
Además del trabajo en el gimnasio nuestra labor incluía visitas a pacientes ingresados en planta. Estaba aquella anciana a la que le dimos un andador y a la que tuvimos que frenar, pues poco menos que se puso a correr con el artefacto. Era uno de esos pacientes con exceso de motivación que pueden hacerse daño. Frente a ella estaba aquella otra mujer de mediana edad que se había fracturado el tobillo y que iba a necesitar muletas una temporada, a la que había que poner un plan de ejercicio que fortaleciera los músculos que iban a soportar su peso durante ese tiempo. Desgraciadamente, esa mujer estaba cansada antes de empezar. Solo hizo unas extensiones de brazo con una botella de agua y ya se quejaba, jadeando con los ojos cerrados como si hubiera escalado el Kilimanjaro. «Estoy muy cansada, estoy muy cansada». Rendida antes de empezar. Su aspecto y su actitud me recordaban a mi madre.
Fue en estas visitas por las plantas del hospital donde vi a los pacientes que más me impactaron. Eduardo era un anciano al que habían operado del cerebelo y que no podía comunicarse, únicamente emitía un gemido gutural inquietante. Nuestra tarea era levantarle de la cama, dar una vuelta con él por el pasillo y volver a acostarle. Era uno de esos casos que te hacía plantearte todas esas cuestiones sobre una vida digna de ser vivida. A pesar de lo malo de su estado aún era capaz de entendernos. «Abra los ojos, Eduardo», le repetía mi tutora una y otra vez mientras andábamos. Entre las muchas funciones de las que había perdido el control estaban los párpados, que se le cerraban sin que él se diera cuenta de que no veía. Claro que siempre hay otro que está peor. José era un paciente de la unidad del dolor que estaba literalmente en las últimas. Padecía un cáncer de huesos que se le había extendido por todo el cuerpo y estaba conectado a una unidad de morfina bajo demanda. Tenía los antebrazos llenos de tatuajes, ya azulados por el paso del tiempo: una sirena, un ancla y un corazón. La primera vez que fuimos a verle no pudimos tratarle, no recuerdo por qué. Solo hubo una breve charla con algunos miembros de su familia.
Parafraseando a Cees Noteebom, el recuerdo es como un gato que se tumba donde le place. Deambula de forma pseudoaleatoria y se comporta de manera algo impredecible, siempre sin hacer caso a nuestras órdenes. Guarda recuerdos intrascendentes sin saber por qué, olvida cosas que uno preferiría no olvidar y saca a la luz estas viejas memorias ahora, más de diez años después. «La memoria autobiográfica»,
escribe Douwe Draaisma, «es al mismo tiempo un libro de los recuerdos y un libro del olvido». Y prosigue:
Es como si dejáramos los apuntes de nuestra vida a cargo de un secretario díscolo con intereses propios, que registra minuciosamente lo que preferiríamos olvidar mientras que, en momentos de gloria, hace como si estuviera escribiendo diligentemente cuando, en realidad, ha enroscado disimuladamente el tapón de la estilográfica.
Es casi una obviedad decir que aquello que recordamos influye parcialmente en nuestra personalidad. Me pregunto en qué medida las cosas que
no recordamos nos hacen ser quienes somos, si esas vivencias olvidadas dejan en nuestro interior algún eco que resuena en el presente a pesar de que ya no guardamos el recuerdo en sí. Me pregunto si alguno de esos pacientes cuyo nombre y problema ya no recuerdo todavía influye en algo de lo que pienso o hago, perdurando como vagas reminiscencias de aquella otra vida que dejé atrás.