La idea de la zona de confort está relacionada con el rendimiento óptimo. Hace más de un siglo, los psicólogos Robert Yerkes y John Dodson llevaron a cabo un experimento con ratones sobre la formación de hábitos. La ley que lleva su nombre establece la relación existente entre el rendimiento y el estrés:
La zona de confort es un estado de bajo o nulo estrés. Es la zona a la que tendemos por razones obvias pues nos proporciona seguridad y tranquilidad mental. Sin embargo, también es donde surge el aburrimiento y donde tendemos a desconectar de lo que estamos haciendo. La ley de Yerkes-Dodson dictamina que si queremos dar lo mejor de nosotros mismos debemos salir de la zona de confort y soportar un nivel de estrés adecuado (ni poco ni mucho), siendo el punto ideal aquel que nos sitúa en lo que Mihály Csíkszentmihályi denomina «estado de flujo»:
Hasta aquí las definiciones. Según la psicología popular, grandes beneficios esperan a quienes tengan por norma salir de su zona de confort, beneficios que en ningún momento pongo en duda. No obstante, un examen más detenido nos permitirá ver la vacuidad de una norma de vida que apela a huir constantemente de la zona de confort.La ley de Yerkes-Dodson recoge tres estados principales: desvinculación, flujo y sobrecarga. Cada uno de ellos tiene una enorme influencia en nuestra capacidad de rendir al máximo: la desvinculación y la sobrecarga dan al traste con nuestros esfuerzos, mientras que el flujo les saca partido.
[... ] La relación entre estrés y rendimiento, reflejada en la ley de Yerkes-Dodson, indica que el aburrimiento y la desvinculación activan una cantidad excesivamente pequeña de las hormonas del estrés segregadas por el eje hipotalámico-hipofisario-suprarrenal, con lo que el rendimiento se resiente. Cuando nos sentimos más motivados y vinculados, el «estrés bueno» nos sitúa en la zona óptima, donde funcionamos en plenitud de condiciones. Si los problemas resultan excesivos y nos desbordan, entramos en la zona de agotamiento, donde los niveles de hormonas del estrés son demasiado elevados y entorpecen el rendimiento.
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La zona de confort es un estado de bajo o nulo estrés. Es la zona a la que tendemos por razones obvias pues nos proporciona seguridad y tranquilidad mental. Sin embargo, también es donde surge el aburrimiento y donde tendemos a desconectar de lo que estamos haciendo. La ley de Yerkes-Dodson dictamina que si queremos dar lo mejor de nosotros mismos debemos salir de la zona de confort y soportar un nivel de estrés adecuado (ni poco ni mucho), siendo el punto ideal aquel que nos sitúa en lo que Mihály Csíkszentmihályi denomina «estado de flujo»:
[E]l estado en el cual las personas se hallan tan involucradas en la actividad que nada más parece importarles; la experiencia, por sí misma, es tan placentera que las personas la realizarán incluso aunque tenga un gran coste, por el puro motivo de hacerla.
La ley de Yerkes-Dodson es conocida intuitivamente por muchas personas. Quienes compiten en algún deporte, verbigracia, saben que no es posible igualar el rendimiento de una competición en un entrenamiento, pues para dar el máximo se necesita ese estrés externo impuesto por el resto de competidores. Los estudiantes, aunque sea a regañadientes, habrán de reconocer que los exámenes son necesarios para asimilar la materia. Y creo que todo trabajador ha podido experimentar en primera persona cómo la productividad es mayor cuando se acerca la fecha límite o hay cierta urgencia en obtener resultados. Por tanto, la idea de salir de la zona de confort está un tanto vacía por obvia, pues muchos ya saben de entrada que para mejorar es necesaria cierta cantidad de estrés positivo (eustrés). Sin embargo, mi desazón con este nuevo mantra no tiene que ver con el hecho de que su lección principal no sea nada nuevo sino con su desnudez práctica. Sigan conmigo mis ideas para entender a qué me refiero.
Como hemos dicho antes, la zona de confort equivale a rutina. En nuestra vida diaria tenemos decenas de rutinas y, por tanto, decenas de zonas de confort, desde la forma en que conducimos hasta la forma en que trabajamos o criamos a nuestros hijos. Digamos que una tarde se hallan ustedes tumbados en el sofá perdiendo el tiempo viendo vídeos de gatitos y alguien les envía el enlace que les he comentado al principio. ¡Eureka! ¡Para ser mejor y para aprender debo salir de mi zona de confort! Genial. Y ahora ¿qué? Obviamente, no podemos salir de todas las zonas de confort a la vez, pues eso sería una receta segura hacia el fracaso. Por otra parte, no todos los aspectos de nuestra vida son igualmente importantes: quizá queramos mejorar en unos y no nos importe estar estancados en otros. De manera que hemos de elegir y elegimos. Y ahí está la trampa: ¿cómo sabemos que las zonas de confort de las que elegimos salir no son aquellas de las que nos es más confortable salir? Imaginemos que queremos ser mejores padres, deportistas y trabajadores, y nos centramos en lo segundo. Cabe la posibilidad de que nuestros cachorros prefieran que hubiéramos elegido lo primero y de que nuestros jefes y compañeros prefiriesen que hubiéramos optado por lo tercero. El caso es que hemos decidido ser mejores atletas, así que cambiamos nuestro entrenamiento –haciéndolo más duro– para salir de nuestra forma de confort y nos felicitamos por haberlo hecho. Pero tal vez hemos elegido eso porque cambiar de plan de entrenamiento es más fácil que ser mejor padre o porque nos da un mayor chute de endorfinas que aprender a hacer mejor nuestro trabajo. La cuestión es que, de entre todo el abanico de posibilidades, hemos elegido salir de una zona de confort que puede no ser la que más nos convenga objetivamente. Paradójicamente, al intentar salir de la zona de confort hemos permanecido dentro de ella.
Todo el razonamiento anterior puede sonar a perogrullo o antojarse irrelevante pero, a mi juicio, es la causa de uno de los usos más enervantes de este consejo, a saber, el hecho de que quienes lo promulgan lo hacen porque es lo que harían ellos en la misma situación. Por ejemplo, hablan ustedes con un amigo y le comentan que su relación de pareja no va bien, a lo que su amigo responde que sería mejor terminarla y buscar una pareja nueva. Puede que a pesar de los problemas en su relación ustedes estén a gusto en la casa que comparten con su cónyuge. Su amigo, que tiene tendencia a cortar lazos románticos ante el primer problema, les suelta un discurso sobre lo malo que es conformarse y cómo deben ustedes salir de su zona de confort. Así, su asesoramiento es inútil para ustedes pues realmente no les dice nada que les sirva, ya que simplemente refleja cómo es la otra persona y qué haría ella en nuestro lugar. De hecho, esa otra persona, al seguir su propio consejo, también sigue dentro de su zona de confort, pero no lo ve así porque tendemos a identificar erróneamente el hecho de salir de la zona de confort con el mero cambio.
El otro uso habitual de esta exhortación es meramente retórico y se da cuando alguien quiere que hagamos algo que nosotros no queremos hacer. Recientemente me han ofrecido un puesto de mando intermedio que no tengo la mínima intención de aceptar, algo que desde el departamento de recursos humanos han tomado como resistencia al cambio sin pararse a pensar que todos estos años yo he acumulado un capital en forma de conocimiento técnico que no puedo echar por la borda para dedicarme a algo que ni siquiera me interesa. El absurdo de reorientar completamente nuestra carrera laboral solo por salir de la zona de confort queda patente cuando le damos la la vuelta a la situación y le proponemos a alguien de recursos humanos que deje su puesto actual y pase a la programación informática.
Su esfuerzo por convencerme seguramente se deba a que simplificaría su trabajo, ya que se librarían de tener que buscar a otra persona en el mercado de trabajo, aunque también puede darse el caso de que realmente piensen que a mí me vendría bien hacerlo. Eso es algo que también sucede a menudo: personas que nos dan consejos porque creen que son bueno para nosotros. Por más que su intención sea loable, lo cierto es que no dejan de ser situaciones paternalistas en las que otra persona presupone saber mejor lo que nos conviene que nosotros mismos. Cabe la posibilidad de que realmente sea así, y yo soy el primero en dudar de que cada uno de nosotros sepa realmente lo que mejor le conviene, pero la experiencia me dice que –de nuevo– los consejos que recibimos de los demás tienen más que ver con su personalidad y sus experiencias que con el hecho de ayudar a quien los recibe.
La zona de confort está relacionada con el aprendizaje y la mejora de nuestras habilidades; no es un arma arrojadiza para persuadir a los demás de hacer cosas que no quieren hacer ni una alabanza del cambio. La lección de la ley de Yerkes-Dodson es que para rendir mejor un poco de estrés en forma de exámenes, plazos límites o listones más altos ayuda bastante, todo lo cual, por otra parte, ustedes ya lo sabían de antemano.
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