Foto de Natlas |
Habrá para quienes el sistema actual no suponga ningún problema. Para mí, un procedimiento que reduce un surtido florilegio de opciones electorales a un puñado de partidos con opciones reales, obligando así a los votantes a elegir una opción que no es la que realmente prefieren, es menos legítimo. Además, creo que hay buenas razones para pensar que bipartidismo y corrupción van de la mano, y que para limpiar las cloacas de la política es necesario que se puedan renovar los partidos con más agilidad.
En su momento analizamos con cierto detalle los sistemas de votación. También hablamos de la paradoja del voto y del teorema de imposibilidad de Arrow. Las conclusiones más relevantes para nuestra disquisición de hoy son:
- Los sistemas electorales de distritos en los que el ganador se lo lleva todo (el partido más votado se hace con todos los representantes de ese distrito) tienden a sistemas bipartidistas.
- No hay ningún sistema de voto que ordene más de dos opciones de forma que el resultado sea consistente con las verdaderas preferencias de todos los votantes (esto es, que respete la transitividad de las opciones), y en el que la presencia de unas alternativas u otras sean irrelevantes (es decir, que los votantes no cambien su papeleta según a quién se enfrenten sus favoritos o las opciones de ganar que tengan).
Investigando sobre los sistemas de voto di con un ejemplo sacado de las elecciones francesas. El francés es un sistema a doble vuelta: se vota una primera vez, los dos candidatos más votados pasan a la segunda vuelta y se vota nuevamente. El ganador de la segunda ronda es elegido presidente de la República. No recuerdo los nombres de los candidatos pero la historia que narraba el artículo era la de siempre: el tercero en discordia, nuevo en escena, se quedaba fuera de la ronda final porque, a pesar de estar mejor valorado que los otros dos, se pensaba que tenía menos opciones de ganar. Cuando ocurre esto, cuando los ciudadanos cambian su voto según lo que creen que harán otros, se dice que el sistema de votación no es inmune a estrategias.
Pero ¿por qué los votantes dejamos de reflejar nuestras verdaderas preferencias según las opciones de victoria de quien las encarna? La respuesta es que no lo hacemos. Al menos, no completamente.
Se supone que en las elecciones se nos está preguntando qué partido queremos que gobierne. Esa es una pregunta muy complicada. No creo que nadie estudie los programas electorales con detalle y analice pormenorizadamente las propuestas de cada partido, sopese pros y contras, y decida su voto después de un sesudo análisis. Más bien convendrán conmigo en que, a lo sumo, los ciudadanos tenemos una idea vaga de las pretensiones de los partidos y acabamos apoyando a aquel cuyas ideas coinciden con las nuestras.
Esto sucede porque, como dice Kahneman, «cuando nos vemos ante una cuestión difícil, a menudo respondemos a otra más fácil, por lo general sin advertir la sustitución». Así que cuando nos convocan a las urnas cambiamos una pregunta complicada y menos relevante (¿quién quiere que gobierne?) por una mucho más sencilla e importante (¿quiere usted un gobierno de izquierdas o de derechas?). Los humanos somos así. El mundo es demasiado complicado así que simplificamos. En el caso que nos ocupa reducimos dos siglos de filosofía política a un simple yin-yang.
En otra parte escribí que votar es principalmente una cuestión de identidad. Los propios políticos lo han recalcado con sus palabras estos últimos años. Para ellos y para sus votantes lo más importante es ganar porque eso significa que no gobernarán «los otros». Los otros son el enemigo, la ruina, el horror, el diablo, el apocalipsis; pase lo que pase hay que alejarlos del poder. Ya se nos puede llenar la boca con llamadas a la pluralidad, la colaboración, el entendimiento y los acuerdos que, al final, todo se reduce a la dicotomía del azul frente al rojo, demócrata frente a republicano, nosotros frente a ellos (no lo llaman «oposición» por nada). Es por todo esto que si toca apoyar de mala gana a un partido corrupto o con propuestas estúpidas pero que se sitúa en nuestro lado del espectro de ideas, que así sea. Cualquier cosa con tal de que no ganen los otros.
Es por eso que los distritos del tipo «el ganador se lo lleva todo» conducen al bipartidismo. Es por eso que las personas cambian su voto a quienes más opciones tienen de entre todos los que comparten su visión acerca de cómo debería organizarse la sociedad. Es por eso que las elecciones están mal planteadas, forzándonos a dar dos respuestas en una aun cuando una de las preguntas es mucho más importante que la otra. Es por eso que el sistema de doble ronda es equivocado, porque plantea las preguntas en el orden incorrecto.
Observemos de nuevo la votación a doble vuelta desde esta perspectiva de las dos preguntas. Veremos que en la primera ronda, allí donde se presentan todas las opciones, se interroga a los votantes simultáneamente sobre sus ideas y sobre su candidato o partido preferido defensor de esas ideas. En la segunda ronda, a la que inevitablemente llega un representante de cada lado de la gama de ideas, se interpela sobre qué conjunto de principios políticos deben seguirse y qué fines buscarse. Como lo más importante para nosotros es que nuestras ideas prevalezcan no queda otra que unirse en la primera ronda en torno a unas siglas con buenas perspectivas de victoria, aunque no nos gusten demasiado.
Tomemos, pues, a los votantes como son e invirtamos el orden de las preguntas (de ahí el nombre «doble vuelta invertida»). En la primera vuelta preguntemos sin tapujos: ¿quiere usted un gobierno de derechas o de izquierdas? En la segunda vuelta preguntemos: ¿qué partido (afín a las ideas que han ganado en la ronda anterior) quiere que gobierne? ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué consecuencias negativas podrían darse con este sistema? ¿Cómo se podría manipular? ¿Y qué pasa con el centro?
Pero ¿por qué los votantes dejamos de reflejar nuestras verdaderas preferencias según las opciones de victoria de quien las encarna? La respuesta es que no lo hacemos. Al menos, no completamente.
Se supone que en las elecciones se nos está preguntando qué partido queremos que gobierne. Esa es una pregunta muy complicada. No creo que nadie estudie los programas electorales con detalle y analice pormenorizadamente las propuestas de cada partido, sopese pros y contras, y decida su voto después de un sesudo análisis. Más bien convendrán conmigo en que, a lo sumo, los ciudadanos tenemos una idea vaga de las pretensiones de los partidos y acabamos apoyando a aquel cuyas ideas coinciden con las nuestras.
Esto sucede porque, como dice Kahneman, «cuando nos vemos ante una cuestión difícil, a menudo respondemos a otra más fácil, por lo general sin advertir la sustitución». Así que cuando nos convocan a las urnas cambiamos una pregunta complicada y menos relevante (¿quién quiere que gobierne?) por una mucho más sencilla e importante (¿quiere usted un gobierno de izquierdas o de derechas?). Los humanos somos así. El mundo es demasiado complicado así que simplificamos. En el caso que nos ocupa reducimos dos siglos de filosofía política a un simple yin-yang.
En otra parte escribí que votar es principalmente una cuestión de identidad. Los propios políticos lo han recalcado con sus palabras estos últimos años. Para ellos y para sus votantes lo más importante es ganar porque eso significa que no gobernarán «los otros». Los otros son el enemigo, la ruina, el horror, el diablo, el apocalipsis; pase lo que pase hay que alejarlos del poder. Ya se nos puede llenar la boca con llamadas a la pluralidad, la colaboración, el entendimiento y los acuerdos que, al final, todo se reduce a la dicotomía del azul frente al rojo, demócrata frente a republicano, nosotros frente a ellos (no lo llaman «oposición» por nada). Es por todo esto que si toca apoyar de mala gana a un partido corrupto o con propuestas estúpidas pero que se sitúa en nuestro lado del espectro de ideas, que así sea. Cualquier cosa con tal de que no ganen los otros.
Es por eso que los distritos del tipo «el ganador se lo lleva todo» conducen al bipartidismo. Es por eso que las personas cambian su voto a quienes más opciones tienen de entre todos los que comparten su visión acerca de cómo debería organizarse la sociedad. Es por eso que las elecciones están mal planteadas, forzándonos a dar dos respuestas en una aun cuando una de las preguntas es mucho más importante que la otra. Es por eso que el sistema de doble ronda es equivocado, porque plantea las preguntas en el orden incorrecto.
Observemos de nuevo la votación a doble vuelta desde esta perspectiva de las dos preguntas. Veremos que en la primera ronda, allí donde se presentan todas las opciones, se interroga a los votantes simultáneamente sobre sus ideas y sobre su candidato o partido preferido defensor de esas ideas. En la segunda ronda, a la que inevitablemente llega un representante de cada lado de la gama de ideas, se interpela sobre qué conjunto de principios políticos deben seguirse y qué fines buscarse. Como lo más importante para nosotros es que nuestras ideas prevalezcan no queda otra que unirse en la primera ronda en torno a unas siglas con buenas perspectivas de victoria, aunque no nos gusten demasiado.
Tomemos, pues, a los votantes como son e invirtamos el orden de las preguntas (de ahí el nombre «doble vuelta invertida»). En la primera vuelta preguntemos sin tapujos: ¿quiere usted un gobierno de derechas o de izquierdas? En la segunda vuelta preguntemos: ¿qué partido (afín a las ideas que han ganado en la ronda anterior) quiere que gobierne? ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué consecuencias negativas podrían darse con este sistema? ¿Cómo se podría manipular? ¿Y qué pasa con el centro?
Continuará.
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