miércoles, 2 de noviembre de 2011

Yo, mi yo y mi iPhone

«La felicidad es un estado mental». Cuántas veces habremos oído esta expresión, proveniente del Budismo, con la que siempre hay alguien que contesta algo como «bueno, si me tocase la quiniela yo también sería feliz». No es mi intención discutir aquí si el dinero da o no la felicidad, que por todos es sabido que no (aunque ayude ^_^), sino de lo que realmente es necesario para ser feliz.

Una cosa está clara, la felicidad hay que trabajarla. El problema de las sociedades modernas está en que nos imponen necesidades y exigencias que nos hacen luchar durante toda nuestra vida para alcanzar una meta inexistente, creyendo que una vez allí seremos felices, pero que cuando parece que hemos llegado, empieza una nueva carrera. Todo esto se puede extrapolar a estudios, carrera profesional, popularidad, familia, etc. Desde luego si una cosa ha sabido hacer Steve Jobs, ha sido la de crear nuevas necesidades. Por supuesto ha innovado y seguramente mejorado nuestro día a día, pero sobre todo ha convertido sus productos en una meta más en la vida para todo su ejército de seguidores.

Imagen de Edwin Dalorzo
Esto no quiere decir que el Sr. Jobs sea el responsable de nuestra infelicidad, el responsable de eso es más bien nuestro egocentrismo (que no egoísmo). Todo esto hace que me venga a la cabeza otra frase típica de madre: «no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita». Pero ¿cómo podemos necesitar menos sin llegar a convertirnos en un ermitaño?.

Volviendo al Budismo, la felicidad estaría en nuestra mente, de tal forma que todas nuestras respuestas a las situaciones estarían condicionadas por el estado mental que poseamos en dicho momento. Un ejemplo sencillo podría ser que si alguien te hace una pregunta justo en el momento de mayor obcecación con un problema al que no encuentras solución, es más probable que sueltes una bordería a que si justo la hiciera en el momento posterior a la resolución del mismo.

La idea sería evitar el enfado en lo posible, con uno mismo o con otros. Eso, por supuesto, es muy fácil decirlo, pero no tan fácil conseguirlo, y más cuando nuestras experiencias pasadas van aumentando nuestro ego y condicionando nuestro futuro.

El origen del ego (el «yo») es la historia que hemos creado inconscientemente para justificar nuestra manera de ser. Ya Piaget nos habla de la etapa infantil centrada en el yo, y aunque a partir de los 6 años salgamos de ella, no nos llegará a abandonar nunca. Al fin y al cabo, es un mecanismo de defensa.

El problema de esto es, como decimos, cuando condicionamos nuestro futuro a nuestro pasado. Se puede haber tenido un pasado horrible, pero es probable que en muchas ocasiones, cuando miramos a lo ocurrido exactamente, descubramos que realmente no han existido esos fantasmas que tan firmemente hemos pensado que condicionaban nuestro presente y nuestra forma de ser.

En cualquier caso, el ego, entendido como las vivencias que han conformado nuestra personalidad, ha de ser una herramienta que nos ayude a avanzar en la consecución de cualesquiera sean nuestros objetivos, pero no podemos cerrarnos en él o si no siempre caminaremos ciegos.
«Aprende a tener tu boca cerrada y comprenderás que has hablado demasiado.» Chen Meikung (s.XVI, China)

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