En fin. La cuestión es que puse en marcha mi plan y ahora me encuentro donde me temía que acabaría, esto es, frente a dos opciones de las que solo puedo elegir una. Ambas son buenas opciones y, pase lo que pase, saldré ganando. Sin embargo, ello no es óbice para que el proceso de decisión en sí mismo sea una tortura. Para alguien como yo, que tantas vueltas puede darle a los asuntos más triviales, este tipo de elecciones en materias que verdaderamente importan supone una pesada carga mental, por mucho que el resultado vaya a ser bueno.
Foto de Greg Frucci |
Hay personas que se aferran a las listas de pros y contras. Yo utilicé esa opción hace muchos años para tomar una decisión parecida a la que me enfrento actualmente pero, con los años, me he dado cuenta de que no suele ser una buena aproximación al problema. La razón es que, para poder hacer comparaciones razonables, aquello que comparamos debe medirse en la misma unidad. Por ejemplo, es razonable comparar dos cámaras según el número de megapíxeles. Sin embargo, no tiene tanto sentido comparar dos aspectos como pueden ser el precio y la duración de la batería, ya que ello requiere algún tipo de conversión que hemos de inventarnos para la ocasión. ¿Cómo valorar en euros una hora más de batería? ¿Cuánto espacio extra de almacenamiento equivale a cien ppi de diferencia entre las pantallas de un modelo y otro? El problema se agrava según vamos añadiendo características. ¿Cuántos pros (por ejemplo, pantalla y precio) y en qué cantidad compensan un contra dado (por ejemplo, la duración de la batería)?
Se puede argumentar que no todas las cualidades importan lo mismo, por lo que podríamos ordenarlas por orden de prioridad y decidir en base al peso relativo de cada una. También utilicé este método en su momento, cuando tuve que elegir qué coche comprar. En aquella situación el precio final era mi preocupación principal, seguida del consumo, la seguridad y el tamaño. En realidad, asignar un peso distinto a cada variable no soluciona el problema, ya que sigue siendo necesario comparar propiedades diferentes que se miden en unidades y escalas distintas. Aunque el dinero era mi criterio primordial, lo cierto es que acabé pagando más dinero con tal de tener control de tracción y algunos airbags extra. (Dicho sea de paso, si alguna vez aplican este método no cometan el error que yo cometí, y recuerden valorar únicamente características que no estén correlacionadas. Por ejemplo, en el caso de un coche potencia y consumo van de la mano. Si introducen ambos factores en su ecuación mental estarán considerando dos veces un mismo aspecto sin darse cuenta, asignando a esta particularidad un peso mayor del deseado).
Algunas personas me han sugerido que recurra a mi instinto, esto es, a mis emociones. Parece haber pruebas de que las emociones encierran un conocimiento que no es accesible al razonamiento consciente y que es útil a la hora de tomar decisiones. Por desgracia, no siempre es fácil saber si una emoción está aportando información útil. Puede darse el caso de que el instinto nos diga que actuemos de cierta manera por las razones equivocadas, a saber: miedo, vaguería, rechazo al cambio, etcétera.
En mi caso, cuando me pregunto qué me pide el cuerpo no oigo respuesta alguna. Ocurre que me encuentro en la misma situación que aquel paciente de Antonio Damasio con daño prefrontal ventromedial. Al impedirle esta lesión el acceso a su instinto visceral y los mecanismos automáticos de toma de decisiones, este hombre no podía decidir algo tan simple como la hora de la próxima cita:
Estaba discutiendo con el mismo paciente la fecha de su próxima visita al laboratorio. Propuse dos días posibles del mes siguiente, a cierta distancia uno de otro. El paciente sacó su agenda y consultó el calendario. [...] Durante casi media hora, este hombre detalló motivos en pro y en contra de cada uno de las dos fechas: compromisos previos, cercanía con citas anteriores, condiciones meteorológicas probables, es decir, prácticamente todo lo que se puede pensar para cada oportunidad. Con la misma calma con que había manejado en el hielo y narrado el episodio, desgranaba ahora un minucioso análisis de costo-beneficio, una interminable e inútil comparación de opciones y consecuencias posibles. Escucharlo sin dar puñetazos en la mesa demandó una disciplina formidable, pero al fin le dijimos, tranquilamente, que debía venir en la segunda fecha propuesta. Su respuesta fue pronta y tranquila: "Está bien". Guardó su agenda y se despidió.Otra manera de afrontar el problema es preguntarse qué le recomendaríamos a un amigo que se hallara en nuestra situación. La idea aquí es alcanzar cierto desapego emocional que nos aporte claridad. Se da la circunstancia de que una amiga mía se halló en una situación parecida hace unos meses y no supe qué decirle. Pensé que era una decisión que solo ella podía tomar y yo no era quién para aconsejarle una cosa u otra. Lo máximo que le sugerí fue echar una moneda al aire, lo cual puede hacernos ver qué deseamos visceralmente. Lanzas la moneda y, dependiendo de si el resultado te alegra o te produce rechazo, averiguas lo que te dice el inconsciente.
He probado esto que les digo de la moneda y no he sentido nada, así que quizá valga la pena aceptar el resultado del lanzamiento sin más. Puede parecer una tontería pero no sería la primera persona en hacerlo. La gente de Freakonomics creó un portal web a modo de experimento en el que los internautas podían decidir su futuro lanzando al aire una moneda virtual (énfasis en el original):
As ludicrous as this may seem, within a few months our website had attracted enough potential quitters to flip more than 40,000 coins. The male-female split was about 60-40; the average age was just under 30. Some 30 percent of the flippers were married, and 73 percent lived in the United States; the rest were scattered across the globe.
[...] We were astonished to see how many people were willing to put their fate in the hands of some strangers with a coin. Granted, they wouldn’t have made it to our site if they weren’t already leaning toward making a change. Nor could we force them to obey the coin. Overall, though, 60 percent of the people did follow the coin toss—which means that thousands of people made a choice they wouldn’t have made if the toss had come out opposite.
[...] The experiment is ongoing and results are still coming in, but we have enough data to draw some tentative conclusions.
Some decisions, it turns out, don’t seem to affect people’s happiness at all. One example: growing facial hair. (We can’t say this was very surprising.)
Some decisions made people considerably less happy: asking for a raise, splurging on something fun, and signing up for a marathon. Our data don’t allow us to say why these choices made people unhappy. It could be that if you ask for a raise and don’t get it, you feel resentful. And maybe training for a marathon is far more appealing in theory than in practice.
Some changes, meanwhile, did leave people happier, including two of the most substantial quits: breaking up with a boyfriend/girlfriend and quitting a job.
Have we definitively proven that people are on average more likely to be better off if they quit more jobs, relationships, and projects? Not by a long shot. But there is nothing in the data to suggest that quitting leads to misery either. So we hope the next time you face a tough decision, you’ll keep that in mind. Or maybe you’ll just flip a coin. True, it may seem strange to change your life based on a totally random event. It may seem even stranger to abdicate responsibility for your own decisions. But putting your faith in a coin toss—even for a tiny decision—may at least inoculate you against the belief that quitting is necessarily taboo.
Dice Barry Schwartz en su libro que, a corto plazo, los humanos nos arrepentimos de haber hecho malas elecciones pero que, a la larga, de lo que nos arrepentimos es de no haber aprovechado una oportunidad. Esto es un argumento a favor del cambio y en contra del statu quo, pero no nos dice qué hacer cuando hemos decidido cambiar y las opciones posibles son muy similares. Cual asno de Buridan, me hallo dándole vueltas a lo mismo una y otra vez sin atreverme por una alternativa u otra. Después de haber examinado el problema desde todos los ángulos posibles sigo sin encontrar una respuesta.
En realidad me estoy preocupando por adelantado ya que aún me falta por conocer un dato importante que puede inclinar la balanza definitivamente hacia un lado o a otro. Si he empezado a pensar qué hacer antes de tiempo ha sido porque me conozco y tardo mucho en tomar decisiones entre opciones parecidas, ya sea un teléfono móvil, un coche o un simple paquete de galletas (ni se imaginan la de horas que he perdido en supermercados). En la medida de lo posible evito tomar decisiones en cortos periodos de tiempo porque en esos casos siempre me equivoco. Por ello he estado imaginando distintos escenarios según ese dato desconocido. Para mi desgracia, en muchas de las situaciones hipotéticas resultantes persiste la duda.
Es difícil seguir un rumbo cuando no se tiene un objetivo en mente, pero también lo es cuando todos los destinos son igualmente apetecibles. Hay gente que, después de tomar una decisión, empieza a pensar si no era mejor la alternativa rechazada. Empiezan los «y si» y los «debí». Estos pensamientos suelen amargar el disfrute de la elección hecha. En ocasiones, anticipando este arrepentimiento la persona puede sentirse paralizada, incapaz de decidir. Afortunadamente, en mi caso, pase lo que pase, es difícil que me arrepienta. Siempre he pensado que no tiene mucho sentido sentir arrepentimiento cuando no podemos saber cómo le va a nuestro otro yo en un universo paralelo en el que elegimos el otro camino.
En alguna parte leí que tomar decisiones es una habilidad que puede aprenderse. Esa es una idea esperanzadora hasta que caemos en la cuenta de lo que ello implica. De acuerdo con los textos de estadística, son necesarias al menos treinta observaciones para poder empezar a hacer inferencias, es decir, para extraer alguna conclusión útil de los datos. Traducido a nuestras vidas, esto quiere decir que necesitamos elegir treinta parejas, trabajos o lugares donde vivir para saber cómo lo estamos haciendo, y todo ello para calibrar un único método de decisión dado. No sé ustedes, pero yo creo que prefiero lo de la moneda.