A lo largo de estos años he hablado varias veces sobre la marcha de compañeros de trabajo que se habían convertido en amigos, y cómo su próxima ausencia en la oficina era causa de gran pesadumbre para mí. Esta vez es bien distinto. La última baja no me produce pena sino alivio, un grandísimo alivio fruto del hecho de no tener que volver a encontrarme en los pasillos o en las citas de empresa a la persona que más daño me ha hecho en la vida.
Imagen de Catalina Briceno |
Piensen en una característica de su personalidad que les guste especialmente, algo que no solo sea un talento propio sino que además crean que es bueno para los demás. Quizá son ustedes muy generosos o divertidos o saben escuchar. Ahora imaginen que una persona muy querida para ustedes les dice que esa facultad que creían tan buena no lo es en realidad, que es un defecto que fastidia al resto. Hay muy pocas cosas que me gusten de mí mismo, y Cruz me convenció de que lo más valoraba de mí era una tara. Aquello me mató. De repente, ya no tenía virtudes. Pocas veces me había sentido tan mal conmigo mismo. Como siempre hago, me fui al otro extremo. Sabía que no lograría matar esa parte de mí pero me propuse hacer todo lo posible en esa dirección. Al fin y al cabo, ¿para qué quería yo ser de cierta manera si no me lo iban a agradecer, no iba a ayudar a nadie y a mí me hacía sufrir? Deduje que había sido un primo y que, en adelante, la regla de oro era «cada cual para sí». Puedo decir que actualmente, gracias a Cruz, soy peor persona.
He aprendido muchas otras lecciones a base de hostias en este periodo. Aprendí, verbigracia, que para que la inteligencia emocional funcione en una relación personal es necesario que ambas partes la practiquen. También entendí por fin lo poco que valen las palabras y que lo que cuentan son los actos. Toda mi vida había sido un crédulo, debilidad que esta persona explotó a más no poder. Yo veía que no me trataba igual que al resto de sus amigos, pero seguía aferrándome a sus palabras; ella insistía en lo mucho que me apreciaba. Sin embargo, nunca me ayudó cuando lo necesité, ni siquiera en aquellas ocasiones en que le pedí auxilio explícitamente.
Inferí además que el muro de distancia e indiferencia que yo colocaba para alejar a los demás no era suficiente. Ella misma lo dijo: «lo tuyo es todo fachada». Pero si alguien me gustaba y le dejaba entrar, pasaba hasta la cocina. Craso error. No caí en la cuenta de que hay personas como Cruz que una vez dentro de tu círculo más íntimo te saquean y prenden fuego a todo. Me di cuenta por las malas de que, además de la fachada, necesitaba un foso y dos o más muros adicionales para asegurarme de que no daba acceso a las zonas más profundas de mi ser a gente indeseable o demasiado pronto.
Descubrí y me enamoré del concepto de «suerte moral». De la misma forma que uno solo sabe lo bueno que es su seguro de coche cuando tiene un accidente y ha de reclamar, solo sabemos lo buena que es una persona cuando se enfrenta a una situación que le pone a prueba. Igualmente, solo sabemos que alguien es de verdad nuestro amigo cuando la relación pasa por algún bache y se supera, o cuando pedimos ayuda y nos la dan. Todas las risas y los buenos ratos que tienen lugar mientras las cosas van bien no significan nada. Es cuando llegan mal dadas cuando podemos calibrar realmente la relación, cuando quedan de manifiesto las mentiras o (si tienes suerte) se hace evidente que le importas a alguien. Era esta una lección que había aprendido ya en la universidad pero que había olvidado.
Cruz se considera a sí misma una buena persona que no causa problemas. Cabe preguntarse hasta qué punto es buena persona alguien que abandona a un semejante (sea conocido o no) en su lecho de angustia. También pienso en qué clase de piruetas mentales son necesarias para conciliar la visión de uno mismo como buena persona con la costumbre de criticar continuamente a los amigos a sus espaldas. Su mayor preocupación en todo momento fue mantener esa imagen de persona nada conflictiva y ser aceptada por el grupo, por lo que trataba de ocultar nuestras desavenencias. Cuando yo las ponía de manifiesto, ella se irritaba sobremanera. A mí aquello me parecía otra forma de hipocresía.
Finalmente, en este tiempo me he dado cuenta de que las amistades no suelen funcionar cuando el grado de implicación es asimétrico. Yo no lograba conciliar sus palabras de amistad con el hecho de que, por ejemplo, no quisiera verme fuera de la oficina. Anduve preguntando a gente conocida y me encontré con que ese es un problema común: a veces uno quiere quedar más a menudo que la otra persona, lo que suele acabar en roces. Sorprendentemente, resulta que esa tensión no suele resolverse mediante acuerdo, sino que la amistad simplemente se disuelve hasta que solo queda el recuerdo.
Igual que me acuerdo del día en que nos conocimos me acuerdo del día en el que decidí que no quería saber nada más de Cruz. Durante mucho tiempo fue ella la que me evitaba, hecho que me dolía enormemente, pues yo le seguía teniendo un gran cariño. Pero llegó el momento en el que ya no pude más. Creo que un ser humano sólo puede soportar una cantidad limitada de dolor y angustia. Más allá, los fusibles se queman. En uno de los días más importantes de su vida yo volví a experimentar todos aquellos comportamientos por su parte que me hacían daño: el rechazo disimulado, la diferencia de trato respecto a sus verdaderos amigos, la falsedad de sus palabras, la hipocresía de sus actos. Fue entonces cuando me dije: «se acabó». En adelante trataría por todos los medios de no volver a verla ni saber nada de ella.
Por desgracia, no siempre lo he conseguido. En su último día en la empresa, Cruz quiso despedirse también de mí. Lo hizo fiel a su forma de ser: mostrando un falso interés y tratando de manipularme para que me sintiera mal. No esperaba otra cosa. Hice lo posible por que aquello durara lo menos posible y me afectara lo mínimo. Salí más o menos indemne.
No escasean las personas que te hacen daño en el transcurso de la vida. Normalmente el tiempo acaba templando las emociones y sigues adelante. Ahora es diferente. Reconozco que las heridas siguen abiertas y que, aunque el cariño permanece, ahora yace enterrado bajo montañas de rencor. Es la primera vez que me ocurre esto de desear no haber conocido a alguien. Cruz ha significado para mí la ruina emocional. Tan mal lo he pasado que ha acabado afectándome físicamente de forma notable. Espero que se me pase, aunque sospecho que tendrá que pasar mucho tiempo. Mientras tanto, el dolor sirve como recordatorio de las precauciones que un ser humano ridículo e inestable como yo debe tomar cuando se relaciona con los demás. Eso debería serme útil ahora que mi relación con otra persona se está haciendo muy estrecha. Me hace tener presente que no sé lo que puede pasar, que las personas somos muy malas haciendo predicciones sobre nuestros sentimientos futuros y que, cuando me hacen daño, mi comportamiento se vuelve esperpéntico. Es cierto que esta otra persona es muy distinta a Cruz, que noto su aprecio no solo en sus palabras sino también en sus actos, así que me siento tentado a decir aquello de «esta vez es distinto». Pero no quiere cometer el mismo error. No quiero descartar la posibilidad de que algún día escriba un texto similar a este en el que el lugar de Cruz lo ocupe mi nueva amiga.
Obviamente, si le preguntan a Cruz su versión de la historia será bien distinta. Quien la oiga pensará que soy un hipócrita, un mentiroso y un gilipollas (y estará en lo cierto). A la larga, ambos creeremos nuestra propia narración. Pero hoy, yo siento el alivio de saber que Cruz está un poco más lejos, y la alegría mezclada con miedo que me produce el hecho de que una nueva amiga está cada vez más cerca. Querer, equivocarse, llorar, repetir. Seguir adelante. Así es la vida.
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