sábado, 1 de octubre de 2011

Kindergarten

He llegado a esa época de la vida que George Michael cantaba en Fastlove:

«My friends got their ladies
They’re all having babies»

Foto de TedsBlog
Pocos son los hijuelos que me quedan por conocer. La mayoría de ellos están en las primeras etapas de la vida, cuando son suaves, emiten ruidos graciosos y dan ganas de comerse sus mofletes. También hay algunos que ya hablan y andan, agotando a sus padres con toda la atención que requieren.

Dentro del casi infinito vector de decisiones que mis amigos tendrán que tomar para con su descendencia, está el elegir cómo educar moralmente a sus cachorros. Habrán de optar entre intentar transmitir a sus retoños sus propios valores, o bien dotar al niño de lo necesario para que, con el tiempo y de forma autónoma, éste llegue a su propia concepción de la vida buena. Sé que algunos se decantarán por el primer caso, y sospecho que intentarán  llevar a su hijo por un camino muy estrecho en lo relativo a la mejor manera de vivir. Otros ya me han dicho que no tratarán de imponer sus creencias, y dejarán al vástago elegir.

Tratar de inculcarle a tu prole tu modo de vivir podría ser peliagudo. Puede que no estés respetando su libertad de elección. O puede ser que estés equivocado. Por ejemplo, si yo tuviera un hijo, quizá -solo quizá- procuraría enseñarle que no fuera nada más que a lo suyo, sino que se preocupara por los demás. Creo que todos tenemos obligaciones y deudas con todos:
«El modelo individualista del [...] rudo y aventurero, tan bien personificado por el presidente Bush con sus botas de cowboy y su andar arrogante, representa un mundo en el cual somos responsables de nuestros propios éxitos o fracasos y nos embolsamos el premio de nuestros esfuerzos. Pero [...] este modelo es un mito. "Un hombre no es una isla". Lo que hacemos tiene importantes efectos sobre los demás; y si somos lo que somos es gracias, al menos en parte, a los esfuerzos de los demás.»
Pero ¿cómo enseñar a tu nene una lección que, llevada a la práctica, igual le perjudica? Porque si lo que se estila en la comunidad en la que vive es el «cada cual para sí», ¿no se arriesga a acabar siendo un pringado del que todo el mundo se aproveche? Hoy por hoy, las reglas del juego no parecen premiar la empatía ni la virtud (lo que me ha sido recordado esta semana de forma dolorosa). Sin embargo ¿no deberían transmitirse valores así en cualquier caso?

Por fortuna -y por el bien del planeta-, es muy improbable que yo llegue a reproducirme, así que no tendré que vérmelas con este marrón. A aquellos que sí van a afrontar esta cuita quizá les interese saber que, en el fondo, su decisión tal vez no importe en absoluto. «No es tanto una cuestión de qué se hace como padre», -escriben Levitt y Dubner- «sino de quién se es».

domingo, 25 de septiembre de 2011

Miserias y esplendores del trabajo

A los veinte años hube de decidir si seguía estudiando fisioterapia o si cambiaba y me dedicaba a las tecnologías de la información. Desde pequeñito había querido ser masajista. El cuerpo humano me fascinaba y el deporte me encantaba. Había oído decir a un maestro de artes marciales «aprende a curar a los demás y serás noble». Sentía que la fisioterapia era lo mío.

Foto de Sean MacEntee
Pero durante la carrera mi tío me regaló uno de sus ordenadores para poder hacer los deberes de la asignatura de informática. Cogí aquel cacharro con gusto. Empecé a dedicarle cada vez más tiempo. Trastear con él y navegar por Internet se convirtió en mi forma favorita de pasar el tiempo.

Ya había estudiado dos años de la diplomatura. ¿Iba a «tirarlos» para empezar una carrera en algo totalmente distinto? Eso suponía gastar al menos dos años más en formarme. Además, temía que si hacía de mi hobby mi modo de vida, la informática dejara de gustarme.

Al final cambié de rumbo. Lo hice porque una persona muy respetada para mí me dijo «debes hacer lo que te apetezca en este momento». No hablaba en general, sino del trabajo. Su mensaje no era que me condujera hedónicamente por la vida, sino que debemos trabajar en lo que nos gusta. Cada día veo cuánta razón tenía, el muy cabrón.

Cuando amas tu trabajo disfrutas de tu fase de aprendizaje. Le dedicas todo el tiempo que puedes por el gustito que te da. Y, cuando finalmente encuentras empleo, te permite llevar mejor las miserias del mundo laboral: desplazamientos, horario, sueldo, sobrecarga, estresores de rol, dificultades en las relaciones laborales, dislates de la organización empresarial, etc. Además, son muchas las horas que trabajamos como para desperdiciarlas sin encontrar ninguna satisfacción, recompensa o sensación de realización en ellas.

Soy consciente de que he sido muy afortunado. Al contrario que mis padres -y otros muchos como ellos-, yo pude formarme cuanto quise, y elegir en qué -incluso pude cambiar cuando deseé hacerlo-. No tuve que empezar a trabajar en la adolescencia para alimentar a la familia. No he tenido que aferrarme a lo primero que salía. Los empleos de ayudante, camarero y mozo de almacén quedaron atrás como una forma de sacar algo de dinero en verano, y nada más.

Mi padre ha sido camarero toda su vida. Mi madre entró en el banco porque, en su momento, era un empleo con un buen sueldo y un horario estupendo. Ninguno de los dos disfruta de su ocupación. Curiosamente, ambos tienen hermanos que, aunque compartían sus circunstancias, tomaron caminos distintos. El hermano de mi madre se pagó a sí mismo la universidad y montó su propio negocio, al que es poco menos que adicto. Por su parte, el hermano de mi padre renunció a los vinitos después de picar piedra en la cantera para estudiar ciencias de la salud. Desde hace años trabaja en un autobús de donación de sangre, y está encantado. Veo a mis padres y veo a mis tíos, y me pregunto cuánto habrá influido el trabajo en la diferencia de satisfacción vital que manifiestan.

Esta semana nos ha dejado un compañero que entró en la empresa porque no encontraba nada de la disciplina en la que se había licenciado. Tras un año aguantando de mala manera su vaso se colmó y empezó a buscar de nuevo. Finalmente, ha encontrado un puesto en lo que realmente le interesa. Mucho mejor así. Como dice Ken Robinson «encontrar tu pasión lo cambia todo».

domingo, 18 de septiembre de 2011

Costumbrismo

Luis Piedrahita interpretó un fantástico monólogo sobre los juguetes de playa en el que se refiere a las madres como seres todopoderosos definidos por sus frases características. Una de tales frases -no mencionada en el monólogo- incluso tiene su calco en el idioma inglés. Dicha frase era el argumento definitivo con el que la autora de nuestros días quería hacernos reflexionar y evitar un comportamiento borreguil. Podía usarla con múltiples fines: afear nuestra conducta, prohibirnos una fiesta, o negarnos la compra de algún objeto codiciado. Hablo de ese «meme» en forma de pregunta retórica, ejemplo de reducción al absurdo, que nuestras progenitoras formulaban tal que así:
«Y si todos tus amigos se tiran por un puente ¿tú también te tiras?»
Había montones de respuestas posibles, ninguna de las cuales conseguía hacer cambiar de opinión a mamá -era, pues, el momento de probar con papá-.

Existen buenas razones que justifican el «donde fueres, haz lo que vieres». Gracias a los comportamientos imitativos y automáticos podemos desenvolvernos necesitando menos energía psíquica, y tomar decisiones rápidas. También puede ayudarnos a integrarnos en el grupo, sacar partido del conocimiento acumulado y la experiencia del mismo o, si algo sale mal, evitar que te linchen, al haber hecho lo que cualquiera habría hecho en tu lugar.

Si bien lo más probable es que en la mente de nuestras madres solo estuviera presente el protegernos o el poder ahorrarse unos duros en esas cosas «que todos mis amigos tienen», lo cierto es que su pregunta pone de relieve el peligro de actuar acríticamente.  A lo largo de la vida acumulamos modos de acción que tienen un coste asociado en forma de límites aprendidos. Límites, además, de los que muchas veces ni siquiera somos conscientes. Hay una fábula al respecto:
«Un día una mujer iba a cocinar un trozo de carne. Antes de ponerlo en la cazuela, cortó una pequeña rodaja. Cuando se le preguntó por qué lo hizo, se detuvo, se sintió un poco turbada y dijo que lo hacía porque su madre siempre había hecho lo mismo cuando cocinaba un trozo de carne. Ella misma sintió curiosidad, así que telefoneó a su madre para preguntarle por qué siempre cortaba una rodaja de la carne antes de cocinarla. La respuesta de la madre fue la misma: "porque así lo hacía mi madre". Por último, para obtener una respuesta más útil, le hizo la misma pregunta a su abuela. Sin dudar, su abuela le respondió: "Porque es la única manera de que quepa en mi cazuela"».
Somos libres de aceptar o rechazar las tradiciones y costumbres que heredamos de nuestros mayores, los procedimientos en el trabajo cuya única justificación es que «siempre se ha hecho así», o la forma en que resolvemos nuestros problemas personales y tomamos nuestras decisiones. Para no vernos arrastrados por la marea de la costumbre podemos estar atentos, tomar conciencia y preguntarnos a menudo «¿es esto necesario?», «¿realmente necesito esto?» o «¿tiene esto que ser de esta forma?». Si todos los caminos llevan a Roma es posible que la autopista represente la peor elección, ya que, al ser la primera opción de todo el mundo, siempre está atascada.

Para mí, este proceso es la semilla de la que brotaron cosas como el fin de la segregación racial o el voto femenino. Alguien se pregunta «¿por qué tiene esto que ser así?», y da comienzo una reacción que cambia el mundo.

Al actuar de esta manera quizá encontremos ocasiones en las que habremos de ir en contra del grupo. Eso puede requerir de nosotros cierta dosis de un tipo de heroísmo poco valorado y no muy común: algunos experimentos psicológicos revelan que somos propensos a someternos al grupo.

Esta semana he visto en la televisión a una señora ladrando que iban a continuar alanceando toros en su pueblo porque es la tradición, y nadie se la va a quitar. Que algo se haya venido haciendo toda la vida no es razón suficiente para seguir haciéndolo, ni justifica el que se esté haciendo ahora mismo. Porque ¿y si la tradición fuera que todos se tiraran desde un puente?

domingo, 11 de septiembre de 2011

Palos y zanahorias

Durante una de sus sesiones de zapping, mi hermana acabó viendo un documental sobre tráfico rodado que emitían en La 2. Hablaron principalmente sobre los atascos y sus posibles soluciones. Entre las propuestas que se barajaban estaba el pago por kilómetro, según el cual cada conductor pagaría una cuota en función de la distancia recorrida, disuadiendo de este modo a la gente de usar el coche. La cara de mi hermana era un poema: «sí, hombre, voy a pagar yo por conducir. Ya pago la gasolina». Cuando le indiqué que ni con eso ni con el impuesto de circulación se acerca siquiera a compensar las externalidades negativas que su conducción genera respondió: «pues que me paguen un coche eléctrico». Mientras discutíamos, el documental siguió adelante, dando paso a otra alternativa. En lugar de cobrar, se sugería pagar a los conductores por usar rutas alternativas menos congestionadas. Tiempo le faltó a mi querida hermana para declararse fan de dicha opción.

Foto de Carly & Art
¿Cómo hacer que los conductores dejen el coche en casa? ¿Cómo conseguir que los empleados no vagueen? ¿De qué manera puede lograrse que se respeten las leyes?

Mi tata, que además de conductora es profesora de educación infantil, me dice que a los niños hay que premiarlos cuando se portan bien y castigarlos cuando hacen algo mal, ya que el condicionamiento es lo único que entienden. Así que por un lado están las zanahorias para quienes se esfuerzan y son cumplidores y, por otro, los palos para aquellos que haraganean y no cumplen las normas.

Esas dos opciones parecen funcionar igual de bien con los adultos. Sin embargo, en este caso la equivalencia entre mal comportamiento y palo, y entre buen comportamiento y zanahoria, no está tan definida. Como escribió Mark Buchanan:
La economía tradicional sostiene que el rendimiento de los empleados se mejora mediante la imposición de sanciones. Pero nuestro sentido de la justicia puede dar algunas sorpresas. En unos experimentos, por ejemplo, Ernst Fehr y sus compañeros han descubierto que la aplicación de sanciones puede llevar algunas veces al decrecimiento de los esfuerzos de los trabajadores, en la medida en que lo que hacen es reaccionar a un trato que consideran injusto. Es una lección aprendida hace mucho tiempo por los adiestradores de animales -que las recompensas son más útiles que los castigos-. Eso no quiere decir que los castigos sean inútiles. En algunos casos, al parecer, pueden ser beneficiosos, pero sobre todo si no tienen que ser aplicados. Con más experimentos, Fehr y sus compañeros descubrieron que los empleados responden mejor cuando las sanciones on posibles en principio -especificadas en un contrato, por ejemplo-, pero la dirección nunca o raramente las usa. Los trabajadores ven el desuso de las posibles sanciones como una conducta cooperativa y responden a la gratitud incrementando sus esfuerzos, más incluso que en ausencia de cualquier sanción hipotética.
Economistas como Steven Levitt y Stephen Dubner tienen claro que no hay nada como los premios:
Las gente no es «buena» ni «mala». Las personas son personas y responden a incentivos. Casi siempre pueden ser manipuladas -para bien o para mal- si se encuentran las palancas adecuadas.
Eso significa pagar a los malos estudiantes para que mejoren sus notas. O pagar a la gente para que recicle o reduzca sus emisiones de dióxido de carbono. O, como en la película Malditos Bastardos de Tarantino, dar a un criminal casa, dinero y seguridad para poder cazar al pez gordo. Quizá deberíamos cobrar todos un sueldo de «buen ciudadano» y que, en lugar de ir a la cárcel, simplemente nos retiraran los emolumentos al infringir la ley. Pero es que a veces ni el dinero funciona.

A mi juicio, hacer lo correcto -lo que para mí incluye buscar la perfección- es nuestra obligación. Dadas las capacidades de raciocinio de las personas, creo que nuestro comportamiento no debería guiarse por palos y zanahorias. Si bien somos animales, no somos burros -aunque eso sea algo que suele quedarse en el campo de la teoría-.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Animalia

El conejito de la foto se llama Gus y tiene menos de un año. Le encanta que le rasquen detrás de las orejas, roer todos los cables que encuentre y brincar por el largo pasillo de la casa en la que vive. Tiene unos preciosos ojos azabache, un pelaje suave, y ese gesto encantador que hacen los conejos con el hocico cuando husmean. Es, como dice su dueña, «una cucada».

Cuando le enseñé esta foto a mi hermana, me dijo «¿Un conejo como mascota? Los conejos son para comérselos». No es la única que ha reaccionado así; son varios los que bromean con cocinar al pobre bicho al ajillo.

En sociedades occidentales de tradición cristiana creces con la cantinela de que Dios puso a todos los animales al servicio del hombre; que somos la cúspide de la pirámide alimentaria, el más avanzado de los seres vivos. Porque Dios así lo quiso, el hombre tiene derecho a usar al resto de seres vivos en su beneficio como mejor le convenga (alimento, abrigo, adornos). Pero ni la religión -una creencia- ni la tradición -inercia cultural- son razones válidas para criar animales en cautividad, explotarlos en granjas o torturarles y darles muerte en ese infame espectáculo que son las corridas de toros.

¿Por qué está mal matar y torturar a las personas pero no a los animales? Recordemos que los miembros de la especie Homo sapiens también somos animales. ¿Acaso hay algo que nos haga diferente y nos dé permiso para someter al resto de especies? Dejo como ejercicio al lector encontrar dichas diferencias, si las hay. En su diálogo interno tenga siempre en cuenta estos tres casos: un bebé, una persona que se ha quedado en coma, y otra nacida anencéfala. Descubrirá que no es tan fácil mantener al género humano en el pedestal. Por ejemplo, la racionalidad suele ser una de las primeras razones aducidas, pero un bebé no es racional. ¿Significa eso que podemos comérnoslo? Alguien nacido anencéfalo nunca llegará a serlo, ni siquiera logrará tener conciencia. ¿Preparamos la parrilla?
Cuidado también con la falacia naturalista. Puede que en estado salvaje el grande o el listo se coma al pequeño o al tonto, pero ni las vacunas ni el ordenador con el que escribo esto no nacen de una mata. La marca a partir de la cual empezamos a ir contra la naturaleza no debería situarse arbitrariamente según nos convenga.
Como último punto a tener en cuenta, respecto a la salud, es cierto que la grasa y la proteína de los animales hicieron posible el desarrollo del cerebro humano, que proporcionalmente necesita muchas calorías para funcionar. Pero ahora que el alimento nos sobra -otra cosa es que esté mal repartido- parece posible vivir perfectamente sin recurrir a alimentos de origen animal.

La igual consideración de todos los animales tiene grandes implicaciones. No se debería matar animales para comer, pero tampoco se podrían explotar para obtener leche o huevos (¿quién estaría a favor de ordeñar a mujeres para tener algo en que mojar las madalenas?). Tampoco deberían utilizarse para hacer ropa o adornos, ni privarles de su libertad encerrándolos en un zoo. Incluso el tener a un animal como mascota es discutible. Habría que terminar con todos los experimentos con animales, ya sean para probar champús o para desarrollar fármacos. Lo cual me parece totalmente lógico: si las medicinas son para los Homo sapiens ¿con qué derecho maltratamos a otras especies, que ni siquiera se beneficiarán del resultado? Claro que usar a personas para experimentos también está mal, y plantea un montón de problemas. La ética es peliaguda.

Dicho todo lo anterior, se podría considerar nuestra obligación moral seguir los pasos de Lisa Simpson en el episodio 3F03, ir incluso más allá, y abrazar el veganismo ético. Claro que llevar ese comportamiento hasta sus últimas consecuencias exige una clase de heroísmo moral del que muy pocos -si es que hay alguien- serían capaces, máxime teniendo en cuenta cómo está montado el mundo ahora mismo. Habría que renunciar a muchísimas cosas, algunas de las cuales -como el desarrollo de fármacos o técnicas quirúrgicas- son sumamente importantes para nuestra supervivencia. A ver quién es el majo que se niega a matar a un cerdo para transplantar la válvula cardíaca del susodicho a su ser más querido. Como he dicho antes, la ética es peliaguda.

domingo, 28 de agosto de 2011

El verdadero Superhombre

Quien más, quien menos, la gente parece tener una vaga idea del concepto de superhombre de Nietzsche. El filósofo prusiano postuló dicha figura como objetivo de la humanidad, como evolución del hombre:
Foto de Jon Rawlinson
"Y Zaratustra habló así al pueblo:
«Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?
Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de ellos mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de esta gran marea y retroceder al animal en lugar de superar el hombre?
¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y precisamente eso debe ser el hombre para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa.
Habéis seguido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre y aún en vosotros hay muchas cosas que continúan siendo gusano. Antaño fuisteis monos y aún ahora el hombre es más mono que cualquier mono.
Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser escindido, un híbrido medio planta, medio fantasma. Pero, ¿os mando yo que os convirtáis en fantasmas o plantas?
¡Mirad, yo os predico el superhombre!»"
Nietzsche, que vivió entre los años 1844 y 1900, si bien anticipó la llegada de esta figura, no llegó a verla en persona. Pero ahora, en el siglo XXI, y ya desde el siglo XX, en los países desarrollados uno puede encontrar multitud de ejemplares de esta nueva especie. En contra de lo que pensaba Friedrich, no se ha llegado a él por vía biológica, sino mecánica. ¿Quién iba a pensar que la humanidad llegaría a construir una máquina capaz de convertir a cualquier hombre normal en un superhombre?

En su encarnación actual, el superhombre al que me refiero es omnisciente, clarividente e infalible, tanto es un sus actos como en sus juicios. También es virtuoso: siempre se sitúa en el término medio. Además sabe ver la excepción que requiere infringir la norma general, y tiene la potestad de impartir justicia, castigando o recompensando a los que le rodean según crea conveniente.

La máquina capaz de transformar a un hombre irrisorio en un superhombre tiene asiento, pedales, volante y cuatro ruedas. Como el sagaz lector habrá adivinado, me estoy refiriendo al coche. Y, con superhombre, me estoy refiriendo al amigo conductor.

Todo conductor sabe que sus capacidades de pilotaje están por encima de la media. Los errores solo los cometen los demás (lo cual plantea una paradoja, ya que los demás también son conductores, pero es mejor no pensar en eso). Él no necesita estudiar física para saber cuál es la velocidad idónea en cualquier trazado, sea cual sea la circunstancia (lluvia, nieve, baches, etc.).

Ese conocimiento intuitivo de la física hace consciente al conductor de la relatividad del tiempo. Cuanto más rápido vaya, más lento correrá el segundero. Mientras el hombre común puede permitirse perder horas y horas delante de la tele o actualizando su estado en Facebook en su lugar de trabajo, el superhombre sabe lo valioso que es su tiempo. No dudará en afear la conducta de todo aquel que ose retrasarle mínimamente en su desplazamiento.

El conductor sabe que su mente domina la materia. Con solo mirar fijamente un semáforo en color ámbar, éste se mantendrá en ese estado más tiempo del que tiene programado. Cuando el conductor decide que los peatones han tenido tiempo de sobra para cruzar la carretera, engranará la primera marcha y avanzará lentamente sobre el paso de cebra, obligando al semáforo a ponerse en verde. En raras ocasiones el superhombre acabará con su coche en mitad del cebreado y el semáforo aún con la luz roja encendida. Sin duda, eso es debido al pobre mantenimiento que hace el ayuntamiento de la señalización lumínica. Que ya les vale, con lo que ganan gracias a las multas.

El reglamento de tráfico es un ejemplo de planificación de arriba abajo fallida, y el superhombre lo sabe. Redactado por simples hombres, este código no se ajusta a éste ser superior. Por tanto, debe ser continuamente superado. Las líneas continuas no deben impedir un cambio de carril (si fuera tan importante impedirlo habrían puesto una mediana ¿no?). Las señales de límite de velocidad son vestigios de un periodo en el que los coches no tenían airbag ni ABS (el hombre común no entiende que dichos dispositivos anulan las leyes de la física).

Tamaño poder conlleva una pesada carga. El superhombre sabe que siempre lleva a cabo la maniobra correcta, pero se encuentra en sus trayectos con estúpidos humanos que osan poner en duda sus acciones, manifestándo su disensión mediante el claxon. Es muy estresante para el superhombre desplazarse entre un atajo de idiotas que se revuelven y te afean la conducta, inconscientes de su propia ignorancia y de con quién están tratando.

Pero algún día, todos esos imbéciles desaparecerán; el superhombre se encargará de ello, bien atropellándolos, bien estrellándose contra sus vehículos. Porque todo conductor sabe que la carretera está llena de descerebrados, y que la única forma de lograr una auténtica seguridad vial es deshacerse de eso llamado la gente.

domingo, 21 de agosto de 2011

¿Cómo sabemos que sabemos lo que sabemos?

A principios de año la ETB estrenó Escépticos, un programa de divulgación «que busca desmontar las grandes falacias acientíficas más populares en la sociedad». El primer episodio trató sobre el escepticismo acerca de la llegada del hombre a la luna en 1969.

En un pasaje del programa, el presentador Luis Alfonso Gámez acude a la facultad de Ciencia y Tecnología de la Universidad del País Vasco. Ninguno de los alumnos de la clase en la que entra pondría la mano en el fuego por que el hombre llegó a la luna. Una de las estudiantes dice:
«No podemos saberlo, o sea,  se supone que somos científicos, no..., o sea, no podemos hacer elucubraciones de la nada ¿no? Digo yo. O sea, me lo puedo creer o no me lo puedo creer, pero no puedo decir "vale, me lo creo" y no tener ninguna base ¿no?»
Después tiene lugar este diálogo entre el periodista y otro alumno incrédulo:
«- Yo si no voy ahí y no cojo una piedra yo mismo yo no les voy a creer.
- O sea que tú no crees en nada en lo que no hayas estado tú directamente implicado. Nueva York no existe.
- Sí existe.
- ¿Pero tú has estado en Nueva York?
- ¿Eh?
- ¿Has estado en Nueva York?
- No.
- ¿Entonces por qué dices que existe?
- Pues porque lo he visto en mapas, porque está contrastado, y todas esas cosas.»
Tras ver el programa anduve días preguntándome cómo sabemos que sabemos, si podemos saber realmente algo, etc. Mi único contacto con la epistemología fue en la asignatura de filosofía del instituto, en la que se me quedó como definición de saber aquello para lo que hay pruebas subjetivas y objetivas a favor. Pero esa vaga definición no parecía implicar que yo sabía que Nueva York existe. Las pruebas supuestamente objetivas como mapas, etc. podrían estar manipuladas. ¿Qué seguridad puedo tener de que los mapas son correctos, de que no es una gran conspiración global? Si no he visto ninguna roca lunar ¿cómo puedo saber realmente que el hombre estuvo allí? Aunque la viera ¿sabría reconocerla? ¿Podría estar seguro de que no me están dando gato por liebre? El hecho de verla y tocarla ¿implica conocimiento? ¿Acaso no puede uno «ver» cosas que no suceden realmente, como cuando mi amigo el mago hace aparecer y desaparecer cosas delante de las narices de seis personas?

Resulta que ocho meses después he encontrado algunas respuestas, algunas de las cuales yo mismo tuve y había olvidado. Entre los papeles viejos que revolví la semana pasada durante una limpieza hallé una disertación escrita por mí sobre para la clase de filosofía de bachillerato. En ella trataba precisamente esas dudas que había suscitado en mí el documental. Téngase en cuenta que en aquel momento tenía 16 años, así que el estilo no es muy bueno (tampoco es que haya mejorado mucho con el tiempo, vaya):
«"El saber no ocupa lugar", suele decirse, Esto es cierto si atendemos a la definición del saber. El saber es una creencia verrdadera y justificada o, lo que es lo mismo, es una opinión fundamentada tanto subjetiva como objetivamente. El intermedio entre el sabio, que ya posee el saber (si es que esto es posible), y por eso no lo busca; y el ignorante, que carece de saber hasta tal punto que ni siquiera lo echa de menos, es el filósofo. Éste aspira a saber, porque se percata de su ignorancia. Para lograr el saber, el filósofo puede servirse de varios métodos (empírico, racional, empírico-racional, trascendental, analítico-lingüístico o hermenéutico). Pero en un sentido general del término, ¿podemos llegar a saber? Si no, ¿qué es realmente saber? 
Parece evidente que se puede llegara a saber. Sin embargo, podría pensarse lo contrario. Esto puede ocurrir si se identifica al saber con el conocimiento. En este caso, desde una postura escéptica que considera imposible obtener conocimientos fiables, la respuesta sería no. De este modo cabría preguntarse ahora qué es realmente el saber. Podría identificarse con realidad, a la cual no es posible llegar en tanto en cuanto no está claramente definida.
Éste planteamiento no es del todo sólido. Ello es debido a que conocer, en filosofía, es la actividad que tiene lugar cuando un sujeto aprehende un objeto sirviéndose de determinados medios. Ateniéndonos a esto, el saber no puede identificarse con el conocimiento, porque el saber no es un objeto. Y, completando la primera definición dada, el saber algo es poder dar razón de ello, está asociado a la demostración y lo demostrado no puede ser falso.»
Quien quiera comprobar que el hombre llegó realmente a la luna puede replicar los pasos que Leonard, Sheldon y compañía llevaron a cabo en el capítulo S03E23 de la serie The Big Bang Theory. Todo lo que hay que hacer es apuntar un láser suficientemente potente a los reflectores que dejaron en la superficie del satélite los miembros de la tripulación del Apollo XI, y recoger el haz rebotado de vuelta. Como diría el presentador de Bricomanía: «fácil, fácil».

sábado, 13 de agosto de 2011

Robin Hood



De la historia de Robin Hood solo se me ha quedado que robaba a los ricos para dárselo a los pobres (eso, y que era un as con el arco y las flechas). Ahora que el dinero parece escasear en todo el mundo por culpa de los bancos, el personal parece estar menos dispuesto a dejar que algunos ganen cantidades indecentes de dinero, más aún cuando la actividad que genera esas ganancias son cosas como «especular», «darle patadas a un balón» o «ser hijos de fulano de tal». De esa quemazón han surgido campañas como la del impuesto Robin Hood, a la que pertenece el vídeo que encabeza este artículo.

Aunque partiéramos de una situación de equidad financiera, a lo largo del tiempo, y solo por azar, la distribución de la riqueza acabará siendo irregular. Añádanse las decisiones individuales (hay quien prefiere ahorrar para el futuro y quien prefiere gastar viviendo el presente) y se obtendrá un mundo con pobres y ricos.

Es injusto que haya personas que mueren de hambre mientras otros tienen cuatro o cinco casas solo para sus vacaciones pero, la solución al problema, ¿no debería ser justa también? He aquí el meollo de la cuestión ¿es justo quitarle a los ricos para darle a los pobres?

Quizá sea una pregunta estúpida. «¿Cómo no va a ser justo? El que más tiene, que reparta con el que no tiene». Sin embargo, la redistribución de la renta por medio de impuestos  es más difícil de justificar de lo que parece. Una discusión muy recomendable al respecto es la de Michael Sandel en su libro Justicia:
«Robar al rico para dárselo a los pobres siguen siendo robar, lo haga Robin Hood o el Estado.
Piénsese en esta analogía: que un paciente en diálisis necesite uno de mis riñones más que yo (en el supuesto de que yo tenga dos riñones sanos) no significa que tenga derecho a quedarse con él. Tampoco puede el Estado quitarme uno de mis riñones para ayudar al paciente en diálisis, por urgente y acuciante que sea su necesidad. ¿Por qué no? Porque es mío. Las necesidades no pueden con mi derecho fundamental a hacer lo que quiera con lo mío»
(Puede parecer que no es lo mismo quitarle a alguien un riñón que unos miles de euros -uno no puede ganar riñones-, pero la idea básica es similar: despojarte de algo que actualmente te «sobra» para dárselo a alguien que lo necesita de forma acuciante. )

La última frase del texto citado trae a colación otro asunto que afecta a estas medidas: la propiedad privada. Si alguien gana su dinero legítimamente ¿tiene derecho el Estado a quitarle una parte? ¿Supone el origen del dinero (suerte frente a trabajo) alguna diferencia? ¿Es justo que, dado que los «no ricos» son mayoría, pueda imponerse democráticamente una regla para gravar a la minoría adinerada? ¿No plantea esta «dictadura de la mayoría» sus propios problemas?

Tengo la impresión de que esa cultura de «lo mío» está bastante arraigada en sociedades anglosajonas y europeas desarrolladas. Tenemos ejércitos profesionales porque pensamos que el Estado no puede obligarnos a arriesgar nuestras vidas. Hay mujeres que quieren poder abortar legalmente porque sienten que tienen todo el derecho sobre su cuerpo. En EEUU disparan a quien entre en la casa de uno sin estar invitado. En las discusiones del café se recalca que «uno puede hacer lo que quiera mientras no moleste a los demás». En palabras de Hobbes: «consideramos a los hombres como si hubieran surgido súbitamente de la tierra (como hongos), y se hubieran hecho adultos sin ninguna obligación de unos con otros».

Puede que ese individualismo no esté alejando de la solución correcta al problema de la desigualdad económica: los ricos deberían, porque así lo decidan ellos, ayudar a los pobres. El hecho de que no lo hagan ¿justifica que el Estado les obligue? Quizá haya situaciones en las que debamos aceptar un Estado paternalista. Tal vez el gobierno sí deba obligarnos a compartir nuestros juguetes con los demás niños.

domingo, 31 de julio de 2011

Grandes argumentos de ayer y hoy

  • Lo he visto en la tele.
  • Lo he oído en la radio.
  • Ha salido en el periódico.
  • Lo he leído en mi horóscopo.
  • Lo dice la Biblia.
  • Lo dice un estudio.
  • Lo he visto en internet.
  • Mi abuela lo hizo toda la vida y vivió más de noventa años.
  • Es light.
  • Lo que no mata, engorda.
  • ¿Has visto alguna vez un funeral de un chino?
  • A mí me vale.
  • A mí no me vale.
  • Cuando el río suena, agua lleva.
  • A mi amigo le pasó.
  • A mí nunca me ha pasado.
  • Es todo natural.
  • Es antinatural.
  • Si no lo haces tú, lo hará otro.
  • Te lo digo yo.
  • «Las mujeres tenemos una hormona que está en menor cantidad»
  • Estaba borracho.
  • Es nuevo.
  • Yo es que soy de letras.
  • Yo es que soy de ciencias.
  • Esto es como todo.
  • De algo hay que morir.
  • Cualquier día te puede atropellar un camión.
  • ¡Buah!

domingo, 24 de julio de 2011

La mala suerte

Hace unos días me tragué unos cuantos vídeos seguidos de Gomaespuminglish para preparar un futuro viaje a Dublín. Una de las lecciones estudiada fue la siguiente:

«Aprendemos las siguientes palabras:
Suerte se dice "luck".
Quemar se dice "to burn". 
¡¡Qué mala suerte!! ¡¡Burn the luck!!
Quema = Burn 
la = the 
suerte = luck
¡Qué mala suerte!! = ¡¡Burn the luck!!»
Conozco algunas personas cuya suerte está más que quemada. Más bien solo quedan cenizas. Una de esas personas fue paciente mía hace algunos años. La mujer en cuestión se llamaba Felicidad, y desde luego no hacía honor al nombre. Frisaría los ochenta años por aquel entonces, era viuda y sus hijos se habían marchado, así que no los veía. En los últimos años le habían quitado un riñón, el apéndice y una parte del hígado. Yo la estaba tratando de su segunda operación de rodilla (la primera fue en la rodilla de la otra pierna). Recuerdo a aquella mujer vestida de negro de los pies a la cabeza, tumbada en la camilla, llorando en silencio y cogiéndome de la mano mientras le supervisaba el TENS. Me quedé un rato sin decir nada, sosteniendo su mano con esa marchita piel que parecía papel. Aquella mujer me daba mucha pena.

Ahora mismo sé de cuatro personas concretamente que, en total, suman dos cánceres, cuatro abortos, tres ingresos hospitalarios por enfermedades graves, ocho millones de pesetas perdidos en una especie de estafa, una casa que nunca llegó a construirse, e incontables cicatrices por procedimientos médicos mal ejecutados. Todas ellas podrían describirse como «buenas personas». Dudo que nadie que las conozca crea que merecen tal castigo.

Pero ahí están, continuamente castigadas. Poco pueden hacer. Solo por azar, algunos viven una vida mejor que otra. Por ejemplo, he aquí cinco filas de cinco columnas de números aleatorios. Cada fila representa una persona, y cada columna un evento en su vida, significando 0 el suceso más triste posible, y 9 el evento más feliz y agraciado posible:


3 2 3 7 5
2 2 3 1 3
2 6 7 0 3
0 8 7 2 6
1 1 2 2 6


Las personas representadas por la segunda y quinta columna podrían corresponder a alguna de las mencionadas anteriormente. Y la causa es únicamente la mala suerte. (Hay que decir que, en la vida real, las probabilidades de los sucesos no siempre son independientes. Si alguien padece una enfermedad grave que necesita muchas pruebas invasivas o un tratamiento duro, es más probable que algo salga mal y entre en una espiral de intervenciones para enmendar el error cometido).

Ante casos como estos a menudo oigo «no es justo». Creo que eso es como decir que un perro «es malo»; simplemente, no es aplicable (a no ser, supongo, que se crea en un algún tipo de deidad o karma). En palabras de Sartre «la justicia es un asunto del hombre». Accidentes y catástrofes, pero también cosas buenas como la lotería, se distribuyen según ciertos patrones que nada tienen que ver con el concepto humano de justicia.

A estas horas, una de las personas a las que me he referido está de vacaciones en una bella isla, disfrutando por fin de un chapuzón veraniego acompañada de sus amigas. Quien le ha regalado tal viaje me dijo «se lo merece». Antes pensaba que eso tampoco tenía sentido. ¿Por superar un duro revés aleatorio mereces un premio? Solo recientemente he descubierto que sí que lo tiene, que realmente se lo merece. Porque, a mi juicio, los grandes regalos (materiales e inmateriales), los cuidados esmerados y el amor en todas sus formas son lo que tenemos los humanos para compensar esos terribles dolores debidos únicamente al infortunio. Es una de nuestras formas de hacer justicia.

sábado, 9 de julio de 2011

Loterías y apuestas del Estado

Esta semana ha llegado a mis oídos, repetido por distintas vías, que ayer se sorteaba el mayor bote acumulado hasta ahora de la lotería Euromillones. No hubo ningún acertante, así que el bote se mantiene:
Foto de Robert S. Donovan 

«En el sorteo de Euromillones de hoy no hubo ningún acertante de Primera categoría, se mantiene el Premio de 185 Millones de euros para el próximo martes 12 de Julio. Los acertantes de segunda categoría han sido premiados con algo más de 4,5 millones de euros»

Tanto dinero para alguien de a pie ¿es un regalo o una maldición? El debate al respecto se está repitiendo en la inefable página forocoches.  Si alguno de mis lectores resulta agraciado quizá debería tener en cuenta el consejo que dio Tim Harford en su columna a un ganador:
«No te preocupes por los amigos. Aunque las cosas no salgan bien, con cien millones de euros en el banco no tendrás problemas para hacer nuevas amistades. Pero haces bien en preocuparte de cómo administrar tus ganancias correctamente.
Si fueras un agente económico racional, instantáneamente optimizarías tus modelos adquisitivos para dar cuenta del enorme aumento de tu límite presupuestario. Evidentemente no lo eres, o ciertamente no habrías gastado dinero en un boleto de lotería, el cual te dio una pequeña oportunidad de ganar un premio que ahora dices que no quieres.
[...] debes adquirir experiencia. Te recomiendo que metas el dinero en un fondo fiduciario con normas vinculantes sobre cuándo puedes retirarlo. El primer año permítete cincuenta y cinco mil euros; con ello solucionarás las preocupaciones monetarias inmediatas y te podrás dar, a ti y a esos queridos amigos tuyos, algún que otro capricho. Después de esta práctica, permítete cien mil euros el segundo año y doscientos mil el tercero. En once años habrás retirado todo el dinero y habrás tenido suficiente tiempo para pensar cómo emplearlo de la mejor manera. Tendrás amigos nuevos y más ricos e incluso puede que hayas conservado alguno de los antiguos»
A veces yo también me pregunto qué haría con tanto dinero. ¿Vivir una vida lujosa?  ¿No parece estar mal quedárselo todo para uno mismo? ¿Entre quién repartir? ¿Dejárselo a tu prole? ¿Repartir solo entre miembros de la familia?  ¿Entre familia y amigos? ¿Hasta qué grado de cosanguinidad o amistad? ¿No habría que donar al menos una parte? ¿A qué? ¿ONG, proyectos de investigación...?

Si bien me imagino cómo lidiar con semejante liquidez, lo cierto es que nunca juego a ningún tipo de lotería. La probabilidad de ganar es demasiado pequeña. Puedo oír, según escribo esto, las vocecillas de mis compañeros cuando les digo que no llevo lotería de Navidad de la empresa. «¿Y si nos toca?» «Pues me alegraré mucho por vosotros», les contesto. Ya nos invitaréis a algo a los pobres (¡ay!, el «y si», que nos come la vida).

Por otro lado, la probabilidad de desarrollar cáncer es de más del 40%, con más de un 20% de posibilidad de morir. Igual sale más a cuenta comprar frutas y verduras en lugar de décimos de lotería.

A veces pienso en las loterías nacionales como en una especie de impuesto sobre la ignorancia matemática. Tengo la impresión de que quien lo más acaba pagando es, precisamente, la gente que más necesita ahorrarse el dinero: gente que trabaja mucho, gana poco, y no tiene suficiente educación. ¿Es lícito que el Estado se aproveche de esos habitantes para recaudar dinero?
«Enganchados como están a ese dinero [de las loterías], los estados no tienen más remedio que seguir bombardeando a sus ciudadanos --sobre todo, a los más vulnerables-- con un mensaje que contradice la ética del trabajo, del sacrificio y de la responsabilidad moral sobre la que se sustenta la vida democrática. Esta corrupción cívica es el daño más grave que producen las loterías. Degradan la esfera pública situando al gobierno en el papel de proveedor de una educación cívica perversa. Para mantener ese flujo de dinero, un buen número de gobiernos estatales de Estados Unidos se ven obligados actualmente a emplear su autoridad en influencia no para cultivar la virtud cívica, sino para vender falsas esperanzas, y deben convencer a sus ciudadanos de que, con un poco de suerte, pueden escapar del mundo de trabajo al que solo el infortunio les ha condenado.»
No obstante, comprar un boleto es también una forma de comprar ilusión. Uno se imagina en la playa, disfrutando de unas largas vacaciones, relajado, con la vida resuelta... Puede que no suponga un problema mientras uno no se gaste en estos juegos más de lo que su economía le permite. Además, el Estado tendría que buscar otra manera de ganar el dinero que saca ahora de los sorteos. En cierto modo, los que no jugamos tenemos carreteras y colegios más baratos gracias a la «financiación» proporcionada por los ilusos.

Viendo las probabilidades, la ganancia esperada en cada sorteo de Euromillones para un apostante es de -2.29 euros aproximadamente. Intuitivamente, esa cantidad semanal no parece precisamente una sangría económica, teniendo en cuenta además lo jugoso del premio. Pensándolo bien, tal vez debería jugar. ¿Y si me toca?

viernes, 1 de julio de 2011

Gestionando Humanos

La gestión de personas, y en mi caso de varios amigos, siempre es un tema controvertido y de amplia discusión. Después de un par de años ejerciendo de "Manager de Humanos" mi amigo Silvio Broca me pidió que escribiera unas líneas sobre mi experiencia personal y la visión que tengo del tema.

He de decir que para mí la forma de afrontar esto es "Las personas están por encima de todo", y a partir de ahí hay varias acciones fundamentales para al menos, desde mi punto de vista, intentar gestionar un equipo humano y no morir en el intento:

1) Máxima: "Las personas están por encima de todo".
Habitualmente se busca el equilibrio entre Negocio y Personas pero esto no es siempre posible. A veces las necesidades de las empresas y de los proyectos tienden a minimizar el valor de las personas en este equilibrio... y el fallo es que sin personas NO HAY NADA. No hay que olvidar que son las personas las que se levantan todos los días a las 06:30 para ir a trabajar y ¡qué menos que disfrutar de un buen ambiente mientras se trabaja, te guste o no lo que haces! No hay cliente importante, sino una persona importante que tiene hacer una serie de trabajos para un cliente.

2) Empatizar.
No hay nada como ponerse en el lugar de los demás para saber cómo les va a afectar la forma en la que planteas las cosas, cómo se dicen, el tono, el objetivo. Esto no tiene mucho más que explicar, es sencillo pero fundamental.

3) Conocer.
Hay que conocer a la gente, y no sólo la parte profesional sino que también hace falta la parte personal. No todo el mundo puede hacer el mismo trabajo. Incluso el mismo trabajo en diferentes entornos/circunstancias necesita personas diferentes. Los factores de presión, lejanía, afinidad con cliente, entorno tecnológico, etc, son fundamentales para tomar las decisiones de quién tiene que hacer qué.

4) Defender.
Tu gente es tu gente. Aquí hay que hacer como la mafia, si tocas a alguien "de los nuestros" estás muerto. Es mejor dejarlo claro la primera vez que te enfrentas a una situación de este tipo.

V) Ser claro.
No todo son risas y chascarrillos. Hay que saber distinguir los momentos y las situaciones. Ésto es algo que no hace falta explicarlo, todas las personas lo entienden si cumples con el resto de puntos.

6) Sentido Común.
¡Ah! Nuestro gran ausente en la vida real. Parece un topicazo brutal... pero es cierto, es el menos común de los sentidos. No hay que tener miedo a hacer las cosas si están justificadas y son nobles (aunque a veces son más "trabajosas" que hacerlo "porque a mí me sale de los huevos y no hay más que hablar").

7) Buen ambiente Vs Seriedad.
Otra vez volvemos a un tema de equilibrio. Como todo lo que no se pone por escrito es algo que hay que manejar con cierto cuidado. Una vez más si cumples con el equipo el equipo cumple contigo.

8) Comunicación.
Todo se resume en "Nunca está de más". Muchos gestores no comentan las cosas con sus equipos porque han pensado previamente por ellos. Error brutal. Jamás hay que mantener conversaciones con fantasmas y sacar conclusiones de ellas. Hay que preguntar, transmitir, etc, forma parte de la obligación.

Hay otras formas de gestionar a las personas, sí, mucho más fáciles, pero no tan gratificantes desde el punto de vista humano... y la buena noticia es que siempre, como mínimo, se consigue el mismo resultado y casi siempre mucho mejor desde el punto de vista profesional!!!!!!

Sólo me queda decir que, siguiendo estos pasos básicos, puedo afirmar con total certeza que ese trato con las personas te enriquece como ninguna otra situación personal o profesional puede hacerlo. Es como vivir varias vidas en una. Cada vez que te preocupas por una persona y consigues tu objetivo... es como si te toca la lotería, vuelves a casa con una sonrisa en la cara pensando en que TÚ, un simple humano, le has alegrado el día a otra persona. Esta es la mayor satisfacción, al menos para mí.

Sed buenos.

domingo, 26 de junio de 2011

La vida correcta

-Yo no sé como puede haber gente a la que le guste el picante.

Foto de Manish Bansai
Sentados a la sombra en la terraza de un bar, Edelmiro me contaba algunas de las cosas que no le gusta comer, como la cebolla cruda, el vinagre y todo lo que lleve picante. La forma en la que me lo dijo es muy propia de él; es tremendamente radical para sus gustos, creencias y opiniones. Odia con toda su alma, por ejemplo, a todo aquel que a sus ojos sea promiscuo. Esa intransigencia le trae por la calle de la amargura, ya que prácticamente nadie puede responder a sus expectativas, lo que acaba cabreándole. Tras compartir la mañana juntos nos despedimos hasta la próxima.

Aquel mismo día, por la tarde, nos visitó en casa mi primo. Vino acompañado de su prometida y de sus padres a traernos la invitación para su boda, que tendrá lugar en unos meses. Durante la cena que les ofrecimos, mi tío se dirigió varias veces a mi madre para expresarle lo que, a mi entender, parecía orgullo por «haber despachado ya a sus dos hijos» (mi prima lleva varios años casada). Me hacía gracia como mi tío decía haber casado a sus vástagos (como si el hecho hubiera sido cosa suya), y el sentimiento de trabajo cumplido que parecía filtrarse en su tono.

Una de las cosas que tienen en común Edelmiro y mi tío (y algunos psicólogos) es que, para ellos, parece haber una única forma de hacer las cosas: la suya. Dan la impresión de estar convencidos de que su manera de vivir y ver el mundo es la única correcta, y el que no obre como ellos harían está equivocado. No en el sentido moral, sino en un sentido, digamos, «práctico».

Para ambos la vida parece consistir principalmente en casarse, tener hijos, y que esos hijos a su vez se casen y tengan hijos. Todo lo que no sea eso es «incorrecto».

Como solterón y persona a la que siempre han tildado de «rarito» por su modo de vida, esa forma de ser me incomodaba. ¿Acaso no hay varias formas igualmente «correctas» de vivir? ¿Por qué se supone que lo que tengo que hacer a mi edad es salir todos los fines de semana a quedarme sordo en un pub y emborracharme? ¿Por qué me miran mal cuando, en lugar de aprovechar mis vacaciones para «escapar» de la ciudad a la playa, las uso para quedarme en casa haciendo deporte y leyendo? ¿Por qué tengo que traer un hijo a un mundo superpoblado?

Insisto en que no estoy hablando de la vida buena, sino de lo que podría llamarse la vida correcta. Vender droga y violar a niños no es ni bueno ni correcto, pero ser soltero ¿acaso es malo o incorrecto? Puede que haya formas moralmente superiores de gastar nuestro tiempo pero, entre ver la televisión y hacer crucigramas ¿alguna de las dos opciones es más «correcta»?

Una de las cosas que más valoro de mis padres es que no hayan elegido ese camino. En su forma de criarnos eligieron darnos autonomía para que llegáramos por nosotros mismos a un modo «correcto» de vivir (claro que debe de ser más fácil cuando tus hijos no han decidido entregarse a las drogas, ya sean ilegales o sociales; supongo que pueden considerarse afortunados de que las haya salido bien las tres veces). Aún así no es rara la ocasión en la que nos echan a la cara lo de que ellos, a nuestra edad, ya tenían dos hijos, o que empezaron a trabajar de niños o en la adolescencia. Es como si lo que quisieran transmitirnos es que teníamos que habernos casado jóvenes y tener hijos lo antes posible, para malvivir hasta la jubilación de deuda en deuda y a duras penas, trabajando como esclavos. Porque eso es lo que hace la gente.

He dicho antes «me incomodaba», en pasado, porque ya no es así . He comprendido que, simplemente, no tienen razón, que ahí fuera no hay ningún manual sobre la vida donde aparezcan las instrucciones para una práctica mundana «correcta». Y ahora voy a tirarme en la cama a leer, que para eso estoy de vacaciones.

domingo, 19 de junio de 2011

Desperdicio

Foto de Curtis Palmer
Cada día, mire donde mire, no veo más que desperdicio. Desperdicio de vida natural en la propaganda que llega por correo postal, y en el concienzudo envasado de los alimentos. Desperdicio de agua por parte de aquellos que, a estas alturas, aún no cierran el grifo mientras se lavan los dientes. Desperdicio de energía en fútiles alumbrados, o en desplazamientos ridículamente cortos a bordo de todoterrenos. Desperdicio de alimentos en casas y restaurantes.

No todo desperdicio lo es de cosas tangibles. Los parados (supongo que no todos) son un desperdicio de talento. Me pregunto cuántas personas habrá muy buenas en su profesión que no pueden ejercer porque su puesto está ocupado por incompetentes con mejor suerte.

El desperdicio al que más vueltas le doy de un tiempo a esta parte es al de nuestra energía mental, nuestros recursos cognitivos. Cada uno de nosotros tiene una sola vida, de duración finita, y puede elegir (más o menos libremente) a qué dedicar el tiempo libre. Quitando las tareas de mantenimiento (comer, lavarse, etc.) hay quien se dedica al deporte. Otros, a ver la tele. Otros, a la fiesta nocturna.

Personalmente, odio sentir que estoy desperdiciando mi tiempo. A mi entender, nuestro tiempo y nuestra energía mental son nuestros recursos más preciados. Cada minuto que pasa no volverá. ¿Vas a echarlo a perder jugando al Angry Birds?

En las primeras escenas de El hombre sin sombra, se ve cómo el biólogo protagonista descansa un momento mirando hacia el techo, donde tiene un cartel que reza «Deberías estar trabajando». Me pregunto dónde estaríamos de haber seguido su ejemplo y dedicado más tiempo a la ciencia a lo largo de nuestra historia. Quizá ya estaría resuelto el problema los residuos sólidos urbanos. Quizá la hermana de mi amiga hubiera podido curarse sin sufrir meses de quimioterapia.

Como animales sociales, y dada la importancia de los comportamientos individuales agregados ¿no sería mejor dedicar nuestro tiempo libre a algo más grande que nosotros mismos?

domingo, 5 de junio de 2011

Algo se muere en el alma

El 21 de Febrero de 2008 era el primer día en mi nuevo trabajo. Coincidió con una reunión de departamento, en la que pude conocer a todos los que serían mis nuevos compañeros: aquel que se me antojaba parecido a Cristiano Ronaldo, la chica delgaducha y de voz chillona, el que se cambiaba de departamento,  el rubio, los moteros, la gente de las sedes en otras ciudades... Acabada la reunión era momento de entrar en harina. El jefe de aquel entonces miró al personal. «Venga, a ver a quién le toca cargar con el nuevo», pensé. El primer elegido, al que llamaré Mario, hizo un gesto (que aún tengo grabado) como queriendo decir «no puedo», «estoy hasta arriba» o, simplemente «imposible». Así que me asignaron al doble de Cristiano Ronaldo. En mi cabeza no dejaba de rondar aquel monólogo de Tonino: «Cuando eres el nuevo, no le importas a nadie. Si alguien dijera "¿echamos al nuevo y compramos un microondas?" nadie se opondría».

Meses después, Mario se iba de vacaciones de verano a Japón. Resultó que yo compartía con otro compañero con el que había hecho migas, Martín, el gusto por el manga. Martín y Mario eran buenos amigos. El primero le sugirió al segundo que, ya que iba allí, me trajera un número de la Shonen Jump. «Esas cosas»,  dijo Mario, «son solo para gente cercana y amigos».

El pasado 16 de Mayo era lunes. Ocho y pico de la mañana y seis personas del departamento en la oficina. «Vamos a juntarnos un momento en la sala de vídeo», dijo Mario, jefe del departamento desde hacía casi dos años. Justo antes de levantarme, me echó una mirada por encima de las gafas, otro de sus gestos que se me ha quedado grabado. Y entonces me temí lo peor.

Por desgracia, acerté. «Que me voy», anunció. No debe de haber muchos casos en las que un jefe anuncia que se marcha y los empleados lloran (algunos visiblemente, otros por dentro). El mismo Mario tuvo que luchar para contener las lágrimas. Habían sido seis años en la empresa: cuatro como soldado raso, dos como manager de unas veinte personas. Mucho había cambiado en los tres años y tres meses que ambos coincidimos: en el mundo, en nuestra empresa y en mí. Su noticia me inundó de pena.

Mario llegó a ser jefe de departamento casi de casualidad. El anterior ocupante del puesto (aquel que me había contratado) se marchó a los seis meses de mi llegada. El sucesor natural, por antigüedad, hubiera sido Cristiano Ronaldo, pero éste no aceptó las condiciones que se le ofrecían. A mí me parecía que ese puesto iba más con la forma de ser de Mario que con la de CR. Luego he sabido que no era el único que pensaba así. Tras muchos meses de idas y venidas, Mario se hizo finalmente con el cargo.

Inteligencia emocional. La cara de Mario podría ser portada de los dos libros. En contra de lo que parece decir Goleman, este tipo de jerarcas son la excepción, no la regla. Por cada jefe decente hay unos cinco que son incompetentes, impresentables, o ambas cosas a la vez. La marcha de este hombre no es mala solo para los que dependíamos de él; es mala para todos los empleados. Alegre, optimista y apasionado, su fuerte personalidad le permitía enfrentarse a los cargos más altos, director general incluido, para denunciar todo lo que él consideraba que estaba mal, y pedir soluciones. Firme protector de sus subordinados, Pepito Grillo del comité de dirección, colega de los comerciales, azote inmisericorde de los incompetentes... Aquel que venga a sustituirle trabajará de forma distinta, pero nunca podrá hacerlo mejor.

Para nosotros fue (es) amigo antes que jefe. Quedábamos fuera del trabajo para cenar y reír. Pocos podrán emborracharse libremente en una fiesta delante de su superior hasta el punto de enseñarle los genitales, y que todo quede en divertida anécdota.

Puede que cada uno haya recordado últimamente los momentos compartidos con él. En mi caso, nos recuerdo a ambos cambiando una rueda de su coche (¡tardamos una hora!). Y el viernes que me llamó a las ocho de la mañana para que bajara al bar a desayunar con él. Y las conversaciones en su coche camino de casa. Y el trabajo codo con codo para resolver problemas técnicos misteriosos. Y su boda. Y ese maldito proyecto interminable que no ha conseguido cerrar antes de irse. Y las discusiones sobre la falacia de la inducción. Y las veces que, por fastidiar, no quise decirle el título de aquel libro que mencionaba la imposibilidad práctica de la anarquía.

Creo que cuando a alguien le resulta muy duro marcharse estira la despedida todo lo que puede, como intentando retrasar el final al máximo. En este caso ha habido dos fiestas (más otra que está pendiente) y tres cartas de despedida, una de ellas manuscrita y dirigida a cada uno de nosotros. Tengo la mía frente a mí. No quiso que la leyéramos estando él delante. Aún no la he abierto.

No quiero abrirla; no estoy seguro de por qué. Sé que me da las gracias. No ha dejado de dárnoslas estos últimos días. Nosotros hemos intentado hacer lo propio con una fiesta, una camiseta, un reloj y montones de palabras y gestos. Aún no me parece suficiente para corresponder lo que nos ha dado con su forma de ser y trabajar. Personalmente, no siento por él otra que cosa que admiración, envidia y gratitud.

Todo esto no deja de ser egoísmo puro; darle vueltas a cómo nos afecta su marcha. Qué será de nosotros ahora, etc. Pero para él tampoco ha sido fácil. Hace unos días confesaba haber sentido miedo ante el cambio. Se enfrenta a un trabajo nuevo, en una empresa nueva, y tiene un hijo en camino; todo ello en medio de una recesión. Ha cambiado la estabilidad actual por una mayor estabilidad futura. Yo no sé si me hubiera atrevido. Ese valor es una de las cosas que admiro de él.

La mayoría de los que se acercaron a despedirse de él el último día le deseaban suerte. No le va a hacer falta. Estoy convencido de que le va a ir bien allí donde vaya.

Es curioso. A lo largo de la vida, he tenido muchos compañeros de estudio y de trabajo de los que me he tenido que separar muy a mi pesar.  Pero nunca antes había llorado la marcha de uno de ellos. Y eso que nos seguiremos viendo regularmente. Será porque perderle equivale a una bajada de sueldo mayor del 30%. O por los efectos que puede tener el cambio en nuestra salud. O, simplemente, porque Mario era la persona que me aprobaba las vacaciones.

Adiós, amigo.