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Por desgracia, la saturación no es la única consecuencia de esta maldición. Ese amigo al que me he referido también me contó la conversación que dos jefes de equipo acababan de tener acerca de uno de sus empleados. El jefe del trabajador había dicho: «sí, sé que debería ascenderle, pero ¿cómo le voy a sacar de ahí si me saca de todos los marrones?». Poco después yo mismo cambié de trabajo y me encontré con que la persona a la que iba a sustituir se marchaba porque había estudiado un MBA y sus peticiones de ocupar un rol de más responsabilidad habían sido ignoradas por su empresa, ya que sus superiores preferían mantenerle en su puesto actual. Recientemente, una buena amiga me contaba que su padre anda de sucursal en sucursal deshaciendo entuertos, con el alma destrozada, anhelando la prejubilación que hace tiempo que le corresponde y que le es negada por su capacidad para reflotar oficinas bancarias que atraviesan problemas. Ella misma ha dejado su trabajo hace no mucho machacada por la presión de tener que absorber las labores de quienes abandonaban la firma. Un antiguo jefe me lo dijo claramente: «es lo que tiene ser una persona válida, que todos los marrones van a ella».
Con los años me lo he ido encontrando una y otra vez: gente que quiere hacer cosas nuevas, cambiar de departamento o asumir otras funciones y cuyas demandas son desatendidas porque hacen muy bien su trabajo y el cliente está muy contento. En estas situaciones el principal de turno hace oídos sordos, esperando que todo siga igual y ahorrándose de paso la inconveniencia de tener que buscar a un sustituto. Para colmo, no se suele compensar de ninguna otra manera al subordinado. Huelga decir que el desenlace suele ser casi siempre el mismo: el trabajador, quemado y aburrido, deja la compañía. Esta es, sin duda, una de las causas del efecto Mar Muerto del que hablamos en el último artículo.
Meses atrás una (ahora ex) compañera de trabajo me decía: «quiero un trabajo en el que pueda usar el cerebro». Infinitamente aburrida en su bucle de tareas siempre iguales y poco exigentes, pidió cambiar de departamento pero su solicitud fue denegada. Como digo, al poco se marchó. Su lamento me recordó la teoría marxista de la alienación, tan bien reflejada en la historia de la fábrica de Ford de principios del siglo XX. Escribe el economista Tim Harford:
«[Ford] había ido prescindiendo sistemáticamente de los técnicos más preparados de su fábrica. [...] Para el nuevo sistema de fabricación de coches hacían falta grandes cantidades de hombres semicualificados que desempeñaran tareas repetitivas. Ford quería a robots dóciles que hicieran una y otra vez lo que se les pedía. (Un trabajador se quejó de estar enloqueciendo de monotonía: «Como siga enroscando la tuerca 86 durante ochenta y seis días más, seré el loco número ochenta y seis del manicomio de Pontiac».)»Quienes padecen la maldición de la competencia se hallan sumidos en un estado estacionario en el que no avanzan como trabajadores. Su condición laboral es dura, emocionalmente miserable, triste, decadente. Acaban siendo asalariados apáticos y desencantados, resentidos con la empresa y con algunos de sus compañeros. Son víctimas de un sistema que premia la ineptitud y castiga la competencia, un sistema en el que los más vagos e inútiles cobran un sueldo a cambio de un esfuerzo mínimo, mientras que los buenos empleados cobran el mismo salario (a veces incluso sustancialmente menor) pero son obligados a lidiar con una carga de trabajo repetitivo siempre creciente, a la vez que sus quejas son desoídas y sus deseos caen en el olvido.
En la mayoría de empresas, el destino que aguarda a los mejores es arder abandonados en la hoguera del estrés.