lunes, 25 de abril de 2016

Al César lo que es del César (I)

La semana pasada les hablaba de un país imaginario, la Isla de la Jilla, donde los ciudadanos eran obligados a trabajar para el gobierno en esforzadas labores físicas. Este sistema está basado en un hecho real, la corvea del Antiguo Egipto:

La corvea real era una forma de trabajo obligatorio, por tiempo limitado, exigida por el Estado egipcio a la mayoría de la población. Si bien, teóricamente, todos los habitantes del reino debían prestar ese servicio temporario -incluido el faraón, aunque de manera simbólica y ritual en determinadas ceremonias-, desde el el Reino Antiguo fueron emitidos decretos reales de excepción (wd-nsw) que beneficiaban a ciertas categorías de personas como sacerdotes y trabajadores ligados a templos y capillas funerarias. Los altos personajes de la sociedad podían ser sustituidos en la corvea por trabajadores remunerados o esclavos.
Junto con el diezmo, este es el primer sistema de impuestos del que se tiene noticia. Estos trabajos forzados los llevaban a cabo aquellos campesinos demasiado pobres para pagar el diezmo. Los destinos posibles eran variados: tierras del faraón, templos, obras públicas, minas, canteras o el ejército.

Imagen de Wikimedia Commons

La corvea supone el primer estadio de aquella historia de esclavitud obra de Robert Nozick que ya mencionamos en su día. Actualmente, si bien ya no tenemos que construir pirámides o servir al ejército durante un periodo obligatorio, todavía tenemos que dar parte de nuestro dinero al Estado. Para Nozick eso significa que seguimos siendo esclavos pues «el impuesto a los productos del trabajo va a la par con el trabajo forzado». Así, escribe:

Apoderarse de los resultados del trabajo de alguien equivale a apoderarse de sus horas y a dirigirlo a realizar actividades varias. Si las personas lo obligan a usted a hacer cierto trabajo o un trabajo no recompensado por un periodo determinado, deciden lo que usted debe hacer y los propósitos que su trabajo debe servir, con independencia de las decisiones de usted. Este proceso por medio del cual privan a usted de estas decisiones los hace copropietarios de usted; les otorga un derecho de propiedad sobre usted. Sería tener un derecho de propiedad, tal y como se tiene dicho control y poder de decisión parcial, por derecho, sobre un animal u objeto inanimado.
Esta forma de razonar pone de manifiesto la doctrina liberal básica, a saber, que cada persona es dueña de sí misma y del fruto de su trabajo. Dado que el gobierno nos obliga a pagar impuestos, so pena de una multa o una temporada en prisión, la conclusión es que el Estado nos roba:

Sólo el Estado consigue sus ingresos mediante coacción, amenazando con graves castigos a quienes se nieguen a entregarle su parte. A esta coacción se la llama «impuestos», aunque en épocas de lenguaje menos refinado se la conocía con el expresivo nombre de «tributos». La contribución es, pura y simplemente, un robo, un robo a grande y colosal escala, que ni los más grandes y conocidos delincuentes pueden soñar en igualar. Es una apropiación coactiva de las propiedades de los moradores (o súbditos) del Estado.

El lector escéptico puede llevar a cabo un instructivo ejercicio mental intentando dar una definición del concepto de impuestos o tributos que no incluya también la acepción de robo. Como el ladrón, el Estado exige, como a punta de pistola, nuestro dinero; si el contribuyente se niega a pagar, se le quitan sus activos por la fuerza, y si intenta resistirse a esta depredación es arrestado o incluso tiroteado si persiste en su negativa.
Siendo así, la evasión de impuestos no solo no es inmoral sino que, de hecho, es moralmente lícito engañar al Estado en esta materia (ibídem Rothbard):

Del mismo modo que nadie está legítimamente obligado a decir la verdad a un ladrón que pregunta si hay objetos de valor en casa, tampoco lo está un ciudadano a responder a estas preguntas del Estado, por ejemplo, al rellenar los impresos del impuesto sobre la renta.
Algunas objeciones a esta tesis son posibles. Por ejemplo, que los impuestos no son tan malos como los trabajos forzados. Podríamos preguntar a un superviviente de Auschwitz, por ejemplo, si pagar impuestos equivale al martirio de un campo de concentración. A esto se podría responder, tal vez, que la diferencia entre ambas situaciones es de grado, no de naturaleza, y que si una de ellas (el campo de concentración) es inmoral, entonces la otra también lo es, ya que no por menos dolosa deja de ser ilícita.

Otra objeción parecida es que no es lo mismo forzar a alguien a trabajar en una tarea fijada por el Estado que dejarle trabajar en lo que quiera y quitarle luego una parte de su sueldo. De nuevo el contrargumento sería que el Estado hace mal en ambos casos. Consideremos la siguiente analogía propuesta por Michael Sandel:

[U]n ladrón entra en su casa y le da tiempo a llevarse, bien un televisor de pantalla plana que cuesta mil dólares, bien mil dólares en metálico que usted guardaba debajo del colchón. Quizá preferiría que se llevase el televisor, porque entonces usted podría decidir si gastarse o no los mil dólares en comprar otro. Si el ladrón roba el dinero, a usted no le queda esa posibilidad de elegir.
Así pues, que podamos elegir en qué trabajar, o incluso trabajar menos para pagar menos impuestos, no cambia el hecho de que nos están robando.

Otra objeción: los pobres necesitan más el dinero. El liberal puede estar de acuerdo pero nos recordará que no por ello él pierde su derecho fundamental a hacer lo que quiera con lo que es suyo. Que un paciente de diálisis necesite más el riñón que una persona sana no le da derecho al Estado a quitárselo al segundo para dárselo al primero.

Siguiente objeción: no se puede hablar de robo cuando se recibe algo a cambio. Dejemos a un lado el debate sobre la provisión de servicios públicos frente a privados y aceptemos el hecho de que, actualmente, el gobierno se encarga de carreteras, colegios, hospitales, policía, ejército y jueces. Esta objeción me recuerda a aquellos chavales que, siendo yo pequeño, se dedicaban a robarle a los otros niños las zapatillas deportivas de moda, dejándoles a cambio unas chanclas para que el interfecto no tuviera que volver descalzo a casa. Supongamos, no obstante, que recibimos muy buenos servicios por el dinero de nuestros impuestos. ¿Deja por ello de ser un robo?

Digamos que quienes se abalanzan sobre los coches detenidos en los semáforos para limpiar los parabrisas hacen un trabajo impecable. ¿Implica el beneficio recibido una obligación? Porque si fuera así alguien podría ir por la calle limpiando los cristales de los coches y reclamar luego un pago a sus dueños. Como dice Michael Sandel: «a falta de consentimiento, la línea que separa la realización de un servicio de la extorsión resulta muchas veces borrosa».

La última objeción que veremos tiene que ver precisamente con el consentimiento. En una democracia es posible argumentar que los impuestos no se cobran contra nuestra voluntad, ya que tenemos voz y voto en lo referente a las leyes fiscales. ¿Qué clase de ladrón nos permite elegir cuánto dinero quitarnos o en qué emplearlo? Sin embargo, cabe preguntarse: ¿qué ocurre si yo he votado a un partido cuyo programa consiste en bajar los impuestos, pero la victoria es para uno que va a subirlos? ¿Acaso Hacienda dejaría de reclamarme el dinero? Obviamente no. Además, ser miembro de una democracia no significa que hayamos dado nuestro consentimiento a todo lo que la mayoría decida. La mayoría no puede privarnos de nuestros derechos fundamentales. ¿Por qué iba a poder, entonces, confiscar nuestras ganancias?

Hemos visto la tesis según la cual los impuestos equivalen al robo y el trabajo forzado, así como una lista de posibles objeciones (que no pretende ser de ningún modo completa) fáciles de replicar. En el próximo artículo veremos la mejor forma de la tesis contraria, aquella según la cual los impuestos no equivalen a robar.

Continuará.

lunes, 18 de abril de 2016

La gran evasión

El ya retirado ciclista profesional David Millar cuenta en sus memorias cómo después de su fantástica temporada de 1999 logró un contrato con el equipo Cofidis de 160.000 euros anuales, la mitad de los cuales se los pagaban en su país de residencia (Francia) y la otra mitad a través de un contrato de imagen firmado con una compañía llamada IMG, con sede en Luxemburgo. A cambio del diez por ciento de sus ingresos brutos esta empresa le permitía escamotear parte de su sueldo del fisco francés:

The image contract, a ploy used a lot in sport, is really a tax avoidance trick. Image contracts escape taxation through canny use of offshore banking. The culture that permeated cycling considered it a schoolboy error for a high-earning professional athlete to be taxed on their full income. That is what you’re told – by managers, fellow riders, accountants and agents – so it’s hard not to start thinking it’s your right as a pro athlete to be taxed minimally.
Llevo algún tiempo pensando en escribir algo sobre impuestos, y qué mejor excusa que los papeles de Panamá para traer el tema a colación. Hoy nos centraremos en los paraísos fiscales, dejando la discusión sobre los impuestos en sí mismos para otro día.

Imagen de thetaxhaven
Los debates acerca de los paraísos fiscales siguen todos más o menos el mismo patrón. A un lado tenemos la indignación de la opinión pública por lo que parece una trampa de los ricos para eludir sus obligaciones tributarias. Quienes tributan en el extranjero serían unos caraduras egoístas que cuanto más tienen menos quieren dar, y que se aprovechan de los servicios públicos mientras el grueso de la población soporta sobre sus hombros toda la carga recaudatoria. Frente a ellos están quienes recuerdan que tener dinero en el extranjero es legal, que todos tenemos derecho a proteger nuestros ingresos de las voraces fauces recaudatorias del Estado, y que cualquier persona haría lo mismo en su lugar. Este bando no habla de paraísos fiscales sino de competencia fiscal:

¿Qué es un paraíso fiscal? Para empezar se parte de un error de traducción que no es casual, ni irrelevante. Tax Haven significa «refugio fiscal», no paraíso (heaven). Es una diferencia semántica muy importante. No es lo mismo un refugio, consecuencia de un ataque confiscatorio, que un paraíso. Es importante, porque ese error ocurre, no por casualidad tampoco, en los países donde triunfan las políticas más intervencionistas. Un refugio fiscal es nada más que un centro financiero que ofrece condiciones impositivas atractivas.

[...] Los refugios fiscales, sea nuestro país u otro, cumplen una labor importante, que obviamente no gusta a los gobiernos. Fuerzan la competencia fiscal. A que los Estados no tengan la libertad de subir impuestos eternamente y de manera confiscatoria, porque saben que el capital puede escapar.
Dado que el adjetivo de «paraíso fiscal» depende del tipo impositivo para las rentas altas y las empresas es posible ver cómo a lo largo de la historia diferentes países han podido ser calificados como tales, incluyendo naciones como Francia o España. Quienes abogan por la competencia fiscal sostienen que la existencia de refugios fiscales no supone una carrera a impuestos cero, pues las grandes economías pueden seguir permitiéndose tipos impositivos altos al seguir atrayendo capital por otras razones. En cualquier caso, de acuerdo con los defensores de la competencia fiscal, si no queremos que el capital acabe en otros países lo mejor es instaurar una fiscalidad lo más baja posible.

Adicionalmente, sostiene este bando que invertir en países con ventajas fiscales es caro y complicado, y que si la gente lo hace es porque cree que el riesgo vale la pena cuando se compara con el riesgo de mantener el dinero en el país de origen. Argumentan además que las sociedades inscritas en paraísos fiscales invierten mayoritariamente sus depósitos en deuda soberana, lo que significa que los Estados en realidad no pierden ese dinero. Finalmente, aducen que el dinero extraterritorial supone una cuantía total muy reducida, que el uso de este tipo de triquiñuelas es excepcional antes que la norma, y que países como Suiza, Islas Caimán o Luxemburgo cumplen otras loables funciones al guardar el dinero de personas que residen en países en guerra o con regímenes totalitarios, así como de empresas expuestas a eventos como el corralito argentino de la década de 2000.

Es posible que quienes reniegan los paraísos fiscales cambiaran de opinión si, como David Millar, ingresaran cientos de miles de euros al año. No creo que ande errado si digo que a prácticamente nadie le gusta pagar impuestos. En la práctica, quien más quien menos regatea al fisco, ya sea pagando facturas en dinero negro sin IVA, desgravándose gastos como autónomo que no tienen nada que ver con la actividad empresarial o a través de una sofisticada ingeniería fiscal.

No he encontrado datos para España, pero en Estados Unidos el IRS audita alrededor del uno por ciento de las declaraciones. Siendo así, lo más racional desde el punto de vista económico sería hacer trampa. Sin embargo, muchos de nosotros pagamos religiosamente, aunque sea a regañadientes. ¿Por qué?

Para James Surowiecki la respuesta tiene algo que ver con la reciprocidad. El pago de impuestos es un problema de cooperación en el que muchos participan mientras crean que los demás también lo hacen y que quienes no colaboran serán castigados:

Tratándose de impuestos, los contribuyentes son lo que la historiadora Margaret Levi ha llamado «consentidores contingentes». Están dispuestos a pagar la parte que les toca en justicia, pero sólo si los demás hacen lo mismo, y sólo mientras crean que quienes no lo hacen tienen buenas probabilidades de ser atrapados y castigados. «La gente empieza a pensar que la policía se ha dormido, y que otros están delinquiendo y no les pasa nada, y es entonces cuando aflora la sensación de tomadura de pelo», escribe Michael Graetz, profesor de Derecho en Yale. Muchos desean cumplir con sus obligaciones pero nadie desea pasar por tonto.
Recordemos, no obstante, que hacer pagos en conceptos de propiedad intelectual a una empresa nuestra con sede en Suiza para pagar menos impuestos no es ilegal. Si pensamos que este tipo de maniobras son moralmente reprobables es porque dichos comportamientos violan la intención con la que se diseñaron las leyes («the spirit of the law») aprovechándose de la manera en que fueron finalmente redactadas («the letter of the law»). A esto se puede responder que no es obligación de las empresas hacer elucubraciones acerca de las leyes, que diferentes interpretaciones son posibles, y que si el resultado final que se quiere obtener es diferente del actual entonces lo que tienen que hacer los gobiernos es cambiar la redacción de las normas.

A mi juicio, parte de la indignación que provoca en la población el asunto de los paraísos fiscales tiene que ver con que da la impresión de que, una vez más, los ricos se libran de un castigo por ser ricos. Imaginemos un país remoto, la Isla de La Jilla, situado en mitad de un amplio océano, alejado decenas de miles de kilómetros de cualquier otro país. En la Isla de La Jilla se obliga a cada ciudadano a trabajar por el bien común cavando, picando piedra o levantando muros cierto número de días al año. Quienes han trabajado para gobiernos de otro país pueden convalidar esos días.

Como la Isla de La Jilla está en medio de la nada los billetes de avión para salir de ella son carísimos, y solo un pequeño porcentaje de la población puede permitírselos. En el país vecino más cercano las tareas que impone el gobierno a sus ciudadanos son menos penosas, llevándose a cabo sentados en una mesa con ordenador dentro de una oficina climatizada. No es de extrañar, por tanto, que ese pequeño sector de la ciudadanía que puede costearse los viajes tienda a trabajar más para el país vecino. Quienes no tienen dinero para escapar del trabajo forzoso impuesto por el Estado de la Isla de la Jilla exigen cambiar la ley para que se limite el número de días que un habitante de este país puede trabajar en el extranjero, de tal forma que cada ciudadano con nacionalidad ¿jillana? aporte en la proporción que se espera.

La mayor parte de la población de cualquier país no ingresa lo suficiente como para plantearse mover su dinero a paraísos fiscales. Para ellos es imposible eludir a Hacienda salvo por esas pequeñas trampas que ya hemos mencionado (las cuales, dicho sea de paso, también están al alcance de los más adinerados). Mientras tanto, los ricos pueden utilizar su dinero para pagar menos impuestos y hacerse aún más ricos. Comprendo que esto sea enervante para quienes les sobra mes al final de la nómina. Es el problema de las sociedades de mercado. Como dice el filósofo comunitarista Michael Sandel:

En una sociedad en la que todo está en venta, la vida resulta difícil para las personas con recursos modestos. Cuantas más cosas puede comprar el dinero, más importancia adquiere la abundancia (o su ausencia).

Si la única ventaja de la abundancia fuese la posibilidad de comprar yates y coches deportivos o de disfrutar de vacaciones de lujo, las desigualdades en ingresos y en riqueza no importarían mucho. Pero cuando el dinero sirve para comprar más y más cosas —influencia política, cuidados médicos, una casa en una urbanización segura y no en un barrio donde la delincuencia campa a sus anchas, el acceso a colegios de élite y no a los que cargan con el fracaso escolar—, la distribución de ingresos y de riqueza cuenta cada vez más. Donde todas las cosas buenas se compran y se venden, tener dinero supone la mayor de las diferencias.
Entiendo que la gente adinerada quiera proteger los ingresos que creen merecer. Pero también entiendo la ira de quienes viven con lo justo y necesitan los servicios proporcionados por la red social del estado de bienestar, aquellos que ven cómo los ricos, en virtud de su propia riqueza, eligen no cooperar y prefieren pagar servicios públicos que no van a disfrutar en países extranjeros. Pocas cosas nos hacen clamar justicia tan fuerte como el hecho de soportar una pesada carga y ver cómo el de al lado se aprovecha de nuestro esfuerzo sin haber hecho su parte.

lunes, 11 de abril de 2016

Seis cosas que quizás preferirías no saber

Me gusta leer libros sobre otras profesiones, aquellos en los que el autor relata sus experiencias en algún campo laboral diferente o llamativo, ya sea medicina, políticaWall Street, comandos de las fuerzas especiales o deportes profesionales. A través de dichas obras te das cuenta de que la propia no es la única profesión en la que suceden cosas que claman al cielo y que harían que el resto de la población se llevara las manos a la cabeza si las supiera.

Hoy les traigo un pequeño florilegio de trapos sucios de distintos oficios. Recuerden, antes de seguir leyendo, aquel viejo aforismo según el cual hay cosas que es mejor no saber cómo se elaboran, como las leyes y las salchichas.


Leyes hechas por empresas

Aseguran los políticos que hablar con los grupos de presión (lobbies) les ayuda a conocer en profundidad un tema sobre el que haya que legislar, y a tener visiones distintas sobre él. Argumentan que no pueden saber de todo ni conocer las consecuencias de cada aspecto de cada ley, así que se apoyan en empresas privadas para analizar los aspectos técnicos de una nueva ley. En la práctica, todos sabemos que ese loable objetivo acaba materializándose en desmadres como las tarifas de electricidad o las autopistas radiales de Madrid. Es el hecho que todo grupo de presión bien formado tiene línea directa con el gobierno y solo le preocupan sus propios intereses, aunque ello signifique un perjuicio de la sociedad en general. Sus tácticas no solo consisten en presionar directamente a los congresistas, sino también en manipular la opinión pública:

Una de las primeras frustraciones del Gobierno de Zapatero fue cuando tuvo que retirar la ley que controlaba el consumo de alcohol de los menores de 18 años y su publicidad en los medios de comunicación. Desde el momento en que el proyecto fue anunciado por la entonces ministra de Sanidad, Elena Salgado, una serie de sectores se levantaron en armas contra el proyecto. Sobre todo cuando el ministerio presentó una campaña con datos científicos contrastados, para tratar de convencer a la sociedad de que el consumo de alcohol en menores produce un retraso irreversible en la maduración cerebral.

«Una marca muy conocida de vino de mesa salió en tromba contra nosotros —relata José Martínez Olmos, quien pronuncia sin duda uno de los discursos más críticos y escépticos con respecto a la capacidad de los distintos Gobiernos para imponer sus criterios a los grupos de interés—, ya que la prohibición del consumo a menores les hacía mucho daño, porque éstos cuando consumen vino es fundamentalmente vino barato con Coca-Cola, calimocho. Utilizaron todos sus medios de presión para influir en las líneas editoriales de la prensa regional y nacional, arremetieron contra nosotros y dijeron que era una ley contra el vino.»

Consiguieron movilizar a la opinión pública con ideas fuerza como que el vino es bueno para la salud, y es cultura de nuestro país, y movilizaron también a los trabajadores diciendo que la ley iba a perjudicar económicamente al sector. Se presionó para que se sacara al vino de la ley, es decir, para que se prohibiera a los menores beber todo tipo de alcohol excepto el vino, por ser de baja graduación, cuando el alcohol, sea el que sea, perjudica igual, independientemente de su graduación.
Médicos de urgencia sin experiencia

En teoría, los médicos internos residentes (MIR) de primer año están supervisados por un adjunto en todo momento. Sin embargo, estos médicos que todavía no han aprendido a ejercer su profesión en la práctica se encuentran a menudo abandonados a su albur, atendiendo pacientes como buenamente pueden y aprendiendo sobre la marcha, rotando entre especialidades no relacionadas con la que eligieron. Para mayor escarnio, ocurre que la mayoría del personal de Urgencias está formado por residentes, lo que da lugar a situaciones como la siguiente:

Una vez, en la Urgencia de mi hospital, un niño que estaba en la sala de espera tuvo una reacción alérgica brutal y sufrió un broncoespasmo [los bronquios se estrechan y el aire no llega a los pulmones]. Se estaba ahogando, pero como allí no había Pediatría los propios adjuntos no sabían muy bien qué hacer y todos me miraban a mí, que soy de Familia, porque en ese momento estaba haciendo la rotación pediátrica en otro centro de la zona.
Yo temblaba como un descosido. En cualquier otra situación el problema lo habría resuelto un adjunto, pero los míos no estaban familiarizados con las dosis infantiles y toda la responsabilidad recaía sobre mí, que aparte de todo, no había visto un broncoespasmo en mi vida. Le dimos los broncodilatadores y todo salió bien, pudimos controlar la crisis y le remitimos a Pediatría, pero yo no pude dejar de temblar en lo que quedaba de guardia.
Fraude en la ciencia

Este asunto ya lo comentamos de pasada en su momento. La ciencia está hecha por personas y, a consecuencia de ello, a veces se violan códigos éticos con tal de destacar, obtener financiación o conseguir que un trabajo sea publicado:

In a 2000 survey of biostatisticians, half said they personally knew of research studies that involved fraud, and of that group, about half went on to say that the fraud involved the fabrication or falsification of data. Just under a third of all respondents admitted to having personally been involved in a project in which there had been some form of research misconduct. In a 2001 survey of hospital medical consultants, 56 percent said they had observed research misconduct, 6 percent admitted to having committed it themselves, and 18 percent said they thought they would commit it in the future. A 2005 survey of the authors of clinical drug trials reported that 17 percent of the respondents personally knew of fabrication in a research study within the past ten years, with 5 percent having been directly involved in a study in which there had been fabrication. In a study by the American Physical Society, 13 percent of young physicists said they had observed other physicists intentionally misreporting research. [...] Altman and colleagues examined a total of 190 published randomized drug trials and found that 65 percent of the findings associated with harm caused by a drug were not fully reported in the published results—a sobering thought for those taking any medication—but only 14 percent of the authors of these trials admitted to underreporting.
Agua potable desperdiciada

Recuerdo haber leído de pequeño que buena parte del agua potable se perdía en la propia distribución. Pues bien, el porcentaje parece ser nada desdeñable y quienes deberían poner de su parte para solucionar el problema no parecen muy preocupados al respecto:

En una de las entregas de chalets, estuve presente durante el control de la instalación de agua de la calle por el inspector de la compañía. Se cerraron todas las llaves de las casas y se abrió la general del vial; él miró su pantalla un momento y dijo: «Hay una fuga». Que es como el policía de aduanas que detiene al chico justo cuando creía que pasaba y le pide que abra su maleta. La urbanizadora debía romper toda la calzada buscando la pérdida mientras se paralizaba una entrega de viviendas para la que ya se había dado fecha a los vecinos, un auténtico desastre. Pero él parecía ajeno al problema; más bien parecía ajeno a todo:

—Entonces tendremos que abrir para buscar la fuga, ¿no?

Y me miró como si me hubiera vuelto loco:

—¿Abrir toda la calle para buscar una fuga? Eso es imposible. ¿Y si no la localizáis? Mira el contador, es pequeña. ¿Sabes cómo aparecerá? Por el blandón que saldrá en el asfalto dentro de cinco o seis años, estará debajo, es lo que tardará en lavar la base. ¿Tú crees que eso tiene importancia? Tío, en Madrid nos faltan los planos de toda la red de abastecimiento del siglo XIX, hay ramales que no sabemos dónde van a parar, más de un 20 % del consumo del Canal se pierde y no sabemos ni dónde, debe de haber cientos de acometidas soltando agua hacia ningún sitio. ¿Y vais a buscar una mierda de fuga?
Televisión sin escrúpulos

En mayor o menor medida, creo que los telespectadores son conscientes de que lo que ven en televisión es mentira: los telediarios están manipulados por los políticos, los realities versan acerca de ficciones inducidas y los programas del corazón son un gran circo. Junto a ellos se sitúan los programas de testimonios, otrora tan populares, que gustan de hacer espectáculo a base de sentimientos y dolor ajeno. Lo que no sospecha quien se ofrece a participar en ellos es el trato que va a recibir en realidad (mayúsculas en el original):

Tema [del programa]: No tengo complejos. Buscamos gordos y gordas felices, tullidos, feos incluso.

1. Cruzar límites. Jamás les dices a los gordos que van a exponerse. Vas a ir a buscar a los desacomplejados donde sea. Si hay que hacerle la envolvente a una asociación de discapacitados para que te dé dos o tres nombres de gente con problemas físicos, se le hace la envolvente. Luego llamarán al programa, para quejarse, pero ya será tarde. Tú habrás conseguido a la chica aquella que iba en silla de ruedas y buscaba novio.
2. Mentir. No le dices que te espanta su cuerpo, que te resulta vulgar, que detestas sus maneras y sus modos, tú, tan refinada. Le cuentas que el programa va a ser divertido. Y si ella te dice que le gusta bailar, ya lo tienes. La vas a convencer, desde el buen rollo para que se marque un bailecito sexy en plató, con sus michelines bamboleando, que en antena resultará patético a todas luces.

3. Rastrero. Imaginemos que no entra al trapo. No, no quiero bailar. No le insistirás, pero en plató rematas: suena la música y la presentadora dice, me han dicho que te encanta bailar, y entonces jaleada por el público, la chica no tendrá mas remedio que contonearse. Se lo pide LA TELE.

4. En la reunión de contenidos hablas de ellos como lo que son: pobre gente. Te ríes con tus compañeros de sus miserias, de sus frases absurdas, de sus cuerpos. A veces haces bromas hirientes.

5. La chica te contó medio llorando que antes sí tenía complejos, que un chico le hizo mucho daño, que la ridiculizó ante sus compañeros de instituto. Ella creía que le gustaba de verdad, un día él la citó en el gimnasio y la besó, y cuando estaba a punto de follársela, aparecieron los otros, muertos de risa, con móviles en la mano. Te dice que eso no quiere contarlo. Pero es que ESO es el TEMA. Así que en la reunión de contenidos lo sueltas. El tema se le apunta a la presentadora, que en plató dice: me han contado que una vez te hicieron mucho daño, ¿no, Marisa? Marisa balbucea, se queda un poco sorprendida. Luego, abrumada, se viene abajo, y ante la falsa condescendencia de la conductora del espacio, llora, y LO CUENTA. Y tú te regodeas en el control, para qué negarlo.

Picaresca con regalo en viviendas de nueva construcción

Uno de los múltiples sistemas para violar la ley sin que se note en las viviendas nuevas son las buhardillas ocultas. La trampa consiste en dejar un hueco tapado con escayola en una de esas típicas casas de urbanización de dos pisos. De esta manera el propietario obtiene una planta nueva que no computa en las escrituras con tan solo dar unos martillazos. El caso es que estas buhardillas ocultas a veces incluyen una desagradable sorpresa:

Lo más bonito de las buhardillas sin escalera era la intimidad que ofrecían: en un alto, a salvo de miradas indiscretas y acariciado por la brisa fresca. Eran el paraíso para ir a desahogar las necesidades físicas después de una buena pitanza. [...]

En fin, que en el tiempo en que quedaban abiertas hasta que cerrábamos el hueco de escayola se convertían en un sembrado de boñigas. He llegado a contar seis, siete en cuatro metros, lo que siempre me hizo dudar: entiendo al primero que sube allí a deshacerse del sobrante, pero ¿el séptimo?

Los que más lo sufrían y más nos lo harían sufrir eran los del proyectado. Las buhardillas ocultas, puesto que iban a ser utilizadas, se aislaban igual que el resto de la casa, pero se trataba de locales sin ningún tipo de ventilación ni luz, como una mina. Para colmo de males, cuando les tocaba subir, lo primero que se encontraban, a pesar de que se enviaba antes a un peón a limpiar, eran tres o cuatro mierdas esparcidas por el suelo. [...] Como iban a destajo, en vez de molestarse en avisar al encargado para que las retirasen, les enchufaban espuma y las cubrían: se quitaban de la vista, el olor y empezaban a trabajar. Ese siempre era el primer paso de su protocolo. Cuando salían de la buhardilla dejaban proyectadas las paredes y el techo y tres o cuatro bultos sospechosos de espuma por el suelo. El problema es que el aislante mantiene en perfecto estado la materia orgánica, como el aluminio. Lo que dejaban cubierto nunca se secaba.
Unos meses más tarde, los vecinos rompían el falso techo, subían a su buhardilla, descubrían la ventana y admiraban orgullosos los cincuenta metros cuadrados de vivienda que no computaban. Entonces se fijaban en los cuatro pegotes de espuma amarilla que afeaban el suelo, cogían la pala y se decidían a quitarlos. Y siempre recé porque usasen la pala, era mucho peor con la escoba.

lunes, 4 de abril de 2016

Sin consciencia

Tocaba volver a la oficina tras una semana y media de vacaciones. Seguía con algo de fiebre debido a un catarro pero solo tenía media jornada por delante, así que me tomé un antipirético y me marché a trabajar. No llevaba ni dos horas allí cuando empecé a sentirme mal. Era un malestar general, inespecífico, difícil de describir. Tuve que sentarme. Me doblé sobre la mesa y cerré los ojos a ver si se me pasaba un poco. Oí a mi compañera decirme que me iba a traer un vaso de agua. Sentí náuseas y ardor en el pecho. Lo siguiente que recuerdo es oír la voz de un compañero y preguntarme: «¿por qué sale este tío en uno de mis sueños?». Desperté poco a poco. Noté la dureza del suelo en mi cabeza. Oí más voces. Abrí un momento los ojos y vi a más compañeros rodeándome. Me había desmayado y, al parecer, estuve sin consciencia algunos minutos.

Foto de Lee Robert San Diego
No era la primera vez que me ocurría. Hace unos meses me sucedió algo parecido en mi casa. Estaba durmiendo cuando me desperté con palpitaciones, náuseas, dolor en el pecho y flojera intestinal. Sentado en el baño me doblé de dolor y cerré los ojos. La cabeza empezó a darme vueltas a toda velocidad y, al poco rato, empecé a sentirme mejor. Cuando abrí los ojos estaba en el suelo, jurando para mis adentros que no me había tumbado voluntariamente.

En ambos casos todas las constantes vitales resultaron estar bien. El electrocardiograma no mostraba signos de infarto, no tuve convulsiones ni alteraciones neuronales ni relajación involuntaria de esfínteres, y tanto la glucemia como la presión arterial y la saturación de oxígeno en sangre eran normales. En casos así, sin causas físicas aparentes, la pérdida de consciencia cae en el diagnóstico baúl del síncope vasovagal:

The common faint—or vasovagal syncope—accounts for roughly three-quarters of the cases of syncope that come through the emergency room. A grab-bag diagnosis, it is probably not a single disease as much as a poorly understood syndrome of standing. The classic physical signs are slow pulse and low blood pressure. A cardiologist once told me how he had diagnosed vasovagal syncope on a plane flight. A passenger in the aisle had started to pass out, and as he was falling, the cardiologist’s fingers somehow had landed on his neck pulse, which was beating slowly. Given the circumstances, it was all he’d needed to make the diagnosis. Rarely fatal, vasovagal syncope can be debilitating to those predisposed. Treatment suggestions reflect the wide spectrum of the disorder, ranging from beta-blocking drugs and salt tablets to pacemakers and Paxil.
El síncope es una pérdida de conciencia de poca duración debida a un episodio de hipoxia cerebral transitoria. En lenguaje llano, significa que durante un breve periodo de tiempo el cerebro recibe menos oxígeno del necesario. Puede deberse a muchas causas distintas, como estrés emocional, acumulación de sangre en las piernas, sudoración y cambios bruscos en la temperatura o en la posición del cuerpo. El síncope vasovagal es la forma más común en pacientes jóvenes y se produce por una estimulación del nervio vago, el cual inerva (entre otros órganos) el corazón. Su estimulación activa el sistema parasimpático causando bradicardia, vasodilatación visceral y vasoconstricción periférica, todo lo cual desemboca en hipoperfusión cerebral. De nuevo en lenguaje llano: el ritmo cardíaco disminuye y el riego sanguíneo se desvía a las vísceras, con lo que el cerebro deja de recibir momentáneamente suficiente sangre oxigenada y se produce el desvanecimiento.

En el cine y la televisión el desmayo se caracteriza como un suceso cómico o dramático, siempre estereotipado y artificioso. Lo cierto es que, aunque no sea una amenaza para la vida, es bastante desagradable. Uno se despierta pálido, sudoroso y con la boca seca. El aturdimiento y el mareo posteriores pueden durar varias horas. Dependiendo de cómo ocurra puede haber contusión craneal. Y luego queda el miedo y la incertidumbre de no saber cuándo volverá a pasar. La primera vez que me ocurrió ese miedo caló hondo. Recuerdo salir de casa por primera vez después del primer síncope y empezar a pensar, muy en mi línea: ¿y si me vuelvo a desmayar? ¿Y si me ocurre aquí, en la calle, solo? Me puse nervioso y el corazón se me aceleró. La mente aceleró aún más: ¿y si me desmayo de nuevo y acabo teniendo miedo de salir a la calle? ¿Y si no puedo salir a calle nunca más? Supuse que así es como nace la agorafobia. Quería irme a casa pero me obligué a terminar el paseo. Aunque no perdí la conciencia, lo cierto es que fueron cuarenta minutos muy desapacibles.

Con motivo de aquel primer desmayo me hicieron muchas pruebas médicas, una de las cuales requirió anestesia general. Era la primera vez que me anestesiaban y me pareció una experiencia fascinante. Me tomaron la vía, me pusieron el oxígeno y me dijeron: «ahora, a dormir». Recuerdo el frío de la anestesia subiendo por el antebrazo y, acto seguido, estar en la sala de recuperación. Tenía la absurda creencia de que el sueño inducido por la anestesia sería parecido al sueño natural y que podría luchar por permanecer despierto, al menos durante un momento. Por la noche, aunque no podamos identificar el momento exacto en el que nos quedamos dormidos, sí somos conscientes de que poco a poco vamos cayendo en manos de Morfeo. La anestesia general, sin embargo, funciona como un interruptor. Fue una de esas experiencias que te dejan asombrado cuando las vives. Más asombroso aún es que, aunque sea un procedimiento usado a diario en todo el mundo, todavía no se conoce a ciencia cierta el mecanismo de la anestesia general.

No creo que sea el único que trata de imaginar cómo sería no despertarse de una operación o a la mañana siguiente. La muerte y el sueño siempre han estado entrelazados. En la mitología griega, Nix es la diosa de la noche, madre de dos gemelos: Hipnos (el sueño) y Tánatos (la muerte sin violencia). Ambos regalaban su descanso con un suave toque. Hipnos y su madre son a su vez los padres de Morfeo, el dios de los sueños.

Para Sócrates, la muerte podía ser el paso del alma a otro lugar donde estarían el resto de almas de personas ya fallecidas o, simplemente, el cese completo de la consciencia, un sueño infinito sin ensoñaciones. Dado que la consciencia es la base de la experiencia subjetiva y de la conciencia sobre uno mismo, es imposible para nuestro cerebro concebir tal experiencia de sueño eterno. Cuando imaginamos cómo sería experimentar algo, proyectamos nuestro yo en el futuro, pero tras el cese de toda actividad cerebral nuestro yo deja de existir. Es tan absurdo como preguntarse qué había antes del Big Bang. No hay un «antes»: el tiempo comienza con el Big Bang. De manera similar, no existe tal cosa como el sueño eterno, pues no hay un yo cuando el cerebro se apaga. Sencillamente nos disolvemos en el eterno olvido.