lunes, 30 de mayo de 2016

El Mar Mediocridad

–Are you just going to do the bare minimum and call it a day? Is that, like, what you do?

–You said it didn't matter, you said you didn't care.

–No one's caring about this. I'm just saying, like, it's just a matter of pride and, like, self-respect.

–Silicon Valley, S03E04

Fueron casi tres horas de gritos, acusaciones y discusiones absurdas, una de esas reuniones multitudinarias que acaban convirtiéndose en una letanía de quejas y aflicciones. La mayoría de los asistentes pretendía sacar el trabajo adelante lo antes posible, fuera como fuera, con tal de no oír más quejas de cliente. En tecnologías de la información «sea como sea» significa «chapuza vergonzosa que te estallará en la cara más adelante». Ninguno de ellos parecía consciente de que esa manera de hacer las cosas produce aún más acumulación de trabajo a la larga, lo cual hipoteca nuestra capacidad de afrontar aún más trabajo en el futuro. «Hipotecar» es la palabra perfecta aquí. En TI existe un concepto llamado «deuda técnica», la cual se produce siempre que se implanta una solución rápida o fácil en lugar de la óptima, que normalmente requiere más tiempo y esfuerzo. Igual que la deuda monetaria, si la deuda técnica no se paga (léase «corrige») se acumula con el tiempo, el sistema se hace más complejo y frágil, es más difícil y costoso hacer cambios en el futuro y corregir las goteras se convierte en una tarea que cada vez lleva más horas, hasta acaparar toda la jornada laboral. Sacrificar la calidad en aras de la velocidad es como pedir un préstamo rápido: parece una buena idea cuando surge una emergencia y estás bajo presión, pero tarde o temprano tienes que hacer frente a unos intereses que rayan en la usura.

Dudo que ninguno de los allí presentes conozca el concepto, lo cual es un primer indicio del nivel de profesionalidad existente. Por fortuna para mí, mi jefe estaba de mi parte en la defensa de unos estándares de calidad. El colmo de la discusión fue cuando los adalides del trabajo basura trataron de echar abajo las medidas que se iban a implantar para medir la calidad del trabajo y el rendimiento de cada uno con objeto de saber si se mejora o no con los nuevos procedimientos que se van a adoptar.

Yo soy un trabajador mediocre. Mis conocimientos técnicos son muy limitados, soy despistado y desorganizado, no tengo ninguna creatividad, me cuesta horrores trabajar en equipo y, en general, relacionarme con mis compañeros. Aprendo despacio, tiendo a dispersarme, tengo poca paciencia con quienes no saben hacer su trabajo y no aguanto bien la presión. Sin embargo, poseo cierta curiosidad intelectual que me lleva a estar al día y aprender cosas nuevas continuamente, así como a investigar cómo se trabaja en compañías de éxito o que destacan por su buen hacer. Además, me gusta el trabajo bien hecho lo cual, como descubrí hace tiempo, en el mundo laboral no es una virtud, sino una tara.

Cuando empecé mi carrera era muy joven e ignorante para verlo pero actualmente soy bastante consciente de la mediocridad que llena el mundo laboral. Si puedo percibirla tan claramente es porque, para empezar, no soy lo suficientemente bueno como para trabajar con los mejores, así que no puedo sino desenvolverme en el Mar Muerto. No obstante, tengo un puñado de buenos amigos muy competentes, los cuales a su vez trabajan con gente aún más brillante. Entre sus historias y la facilidad con que internet te permite conocer el nivel que hay más allá de tu círculo próximo me hago una idea más precisa de lo torpe que soy.

En el Mar Muerto (y seguro que ocurre en todos los oficios y profesiones), buena parte de los empleados trabaja lo justo, no tiene ninguna iniciativa, no juega en equipo y no es capaz de hacer un esfuerzo extra. Lo peor es que es entendible si tenemos en cuenta los bajos salarios, los escasos recursos, los plazos imposibles y otras limitaciones que le son propias a toda profesión.

Independientemente de cuánto se esfuercen, en toda empresa hay un nutrido grupo de asalariados que pueden llamarse trabajadores «paloma». Son aquellos que han aprendido a apretar cuatro teclas en el orden correcto para cobrar la nómina a fin de mes. Hace poco me pasaron una presentación de un tipo que trabaja en recursos humanos de empresas tecnológicas que se refería a estos trabajadores como wage slaves y daba pistas para identificarlos (mayúsculas en el original):

Sandwiched between the young and untainted and the grizzled war veterans is a vast sea of The MEDIOCRE. Mediocrity comes in all shapes and sizes but the most troublesome form is from people who have ACCEPTED it.
  • They know their market value and perform exactly to it and no more
  • They are opportunistic about dressing their resumes or getting a 5% raise by job hopping
  • “Balance” is their priority in life... they see their job as WORK that they need to do in order to pay their bills and pursue the interests that they are ACTUALLY passionate about
  • They are generally specialists who have stopped learning. They have entrenched habits and attitudes that can’t be changed.
  • The can cost more to have on a team than the incompetent because it’s often more work to fire them than it is to manage around them and they are proficient at lingering near the boundary of productivity.
Después tenemos esos compañeros voluntariosos dispuestos a esforzarse cuanto sea necesario. Sin embargo, en esto de la informática (y en tantos otros empleos) no basta con trabajar más; hay que trabajar mejor. En la práctica, si la empresa va bien la carga de trabajo es infinita, pues siempre hay algo nuevo que hacer o algo viejo que mejorar. Completar las tareas pendientes a base de echar más horas es una receta absoluta hacia el fracaso:

[I]n the long run, working overtime is a terrible strategy to scale your productivity. As you work longer hours for extended periods of time, your mental capacity decreases; your creativity drops; and your attention span, field of vision, and ability to make decisions all degrade. In addition, you are likely going to become more cynical, angry, or irritable. You will resent people who work less than you do; you will feel helpless or depressed in the face of an ever-growing pile of work. You may even begin to hate what you used to love doing or feel anxious, with the only way to repress this anxiety being to work even harder.

[...] Your time is one of the most precious and nontransferable values you have. You are spending it at a constant rate of 60 minutes per hour, and there is no way to scale beyond that. Instead of trying to work longer hours, you need to find ways to generate more value for your customers, business, and peers within the safety zone of 40 hours per week. Although it may sound like an empty slogan, you truly need to learn to work smarter, not harder.
La gran carga de trabajo presente ciega a muchos de estos compañeros motivados. No ven nada más que la lista de tareas pendientes y luchan por darle salida, sin parar a preguntarse si habría una forma mejor o más rápida de hacer sus labores. A veces son conscientes de que la hay pero se quejan de que no tienen tiempo para ponerla en marcha, con lo que siguen inundados de trabajo. Hay una viñeta que lo refleja perfectamente:


Por desgracia, ante los plazos apretados la mayoría sacrifica la calidad y aplica un parche tras otro encima de una chapuza tras otra. Confían en un futuro (que nunca llegará) en que tendrán tiempo disponible para poder revisar el apaño de hoy. A nadie le importan las consecuencias a medio y largo plazo. Es la condición humana.

Aunque entiendo los incentivos que muchos tienen para ser así me molesta que se justifique la mediocridad. Cuando en aquella reunión hablábamos de medir los errores de cada persona para ver si con el paso del tiempo se cometen cada vez menos uno de los asistentes puso el grito en el cielo. «Pues sí, soy humano y cometo errores», decía una y otra vez. Su falta de propósito de enmienda me irritó sobremanera. Que somos humanos y cometemos errores es tan evidente que no hace falta decirlo. Lo que hay que hacer (desde mi punto de vista) es tratar de mejorar y buscar la manera de equivocarse cada vez menos. Solo podremos estar seguro de que progresamos si tenemos pruebas, y ello significa medir. Siento fastidio siempre que alguien defiende su incapacidad con una excusa absurda y no muestra ningún interés en ser mejor, por más que tenga bueno motivos para ello.

Aún peor que justificar la mediocridad es reivindicarla, otro fenómeno que no se limita a la esfera laboral. He presenciado comportamientos inexcusables que el interfecto defendía bajo la premisa de que no hay buenas o malas personas, o que la gente que pone en entredicho sus actos son personas envidiosas y frustradas. Afeas una actitud fuera de lugar y te vienen con que tienen derecho a ser como les da la gana. Esos individuos se sienten completos y nunca dudan de sí mismos. Es el fenómeno Belén Esteban: llevar por bandera la vulgaridad. O, como lo llamó José Ortega y Gasset, el hombre masa, aquel que no se exige nada, que se contenta con lo que es y está encantado consigo. «El alma vulgar», escribió el filósofo español, «sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone dondequiera». Este tipo de persona se afirma a sí misma tal cual es, dando por buenos y completos su haber moral e intelectual.

Lo peor es que al hombre masa no se le puede sacar de ahí. La profesionalidad va con el carácter y, mucho me temo por mi experiencia, no puede enseñarse. Ser minucioso, esmerado, eficiente, organizado, ordenado y sistemático, sentir el deseo de hacer bien una tarea, aspirar al logro y cumplir lo mejor posible con nuestros cometidos son impulsos que solo pueden venir de dentro de cada persona. Desafortunadamente, quien no los tiene suele luchar contra aquellos que traten de inyectárselos (ibídem Ortega y Gasset):

Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho más funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás
Si una persona elige ser un trabajador mediocre o un ciudadano ignorante, allá él; no es asunto mío. Pero si debemos colaborar para sacar algo adelante, ya sea en el trabajo o en sociedad, que el mediocre trate de imponer su criterio zafio me parece aberrante, sobre todo cuando no tiene la capacidad de reconocer su mezquindad (ya saben, el efecto Dunning–Kruger). Por supuesto, esto se presta a todo tipo de debates sobre quién o cómo se determina lo que es mediocre. Mas estoy seguro de tres cosas. Primero, que si se les pregunta todos dirán que hay que hacer las cosas bien (y, seguramente, que ellos realizan un trabajo fino). Segundo, que cuando compramos un producto o contratamos un servicio esperamos recibir calidad. Y tercero, que la mayor parte de quienes piden una atención al cliente esmerada son los primeros en hacer su trabajo con desgana, aquellos que no sienten ningún orgullo ni respeto hacia lo que hacen para ganarse la vida.

lunes, 23 de mayo de 2016

Estás en mi sitio (II)

A mi juicio, el derecho natural de la propiedad de Locke es una de esas tradiciones filosóficas que ha llegado a nuestros días de forma incompleta, despojada de piezas fundamentales que le dieron sentido en su día. Su teoría se basaba en la teología cristiana: la ley natural es obra de Dios, así como cada uno de nosotros. Como criaturas creadas por Dios, le pertenecemos:

for men being all the workmanship of one omnipotent, and infinitely wise maker; all the servants of one sovereign master, sent into the world by his order, and about his business; they are his property, whose workmanship they are, made to last during his, not one another's pleasure
Dado que Dios nos crea a su imagen y semejanza, los seres humanos somos dioses en miniatura y, en consecuencia, somos dueños de aquello que creamos:

In Locke’s formulation, natural law dictates that man is subject to divine imperatives to live in certain ways, but, within the limits set by the law of nature, men can act in a godlike fashion. Man as maker has a maker’s knowledge of his intentional actions, and a natural right to dominion over man’s products. Provided we do not violate natural law, we stand in the same relation to the objects we create as God stands to us; we own them just as he owns us. Natural law, or God’s natural right, thus sets outer boundaries to a field within which humans have divine authority to act as miniature gods, creating rights and obligations of their own.
Si adoptamos un punto de vista secular, esta teoría pierde su sustento. Sostener que mezclar nuestro trabajo con el suelo (que nadie ha creado) nos convierte en sus propietarios puede verse como una falacia non sequitur. Tal como argumentaba Robert Nozick:

¿Por qué mezclar el trabajo de uno con algo que lo hace a uno su dueño? Quizás porque uno posee su propio trabajo y, así, uno llega a apropiarse una cosa previamente no poseída que se imbuye de lo que uno ya posee. La propiedad se esparce a los demás. Pero ¿por qué mezclar lo que yo poseo con lo que no poseo no es más bien una manera de perder lo que poseo y no una manera de ganar lo que no poseo? Si poseo una lata de jugo de tomate y la vierto en el mar de manera que sus moléculas (hechas radiactivas, de manera que yo pueda verificarlo) se mezclan uniformemente en todo el mar, llego por ello a poseer el mar ¿o tontamente he diluido mi jugo de tomate?
Nozick identificó otros problemas con esta teoría. ¿Por qué al mezclar mi trabajo con la tierra me convierto en dueño de la misma, y no solo de los frutos que he obtenido de ella? ¿Y cuáles son los límites de qué trabajo se mezcla con qué? (ibídem Nozick):

Si un astronauta privado desmonta un lugar en Marte, ¿ha mezclado su trabajo con (de manera que llegue a poseer) el planeta completo, todo el universo no habitado, o solamente un solar? ¿Qué acción pone un solar bajo su propiedad? ¿El área mínima (posiblemente desconectada), de modo que un acto disminuye la entropía en esa área y en ningún otro lado? ¿Puede una tierra virgen (para los propósitos de investigación ecológica de un avión que vuela a gran altura) quedar en propiedad según un proceso de Locke? Construir una cerca alrededor de un territorio, presumiblemente hará a uno propietario sólo de la cerca (y de la tierra que haya inmediatamente bajo ella).
Imagen de Wikimedia
Finalmente, Locke creía que Dios había entregado el planeta a la humanidad en su conjunto («to Adam, and to Noah, and his sons») por lo que cualquiera tiene derecho a la tierra y a sus frutos. Como vimos en el artículo anterior, Locke abogó por la apropiación de las tierras comunes siempre que se dejara «suficiente e igualmente bueno a los otros en común», es decir, siempre que nadie quedara excluido. Desde el mismo momento en que una persona se apropia del último metro cuadrado de terreno común un argumento a favor de la justicia distributiva es posible: todas las personas (y, por qué no, sus descendientes) tienen derecho a una compensación que equivalga al beneficio que habrían obtenido al cultivar el suelo que ya no está disponible.

Recordemos también que Lock estaba a favor del cercamiento de tierras porque los avances en productividad derivados de ello dejarían a la humanidad en su conjunto en una situación mejor. Sin embargo, basar la propiedad privada en un argumento consecuencialista o utilitarista (el bien común) de nuevo allana el camino a la defensa de la justicia distributiva y la redistribución de la riqueza a través de impuestos.

Hemos examinado la teoría de la propiedad de Locke con cierto grado de detalle porque es una de las más conocidas, pero no es la única. En el próximo artículo veremos algunas otras tradiciones filosóficas que tratan de justificar la propiedad privada.
Continuará.

lunes, 16 de mayo de 2016

Estás en mi sitio (I)

«Estás en mi sitio», repite Sheldon Cooper en la serie The Big Bang Theory cada vez que alguien se sienta en el lado izquierdo del sofá de su apartamento. En el episodio que cuenta cómo se conocieron Leonard y él vemos que su sitio es un lugar concreto del salón donde antes solo había una silla plegable. Cuando Sheldon explica por primera vez a su compañero de piso las bondades de aquella área le informa de que ese espacio se halla en estado perpetuo de «me lo pido». Al preguntarle Leonard si puede hacer eso Sheldon responde: «Cathedra mea, regula mae». Mi silla, mis reglas.

Foto de Zombie Leah
¿En qué se basa Sheldon para decir que ese es su sitio? En su momento Sheldon llegó a un apartamento vacío y colocó su silla donde mejor le pareció. Fue el primero en reivindicar aquella zona y, para él, eso es suficiente. Esto se conoce como teoría del primer ocupante o de la primera posesión: la propiedad de algo se justifica simplemente porque alguien lo reclamó antes que los demás. Esta teoría parte de la base de que la primera persona en un utilizar un recurso natural (por ejemplo, una parcela de terreno) se apropia de él sin expropiar a nadie.

Es sobre esta base sobre la que se resuelve también la propiedad de aquel esqueleto de un supuesto ángel encontrado por Lisa en Los Simpson. Al ser interrogado sobre quién es el dueño del descubrimiento, el abogado Lionel Hutz declara: «sin duda es un espinoso asunto legal sin más jurisprudencia que "el que lo haya encontrado, pa' él"». Tras oír eso, Homer carga el esqueleto en su coche y lo guarda en el garaje para que «se revalorice». Más adelante, en ese mismo capítulo, empieza a cobrar a los ciudadanos de Springfield por ver al ángel.

Que los vecinos de Springfield tuvieran que pagar para ver el esqueleto deja patente uno de las problemas de la teoría de la primera posesión que no era evidente en el caso del sitio de Sheldon: si bien el primer ocupante no desposee a nadie, lo cierto es que al convertirse en dueño del recurso puede perjudicar a otros si es que no queda nada para ellos. ¿Qué ocurriría si, en lugar de un ángel, Homer se hubiera apropiado del único pozo de agua del pueblo? ¿Sería lícito que solo por haber sido su descubridor pueda proclamarse su dueño y prohibir el acceso a él al resto de habitantes? Seguramente para muchos de ellos el mero hecho de haber sido el primero en llegar al pozo sería una justificación insuficiente para apropiarse de un recurso vital para todos.

Allá por el siglo XVI, en Inglaterra, se inició el primer cercamiento de tierras comunes, movimiento que tuvo su mayor desarrollo durante los siglos XVIII y XIX. Las leyes de cercamiento supusieron la sustitución de los derechos comunales por los de propiedad privada: numerosas hectáreas de tierras de libre disposición pasaron a manos de terratenientes. Como resultado, muchos pequeños campesinos perdieron su forma de vida y hubieron de trasladarse a las ciudades para poder ganarse la vida o convertirse en jornaleros.

El filósofo John Locke apoyó este movimiento. Para él, las ganancias en productividad serían tan grandes que todos estarían en una situación mejor que si la tierra de cultivo continuara siendo una propiedad comunal. Sin embargo, entendió que no bastaba con colocar un cercado o hacer como Sheldon y decir «me lo pido» para adquirir la propiedad de una parcela de tierra que antes era de todos. Para este filósofo la clave residía en apropiarse de la tierra de forma productiva, esto es, labrarla de manera que el trabajo de la misma incrementara el número de bienes disponibles para la sociedad. En su Segundo Tratado del Gobierno escribió (el énfasis es mío):

Though the Earth, and all inferior creatures, be common to all men, yet every man has a property in his own person. This no body has any right to but himself. The labour of his body, and the work of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever then he removes out of the state that Nature hath provided, and left it in, he hath mixed his labour with, and joyned to it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him removed from the common state Nature placed it in, it hath by this labour something annexed to it, that excludes the common right of other men: for this labour being then unquestionable property of the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least where there is enough, and as good, left in common for others.
O como resume Murray Rothbard:

Crusoe encontró en su isla una tierra virgen, sin cultivar, una tierra no utilizada ni controlada por nadie y, por tanto, sin propietario. Al descubrir los recursos de la tierra, al aprender a utilizarlos y, en especial, al transformarlos mediante una remodelación más utilizable, Crusoe —según una frase memorable de John Locke— «mezcló su trabajo con el suelo». Al actuar así, al estampar el sello de su personalidad y de su energía en la tierra, la convirtió, de manera natural, a ella y a sus frutos, en su propiedad. Por tanto, el hombre aislado posee lo que usa y transforma. No se da en estos casos el problema de lo que debería ser la propiedad de A frente a la de B. Es, ipso facto, propiedad de un hombre aquello que este hombre produce, es decir, lo que transforma, mediante su esfuerzo personal, en utilizable. Su propiedad sobre la tierra y los bienes de capital se van extendiendo a través de las diferentes fases de producción, de modo que Crusoe acaba por convertirse en dueño de los bienes de consumo que ha producido hasta que éstos desaparecen, una vez consumidos.
El argumento de Locke combina la teoría del primer ocupante con la importancia moral del trabajo. Dice, en resumen, que la tierra es de quien la trabaja. A partir de esa apropiación primigenia las personas comienzan a intercambiar los excedentes de su trabajo dando lugar a los mercados, donde se transfieren los derechos de propiedad de los bienes de una persona a otra de forma pacífica.

Continuará.

lunes, 9 de mayo de 2016

Al César lo que es del César (y II)

No es más que la verdad sencilla cuando decimos que el debate sobre la licitud de los impuestos viene de antiguo, tal como atestigua aquel célebre pasaje de la Biblia en el que Jesús es consultado sobre el pago de tributos:

Entonces se fueron los fariseos y deliberaron entre sí cómo atraparle, sorprendiéndole en alguna palabra. Y le enviaron sus discípulos junto con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con verdad, y no buscas el favor de nadie, porque eres imparcial. Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito pagar impuesto al César, o no? Pero Jesús, conociendo su malicia, dijo: ¿Por qué me ponéis a prueba, hipócritas? Mostradme la moneda que se usa para pagar ese impuesto. Y le trajeron un denario. Y Él les dijo: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Ellos le dijeron: Del César. Entonces Él les dijo: Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Al oír esto, se maravillaron; y dejándole, se fueron.
Aunque la época de los césares ha quedado relegada a los libros de Historia en el mundo moderno el dinero sigue siendo creado por los gobiernos. Los bancos centrales acuñan moneda, imprimen billetes, distribuyen ambos y recogen la moneda anticuada o deteriorada. Todas esas funciones conllevan un coste. Por tanto, es posible pensar en los impuestos como el gasto que imponen los gobiernos sobre el uso de ese instrumento de intercambio y almacén de valor que ponen a disposición de los ciudadanos. Según este argumento, el dinero pertenece al Estado, el cual nos cede el usufructo como registro de nuestro trabajo, pero nunca pierde la propiedad sobre él y está en su derecho de reclamarlo para sufragar los costes de creación y mantenimiento.

Foto de Ángel M. Felicísimo
Una objeción evidente a la tesis anterior es que la recaudación fiscal no se dedica únicamente a pagar los costes relacionados con la gestión del dinero. Los presupuestos de algunos gobiernos reservan explícitamente ciertas cantidades para otros fines: defensa militar, sanidad, educación o sueldos de empleados públicos. No obstante, el argumento examinado aún podría seguir siendo válido: el dinero es propiedad del gobierno, que es quien lo fabrica, y puede reclamarlo para destinarlo a los fines que crea conveniente. El problema es que los Estados utilizan la coerción para establecer su monopolio sobre el papel moneda. Obligar a los demás a utilizar un producto o servicio y exigirles un pago por ello se parece demasiado a la extorsión.

El robo consiste en quitar a una persona algo que le pertenece por medio de la violencia o la intimidación o utilizando la fuerza. Que el gobierno nos reclame una cantidad de dinero bajo la amenaza de penas de cárcel parece encajar perfectamente en esta definición. A no ser, claro está, que ese dinero que nos piden no sea nuestro. La definición de robo va a asociada a la de propiedad, de manera que nuestra visión de los impuestos puede cambiar según cómo concibamos la idea de la propiedad.

¿Por qué creen ustedes que el dinero que reciben a cambio de su trabajo es suyo? Quizá sea porque los seres humanos tenemos un derecho natural e inviolable sobre el fruto de nuestro trabajo. O quizá sea porque el marco legal así lo establece: mi dinero es mío porque está en un banco a una cuenta a mi nombre, y por ley nadie más que yo puede acceder a dicho dinero. Si alguien lo hiciera yo estaría en mi derecho de reclamar al gobierno que, a través del poder judicial, dicho dinero me sea devuelto.

Si consideramos la propiedad como un constructo legal, es decir, como un concepto obra de la mente humana, entonces el derecho sobre nuestros ingresos antes de impuestos ya no es tan firme. La idea es más o menos como sigue. La propiedad está definida por las leyes, y las leyes incluyen reglas fiscales sobre el pago de impuestos. Por tanto, el dinero que podemos llamar nuestro no son los ingresos brutos, sino el montante final después de haber pagado impuestos. Este es, resumido con una brevedad escandalosa, el argumento defendido por Thomas Nagel y Liam Murphy:

Private property is a legal convention, defined in part by the tax system; therefore, the tax system cannot be evaluated by looking at its impact on private property, conceived as something that has independent existence and validity. Taxes must be evaluated as part of the overall system of property rights that they help to create. Justice or injustice in taxation can only mean justice or injustice in the system of property rights and entitlements that result from a particular tax regime.
Y más adelante continúan:

Since that system includes taxes as an absolutely essential part, the idea of a prima facie property right in one's pretax income—an income that could not exist without a tax-supported government—is meaningless. There is no reality, except as a bookkeeping figure, to the pretax income that each of us initially ―has,‖ which the government must be equitable in taking from us.
Por tanto:

Property rights are the product of a set of laws and conventions, of which the tax system forms a part. Pretax income, in particular, has no independent moral significance. It does not define something to which the taxpayer has a prepolitical or natural right, and which the government expropriates from the individual in levying taxes on it. All the normative questions about what taxes are justified and what taxes are unjustified should be interpreted instead as questions about how the system should define those property rights that arise through the various transactions—employment, bequest, contract, investment, buying and selling—that are subject to taxation.
En resumen: según Nagel y Murphy no existen derechos de propiedad independientes del sistema de impuestos y, a consecuencia de ello, los impuestos no pueden violar tales derechos. El debate político pasa entonces de consistir en cuánto nos roba el gobierno a cómo las leyes, incluyendo el sistema de impuestos, determinan qué es nuestro.

Otros argumentos que legitiman el cobro de impuestos son posibles, aunque no los examinaremos en profundidad. Por ejemplo, es posible considerar los tributos como el pago que exige el gobierno a los ciudadanos por vivir en su territorio, una especie de alquiler. También pueden verse como el precio a pagar por los servicios que el gobierne ofrece y a los que aquellos ciudadanos que deciden no emigrar dan su consentimiento implícito. Adicionalmente, cabe sostener que los impuestos son una forma de aumentar la libertad de los más desfavorecidos o una obligación para con la comunidad.

Como todos los argumentos, estos últimos también son discutibles y descansan de nuevo en qué entendemos por propiedad legítima. Que las leyes tributarias sean una sustracción de la propiedad legítima contra cuyo cumplimiento cabe objetar en conciencia depende de si creemos que nuestro derecho de propiedad es algo natural o adquirido, una cuestión que quizá valga la pena examinar más a fondo.