No es el tipo de libro que suelo leer, ni acostumbro a hacer reseñas de libros individuales. Así que hoy les traigo dos excepciones por el precio de una. La obra en cuestión se titula
El dilema: 600 días de vértigo, de José Luis Rodríguez Zapatero. Sí,
ese Zapatero. El expresidente del gobierno español. Ya. Lo sé.
Son varias las razones por las que me interesaba el libro. Cualquier presidente de gobierno es blanco fácil para la crítica, pues están muy expuestos y de alguna manera u otra siempre acaban metiendo la pata. Habitualmente la razón que suele aducirse para ello es, sencillamente, que son idiotas. Obviamente, en tanto que humanos eso es cierto; ya lo hemos
hablado varias veces en este blog. Pero aunque los primeros ministros tengan un intelecto limitado lo cierto es que cuentan con amplios (a veces demasiado) equipos de expertos para asesorarles; es de esperar que los puntos ciegos intelectuales de unos se cancelen con los de otros. Así pues, me interesaba conocer las circunstancias, información disponible y los razonamientos que le llevaron a tomar las decisiones que tomó. A menudo, cuando se tienen todos los datos uno concluye que hubiera hecho lo mismo, o comprende que no había un curso de acción claro. Siempre es interesante conocer las explicaciones de alguien para sus actos, si bien (como también
hemos discutido anteriormente) hemos de ser escépticos. Y no perdiendo de vista, claro está, que uno elige lo que desvela y lo cuenta según le es más favorable.
A las razones anteriores se suma la simple curiosidad morbosa de un servidor: me pregunto cómo serán en persona Obama, Merkel y demás estadistas, de qué hablarán en las reuniones que mantienen y en qué tono, etc. En este aspecto el autor no es que se prodigue. Lo más reseñable al respecto es la cena del G-20 que tuvo lugar en Cannes a principios de noviembre de 2011:
«La ofensiva para que, allí mismo, Italia aceptase una ayuda financiera del FMI, y ésta se anunciase al mundo, fue, en efecto, intensísima. Sarkozy, Merkel, Barroso, Van Rompuy y Obama, todos ellos, se emplearon a fondo. Los argumentos eran coincidentes, los estilos, los propios de la personalidad de cada uno de los líderes. Sarkozy, vehemente; Merkel, rocosa; Barroso, incisivo; Van Rompuy, frío; Obama, respetuoso pero firme.
[...] En el debate hubo momentos de tensión, serios reproches, invocaciones a la historia, hasta recordatorios cruzados del papel de los aliados tras la segunda guerra mundial… Palabras mayores, argumentos que tocaban la médula de cada país. Y es que a veces los líderes y los socios políticos de las democracias consolidadas son capaces de decirse las cosas de una forma que la opinión pública no podría imaginar. Sobre todo, si nos atenemos a las fotografías de familia al uso y a los discursos prefabricados. En ocasiones, se siente el vértigo de la historia, la gigantesca responsabilidad que supone gobernar. Y debo decir que, en general, aunque los debates sean crudos y la tensión muy elevada, se preserva el respeto.
En la cena hubo momentos de intensidad inolvidables. Me impresionó singularmente que en una fase de la discusión algunos líderes europeos llegaran a esgrimir los agravios producidos en la posguerra. Fue sólo un destello, pero por un momento parecía que la dramática división europea del siglo pasado aún proyectaba sus consecuencias.»
Siempre que un famoso publica un libro cabe preguntarse si realmente lo ha escrito aquel cuyo nombre figura en la portada o uno de esos «negros» que Ana Rosa hizo famosos. Por el estilo diría que, o bien el texto de verdad ha salido de manos del expresidente, o no había mucho dinero para invertir en «negros». No es ninguna joya de la literatura, si bien tampoco es lo peor que he leído (ese título lo disputan Robert Kiyosaki y Josef Ajram). Lo más insufrible es, por un lado, la corrección diplomática, tan artificial, a la hora de describir personajes y argumentos; y por otro, los numerosos párrafos de discurso político enlatado, típicos de los debates en el Congreso y las ruedas de prensa, pasajes inanes y vacíos de todo contenido. Cosas del talante, ya saben. No olvidemos que este hombre fue el que propuso una alianza de civilizaciones. Por momentos dan ganas de crujirle la taba para que espabile y hable como una persona normal.
Que Zapatero vive en su propia burbuja (como cualquier otro político, en cualquier caso) quedó claro cuando dijo aquello de que un café costaba ochenta céntimos. Al leer el libro uno percibe cuán lejos están estos prohombres de la realidad de aquellos a quienes gobiernan, quienes no se creen ni una palabra de lo que nos cuentan y para quienes las prioridades son tan distintas. Poco o nada interesa a quien ha perdido su empleo quién gana o pierde los debates con la oposición.
El libro se centra en cuatro fechas principales, en este orden: la crisis de deuda de 2010, la contracción del crédito de 2008, la crisis global de 2009 y la crisis griega de 2011. En cada capítulo Zapatero da cuenta de buena cantidad de datos económicos en los que sustentaba su optimismo (ese dichoso reduccionismo
numérico que analizamos largo y tendido). Cuando el sistema financiero explotó en 2008, España contaba con un superávit que –pensaba el autor– sería colchón suficiente para sobrevivir el 2009. Cuando empezó la crisis de deuda soberana, el PIB había vuelto a crecer y el empleo caía a menor ritmo. La productividad por hora aumentaba. El porcentaje de personas cubiertas por prestaciones por desempleo ascendía. Y así siguiendo. Siempre tiene algo a lo que aferrarse, a pesar de que el paro se disparaba, igual que lo hacían la prima de riesgo, el déficit público y la deuda externa.
El mismo Zapatero reconocer ser un optimista y defiende ese rasgo de su carácter, asegurando que su gestión de la crisis en nada se vio afectada por ese sesgo:
«Es cierto que siempre he tenido una visión optimista de la realidad. Es mi forma de ser y de aproximarme a los demás. Siempre he percibido más virtudes que defectos en nuestra sociedad. [...] No ignoro que ese optimismo me ha costado críticas, ha podido percibirse como inoportuno cuando las cosas se torcían, y ha dado bazas a los adversarios para abundar en una determinada representación de mi personalidad política. En épocas de bonanza el optimismo es simplemente un rasgo de carácter. En épocas de crisis se percibe como un irritante defecto.
No sería sincero si no reconociese que mi optimismo se atemperó a medida que la crisis iba mostrando su virulencia. Así fue, así ha sido. Pero sigo abjurando de quienes usan el pesimismo como una imprescindible, y muchas veces cómoda, credencial del esfuerzo intelectual de aproximación a la realidad.»
Personalmente, la impresión que me queda tras haber leído el libro es la contraria. A cada paso de la crisis este hombre parece confiar demasiado en las buenas noticias. La sensación que transmite es que siempre es capaz de dar con buenos datos macroeconómicos que de algún modo haría que la crisis se resolviera con el tiempo, y que los datos malos eran temporales o de poca importancia. Casi en ningún momento se para a pensar en lo peor. Un buen ejemplo de esto es el sistema financiero de nuestro país. Los bancos españoles no estaban tan expuestos a los activos tóxicos como otros bancos europeos, por lo que no eran preocupantes para su gobierno. Si finalmente hubo que rescatar alguna caja tal como ocurrió fue, sostiene el expresidente, porque la crisis duró más de lo previsto. Esta incapacidad de contemplar escenarios mucho peores es típica del sesgo optimista. Mal que le pese al exjefe de gobierno el pesimismo es
necesario, y más aún cuando uno es consciente de que cojea del lado contrario. «Espera lo mejor pero prepárate para lo peor». Desde mi punto de vista hacer lo primero y obviar lo segundo es una mala política.
Sus palabras también vienen a confirmar ese otro rasgo de personalidad que siempre ha destilado en público: la de ser un hombre sin sangre, de carácter algo débil. No parece ser un gran negociador, algo que estimo muy necesario en un cargo de sus características. Él mismo reconoce haberse quedado quieto y mudo en la cena del G-20 antes referida para tratar de pasar desapercibido y que no volvieran a insistirle en que España pidiera el rescate. La imagen que me evocó fue la de un estudiante cualquiera (todos lo hemos hecho) que mira con inusitada atención su libro y sus apuntes a sabiendas de que un cruce de miradas con el profesor puede significar salir a la pizarra a que te pregunten la lección. Uno espera una personalidad más fuerte de aquel a cargo del timón. Quizá otro gallo le cantaría a España de contar con presidentes capaces de mantener sus calzoncillos limpitos y los pantalones a la altura de la cintura.
«La crisis» escribe Zapatero «también ha puesto de manifiesto que la arquitectura de la UE, y en particular de la zona euro, adolecía de importantes defectos de concepción». Por lo que cuenta la Unión Europea parece reducirse en la práctica a Alemania y Francia junto al BCE, hasta el punto de que los primeros ministros de ambos países se reúnen por separado entre ellos antes de las crisis para definir la política a seguir:
«En el modelo político y económico de Unión Europea, Francia se sitúa más cerca de los países del sur. Pero, fiel a su pacto de reconciliación con Alemania tras la segunda guerra mundial, que dio lugar al nacimiento de la UE, mantiene siempre una fidelidad incuestionable con la potencia germánica. No recuerdo que en el seno del Consejo hubiese ningún momento de tensión dialéctica entre Merkel y Sarkozy, apenas algún chispazo ocasional.
Los dos llegaban a los Consejos con un esquema acordado de respuesta a cada situación. Y, cuando en el transcurso de los debates había que definir las posiciones para formular los acuerdos concretos, se reunían bilateralmente. Si algo se bloqueaba, los colaboradores de Merkel y Sarkozy, o ellos mismos, buscaban el punto de encuentro; a veces, con presencia del presidente del Consejo, del presidente de la Comisión e incluso del presidente del Banco Central.»
No les sorprenderá saber que esos dos países los de mayor PIB de la Eurozona en proporción al total. Quien tiene el dinero manda, como de costumbre.
Otro de los problemas que ha nos ha afeado esta crisis ha sido, concluye ya en el epílogo, la globalización y sus desequilibrios, en especial el mercado financiero global. Según Zapatero los mercados son presas fáciles del pánico, están motivados por objetivos a corto plazo y su información sobre un país está muy condicionada por la que aparece en los grandes medios de comunicación internacionales con prestigio en temas económicos. Además de eso el mercado permite que el dinero se puede mover de un lado a otro del planeta a gran velocidad dejando a un país sin financiación. Para una contrargumentación de todo ello pueden consultar el
libro de Lacalle.
No hay que olvidar nunca, al comentar un texto, hacer referencia a las omisiones. Por el fenómeno «lo que ves es todo lo que hay» que
ya vimos una discusión tiende a centrarse en lo que se dice. Los políticos lo saben instintivamente y solo hablan de lo que les interesa, dejando el resto bajo la alfombra; de ahí que sea importante sacar a colación cualquier otro tema relevante. En el caso que nos ocupa no hay, en las más de trescientas páginas, ni una sola referencia a los desahucios, la corrupción o a las propuestas de reforma del sistema político y las administraciones. El 15M, verbigracia, sale mencionado una vez, y de pasada.
Entre las curiosidades del libro me quedo con las citas extraídas de libros que también forman parte de mi biblioteca, como
Pensar rápido, pensar despacio de Daniel Kahneman,
El triunfo del dinero, de Niall Ferguson o
Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera, de Rogoff y Reinhart. Me quedo también con la alusión al libro
Rumorología. Cómo se difunden las falsedades, por qué nos las creemos y qué se puede hacer, de Cass R. Sunstein que no he leído pero parece interesante, y también es citado por Taleb en
Antifrágil.
Este el primer libro que leo de este tipo (y quién sabe si el último) así que no tengo nada con qué compararlo, pero personalmente esperaba más detalle y menos discurso de rueda de prensa. La sensación final que deja tras su lectura no es nada halagüeña para el ciudadano de a pie: es evidente que esta gente está más preocupada por ganar el juego político en el que se hallan inmersos que en regir los asuntos públicos del Estado de forma conspicua.