A mi abuelo le encantaba el queso.
Hasta bien entrada la adolescencia siempre veraneaba en la aldea natal de mi padre, una casita perdida en medio de los montes de Lugo, en Galicia. Mis hermanas y yo pasábamos allí los días cuidando de los animales de la granja y correteando por los prados. Con mi abuelo aprendí a ordeñar vacas, a segar y rastrillar la hierba con la que alimentarlas, a dar de comer a cerdos, gallinas y corderos, a cortar leña y a hacer pan. Es curioso cómo a veces pasan por vacaciones lo que es trabajo en toda regla. Aún hoy mi padre no para quieto cuando vuelve a esa casa, yendo de recoger cosas del huerto a recolectar miel de las colmenas, mientras mantiene de paso el fuego del horno.
Se fue de a poco, mi abuelo. Durante el último par de años había que bañarle, levantarle y acostarle. No siempre era capaz de comer él solo. Por desgracia llevaba los últimos meses deslizándose por la pendiente de esa enfermedad que todo lo borra. Cuando le vi por última vez -no hace ni treinta días atrás- ya no reconocía a nadie salvo en momentos puntuales de lucidez, cada vez más espaciados. Hablaba, pero eran solo palabras sueltas en un débil susurro. Solía mantener una sonrisa infantil cuando conversabas con él. Ni rastro del mal genio que decían que gastaba; con nosotros siempre fue encantador.
Lamentablemente, en las dos últimas semanas su estado empeoró rápidamente. Ya no se podía mantener sentado, por lo que estaba en la cama todo el día. Después dejó de comer, y hubo que alimentarle con jeringuillas llenas de zumo. Al final dejó de beber también. El pasado domingo, dieciséis de septiembre de 2012, a eso de las nueve y media de la noche, su respiración se desvaneció como lo hacen las canciones, fundiéndose lentamente con el silencio. Le rodeaban su mujer y tres de sus cinco hijos. Tenía ochenta y nueve años recién cumplidos.
Nunca antes había perdido a un miembro cercano de mi familia, y solo una vez había estado en un velatorio, el del padre de mi mejor amigo. «Parece un muñeco» fue lo primero que pensé cuando vi el cadáver de mi abuelo en el tanatorio. Había adelgazado mucho, se le notaba consumido por tantos días sin comer. Para colmo, la persona que preparó el cuerpo no debía de ser muy diestra; mis tíos se quejaban de que no parecía él. Aún así estaba elegante con su traje y su corbata, su pose señorial y el rosario entrelazado entre sus manos -antes recias, ahora huesudas-. «Nuestro más sentido pésame», «es ley de vida», «ahora descansa» y otros tópicos del mismo tenor formaron la retahíla de condolencias del velatorio, fórmulas al uso para un momento en el que en realidad no hay nada que decir. Finalmente lo enterramos en el panteón familiar que él mismo construyó allá por la década de los sesenta. Su cuerpo reposa ahora en el hueco inferior del lado derecho. Sin duda fue el acto físico de meter allí el ataúd la peor parte de todo el proceso. Hay algo terrible en ello que no puedo explicar.
Mi abuelo trabajó todos los días de su vida hasta que los problemas en sus piernas le obligaron a quedarse sentado. Era otro tipo de trabajo, de aquel en el que uno mismo se queda con los frutos de su esfuerzo. Cuando yo era pequeño casi todo lo que se comía en aquella casa era hecho allí: frutas, verduras, pan, leche, carne, huevos... y el queso, ese queso de fortísimo sabor que hacía siempre de postre, el cual mi abuelo cortaba con la navaja que llevaba encima a todas horas (una navaja de las de pueblo, fabricada en la cuchillería del pueblo), acompañándolo de pan o miel, según la apetencia del momento. Todos los años volvíamos de allí con el maletero convertido en improvisada despensa, acomodando como se podía las maletas entre las viandas. A mí me daba un poco sensación de saqueo.
No obstante, los mejores frutos que han salido de aquella casa han sido mi padre, sus dos hermanos (uno de los cuales es mi padrino) y sus dos hermanas (una de las cuales es mi madrina), todas ellas personas fuertes, trabajadoras y solícitas que ahora dan continuidad a ese haz de pensamientos, pasiones y emociones que fue su padre.
Una vez leí que a menudo la muerte se considera una falta de consideración para con los vivos. Sea como sea, ahora toca ocuparse de los que se quedan. Especialmente de mi abuela, que tras sesenta años de matrimonio ha perdido, en un sentido bastante literal, una parte de sí misma. En las parejas que llevan mucho tiempo formadas la mente de uno se extiende hacia la del otro y ambas se entrelazan, hasta el punto de que comparten espacio en sus cabezas para guardar los recuerdos del otro, se influyen mutuamente y piensan de forma conjunta.
«¡Qué triste!» suspiraba la pobre mujer tras la misa mientras mi hermana y yo la acompañábamos de nuevo al coche, sujetándola cada uno de un brazo. Aunque soy ateo la acompañé en silencio durante su rezo del rosario con la ingenua esperanza de repartir un poco la carga del dolor. Su hermana también estaba allí y, al igual que mi abuela, ha perdido a su marido este verano. Me temo que la mayor esperanza de vida de las mujeres lleva consigo la maldición de ver morir a los hombres que quieren.
Al contemplar aquel féretro por primera vez sentí rabia. Tuve ganas de liarme a patadas con todo. Por el dolor de los seres queridos allí reunidos. Porque no podré volver a ver a aquel hombre sentado en su rincón habitual de la mesa disfrutando del vino y el queso. Por mis primos pequeños, que han perdido a su abuelo tan pronto y no podrán aprender de él lo que yo aprendí. Por el absurdo, la banalidad y el sinsentido de la existencia humana.
La sensación que tengo ahora es que la vida se reduce a ver morir a los que te rodean -algunos de los cuales te importan, muchos otros que no- para después, algún día, morirte tú. Y cada noche, mientras intento quedarme dormido, me pregunto quién será el siguiente.