lunes, 9 de enero de 2017

Guías para la vida

La semana pasada mencioné Flight rules, el libro donde la NASA recopila todo lo que aprende sobre sus misiones. Supe de tal libro a través de la autobiografía del comandante Chris Hadfield titulada Guía de un astronauta para vivir en la Tierra (An Astronaut's guide to life on Earth). En estas memorias, además de relatar su carrera profesional, este astronauta ya retirado habla de qué lecciones cultivadas en su trabajo aplica en su vida diaria. Algunas son muy generales y sobradamente conocidas, como tener una actitud positiva y abierta, «disfrutar el viaje» (no celebrando solo la consecución o el logro), ser humilde y trabajar en equipo. Otras son más particulares, como prestar atención a esos pequeños detalles que parecen no tener importancia pero que a la larga pueden desencadenar un desastre.

Existen muchos libros por el estilo, donde personas que alcanzan cierta cota de éxito en un campo (normalmente llamativo o diferente) destilan qué herramientas, comportamientos o actitudes de dicho campo pueden ser útiles en otros aspectos de la vida. Así, el conocido entrenador de fútbol Jorge Valdano habla de liderazgo y gestión de equipos para empresas. John Walker, el creador de la multinacional de software Autodesk, creó su propia dieta para perder peso (The Hacker's Diet) utilizando una aproximación desde el punto de vista de la ingeniería de software y la gestión empresarial. Uno de los fundadores de Linkedin es autor de un popular libro sobre cómo aplicar estrategias de emprendedor a nuestra carrera profesional. Existe otro sobre cómo gestionar nuestra lista de tareas pendientes adaptando el método de producción de Toyota. Finalmente, hay quien propone gestionar a su familia como si fuera una empresa.

La aplicación de los análisis post mortem a nuestros proyectos personales de la que hablé en el último artículo sigue esta tradición. No obstante, siempre cabe preguntarse hasta qué punto las lecciones son extrapolables de un campo a otro. Creo que a menudo olvidamos que las herramientas, ya sean físicas o cognitivas, se utilizan dentro de un contexto. Fuera de él, es posible que sean inútiles o incluso contraproducentes. Un coche de Fórmula 1 no sirve para movernos por la ciudad, y los consejos que pueda darnos un piloto de ese tipo de vehículos son en su mayor parte inservibles, pues ni la calle es un circuito ni los utilitarios se comportan igual que los coches de carreras.

Consideremos, verbigracia, la dieta del hacker diseñada por Walker, la cual considera el cuerpo humano como un sistema industrial:

when it comes to gaining and losing weight, the human body is remarkably akin to a rubber bag. Fad diets and gimmick nutritional plans obscure this simple yet essential fact of weight control: if you eat more calories than you burn, you gain weight; if you eat fewer calories than you burn, you lose weight.
Esa era una aproximación típica a la pérdida de peso cuando se publicó la primera edición de esta dieta pero en el tiempo transcurrido desde entonces hemos sabido que no todas las calorías son iguales. Mejorar la composición corporal y –más importante aún– mantener la pérdida de peso a largo plazo son cuestiones que no dependen solo de la diferencia entre calorías consumidas y calorías gastadas. Una forma más apropiada de afrontar este problema sería enfocarlo como una persona que opera un sistema ya que el componente individual es sumamente importante.

Analicemos ahora el consejo de Hadfield de estar siempre preparados para el desastre. Los astronautas son entrenados para resolver cualquier imprevisto (siempre que esté dentro de sus posibilidades, claro). Repiten una y otra vez los procedimientos que hay que realizar cuando el traje espacial tiene una fuga, cuando falla un motor de la aeronave, cuando no se desprende un módulo en el despegue, etcétera. Es por ello que este antiguo comandante de la ISS recomienda anticiparse a los problemas en la vida diaria:

You don’t have to walk around perpetually braced for disaster, convinced the sky is about to fall. But it sure is a good idea to have some kind of plan for dealing with unpleasant possibilities. For me, that’s become a reflexive form of mental discipline not just at work but throughout my life. When I get into a really crowded elevator, for instance, I think, “Okay, what are we going to do if we get stuck?” And I start working through what my own role could be, how I could help solve the problem. On a plane, same thing. As I’m buckling my seat belt, I automatically think about what I’ll do if there’s a crisis.
Suena quizá algo exagerado, bastante agotador (hay muchas tragedias acechando en la vida diaria) y un poco iluso (sin un entrenamiento de verdad probablemente haya mucha diferencia entre lo que pensamos que haríamos en caso de incendio en el avión y lo que de verdad haríamos).

Aún así, anticipar los problemas en el día a día no es una lección desdeñable: no me parece mala idea dejar una distancia extra con el camión de delante cuando este transporta mercancías que podrían desprenderse en la carretera y acabar golpeándonos. Sin embargo, otras lecciones son mucho más discutibles, y su aplicación puede ser hasta perjudicial. Hay que tener presente que una misión espacial es un proyecto muy particular donde hay en juego vidas y cientos de millones de dólares. La tecnología es compleja y el entorno, hostil. No es de extrañar, por tanto, que cada misión esté coreografiada al detalle y ensayada hasta la extenuación. El espacio no es el lugar adecuado para asumir ningún riesgo o producirlo por no saber hacer nuestro trabajo.

Sin embargo, solo hay entre tres y seis personas que laboren fuera del planeta. Muchos de nosotros trabajamos en sitios donde multitud de cosas salen mal cada día sin que sea una tragedia. Y, como reza el dicho, «quien no arriesga no gana». Las empresas como Google saben que no pueden dormirse en los laureles si quieren seguir dominando el mercado, pero también saben que la innovación y el riesgo van de la mano. Es por ello que la compañía californiana y muchas otras del sector tienen un lema: «fail early, fail often, move on» (o bien «fail fast, fail early and fail often»). En este sector se alienta a los trabajadores a que arriesguen y a que se equivoquen (siempre dentro de unos límites) porque es la mejor forma de lograr sus objetivos. Esa filosofía sí puede sernos más útil: maximiza la exposición, prueba cosas nuevas, arriésgate de vez en cuando, etcétera, etcétera.

Empecé a pensar en todo esto hace varios años, cuando una persona me conminó a utilizar las mismas estrategias que uso en mi profesión para arreglar mi vida emocional. Aquella persona escribió:

[C]reo que hay muchas armas que tienes a tu favor, al igual que tienes metodologías de trabajo (por que (sic) un trabajo como el vuestro, en el que resolvéis problemas constantemente tienes que tener una mente resolutiva y despierta) las puedes aprovechar para más aspectos de tu vida.
El problema es que, como hemos visto, los métodos y pautas de una profesión no tienen por qué ser útiles fuera de ella. Es relativamente fácil depurar un programa informático, pues existen multitud de herramientas para ello que te permiten ejecutarlo paso a paso y tener a la vez una visión general y precisa hasta el último detalle, así como hacer cambios, volver hacia atrás y probar de nuevo cuantas veces necesites.

Pero nuestra vida no es así. Es difícil cambiar una sola cosa cada vez pues la vida es contingente. Si cambias, es complicado verificar el efecto de dicho cambio, pues las situaciones no son siempre iguales (el devenir y todo eso). Además, cuando un programador cambia una instrucción en su programa el cambio perdura, no tiene efecto según el programa se haya levantado de mal humor, le vayan bien su relación de pareja, esté cansado, etcétera. Finalmente, no podemos analizarnos emocionalmente desde fuera. Si intentamos hacerlo nosotros mismos, estaremos demasiado involucrados y sesgados, mientras que un terapeuta nunca tendrá una visión tan buena como la de un programador. Al intentar cambiarnos a nosotros mismos somos, como dijo Otto Neurath, marineros tratando de reconstruir su barco en alta mar, sin posibilidad de acudir a un astillero para rehacerlo de la mejor manera.

No se trata únicamente de que los incentivos y las dinámicas interpersonales no sean las mismas en todos los ámbitos. Sucede también que la elección de ciertas herramientas cambia nuestro marco de referencia, lo que puede hacer que no valoremos adecuadamente la situación, a los demás o a nosotros mismos. El ejemplo más obvio son nuestros seres queridos. Hay algo extraño en reprender a un hijo por no cumplir los plazos de un diagrama de Gantt. De la misma manera, es muy posible que a nuestra media naranja no le haga mucha ilusión verse de repente como sujeto activo o pasivo de uno de nuestros experimentos personales. En cuanto a nosotros mismos, la llamada a convertirnos en nuestra propia marca puede considerarse degradante, aunque no lo argumentaré aquí.

Cuando tenía diez años una marca deportiva sacó al mercado su nueva línea de botas de fútbol con lengüetas en el empeine para, supuestamente, mejorar la precisión en los tiros a balón parado. No tardé en pedir tal calzado a mis padres como regalo pensando que con él obtendría una gran ventaja. Mis progenitores, con buen criterio, me dijeron que de eso nada, que aquellas botas estaban destinadas a profesionales que se pasaban el día con el balón. De hecho, yo jugaba al fútbol sala, por lo que, al margen de los extras, unas botas con tacos no eran la mejor opción.

Mi ingenuidad infantil resulta cómica pero pienso que está al mismo nivel que la de aquella persona que me instó a utilizar la ingeniería de sistemas para arreglar mi desaguisado emocional. Yo deseché su consejo y, afortunadamente, conseguí salir de aquel brete con las herramientas al uso. Pero quién sabe lo que a estas alturas habría logrado a nivel emocional de haber utilizado hojas de cálculo, el Microsoft Project y un depurador de código. Tal vez debería escribir un libro al respecto.

lunes, 2 de enero de 2017

Post mortem

Enhorabuena por haber sobrevivido al 2016. David Bowie, Alan Rickman, Harper Lee, Umberto Eco, Prince, Muhammad Alí, Gene Wilder, Leonard Cohen, Fidel Castro, John Glenn, Zsa Zsa Gabor y George Michael son algunas de las celebridades que no lo lograron. Tras los sucesos acontecidos desde el primer artículo del año pasado me pregunto si en los próximos doce meses veremos una regresión a la media o presenciaremos cómo se incendian los escombros que dejó 2016.

Foto de Asier Solana Bermejo
Pero no dejen que la incertidumbre les amargue estos primeros días del 2017. Disfruten de la deliciosa sensación propia del año nuevo, esa que nace de saber que durante los próximos doce meses seremos personas maravillosas: perderemos peso, haremos ejercicio, ahorraremos, estudiaremos desde el primer día, equilibraremos mejor la vida laboral y la familiar, nos tomaremos las cosas de otra manera, no cometeremos los mismos errores, etcétera, etcétera. Esto es, hasta que la realidad del día a día se entrometa de nuevo en nuestro camino y volvamos a nuestras viejas rutinas.

Si el mes en curso es el de los nuevos propósitos, diciembre es el mes de las recapitulaciones, desde el YouTube Rewind a las listas de los mejores libros del año, pasando por el resumen del año en Facebook. Allá por 2013 traje a colación la manera en que el psicólogo Martin Seligman, adalid de la psicología positiva, hace balance personal del año:

Poco después del día de Año Nuevo, me reservo media hora de tranquilidad para elaborar una "retrospectiva de enero". Escojo un momento en que no existen dificultades ni exaltaciones momentáneas y lo escribo en el ordenador, donde guardo las copias que he comparado año tras año durante la última década. En una escala del 1 al 10 –de pésimo a perfecto–, valoro mi satisfacción con la vida en cada uno de los ámbitos que evalúo, y escribo un par de frases que los resuman. Estos ámbitos, que pueden ser distintos para cada persona, son los siguientes:

  • Amor
  • Profesión
  • Finanzas
  • Juegos
  • Amigos
  • Salud
  • Creatividad
  • En conjunto
Utilizo otra categoría, Trayectoria, en la que analizo los cambios existentes de un año a otro y el comportamiento observado en éstos a lo largo de la década. Recomiendo este procedimiento a los lectores, pues sirve para concretar, deja poco margen al autoengaño e indica cuándo actuar.
Tenemos, por tanto, un mes para fijarnos nuestras metas vitales y otro para ver si nos estamos acercando a ellas, lo cual debería permitirnos saber si debemos cambiar o mantener el rumbo. Parece útil y sencillo. No obstante, recientemente me he dado cuenta de que falta un elemento en este bucle ODA (observar, decidir, actuar): el análisis post mortem.

Después de cada misión y simulación, los astronautas de la NASA se reúnen con su equipo para analizar qué ha ido bien y qué se puede hacer mejor. Cada acción y decisión se evalúa meticulosamente, de manera que una simulación de tan solo cuatro horas puede ir seguida de una reunión de una hora, mientras que una misión espacial conlleva un mes o más de reuniones de análisis a día completo. Todo lo que la agencia aprende en estos interrogatorios es recopilado en un libro llamado Flight Rules:

The compendium describes in minute detail what to do in a myriad of different circumstances—and why you should do it. Have a cooling system failure? Flight Rules tell you how to fix it, step by step, supplementing with the rationale for each step. Fuel cell issue? Flight Rules tell you whether the launch needs to be postponed. The playbook contains “extremely detailed, scenario-specific standard operating procedures,” all the lessons ever learned and distilled from past missions. Mission control consults Flight Rules every time they run into an unexpected issue; they add to it whenever they tackle a new problem. Given that each space shuttle launch costs $450 million,  it’s not hard to understand why NASA spends so much time preparing for and debriefing after missions.
Las buenas empresas tecnológicas actúan de manera parecida tras una pérdida de servicio. La próxima vez que no les funcione Instagram, Twitter o Facebook recuerden que, una vez la web haya vuelto a la vida, habrá un equipo de ingenieros reunido llevando a cabo lo que en el sector se conoce como análisis post mortem. En estos encuentros se analiza qué ha ocurrido, cómo y por qué, así como qué medidas hace falta introducir para prevenir que vuelva a suceder.

A nivel personal, ninguno de nosotros se dedica a lanzar cohetes al espacio, planificar paseos espaciales y misiones a Marte (en caso contrario les ruego que lo indiquen en los comentarios, me encantaría saber más) o a distribuir fotos de comida y gatitos a los smartphones de cientos de millones de personas. Sin embargo, creo que hay una lección en esta forma de trabajar que quizá sí sea útil para nuestra vida diaria: estudiar detenidamente qué hemos hecho, con especial énfasis en nuestros fracasos.

No recuerdo haber encontrado en ninguno de los libros de autoayuda que he leído hasta la fecha mención alguna a este aspecto. Cuando alcanzamos una meta o tenemos éxito, nos felicitamos y disfrutamos del logro sin pararnos a pensar qué podíamos haber hecho mejor. Cuando fallamos, quizá abandonemos o quizá lo intentemos nuevamente de otra manera, pero no solemos paramos a pensar por qué hemos fallado. Si no averiguamos esto último es posible que nuestros renovados esfuerzos sean de nuevo infructuosos.

Esto es algo que veo a menudo en mi trabajo, donde se materializa en forma de reuniones. A veces ocurre que se detecta un problema y se convoca a unos cuantos para analizarlo y diseñar el manido «plan de acción». Este plan se pone en marcha total o parcialmente. Pasan los meses y el problema que trataba de solucionarse sigue igual. Cuando la situación es de nuevo insostenible se vuelve a empezar, convocando una nueva reunión de la que saldrá un nuevo plan de acción. La particularidad es que no se estudia el pasado por lo que todo este ciclo se repite sin memoria, como si las reuniones y acciones anteriores no hubieran tenido lugar, dando lugar a una versión real de la película Atrapado en el tiempo (Groundhog day) en la que vivimos la misma reunión cada poco tiempo.

Opino que la reflexión honesta sobre nuestros éxitos y descalabros es una fuente de aprendizaje poco explotada. A menudo recurrimos a biografías y recetas para el éxito escritas por gente triunfadora bajo la premisa de que podemos aprender de las vivencias de los demás (lo que se denomina «experiencias vicarias») sin darnos cuenta de lo valiosa que es nuestra propia experiencia, precisamente por ser nuestra y tener lugar en el contexto donde tiene que dar resultados.

Dado que no vendo libros de autoayuda puedo ser honesto y decirles que no tengo datos que sostengan mi opinión de que dedicar tiempo a un examen riguroso de nuestros logros y nuestros fracasos es buena cosa. Tampoco tengo un plan concreto que ofrecerles sobre cómo llevar a cabo dicho proceso más allá de los clásicos cinco porqués. Como tantas otras cosas que he compartido en este blog, sencillamente me parece una idea interesante que quería compartir con ustedes.

Feliz año nuevo.

lunes, 26 de diciembre de 2016

Un año de libros (edición 2016)

Este año de lectura ha sido un tanto atípico por cuanto el grueso del tiempo lo he dedicado a libros técnicos relacionados con mi trabajo. Del resto, varios libros son demasiado áridos o pesados como para recomendarlos, por muy interesante que sea el tema del que tratan, y otros, entretenidos pero banales. Les dejo mis recomendaciones de este año recordándoles como siempre que la lista entera está disponible en nuestra estantería de Anobii.

Foto de Moyan Brenn


“The Master Algorithm: How the Quest for the Ultimate Learning Machine Will Remake Our World”, de Pedro Domingos. Tomen esta recomendación con precaución ya que, aunque se trata de un libro dirigido al público general, veo difícil que un lego en la materia pueda apreciar o comprender siquiera todo el texto. Domingos habla en esta obra sobre la búsqueda un algoritmo de machine learning universal que unifique los existentes hasta la fecha, el equivalente a la teoría de la unificación en física o el programa de Langlands en matemáticas. Es un buen libro para conocer la materia y la evolución de la misma sin toparse con fórmulas matemáticas.

Weapons of Math Destruction: How Big Data Increases Inequality and Threatens Democracy, de Cathy O'Neil. Este libro complementa perfectamente al anterior. Mientras Domingos hace una loa (desde mi punto de vista) exagerada de la inteligencia artificial, O'Neil expone en su obra el lado oscuro de la misma materia. Como herramientas que son, los algoritmos pueden usarse para hacer el bien o para hacer el mal, y un uso incorrecto puede tener consecuencias no deseadas para la sociedad, desde perpetuar diversos tipos de discriminación hasta someter a las personas a profecías autocumplidas basadas en fórmulas opacas y nunca revisadas.

“¿Hacienda somos todos? Impuestos y fraude en España, de Francisco de la Torre. Cuando se trata de cumplir con las obligaciones del fisco los españoles sabemos que aquí cada cual defrauda en la medida que puede, desde las sociedades pantalla hasta las facturas en negro. Este libro cuenta los tipos más frecuentes de fraude, los problemas de la Agencia Tributaria para realizar su trabajo y los efectos de las subidas de impuestos en la recaudación. Hay pasajes ininteligibles para quien no tenga cierto conocimiento previo del asunto pero, en líneas generales, sirve para hacerse una idea de cómo funcionan (o mejor dicho, cómo no funcionan) los impuestos en España.

“Españopoly: Cómo hacerse con el poder en España (o, al menos, entenderlo), de Eva Belmonte. Como escribe César Vidal, el capitalismo castizo que domina en nuestro país se basa en la proximidad al poder, siendo la forma de prosperar el favor al poder político. Resulta que muchos de estos favores y sus devoluciones se pueden ver en el BOE. Y eso es lo que hace Eva Belmonte: leerlo y exponer la red social de captura de rentas imperante.

“The science of the Tour de France, de James Witts. Me topé con este libro de casualidad y fue una agradable sorpresa. El ciclismo es uno de los deportes que practicaba regularmente de pequeño y que he seguido como aficionado a lo largo de los años. Esta obra analiza los avances que han tenido lugar durante los últimos diez o quince años en lo atinente a nutrición, modos de entrenamiento, ropa y bicicletas producto del avance de la ciencia y la tecnología. Imprescindible para entender el ciclismo moderno.

lunes, 19 de diciembre de 2016

El esqueleto

Yo estudié en un colegio de frailes y luego en uno de monjas. Huelga decir que el adoctrinamiento cristiano se incrementaba por estas fechas, desde el comienzo del Adviento hasta el inicio de las vacaciones navideñas. Y aún así, a pesar de (o precisamente por) haber pasado dieciocho años bajo la tutela de religiosos, he acabado por convertirme en ateo y olvidando en qué consistía eso que llaman «el verdadero espíritu de la Navidad». Creo recordar que tenía que ver con la caridad, la generosidad y otros valores católicos por el estilo.

Para estar seguro he consultado un portal católico, en el que se puede leer:

Navidad NO ES LA CELEBRACION DE UNA FECHA, SINO DE UN HECHO, el nacimiento del Salvador, evento absolutamente decisivo en la historia de la salvación. Es entonces una conmemoración del significado de ese hecho.
[...] Nosotros, los beneficiados con este hecho, tenemos no solamente motivos sino una verdadera obligación de celebrarlo.
Como lo importante es el significado, todo lo anterior se resume en que debemos ser conscientes de que hubo un día en el que Dios encarnado llegó a nuestras vidas, las cuales deben estar listas para fructificar bajo su luz ("Yo soy la luz del mundo" dijo Jesús en Jn 8, 12), de aquí que la temporada de adviento sea de penitencia y reflexión (ese es el sentido del color morado en los trajes de los sacerdotes en las misas, el mismo color de la cuaresma).
Foto de Augusto dos Santos
Concluyen los autores de ese artículo que el verdadero significado de la Navidad es el nacimiento del Mesías, cuyo alumbramiento anula «el sacrificio antiguo y una ley profanada por preceptos humanos» e instaura un nuevo sacrificio perfecto «para regocijo y salvación de toda la humanidad». Los cristianos, dicen, celebran hechos, no fechas, en este caso «el hecho de Aquel que no cabe en el universo quiso nacer de una virgen en este pequeño planeta del inmenso universo para reconciliar al hombre con su Creador». Como es menester, no dejan sin mencionar eso otro que se conoce como la «Navidad consumista»:

Navidad es una fiesta que está bajo un ataque tremendo en estos últimos tiempos. Santa Claus ha tomado el lugar de Jesús-niño y el mall o el centro comercial ha tomado el lugar del templo. Que (sic) triste que el Domingo antes de Navidad los estacionamientos de las Iglesias estén vacíos y en los centros comerciales sea una hazaña encontrar un lugar donde estacionar el automovil (sic). Dice la Palabra de Dios:"Donde está tu tesoro, allí esta tu corazón" (Mat.6:21) ¿Dónde está tu corazón? ¿En un centro comercial?…. ¿Cuando llegue la tribulación a tu vida, a donde vas a ir a buscar consuelo y paz? ¿Al centro comercial?
Navidad es una fiesta de cumpleaños donde se le compran regalos a todos menos al niño que se festeja. Donde se hace una fiesta y no se invita al homenajeado, donde hoy -tristemente- se trata de que no se mencione el nombre del niño que nació, su nombre es Jesús.
Es la misma letanía que tuve que oír cada año hasta que entré en la universidad. No creo que me equivoque si digo que poco han avanzado en este aspecto.

Me resulta curioso cómo hay que recordarles a los seguidores de una doctrina el verdadero significado de sus prácticas. John Stuart Mill escribió:

Examinando cómo profesan el cristianismo la mayoría de los creyentes se ve hasta qué punto doctrinas intrínsecamente aptas para producir la más profunda impresión sobre el espíritu pueden permanecer en él como creencias muertas, sin ser nunca comprendidas por la imaginación, el sentimiento o la inteligencia. [...] Todos los cristianos practicantes las consideran sagradas y las aceptan como leyes. Sin embargo, no es exagerado decir que no más de un cristiano entre mil guía o juzga su conducta individual con referencia a estas leyes.
Según Mill, los acólitos de una doctrina religiosa reciben sus máximas y preceptos de algún libro sagrado o un portavoz oficial de la sabiduría infalible pero, al final, dejando a un lado los más devotos, el grueso de las personas utiliza como modelo de conducta las costumbres de su país y clase social. Las investigaciones en psicología social parecen confirmar esto. Por tanto, si la costumbre social dicta que la Navidad consiste en colocar adornos, cenar en familia e intercambiar preseas, así será. La cuestión entonces es: ¿por qué desaparece el verdadero significado de la doctrina? ¿Cómo se pasa de una práctica llena de significado a un esqueleto esperpéntico de la misma?

Para el filósofo inglés la razón es que los seguidores de la doctrina son receptores pasivos de la misma, es decir, se les transmite las conclusiones pero no el proceso que llevó a ellas. Los sermones desde el púlpito dan la máxima acuñada, sin opción de discutirla. Por tanto, los feligreses (ibídem Mill):

Nunca se han colocado en la posición mental de aquellos que piensan de manera diferente que ellos ni han considerado lo que estas personas puedan tener que decir; y, por consiguiente, no conocen, en el sentido propio de la palabra, la doctrina que ellos mismos profesan. Desconocen de ella aquellas partes que explican y justifican el resto; las consideraciones que muestran cómo un hecho, aparentemente contradictorio con otro, es conciliable con él, o que de dos razones, aparentemente fuertes, una debe ser preferida. Son extraños a toda esta parte de la verdad, la cual decide y determina el juicio de los espíritus bien informados
Ausente la discusión, concluye, «no sólo se olvidan los fundamentos de la opinión, sino que con harta frecuencia es olvidado también su mismo sentido». Y continúa:

Las palabras que la expresan dejan de sugerir ideas o sugieren tan sólo una pequeña porción de aquellas para cuya comunicación fueron originariamente empleadas. En lugar de una concepción fuerte y una creencia viva sólo quedan unas cuantas frases conservadas por la rutina; y si algo se conserva del sentido es absolutamente la corteza y la envoltura, perdiéndose su más pura esencia.
Pero ¿por qué es importante la discusión de la doctrina? De acuerdo con Mill, porque no es lo mismo heredarla que adoptarla. Quienes la alumbran la sienten fuertemente y tratan de extenderla. Han de luchar constantemente para defenderse contra el mundo y convencer a los demás. Si tienen éxito en su tarea y su doctrina se impone, esta pasa a ocupar un lugar propio y la pugna cesa. Es entonces cuando decae la fuerza vital de la creencia, detiene su progreso y cesa su expansión. Finalmente, se extingue progresivamente:

Con frecuencia oímos a los maestros de todos los credos lamentarse de la dificultad de mantener en el espíritu de los creyentes una concepción viva de la verdad que nominalmente reconocen, de modo que pueda penetrar en el sentimiento e influir así realmente en la conducta. No se quejan de tal dificultad mientras el credo está luchando todavía por su existencia; entonces hasta los combatientes más débiles saben y sienten por lo que luchan y la diferencia entre su doctrina y la de los demás. [...] Pero cuando se ha convertido en un credo hereditario, que es recibido pasivo, no activamente —cuando la inteligencia deja de ser compelida a ejercer en el mismo grado que al principio sus fuerzas vitales sobre las cuestiones que su fe la presenta—, se produce una tendencia progresiva a olvidar de la creencia todo, excepto los formulismos, o a darla un torpe y estúpido asentimiento, como si aceptarla como materia de fe dispensara de la necesidad de realizarla en la conciencia, o de comprobarla por medio de la experiencia personal, hasta que llega a perder toda relación con la vida interior del ser humano. Entonces se ven esos casos, tan frecuentes en nuestra época que casi forman la mayoría, en los que el credo permanece como al exterior del espíritu, petrificándole contra toda influencia dirigida a las partes más elevadas de nuestra naturaleza; manifestando su poder, en no tolerar que ninguna convicción nueva y viva se produzca en él, pero sin hacer él mismo otra cosa por la inteligencia o el corazón que montar la guardia, a fin de conservarlos vacíos.
Si el razonamiento de Mill es correcto entonces podríamos concluir que la Navidad ha sido víctima de su propio éxito. Al ser una costumbre heredada durante siglos ya no tiene arraigo en los creyentes ordinarios, quienes «conservan un respeto habitual hacia su fondo, pero carecen del sentimiento que salta de las palabras a las cosas, fuerza al espíritu a tomarlas en consideración y las hace conforme a la fórmula». Al limitar las discusiones intelectuales a un grupo de elite (sacerdotes, imanes o equivalente) las religiones se disparan en el pie. Es por eso que Mill daba tanta importancia a la discusión de las creencias por parte de todo el mundo.

España es un país mayoritariamente católico así que no tengo apenas contacto con otras religiones. Me pregunto si los judíos tendrán los mismos problemas con hanukkah, o los musulmanes con el ramadán. Me pregunto también si los fieles que viven en países donde su creencia es minoritaria y castigada están más cerca de celebrar el verdadero significado de su fiesta sagrada.

Sea como sea, sí creo que quienes han heredado una costumbre la tienen en menor estima que sus creadores. Al haber vivido siempre bajo su influencia la dan por supuesta, como si se tratara de un fenómeno natural. Eso, mucho me temo, hace que olvidemos que hay que estar constantemente alerta para defender los progresos obtenidos hasta la fecha (por ejemplo, los derechos humanos y las formas de gobierno protectoras de tales derechos) so pena de que estos mueran y solo queden los huesos.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Por qué el tiempo vuela

Ayer vi Deadpool, uno de los estrenos de este año. En ella se hace referencia al agente Smith, el villano de la trilogía The Matrix, cuya primera película se estrenó en 1999. Eso significa que hay personas a punto de cumplir la mayoría de edad que no existían en este planeta cuando Neo tomó la pastilla roja. Yo, por mi parte, recuerdo perfectamente el día que fui a verla al cine. No me sentía tan viejo desde que, visitando el Museo de Ciencia y Tecnología, vi expuestos distintos aparejos informáticos que yo había usado casi a diario... con dieciocho años.

Por otro lado, la semana pasada anduve buscando algunas referencias en el blog y me quedé desconcertado una vez más por la manera en que el transcurso del tiempo está distorsionado en mi memoria. Tenía la sensación de haber escrito sobre algoritmos e inteligencia artificial este año cuando lo cierto es que eso fue el año pasado. No es la primera vez que reviso algunos artículos pasados y pienso: «caramba, si eso lo escribí ayer prácticamente» cuando en verdad fue hace dos o tres años. Este fenómeno se conoce como telescopia:

En 1955, el estadístico norteamericano Gray descubrió una peculiaridad en las respuestas de las encuestas. Al controlar la exactitud de las respuestas a preguntas del tipo: «¿Cuántas veces ha visitado usted a su médico de cabecera en los últimos dos años?», se evidenciaba que los encuestados sobrestimaban la frecuencia. La causa era que incluían también las visitas realizadas justo antes de estos dos años. Es decir, que Gray constató que por lo general las personas creen que los sucesos son más recientes de lo que lo son en realidad. Este fenómeno ha suscitado muchas investigaciones y se le dio un nombre [...]: telescopia.
Y además ya estamos en Diciembre. Otro año que toca a su fin a velocidad pasmosa. Verdaderamente el tiempo vuela... a partir de cierta edad.

Hay un maravilloso libro de Douwe Draaisma sobre cómo la vida parece acelerarse a medida que envejecemos que no puedo recomendarles lo suficiente. En sus páginas se analiza a través de bellas historias cómo funciona la memoria y sus fallos de funcionamiento. Lo leí allá por 2008, con veintiséis años. En el tiempo transcurrido desde entonces he experimentado en primera persona el fenómeno que trata de explicar y que no es nada obvio antes de los veinticinco.

Una posible explicación para este enigma podría ser que el paso de tiempo es relativo al total de nuestra vida, de manera que los mismos trescientos sesenta y cinco días son una fracción mucho mayor para un infante que para un octogenario:

El filósofo francés Paul Janet sugirió en 1877 que la longitud aparente de un periodo en la vida de una persona guarda relación con la longitud total de la vida. Es decir, un niño de diez años experimentaría un año como una décima parte de su vida, mientras que un hombre de cincuenta como una décima parte.
Según explica Draaisma en su obra, para William James, el padre de la psicología, esta no era una explicación sino una descripción. Él atribuía el aparente acortamiento de los años a

la monotonía del contenido de la memoria y la resultante simplificación de la mirada retrospectiva. Durante nuestros años de juventud tenemos alguna experiencia totalmente nueva cada hora del día, subjetiva u objetivamente, la capacidad de comprensión está viva, la capacidad de retención es fuerte, y nuestros recuerdos de esa época, al igual que las impresiones que hacemos durante un viaje rápido y movido, tienen múltiples ramificaciones y formas, y son detallados. Pero cada año que pasa, parte de esta experiencia se convierte en una rutina automática de la que apenas somos conscientes. Los días y las semanas se diluyen en nuestro recuerdo hasta convertirse en unidades carentes de contenido. Los años se vacían y se derrumban.
Foto de Dimitrios Zampelis
Esta explicación es, al parecer, bastante popular. Me la he encontrado varias veces en redes sociales y blogs. Sin embargo, a mí no termina de convencerme. Desde pequeño he tenido una vida monótona y rutinaria, así que no estoy tan seguro de que el número de experiencias totalmente nuevas haya cambiado tanto a lo largo de mi existencia. De hecho, en mi caso, he experimentado muchas más cosas nuevas y vitalmente relevantes por primera vez a partir de los veinticinco, pues en mi biografía muchos elementos importantes (los viajes, el trabajo, el amor) aparecen tarde en la historia. Y aún así, tengo la impresión de que el tiempo se va acelerando.

Personalmente, las explicaciones que más me convencen respecto a este cambio en la experiencia subjetiva del tiempo son las que tienen que ver con el ritmo al que funciona el cerebro según la edad. Mis sospechas están basadas en un curioso dato, a saber, que casi todos los grandes avances en investigación matemática son llevados a cabo por jóvenes menores de veinticinco años:

[S]egún apunta el eminente matemático Alfred Adler: «La vida matemática de un matemático es corta. Rara vez se progresa más allá de los veinticinco años. Si poco se ha logrado hasta entonces, poco se logrará jamás».
«Los jóvenes demuestran los teoremas, los ancianos escriben los libros», observó G.H. Hardy en su libro
A mathematician's apology (Autojustificación de un matemático). «Ningún matemático olvida jamás que las matemáticas son un juego de juventud. Sirva como pequeña muestra que el promedio de edad para el ingreso en la Royal Society es menor en matemáticas».
Y así, Niels Henrik Abel realizó su mayor aportación con diecinueve años. Evariste Galois, a los quince. Srinivasa Ramanujan entró en la Royal Society con treinta y un años por los progresos logrados en su juventud. Albert Einstein formuló su celebérrima ecuación E = mc2 con veintiséis. Etcétera.

Es posible que hoy en día la temprana fecha caducidad de los matemáticos sea más una leyenda que un hecho, pero lo que es innegable es que nuestro cerebro está más despierto durante las dos o tres primeras décadas de vida. En esos años las emociones son más intensas, nuestros sentidos más agudos, nuestros reflejos más rápidos y nuestra memoria es mejor. Debido al envejecimiento, nuestros sentidos se abotargan, el sistema nervioso funciona más despacio y nuestra memoria se deteriora:

[E]s en general cierto que casi todo el mundo ha perdido memoria ya a los treinta años. Pero el déficit no se puede, por lo normal, detectar a menos que se hagan tests. Para medir la memoria a corto plazo, por ejemplo, se prueba el recuerdo de una lista de 24 palabras. Cuando se le hace la prueba a una persona de veinte años lo normal es que tras un período determinado de tiempo recuerde catorce de ellas. Bajo las mismas condiciones una persona de cuarenta años puede recordar once; una de sesenta, nueve, y una de setenta sólo siete.
[...] Hay indicios de que también la memoria a largo plazo queda afectada. Pero parece que la mayor parte del problema no se debe a la  pérdida irreversible del recuerdo de hechos concretos, sino a unos sistemas deteriorados de recuperación de los recuerdos.
Los cambios en nuestra memoria podrían ser claves para entender por qué parece que el tiempo vuela. Para el filósofo francés del siglo XIX Jean-Marie Guyau la vivencia del tiempo era una cuestión de «óptica interna». Enumeró algunos factores que influyen en dicha óptica, tales como la intensidad de nuestras percepciones y de las imágenes en nuestra memoria, la cantidad, la variación, la atención con que son observadas y las emociones asociadas. Así:

Para Guayu, la longitud aparente de un periodo, al volver la vista atrás, viene determinada por el número de diferencias claras e intensas que percibimos en los sucesos que recordamos. Por ello, los años de nuestra juventud nos parecen tan largos y los de la vejez tan cortos.
Por tanto, si al envejecer el ritmo de nuestros relojes biológicos se ralentiza (como parece ser el caso) es plausible que ello produzca una aceleración subjetiva en la percepción del tiempo. Un cerebro en su cénit fisiológico puede guardar más imágenes en la memoria y reproducirlas a una velocidad mayor que uno vetusto. Como ocurre con un vídeo de Youtube, mayor velocidad de reproducción equivale a menor intervalo de tiempo de principio a fin.

Puedo aportar aquí otra anécdota personal que sirve de ilustración. Como tantos niños de mi generación, fui acérrimo seguidor del anime Captain Tsubasa (Oliver y Benji en su traducción española). Quienes seguimos esa serie recordamos muchas de sus peculiaridades, siendo unas de las más destacadas la exagerada longitud del campo de fútbol y lo lenta que transcurría la acción. Al evocar aquellos dibujos nos reímos de cómo podían tardar varios capítulos en llegar de una portería a otra o, simplemente, en tirar a puerta.

Yo he vuelto a ver esa serie de mayor, ya con más de treinta años. ¿Saben qué fue lo que pensé tras ver los primeros cien capítulos de nuevo? «Vaya, va todo mucho más rápido de lo que recordaba». Efectivamente, la velocidad a la que transcurre la acción es bastante superior a lo que creía. Esa reminiscencia de lentitud exagerada ¿se debe a que media hora es una eternidad para un niño de siete años? ¿A que me sumergía en esa serie con los cinco sentidos? ¿O es porque al ir bromeando sobre el tema el recuerdo se ha ido distorsionando, guardándose deformado en mi memoria?

Aún no sabemos con certeza por qué nuestra percepción del tiempo cambia con la edad. Otras explicaciones alternativas a las aquí mencionadas son analizadas en distinto grado en el libro de Draaisma. Lo que parece claro, no obstante, es que todo tiene que ver con nuestra memoria.

Es curioso. Si pienso simplemente «ya es Diciembre otra vez» tengo la sensación de que el año ha pasado volando. Sin embargo, si hago inventario mental de todo lo que ha sucedido desde Enero, la impresión cambia. La muerte de David Bowie, verbigracia, se me antoja lejana en el tiempo. Lo mismo me ocurre con mi síncope en la oficina o con la marcha de mi jefe. Dependiendo de cómo lo mire puedo ver un océano de tiempo o un solo instante.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Grasa (y III)

Antes de entrar en materia haré mías las palabras de Scott Adams y les recordaré que nunca es buena idea aceptar consejos de un bloguero cualquiera, y es cien veces menos aconsejable si el tema es la salud. Hecha la descarga de responsabilidad, sigamos hablando de las grasas.

Foto de Cristian
Empezaremos por lo más fácil, concretamente por ese tipo de grasa que solo tiene desventajas: las total o parcialmente hidrogenadas. Este tipo de lípido, ingrediente común de la margarina y la bollería industrial entre otros, contiene ácidos grasos trans, los cuales se consideran dañinos para la salud (causantes de enfermedades coronarias y diversos tipos de cáncer) independientemente de la dosis, por lo que no hay un nivel de consumo que pueda calificarse como «seguro» (igual que ocurre con el tabaco). Debido a sus riegos, estos aceites han ido desapareciendo de los alimentos. En Estados Unidos, la FDA dio en 2015 un plazo de tres años para su eliminación de todos los alimentos. En Europa, países como Dinamarca, Austria, Hungría e Islandia han limitado por ley su presencia a meras trazas, mientras que la Comisión Europea trabaja en una prohibición a nivel de la Unión.

Si las grasas hidrogenadas son un «no» rotundo, su opuesto es el aceite de oliva. Obsérvese que hablamos de aceite de oliva en concreto y no de grasas monosaturadas en general, siendo la razón que no se sabe con certeza si las propiedades cardioprotectoras de este alimento se deben a su perfil lipídico o a sus antioxidantes.

Entremos a continuación en la zona nublada y gris, allí donde se mezclan ciencia, supersticiones, ideologías y grupos de presión. Consideremos, verbigracia, las grasas de origen animal, las cuales son frecuentemente saturadas. ¿Son perjudiciales para la salud cardiovascular?

Quienes dicen que no tienen de su parte (entre otros) a Siri-Tarino cuyo metaanálisis de veintiún estudios que incluyeron a 347.747 pacientes concluyó: «no significant evidence for concluding that dietary saturated fat is associated with an increased risk of CHD or CVD [cardiovascular disease]». Los del bando contrario tienen a T. Colin Campbell, uno de los directores del estudio China–Cornell–Oxford Project cuyos resultaron publicaron en el libro The China Study. En dicho libro los autores afirman: «eating foods that contain any cholesterol above 0 mg is unhealthy».

Aquí es donde el debate se pone interesante. Campbell puso en entredicho el método de Siri-Tarino:

Campbell notes the practice of replacing high-fat animal foods with low-fat animal foods, which is common in the studies analyzed by Siri-Tarino: “If one kind of animal-based food is substituted for another, then the adverse health effects of both foods, when compared to plant-based foods, are easily missed.” Discussing the Nurses' Health Study, a well-known study analyzed in Siri-Tarino, and which employed methodology typical of Siri-Tarino's other subject studies, Campbell writes:
It is the premier example of how reductionism in science can create massive amounts of confusion and misinformation, even when the scientists involved are honest, well-intentioned and positioned at the top institutions in the world. Hardly any study has done more damage to the nutritional landscape than the Nurses' Health Study, and it serves as a warning for the rest of science for what not to do.
Para mayor escarnio, el metaanálisis mencionado fue financiado por el National Dairy Council cuyo interés es, obviamente, demostrar que la grasas saturadas de la leche y el queso no solo no son nocivas sino que tienen efectos saludables. Súmenle a ello la ironía en la muerte del doctor Atkins:

In 2002, the Atkins Diet's founder and chief proponent had a heart attack. Rather than let the ailing physician recover in peace, critics seized the opportunity to speak out against the low-carb, high-fat diet he had followed for years. Atkins denied his diet was to blame, instead citing a chronic infection. But when bad luck visited the doctor again the following year and he died after a serious fall, the coroner's report noted that he had a history of heart attacks, congestive heart failure, and high blood pressure—all associated with eating too much saturated fat.6 He was six feet tall and weighed 258 pounds at death, yielding a body mass index of 35 and placing him in the severely obese category. The Atkins Diet may not have single-handedly killed its founder and chief proponent, but it seems to have caused a number of life-threatening health problems likely to have killed him eventually.
Por otro lado, el estudio de Campbell tiene sus propios problemas, como el hecho de tratarse de un estudio epidemiológico y de no haber sido publicado en una revista revisada por pares (críticas a las que el propio Campbell respondió). También hay cierta polémica existente alrededor de la muerte de Atkins,  con testimonios que afirman que su peso en el momento de la muerte era debido a un edema.

Podríamos seguir así eternamente. Elijan su filosofía (vegetariana, carnívora, vegana, paleo) y, como siempre, encontrarán muchos estudios para sustentarla. Es un ejemplo perfecto de cómo la ciencia y su incertidumbre puede adaptarse a gusto del consumidor. Como dice Scott Adams:

[L]a nutrición se presenta como una ciencia, pero en realidad en torno al 60 por ciento no es más que un cúmulo de chorradas, suposiciones, hipótesis incorrectas y marketing.

En ciertas áreas reducidas, la ciencia nutricionista es razonablemente sólida. Los investigadores saben que las embarazadas necesitan vitamina E. Sabemos que la vitamina C es necesaria para evitar el escorbuto. Y los datos sugieren cosas positivas sobre la vitamina D. Existen otras vitaminas que también son claramente beneficiosas. Pero si se fija en cualquier estantería llena de productos con vitaminas y minerales en una tienda, la mayoría de ellos no se ha estudiado hasta el punto en que usted querría teniendo en cuenta que son productos para la salud.
Es imposible saber con precisión qué debe comer y con cuánta frecuencia debe hacerlo. La ciencia nutricionista está increíblemente incompleta. Como mucho, podrá evitar los errores dietéticos evidentes.
Parece que aún no sabemos lo suficiente sobre el efecto de las grasas en la salud. Las grasas saturadas son aún controvertidas, en parte porque hay muchos tipos de las mismas, por lo que si se estudian conjuntamente pueden obtenerse conclusiones equívocas. Lo mismo puede decirse del colesterol. Además, dejando a un lado los aceites, los lípidos no suelen ingerirse aisladamente sino que forman parte de una carne, pescado, fruto seco o vegetal cuyos otros componentes también afectan a la salud. Por ejemplo, aunque las grasas saturadas fueran inocuas el hecho es que la carne roja procesada es probablemente carcinógena. Por otro lado, cada cual tiene su propia fisiología, enfermedades, antecedentes familiares y estilo de vida.

Para poder aislar todas las variables mencionadas y lograr una conclusión sólida se necesitan muchísimos más estudios pero, por desgracia, probablemente gran parte de ellos sean financiados por gente con algún tipo de agenda. Igual que ocurre en la industria farmacéutica los productores de alimentos pagan sus propias investigaciones cuyos resultados (¡oh, sorpresa!) siempre les son favorables.

Mientras la niebla se dispersa aquellos que estamos preocupados por nuestra alimentación haremos lo que entendemos como mejor según el conocimiento que tenemos. Para mí, eso significa eliminar los alimentos procesados y mis queridos dulces, incluyendo los deliciosos postres que prepara mi hermana. También debería comer más legumbre y menos carne, probablemente. Más allá de eso, toda opción parece debatible y carente de garantías.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Grasa (II)

Allá por mi adolescencia surgió en mi interior el deseo de lucir abdominales. Siempre fui un niño gordito así que tenía bastante trabajo por delante. Para saber qué plan seguir me pregunté quiénes tenían los mejores abdominales. La respuesta a la que arrivé fue: los culturistas. Así que me acerqué al quiosco y me hice con mi primer ejemplar de la venerable Muscle & Fitness, concretamente el número 202 de la edición en español (que aún conservo). En sus páginas descubrí el método culturista del momento para tener un buen desnudo: levantar pesos para ganar músculo y aumentar el metabolismo basal, hacer ejercicio cardiovascular para quemar grasa, comer cada tres horas para controlar el hambre y contar las calorías para crear un pequeño déficit energético diario.

Foto de ulterior epicure
Los expertos de nutrición que escribían para dicha revista, como Chris Aceto, recomendaban distribuir las calorías de manera que alrededor del total diario proviniese de los glúcidos, un treinta o treinta y cinco por ciento de la proteína y un quince o veinte por ciento de la grasa. Las fuentes de carbohidratos debían ser integrales, como la avena. Las proteínas habían de ser magras, como la conocida pechuga de pollo. Las grasas, saludables, como el aceite de oliva o el aguacate.

Ese era, como digo, el estándar del momento. Pero hete aquí que en otra revista culturista de la época, Musclemag, apareció un artículo de Charles Glass contraviniendo la doctrina del momento. Glass es un célebre entrenador de culturistas entre cuyos pupilos se cuentan varios participantes del Mr. Olympia (algo así como el campeonato del mundo de culturismo). En aquel artículo, este antiguo Mr. Universo aseguraba que los glúcidos no eran necesarios y que nos hacían engordar. Según él, un atleta de fuerza necesitaba cubrir primero sus necesidades diarias de proteína y, a partir de ahí, obtener el resto de calorías a partir de las grasas.

Sería el año 2002 o 2003 cuando leí el artículo de Glass. Más de diez años después, el péndulo se ha acercado más hacia su lado que al de Aceto. Hoy día las teorías sobre la obesidad se centran en el papel de la insulina, siendo la idea básica que la presencia de dicha hormona en sangre es lo que nos hace engordar. Como los carbohidratos son el macronutriente que más estimula la segregación de insulina las dietas bajas en glúcidos deberían ser mejores para perder peso:

In humans, high rates of insulin release from the pancreas due to genetic variants or other reasons cause weight gain. People with type 1 diabetes who receive excess insulin predictably gain weight, whereas those treated inadequately with too little insulin lose weight, no matter how much they eat. Furthermore, drugs that stimulate insulin release from the pancreas are also associated with weight gain, and those that block its release with weight loss.
If too much insulin drives fat cells to increase in size and number, what drives the pancreas to produce too much insulin? Carbohydrate, specifically sugar and the highly processed starches that quickly digest into sugar. Basically, any of those packaged “low-fat” foods made primarily from refined grains, potato products, or concentrated sugar that crept into our diet as we single-mindedly focused on eating less fat.
En la pasada década comenzaron a brotar como setas los estudios que comparaban ambos tipos de dieta y proclamaban superiores a las dietas bajas en carbohidratos y altas en grasa. Incluso si los sujetos de estudio consumían el mismo número de calorías en ambos grupos aquellos que tomaban menos azúcar y almidón perdían más peso. Se pusieron de moda las dietas cetogénicas, un estilo de alimentación en el que no se toma ningún tipo de glúcido, lo que obliga al cuerpo a fabricar cetonas (de ahí el nombre) para obtener la energía necesaria con la que alimentar el cerebro (los lípidos no pueden atravesar la barrera hematoencefálica por lo que la única forma de aportar energía a este órgano es con glucosa, que se puede sintetizar a partir de cuerpos cetónicos). Tiempo más tarde arrancó la moda del ayuno intermitente, la cual se oponía a la norma establecida de la década anterior de comer cada dos o tres horas para mantener el nivel de insulina estable y no pasar hambre. Según los defensores del ayuno comer cada pocas horas es un error ya que, como hemos dicho, la insulina nos hace engordar. Por el contrario, no ingerir alimentos durante largos periodos reduce los niveles de esta hormona en sangre y mejora nuestra sensibilidad a la misma, lo que nos llevaría a lucir un cuerpo esbelto y a ser felices y comer perdices (asadas y sin piel, por supuesto).

La moda del ayuno intermitente ya lleva unos cuantos años asentada como estrategia para mejorar la composición corporal y como estilo de vida a largo plazo. Durante este tiempo las librerías han ido poblándose poco a poco de libros que ensalzan sus virtudes y aportan pruebas científicas de su utilidad. Por ejemplo, de acuerdo con el doctor Jason Fung:

Fasting is the most efficient and consistent strategy to decrease insulin levels, a fact first noted decades ago and widely accepted as true. All foods raise insulin; therefore, the most effective method of reducing insulin is to avoid all foods. Blood glucose levels remain normal as the body switches over to burning fat for energy. This effect occurs with fasting periods as short as twenty-four to thirty-six hours. Longer fasts reduce insulin even more dramatically. More recently, alternate daily fasting has been studied as an acceptable technique for reducing insulin levels.
Regular fasting, by routinely lowering insulin levels, has been shown to significantly improve insulin sensitivity. This finding is the missing piece in the weight-loss puzzle. Most diets restrict the intake of foods that cause increased insulin secretion, but don’t address insulin resistance. You lose weight initially, but insulin resistance keeps your insulin levels and body set weight high. By fasting, you can efficiently reduce your body’s insulin resistance, since it requires both persistent and high levels.

Como ocurre con todas las cuestiones de la vida, las recomendaciones dietéticas hay que seleccionarlas de una cacofonía formada por todas las tribus que opinan al respecto, desde los seguidores de las dietas Paleo o libres de gluten hasta los expertos en nutrición reputados, pasando por los gobiernos, los medios de comunicación, los vegetarianos, nuestros amigos y (por supuesto) nuestros cuñados. Dejando a un lado los extremos, es mi opinión que actualmente las normas para evitar la obesidad se acercan a las que ya eran costumbre tiempo atrás: comer tres veces al día sin picar entre horas, siguiendo una dieta abundante en frutas, verduras, legumbres y hortalizas. Alimentos procesados, los menos posibles. Los glúcidos, pocos e integrales, aunque depende de cada persona. Y las grasas, saludables. Pero ¿qué grasas pueden calificarse como tales?

Continuará.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Grasa (I)

Power Eating (publicado en español como Alimentación y fuerza), escrito por Susan Kleiner y Maggie Greenwood-Robinson, fue uno de los primeros libros de nutrición que leí. Según dice en el apartado sobre las autoras, Kleiner «es la máxima autoridad en dietética para la fuerza». Publicado en el año 2000, en las páginas de esta obra se puede leer:

¿Desea librarse de esa grasa extra en su cuerpo? Entonces reduzca las grasas en su dieta. Es indiscutible que la grasa que se come se convierte en grasa corporal más fácilmente de lo que lo hacen los carbohidratos y las proteínas. Cuanta más grasa coma, más grasa llevará.
Compárase esa afirmación con este fragmento de la obra The Obesity Code, publicada en 2016:

The evidence on a link between dietary fat and obesity is consistent: there is no association whatsoever. The main concern about dietary fats had always been heart disease. Obesity concerns were just “thrown in” as well.
[...] Eating fat does not make you fat, but may protect you against it. Eating fat together with other foods tends to decrease glucose and insulin spikes. If anything, dietary fat would be expected to protect against obesity.
En lo atinente a la nutrición humana rara vez hay consenso en algo. Los hechos cambian a menudo. La grasa es mala, luego buena, luego mala otra vez, luego buena en parte, después mala según el tipo y, finalmente, cuestión de opinión. Es el tipo de problema que hace que la gente normal desconfíe de la ciencia en asuntos tan importantes como la salud.

La historia de los efectos de la grasa en la composición corporal es más antigua de lo que yo creía. En 1863, William Banting, un sexagenario de cien kilos, publicó un panfleto titulado Letter on Corpulence, Addressed to the Public en el que relataba su experiencia con la dieta de un cirujano llamado William Harvey. Harvey observó cierta relación entre diabetes y obesidad, y razonó que una dieta a base de comidas de origen animal y vegetales podía servir para dejar de engordar. Bajo la supervisión de este cirujano, Banting siguió lo que en hoy en día conocemos como dieta baja en carbohidratos, evitando ingerir alimentos que contuvieran almidón o azúcar. Perdió casi cuarenta kilos en alrededor de año y medio.

De acuerdo con Gary Taubes, a partir de la publicación del librillo de Bating se sucedieron las dietas por el estilo durante décadas:

By the turn of the twentieth century, when the renowned physician Sir William Osler discussed the treatment of obesity in his textbook The Principles and Practice of Medicine, he listed Banting’s method and versions by the German clinicians Max Joseph Oertel and Wilhelm Ebstein. Oertel, director of a Munich sanitorium, prescribed a diet that featured lean beef, veal, or mutton, and eggs; overall, his regimen was more restrictive of fats than Banting’s and a little more lenient with vegetables and bread. When the 244-pound Prince Otto von Bismarck lost sixty pounds in under a year, it was with Oertel’s regimen. Ebstein, a professor of medicine at the University of Göttingen and author of the 1882 monograph Obesity and Its Treatment, insisted that fatty foods were crucial because they increased satiety and so decreased fat accumulation. Ebstein’s diet allowed no sugar, no sweets, no potatoes, limited bread, and a few green vegetables, but “of meat every kind may be eaten, and fat meat especially.” As for Osler himself, he advised obese women to “avoid taking too much food, and particularly to reduce the starches and sugars.”
Durante casi cien años el mensaje fue que para perder peso se debía minimizar la ingesta de glúcidos (almidón y azúcar) y sustituirlos por carne roja, pescado, aves y caza, recomendaciones que en el siglo XX se harían populares gracias al doctor Atkins.

Imagen de Just some dust
Sin embargo, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, en Estados Unidos el péndulo comenzó a oscilar en la dirección contraria. El trabajo del científico Ancel Keys puso sobre el escenario la idea de que la grasa debía ser evitada por su efecto nocivo en la salud. Paul Dudley White, cardiólogo de Harvard de fama mundial, alertó de una gran epidemia de enfermedades del corazón en su país desde el fin de la II Guerra Mundial causada, según él, por haber abandonado los cereales y el grano en favor de la comida de origen animal. El culpable de dicha epidemia era el colesterol:

In the 1950s, it was imagined that cholesterol circulated and deposited on the arteries much like sludge in a pipe (hence the popular image of dietary fat clogging up the arteries). It was believed that eating saturated fats caused high cholesterol levels, and high cholesterol levels caused heart attacks. This series of conjectures became known as the diet-heart hypothesis. Diets high in saturated fats caused high blood cholesterol levels, which caused heart disease.
Así, en la segunda mitad de siglo los carbohidratos pasaron a ser los buenos de la película. La grasa es más densa energéticamente (nueve calorías por gramo frente a los cuatro de los carbohidratos) y podía causar problemas coronarios al aumentar el nivel del colesterol. A consecuencia de ello, en el último cuarto de siglo se elaboraron las primeras guías dietéticas en forma de pirámide para la población, con los glúcidos en la base suponiendo al menos la mitad de las calorías diarias.

A finales de los noventa y principios del presente siglo el péndulo osciló de nuevo. Robert Atkins fue un cardiólogo norteamericano que, como William Banting, sufría sobrepeso, problema que solo pudo solucionar cuando pasó de las dietas altas en carbohidratos a una alta en grasa. Al lograr perder peso de esta manera empezó a recomendar ese tipo de dieta a sus pacientes. Con el paso de los años se convirtió en una celebridad si su apellido pasó a ser sinónimos de dietas altas en grasa y bajas en carbohidratos.

La cuestión de los lípidos ha ido complicándose con los años. No todas las grasas (saturada, monoinsaturada, polinsaturada) son iguales. Incluso para el mismo tipo, el origen (animal o vegetal) podría ser importante. Tampoco es lo mismo el colesterol «bueno» (HDL) que el «malo» (LDL). Es más, no es igual el LDL tipo-a (benigno) que el tipo-b (el cual sería el factor contribuyente a la formación de placas en los vasos sanguíneos). Lo mismo es aplicable a los carbohidratos, habiendo diferencias entre el almidón, la fructosa y el azúcar refinado, así como entre los alimentos procesados y sin procesar.

¿Comer grasa nos hace almacenar grasa? ¿Ingerir alimentos ricos en colesterol eleva el nivel de colesterol en sangre? ¿Comer más verdura torna de color verde nuestra piel? En la segunda parte trataremos de responder a estas preguntas revisando unos cuantos estudios científicos al respecto. Pero lo haremos de una forma peculiar, a saber, analizando los trabajos que autores con opiniones contrapuestas esgrimen como prueba. Veremos cómo en ocasiones el mismo estudio se utiliza para defender posturas contrarias, y cómo los problemas de hacer ciencia envuelven el debate en una densa niebla de sospecha y escepticismo.

Continuará.

lunes, 31 de octubre de 2016

Fósiles

A menudo me viene a la mente un capítulo de la serie Scrubs en el que el protagonista casi mata a un hombre al llevar a cabo un procedimiento inseguro y anticuado por orden de uno de los médicos más viejos del hospital, el doctor Townshend. Hacia el final del capítulo, el jefe médico, que es buen amigo de Townshend, conversa con él:
Kelso: He estado hojeando varios historiales y, bueno, en los casos de osteoporosis no administras bifosfonatos, y en los casos de diabetes no recetas inhibidores de la ECA. Doug, tus tratamientos están desfasados.
Townshend: Venga, Bob, a nuestra edad no vamos a cambiar de escuela.
Kelso: Te aseguro que no es una cuestión de edad, Doug. Hoy en día la ciencia va tan deprisa que cada cinco años la mitad de lo que sabes ya está obsoleto. ¿Por qué crees que voy a esos seminarios y duermo en un hotel de dos estrellas rodeado de estudiantes que se emborrachan hasta vomitar? Lo hago porque no puedo quedarme atrás ¿comprendes?
Townshend: Y porque así no ves a tu mujer en dos días. Y de paso vuelvo a pedirte perdón por habértela presentado (risas). Oye, Bob, no tengo fuerzas para seguir ese ritmo.
Kelso: Bueno... pues tenemos un problema.
Finalmente, Townshend es despedido.

Me acordé de esta escena hace unos días cuando hablaba con uno de mis mejores y más viejos amigos. Ambos coincidimos hace una década en una compañía de IT de puro corte español, de esas donde todo es prioritario y la jornada laboral consiste en apagar un fuego tras otro, donde la única forma de hacer las cosas es rápido y mal y el estrés resulta en quemaduras emocionales de tercer grado. Mi amigo tiene la suerte de trabajar ahora en una de las grandes del sector (lo que yo llamo «el mundo desarrollado») y recuerda aquella época pretérita con una mezcla de vergüenza y alivio. Me contaba que había recibido noticias de alguien que sigue trabajando allí y que, al parecer, no ha cambiado nada, que todo sigue haciéndose igual que hace diez años.

Aunque en la comedia mencionada al principio el profesional que se queda atrás es un hombre de edad provecta, hoy día hay abundan los sectores en los que, como dice el doctor Kelso, todo avanza tan rápido que la mitad de lo que sabes está obsoleto en cinco años. En tecnologías de la información, verbigracia, es posible quedarse atrás a una edad tan temprana como los treinta y cinco años. Lo sé porque lo veo a diario.

Foto de Sabrina Setaro
Observo que muchos trabajadores de mi generación son incapaces ya de mantener el ritmo y siguen haciéndolo todo como cuando lo aprendieron por primera vez, viéndose superados además por el continuo. Un compañero que tiene tan solo un año más que yo me decía: «yo era tan feliz con el sistema que teníamos y ahora van y me lo cambian. No quiero tener que aprender una cosa nueva». Es uno de esos «trabajadores paloma» de los que ya hablamos, personas que, entre otras características, han dejado de aprender.

No todos se estancan por la misma razón. ¿Recuerdan aquel artículo sobre el hombre desactualizado? Hay multitud de personas que ni siquiera son conscientes de que su conocimiento está obsoleto. Algunos hechos cambian según pasan los meses y los años sin que nos demos cuenta hasta que un día, como le pasó a un jefe de mi empresa, entras en un sistema y resulta que todos los comandos que conoces ya no están, pues han sido sustituidos por otros nuevos que no sabías ni que existían.

Entre los trabajadores fosilizados hay quienes tenían mucha curiosidad y entusiasmo de jóvenes pero han decidido centrar sus energías en otros aspectos de la vida conforme han ido pasando los años. Otros nunca han tenido esa curiosidad y no se plantean siquiera aprender nada nuevo (a no ser que se les obligue). También conozco a quienes han luchado por mantenerse al día durante mucho tiempo y han acabado quemados y cínicos, opinando que todo lo nuevo es lo que ya había pero con otro envoltorio, que no va a solucionar nada o que será una moda pasajera que no vale la pena considerar.

Para la mayoría de nosotros, aprender es un proceso que requiere mucha disciplina. Es lento. Es frustrante. Es agotador. Hay que saber hacerlo. No todo el mundo puede sobrellevar el esfuerzo. Y no todo el mundo tiene razones para ello. ¿Para qué vas a hacer curso alguno si eso no va a cambiar tu salario? ¿Para qué invertir tiempo en aprender a hacer las cosas bien si eso no va a mejorar tus perspectivas de contratación? En el clima laboral español brillan por su ausencia los incentivos no ya para tratar de mejorar, sino para únicamente mantenerse al día. El resultado es que los trabajadores se anquilosan y las empresas se quedan rezagadas sin darse cuenta hasta que ya es tarde, momento en el que suelen decidir que lo que necesitan es sangre nueva (léase becarios).

Hay quien adopta las nuevas tecnologías enseguida. Otros las adoptan tarde, cuando ya se han hecho populares. Algunos nunca dejan de resistirse. Personalmente, no soy amigo del cambio en mi vida diaria. Sin embargo, en lo que al trabajo se refiere, sí procuro subirme a la ola lo antes posible (aunque no siempre lo consigo, ya que mi carácter es muy volátil). Mi filosofía aquí está alineada con la del cirujano Atul Gawande: prefiero pecar por exceso de cambio que por defecto. Sí, muchas cosas que salen nuevas son modas que acaban desvaneciéndose al poco de aparecer. Sí, cuanta más información tratamos de asimilar más ruido aleatorio confundiremos con información. Sí, es posible que algunas de las cosas que aprendas no te hagan falta o no llegues a utilizarlas nunca. Y sí, a veces lo que surge es una mala idea cuyas carencias se ven poco después y acaba en el olvido como una mancha. Aún así prefiero, como dice Gawande, convertirme en

uno de aquellos que adoptan las ideas nuevas enseguida. Presta atención a la ocasión de cambiar. No estoy diciendo que uno tenga que aceptar cada nueva moda que aparezca. Pero hay que estar dispuesto a reconocer las insuficiencias de lo que uno hace a la vez que se les busca remedio.
Será porque me gusta aprender cosas nuevas. Aunque asimilo muy despacio, mi curiosidad es muy amplia y me pica bastante, así que me siento impelido a estar al corriente de las novedades aunque a veces me desespere. Pero hay otras razones para ello aparte de mi azogue interno. Por ejemplo, siempre que sale una tecnología nueva el nivel del agua es más bajo y, por lo tanto, es más fácil destacar. A un amigo mío le contrataron una vez porque había oído hablar de cierto método de trabajo que por aquel entonces estaba naciendo en el sector al otro lado del charco y del que en la península aún no se tenía noticia.

Por otra parte, conocer algo desde el principio ayuda a que el conocimiento a la larga sea más profundo, pues los nuevos hechos se construyen partiendo de los anteriores. Te das cuenta de por qué esa tecnología, herramienta o método ha llegado a ser como es, qué usos, indicaciones y contraindicaciones tiene. Finalmente, hay que recordar las ventajas de la mera exposición: la de aumentar las probabilidades de serendipia. En lo nuevo podríamos encontrar una renovada pasión, un cambio refrescante, un área en la que ganar más dinero o una idea original.

Para bien o para mal, hasta donde yo sé las empresas no evalúan cuán actualizados están los conocimientos de sus empleados, pues las revisiones anuales de rendimiento suelen centrarse simplemente en lo que se ha hecho y lo que no. Quizá las empresas actúan así porque el hecho de que los empleados se mantengan al día en su área técnica o fáctica tiene un impacto muy bajo en los buenos o malos resultados del negocio. O quizá lo hacen porque no saben lo importante que es que sus empleados estén al día.

lunes, 24 de octubre de 2016

Once nuevas curiosidades

Vamos con otra entrega de pequeñas píldoras de conocimiento de fácil digestión. Quién sabe, quizá en el futuro alguno de estos datos les permita llevarse un suculento premio económico en un concurso de televisión.

Imagen de Valerie Everett

  • En realidad no importa si lo remueves, metes la cuchara o no haces nada; el té se enfría más o menos a la misma velocidad en todos los casos, aunque meter y sacar la cuchara puede que lo haga ligeramente más rápido. Fue el usuario de Stack Exchange drhodes quien midió la tasa de enfriamiento de una taza de té para cada uno de los tres casos. [Fuente]

  • El récord Guiness de ayuno más largo es de 382 días. Fue un hombre de veintisiete años y 207 kilos de peso cuyo caso fue publicado en una revista médica en 1973. Durante ese periodo, lo único que tomó este paciente fue líquidos sin calorías y suplementos de vitaminas y minerales. Perdió 125 kilos manteniendo la salud. Al no comer nada, sus deposiciones eran muy infrecuentes, pudiendo transcurrir hasta cuarenta y ocho días entre una y otra. [Fuente]

  • De media, los corredores del Tour de Francia gastan alrededor de 6.500 calorías diarias. En el pasado era común ver a ciclistas comiendo filetes y mordisqueando baguettes encima de la bicicleta. El ganador de la edición de 1904, el Francés Henri Cornet, tomaba diariamente once litros de chocolate caliente, cuatro litros de té, champán y kilo y medio de arroz con leche. El ciclista inglés Tom Simpson consumía regularmente alimento para ganado hervido bajo la teoría de que hacerlo evitaba que los músculos del estómago se tensaran. [Fuente]

  • La Segunda República española, en su constitución de 1931, suprimió la nobleza, estamento que Franco restableció en 1948. En 2011 había 2.753 títulos repartidos entre 2.205 personas. Los nobles pagan tasas por heredar el título, una cantidad que puede oscilar entre los 800 y los 16.000 euros. La escala nobiliaria sigue este orden de mayor a menor: duque, marqués, conde, vizconde, barón y señor. [Fuente]

  • El Gran Premio de Mónaco es siempre la primera fecha que se pone en el calendario de Fórmula 1. Se coloca cuarenta días después del Domingo de Resurrección para hacer coincidir su comienzo con la festividad de la Ascensión. Los entrenamientos libres no se realizan el viernes como es habitual sino los jueves, debido a que en el origen del gran premio se decidió abrir las calles ese día para no alterar en exceso la vida de los monegascos. [Fuente]

  • Steve Jobs nunca permitió que Apple pagara dividendo a sus accionistas, pues consideraba que daba mayor rentabilidad reinvirtiendo en la propia compañía. Tras su muerte, los directivos de la empresa californiana aprobaron el pago de un enorme dividendo. A pesar de sus ingentes dividendos y dinero en caja, Apple pidió un préstamo para pagar dicho dividendo. ¿La razón? No tenían suficiente dinero en Estados Unidos para hacer frente al pago y era más barato pedir un préstamo que pagar los impuestos que suponía repatriar el dinero necesario. [Fuente]

  • Actualmente, algunas empresas utilizan un software para procesar automáticamente los currículos que reciben. Hasta un 72% de ellos no llegan a ser vistos por una persona. Este software extrae las características y experiencias que son de interés para el empleador y da una nota al currículo en cuestión, lo que permite a la gente de recursos humanos descartar automáticamente los que están por debajo del umbral que elijan. Los candidatos conscientes de este hecho pueden modificar su currículo para aumentar sus probabilidades de pasar este filtro. Por ejemplo, las imágenes son inútiles, pues estas herramientas aún no las procesan. Los símbolos como las flechas, los bordes ostentosos y las fuentes barrocas confunden al software, siendo mejor utilizar las clásicas Arial y Courier. [Fuente]

  • Aunque al ser dibujada en un plano no lo parezca, una circunferencia es unidimensional. La definición matemática de la dimensión de un objeto geométrico dado es el número de coordenadas independientes que se necesitan en ese objeto para señalar cualquier localización en el mismo. En el caso de la circunferencia, la posición de cualquiera de sus puntos se puede describir con un solo número: el ángulo. [Fuente]

  • Durante el siglo pasado, el cociente intelectual ha subido en la mayoría de los países desarrollados a un ritmo promedio de tres puntos por década. Es el llamado «efecto Flynn», llamado así en honor al filósofo americano James Flynn, quien se dio cuenta de dicho fenómeno en una de sus investigaciones. [Fuente]

  • Ludwik Gross ganó el premio Nobel en 1928 por su descubrimiento de que el tifus era portado por los piojos. En 1936 fue a ver al doctor Rudolf Weigl, quien había estudiado la relación entre el tifus y los piojos en su modesto laboratorio. Weigl transmitía las rickettsias causantes del tifus de piojo a piojo haciendo una suspensión acuosa a partir de sus intestinos infectados e infectando a piojos sanos mediante enemas en miniatura. Dado que los piojos tenían que ser alimentados diariamente con sangre humana, el doctor Weigl y su mujer se dejaban picar por ellos. Weigl contrajo el tifus dos veces en el curso de sus investigaciones. [Fuente]

  • Según datos del portal de citas OK Cupid, físicamente los hombres las prefieren jóvenes. A lo largo de toda su vida, los varones califican como más bellas a las mujeres que tienen entre veinte y veintitrés años. Las mujeres, por el contrario, modifican su estándar según se van haciendo mayores, de manera que conceden la mejor nota a hombres que están en su mismo rango de edad. [Fuente

lunes, 17 de octubre de 2016

Mi bicho

Se llamaba Nube pero yo siempre me refería a ella como «mi bicho». Tenía catorce años. Su cabeza olía como a lapicero. Le encantaban los potitos y los canónigos. Era sumamente cariñosa y preciosa, con esos enormes ojos verdes, tan expresivos, y aquel lunar en el hocico que se le borró con el tiempo. Mostraba algunos comportamientos típicos de los gatos como el gesto de amasar, el jugueteo con tapones de botellas o el gusto por las cajas. En otros aspectos, sin embargo, no parecía un gato al uso: pasaba de los punteros láser y de los ordenadores portátiles.

Murió el pasado 19 de Agosto. Lo que empezó como una cojera causada supuestamente por un esguince resultó ser una metástasis de cáncer de pulmón. En cuestión de dos semanas empezaron a salirle heridas en los dedos y la cola que requirieron cirugía pero no mejoraron y hubo que plantearse la amputación. Para entonces estaba ya demasiado débil como para operarla. Falleció de noche, sin hacer un solo ruido, sin que ninguno de los que estábamos en casa nos enteráramos. Habíamos programado su eutanasia para el día siguiente.

Tuve que coger su cadáver, envolverlo en una manta y llevarlo en mi coche al veterinario. El dolor era abismal. Pasé el día en casa intentando centrarme en el trabajo, sin conseguirlo. Lloraba y me movía inquieto por toda mi habitación sintiéndome incapaz de soportar aquello.

Los gatos domésticos pueden vivir entre quince y veinte años, siendo la vida de los gatos mestizos superior a los de pura raza. La vejez de los felinos es muy breve y su salud se deteriora rápidamente al final:

Los seres humanos sufren de «envejecimiento», más o menos, en el último tercio de su existencia, pero en los gatos este período sólo se circunscribe a la última décima parte de su vida. Por lo tanto, sus años de achaques son misericordiosamente breves. La vida media se considera de unos diez años. Algunas autoridades en la materia lo hacen subir un poco, a unos doce años, pero resulta imposible ser exactos porque las condiciones del cuidado de los gatos varían mucho. La guía más exacta consiste en afirmar que un gato doméstico vive entre nueve y quince años, y sólo sufre de declive senil, más o menos, el último año de su existencia.
Me opuse a la eutanasia dos veces. No porque esté en contra de ella, sino porque tenía miedo a equivocarme y robarle días de vida. Pensaba que quizá estuviera mustia por la medicación, no por su enfermedad. También veía que no todas las señales indicaban en la misma dirección. Sí, se escondía debajo de la cama, algo que suelen hacer los gatos cuando van a morir, pero iba comiendo mejor, se mantenía bien hidratada y seguía aseándose.

Resulta que los gatos son animales muy duros y no es fácil saber cuánto dolor sienten, pues lo esconden muy bien. Además de eso, ningún veterinario supo darnos un pronóstico, si duraría un día, una semana, un mes o un año. Al final estaba tan delgada que acepté, aunque quise organizarle antes una fiesta de despedida que iba a tener lugar el día del óbito.

Su muerte hizo que me sintiera doblemente culpable. Primero, porque dudaba si no habría sido mejor haberla sacrificado aquella misma tarde como quería el resto de mi familia. Segundo, porque al fallecer así nos quedamos sin despedirnos de ella. La impresión que me quedó es que mi cabezonería había privado a los demás de esa despedida. Los primeros días tras su muerte no paré de preguntarme si acaso una de las opciones era mejor que la otra para ella. Si mi bicho hubiera podido hablar ¿habría preferido una muerte natural (aunque quizá más dolorosa) en su territorio como finalmente tuvo, o una eutanasia en un lugar frío y desconocido pero rodeada por quienes más la querían y yéndose de forma indolora?

Ante mis primeras negativas todos me decían lo mismo: que la gata estaba sufriendo. Yo me metía periódicamente debajo de la cama con ella para acariciarla y hacerle ronronear. Pensaba en cómo los humanos nos equivocamos al proyectar nuestras vivencias en los animales, error del que ya avisó un psicólogo inglés del siglo XIX:

Conwy Lloyd Morgan introdujo lo que se conoce como principio de parsimonia o canon de Lloyd Morgan. Dicho principio establece que no se deberá interpretar el comportamiento de un animal como el resultado de una facultad psicológica superior, mientras pueda explicarse como la consecuencia del uso de una facultad más simple (se trata de una versión psicológica del principio de economía de las causas de Guillermo de Occam).
Es indudable que los animales son capaces de padecer dolor físico. Si entendemos el sufrimiento como sinónimo de dolor entonces sí, los animales sufren. Pero hay un tipo de sufrimiento propio únicamente del ser humano causado por su capacidad de ensimismamiento. Sigan conmigo mis ideas.

Puede decirse que mi abuela está sufriendo ahora que necesita ayuda para todas las actividades de la vida diaria. Quizá lo que más le duele de todo es no poder andar. Se ve a sí misma –y así lo dice cuando habla con sus amigas– como una inútil, cuando hace tan solo seis meses vivía tan estupendamente sola en su casa. Por contra, mi gata (y los animales en general) no tienen –hasta donde sabemos– esa percepción de un yo pasado. Dudo que ella se observara a sí misma y se entristeciera pensando en los saltos tan ágiles que daba poco tiempo atrás. No creo que le supusiera un problema tenernos pendientes de ella para llevarla a su cajón a hacer sus necesidades. Sentía dolor, eso es cierto, pero no sufría torturada por sus propios pensamientos, no rumiaba la idea de que su vida ya no merecía la pena ser vivida.

He amado a ese pequeño animal durante catorce años, casi la mitad de mi vida. Dos meses han transcurrido desde que murió y la idea de que ha desaparecido para siempre es todavía un pensamiento por el que debo andar rápidamente para no hacerme daño, como una persona que camina sobre las brasas con sus pies desnudos. Ni siquiera puedo rememorar aún los muchos recuerdos que tengo de ella. La echo muchísimo de menos. Para mí no era solo una más de la familia: era a quien más quería de mi familia, y con diferencia.

En los primeros días tras su muerte muchos me preguntaron si me haría con otro gato. Cuando les decía que no por lo mal que lo estaba pasando me respondían que con el tiempo volvería a querer uno. Empiezo a entender a qué se referían: echas de menos su compañía, jugar con ellos, el cariño que dan y buscan, el calor de su tripa en los días fríos, sus curiosas manías y sus divertidas costumbres. Aún así, dudo mucho que vuelva a poner una mascota en mi vida.

Cuando le di la noticia a un amigo este me dijo: «ha sido feliz y ha hecho feliz». De nuevo un concepto humano aplicado a un animal. Pero sí, desde luego tuvo una vida muy buena. Y sí, nos hizo muy felices, de un modo singular y específico que nunca volveremos a experimentar.

lunes, 10 de octubre de 2016

El espantapájaros

Conservadores fachas. Manifestantes perroflautas. Feministas feminazis. Inmigrantes delincuentes. Parados vagos. Todos tienen algo en común: haberlos haylos, pero no son tan habituales como solemos creer. A la hora de discutir con ellos o acerca de ellos no nos atenemos únicamente a los hechos, sino que nuestras emociones deforman las tesis del contrario y tendemos a etiquetar a esas personas con el adjetivo de la derecha:

When you are losing an argument, you often use a variety of deceptive techniques to bolster your opinion. You aren’t trying to be sneaky, but the human mind tends to follow predictable patterns when you get angry with other people and do battle with words.
One of the most reliable and sturdy logical fallacies is the straw man, and even though its probability of appearing is high, you often don’t notice when you are using it or being beat over the head with it.
It works like this: When you get into an argument about either something personal or something more public and abstract, you sometimes resort to constructing a character who you find easier to refute, argue, and disagree with, or you create a position the other person isn’t even suggesting or defending.
Es lo que se conoce como falacia del espantapájaros, una artimaña retórica muy común:

Una de las formas predilectas de atacar a un contrario es atribuirle una tesis que no defiende en absoluto; luego, atacar a este «espantapájaros» es pan comido. Naturalmente, se elige como espantapájaros un espantajo terrible, un coco contra el que todo el mundo, lleno de indignación, se pondrá en guardia.
Alguien defiende, verbigracia, que deberíamos comer menos carne por el bien de nuestra salud y la del planeta; como espantapájaros su oponente ataca la tesis que sostiene que ninguna persona debería comer carne nunca.

Foto de H. Michael Miley
Es muy sencillo crear un espantapájaros llevando la premisa del contrincante al extremo y luego arremeter contra él, pues llegados este punto las contradicciones lógicas de cualquier ideología o postura intelectual son muy fáciles de encontrar. En el caso del espantapájaros vegano, por ejemplo, podríamos decir aquello de que «las plantas también sufren», que también mueren animales al cultivar vegetales o que si se está en contra de matar animales para comer, entonces no se tiene derecho a los medicamentos desarrollados con ensayos en animales. Una vez señaladas estas contradicciones, el siguiente paso es asumir que aquellos a quienes hemos situado a la sombra del espantapájaros no las ven porque son idiotas.

George Lakoff, en su análisis de la moral en política desde el punto de vista del lenguaje y la psicología, llama a los espantapájaros «estereotipos patológicos»:

A pathological stereotype is the use of a pathological variant of a central model to serve as a stereotype for the whole category, and hence to suggest that the pathological variant is typical. Both liberals and conservatives tend to stereotype each other in terms of pathological variations. For example, liberals sometimes stereotype conservatives as "fascists", while conservatives stereotypes liberals as "bleeding hearts" or as "permissive".
Estos estereotipos patológicos se utilizan de manera solapada diariamente, hasta el punto de que no creo que los medios de comunicación pudieran mantener sus secciones de política si no les fuera posible recurrir a ellos. Al fin y al cabo, la audiencia no se logra presentando los hechos desnudos sino dándole razones al espectador para creer lo que ya cree.

Huelga decir que la estrategia del espantapájaros viola los preceptos de la buena argumentación. En concreto, es un quebrantamiento del principio de caridad, la norma que nos dice que debemos buscar siempre las interpretaciones más plausibles, sólidas, coherentes y racionales de las declaraciones de nuestro interlocutor, esto es, considerar el argumento en su mejor forma. (Casi) nadie hace eso. En primer lugar porque, como hemos hablado alguna vez, cuando discutimos buscamos persuadir, no alcanzar la verdad. En segundo lugar porque, aunque busquemos la verdad, la honestidad intelectual requiere bastante esfuerzo. En su inmortal obra Sobre la libertad, John Stuart Mill reconocía que en asuntos religiosos, políticos o sociales, tres cuartas partes de los argumentos consisten en destruir las opiniones del otro. Su defensa del principio de caridad bien merece una cita larga (el énfasis es mío):

Es sabido que el orador más grande de la antigüedad (con una sola excepción) estudiaba siempre el caso de su adversario con tanta o mayor atención que el suyo propio. Lo que Cicerón practicaba con vista a los éxitos forenses debe ser imitado por todos los que estudien un asunto con el fin de llegar a la verdad. Quien sólo conozca un aspecto de la cuestión no conoce gran cosa de ella. Sus razones pueden ser buenas y puede no haber habido nadie capaz de refutarlas. Pero si él es igualmente incapaz de refutar las razones de la parte contraria, si las desconoce, no tiene motivo para preferir una u otra opinión. La posición racional para él sería la suspensión de todo juicio, y si no, se contenta con esto, o se deja llevar por la autoridad, o adopta, como hace la generalidad, el partido por el cual siente mayor inclinación. Y no basta que oiga los argumentos de sus adversarios de boca de sus maestros, presentados en la forma que ellos les den, y acompañados por los que ellos mismos le ofrecen como refutación. No es esta la manera de hacer justicia a tales argumentos ni de ponerlos en verdadero contacto con su propio espíritu. Debe poder oírlos de boca de aquellas personas que actualmente creen en ellos, que los defienden de buena fe y con todo empeño. Debe conocerlos en su forma más plausible y persuasiva, y sentir toda la fuerza de la dificultad que es necesario vencer para llegar a una opinión verdadera en la materia; de otra manera jamás se adueñará de la porción de verdad necesaria para hacer frente y remover esta dificultad.
Desde luego Mill ponía el listón muy alto. Según este filósofo, para debatir acerca de cualquier tema primero debemos conocer la tesis contraria mejor que nuestros oponentes. Esto no solo es difícil por el esfuerzo en sí que conlleva, sino porque es imposible asimilar la información sin que pase por nuestros filtros y esquemas mentales.

Mucho me temo que la caridad argumentativa escasea tanto o más que otros tipos de caridad. Pocas personas consideran que aquellos que sostienen posturas en apariencia paradójicas o equivocadas pueden tener muy buenas razones para ello. En lugar de examinarlas a fondo encogemos los hombros, lo apuntamos como una nueva muestra de la imbecilidad humana y, llegado el caso, hacemos mofa y befa de sus postulados. Es más fácil así. Y divertido.