lunes, 17 de abril de 2017

Pesadilla en la cocina (V)

Hay un sector cuyas empresas están más que acostumbradas a los aprietos y el cambio. Son compañías que llegan a tener hasta una crisis por mes, marcas cuyos clientes tienen muy poca paciencia y cuyos malos resultados se airean públicamente para gozo de la competencia. Les hablo, cómo no, de los equipos de fútbol.

Como bien saben, los fracasos deportivos suelen expiarse sacrificando al entrenador, el chivo que los clubes tienen más a mano. Ya lo decía Sam Longston, el presidente del Derby County campeón de los 70, en la película The Damned United:

La realidad de la vida en el fútbol es esta: el presidente es el jefe, después vienen los directivos, luego el secretario, después los hinchas, a continuación los jugadores y, finalmente, el último de todos, al final del montón, en lo más bajo de lo bajo, viene aquel del que se puede prescindir: el puto entrenador.
Foto de Matthew Wilkinson
No es inusual que la llegada de un nuevo mánager venga acompañada de una buena racha. Como reza el dicho: «entrenador nuevo, victoria segura». El problema es que, como de costumbre, correlación no implica causalidad, y por eso no podemos asegurar que la mejora deportiva sea consecuencia directa de tener un nuevo hombre al mando del equipo. De hecho, los datos parecen indicar que esa mejora es una ilusión, una simple regresión a la media:

This, sadly, is another beautiful hypothesis slain by ugly fact. Sackings do not improve club performances. Clubs simply regress to the mean.

To see if sacking the manager makes a difference, the author of the Dutch study, Bas ter Weel, searched within all the other non-sacking data from the eighteen seasons of Eredivisie results to identify a control group to compare to the sacking episodes. The control group consists of those spells (distributed statistically equally across all the clubs) in which a club’s points per game average declined by 25 per cent or more over a four-game stretch, but they did not sack their managers. Ter Weel found 212 such cases.


Even without sacking the manager, the performance of the control group bounces back in the same fashion and at least as strongly as the performance of the clubs that fired their managers. An extraordinary period of poor performance is just that: extraordinary. It will auto-correct as players return from injury, shots stop hitting the post or fortune shines her light on you once more. The idea that sacking managers is a panacea for a team’s ills is a placebo. It is an expensive illusion.
Cuando es positiva, los malos directores generales interpretan la regresión a la media como mérito suyo. Cuando es negativa, es decir, cuando se atraviesa una mala racha, lo atribuyen a la situación económica, a decisiones políticas o a cualquier otro factor externo no relacionado con ellos mismos (los políticos hacen lo mismo). Aparte de la hipocresía que eso manifiesta, esta falsa creencia hace que los equipos de fútbol y otras tantas compañías en general desperdicien dinero en introducir cambios que realmente no necesitan o que no tienen ningún impacto. Es el equivalente empresarial de la homeopatía.

Hay otras razones por las que introducir cambios pueden mejorar los resultados a corto plazo, al margen de las ilusiones estadísticas. Por ejemplo, es posible que hayan oído hablar del efecto Hawthorne, término que designa el hecho de que, al saber que están siendo observadas, las personas se comportan de manera diferente. El nombre deriva de una fábrica de Western Electric llamada Hawthorne Works, situada en Illinois. A finales de los años veinte del siglo pasado se llevó a cabo allí una serie de estudios para poner a prueba las afirmaciones de Frederick Taylor sobre las bondades de su método de gestión. El resultado fue que cualquier cambio podía hacer subir la productividad... durante un tiempo:

Researchers there concluded that almost any change introduced by management—even something as meaningless as slightly lowering or increasing the lighting—tended to invite at least a brief improvement in the output of workers involved in the study. Management experts and psychologists would later evoke the so-called Hawthorne effect to explain away the improved performance of people who know they’re being observed.
También existe el efecto John Henry, que se produce cuando las personas se esfuerzan más para compensar el hecho de no ser objeto de estudio. Esto quiere decir que un departamento puede aumentar su rendimiento cuando averigua que otro está siendo reorganizado para cambiar sus métodos de trabajo, o que un trabajador manual puede incrementar su productividad cuando sabe que la empresa está probando una nueva máquina que hace lo mismo que él.

Asimismo, la anticipación de cambios puede alterar la conducta. Los empleados que saben que van a ser objeto de estudio pueden variar su rendimiento antes de que el programa sea implantado según lo que quieran lograr. Por ejemplo, podrían empeorar su productividad a propósito para que parezca que las novedades han surtido efecto y satisfacer así a los jefes. O podrían hacerlo mejor de manera que las modificaciones introducidas por el consultor de turno parezcan inútiles y la empresa desista. Cabe incluso la posibilidad de que los trabajadores encuentren por su cuenta una nueva forma de trabajar que sea mejor que la ideada por los directivos, lo que se denomina sesgo por sustitución.

Toda evaluación de impacto conlleva la aparición de uno o varios de estos efectos no intencionados en la conducta de los empleados, lo que hace difícil determinar a ciencia cierta la efectividad de los cambios introducidos.

Regresemos al ejemplo del balonpié. ¿Cuánto tiempo hay que esperar antes de darle la patada al entrenador? Sabemos que los buenos resultados pueden tardar un tiempo en llegar pero, para un equipo en crisis, cada semana adicional de espera son tres puntos que pueden significar la diferencia entre la salvación y el descenso, o entre el título y la eliminación. De la misma forma, para las empresas en crisis las cuentas empeoran cada día que pasa.

Los presidentes más impacientes darán bandazos de acá para allá intentando dar con algo que produzca resultados casi instantáneos. Esto tiene el problema de desechar ajustes que verdaderamente eran útiles pero que surten efecto en una ventana de tiempo superior a la contemplada por el mandamás de turno, así como el de someter a la empresa a cambios que dan resultado a largo plazo pero son dañinos a la larga.

Por otra parte, los nuevos entrenadores, procedimientos o el uso de nuevas herramientas con frecuencia conllevan una caída inicial de la productividad, toda vez que los empleados abandonan los comportamientos viejos y deben acostumbrarse a los nuevos hasta interiorizarlos. Finalmente, hay que tener en cuenta que los cambios continuos someten a los empleados a un estrés adicional que puede acabar por quemarlos:

The conga line of Dilbertian corporate initiatives thrust on wary, weary employees [...] can be oppressive and counterproductive. Eric Abrahamson, a professor at Columbia University’s business school who has studied management fads [...] has argued that strings of repeated management initiatives have led to an epidemic of “change burnout” at businesses—an outbreak that saps morale and makes it difficult for companies to achieve more meaningful transformations when their industries genuinely demand it.
Por su parte, los directores más cabezotas confiarán en su estrategia sine die, lo que puede llevar a la compañía a la quiebra, o al equipo a Segunda División. Por desgracia, ya vimos que la gestión empresarial se asemeja más a la religión y a la política que a la ciencia, por lo que no existe el equivalente a un vademécum farmacológico que especifique la duración del tratamiento.

Si de verdad estuviéramos guiados por el espíritu científico, introduciríamos un único cambio cada vez, pues esto es imprescindible para establecer la causalidad. Si cambiamos la alineación al completo no podemos saber cuál era nuestro eslabón más débil, y ya recalcamos que el fútbol es un deporte cuyos resultados están limitados por la parte más floja de la cadena. Nótese, por otro lado, que determinar qué constituye un único cambio puede ser más complicado de lo que parece. Un nuevo entrenador, verbigracia, puede cambiar la forma de entrenar, la estrategia y la alineación.

Introducir los cambios de uno en uno permite además a los empleados centrar su atención y energía, lo que debería aumentar las posibilidades de que lo hagan bien, amén de que requiere menos tiempo. Por el contrario, un plan que supone múltiples modificaciones en procesos diferentes diluye los esfuerzos y puede acabar en caos y confusión. Asimismo, intentar cambiar todo de golpe significa quedarse sin balas en la recámara para más adelante. Si gastamos todo nuestro dinero en renovar la plantilla ¿qué nos queda en caso de que los nuevos jugadores no den resultado?

Desafortunadamente, pocos directores generales son tan metódicos y pacientes. Lo habitual es que confeccionen una nutrida lista de supuestas mejoras, a menudo de gran alcance, en aquello que llaman «plan de acción», se lo pasen a los mandos intermedios para que lo lleven a cabo y se sienten a esperar que aquello resulte.

Continuará.

lunes, 3 de abril de 2017

Pesadilla en la cocina (IV)

Mi padre ha trabajado de camarero toda su vida. A lo largo de sus más de cuarenta y cinco años de experiencia laboral en el sector de la hostelería ha sufrido en primera persona la bancarrota de tres restaurantes. También ha asistido a la quiebra de docenas de bares y otros comedores en los que trabajaban sus amigos o antiguos compañeros. Siendo España un país de bares no es de extrañar que tenga su propio clon del programa original Pesadilla en la cocina.

A pesar de haber ocurrido en distintas épocas, las muertes de todos esos restaurantes eran muy similares. El declive comenzaba, como es obvio, cuando la clientela se reducía. Con el tiempo, de los beneficios se pasaba a las pérdidas. Con las pérdidas llegaban los retrasos en los pagos a los empleados y a los proveedores. Al poco los retrasos se convertían en impagos. Después de esto los trabajadores se marchaban y denunciaban al propietario, mientras que los suministradores de materia prima hacían lo propio. Al final, concurso de acreedores, múltiples juicios y vuelta a empezar.

Imagen de lunamom58
Cuando las cosas empezaban a torcerse los dueños solían responder más o menos igual. Ante las pérdidas continuadas algunos optaban por cerrar de buenas a primeras, mientras que otros recurrían a préstamos del banco. Por desgracia para estos últimos, las deudas acababan acumulándose hasta hacerse insostenibles. Sin embargo, he de decir que no era el caso habitual. Lo más común es que el propietario expresara su gen de españolidad y dejara de pagar a todo el mundo pero siguiera adelante con su actividad cubierto por el hecho de que nada podrían embargarle, pues oficialmente no tenía posesiones a su nombre (ni siquiera personales). Algunos de estos empresarios cuentan con una hoja de vida laboral que no es más que en una retahíla de negocios fracasados de mala manera y, aún así, nunca han pagado el pato.

Utilizar deuda como forma de salir del atolladero es una apuesta arriesgada, pues si el negocio no remonta la deuda no podrá pagarse e incluso crecerá. Este instrumento financiero tiene además ese punto de adicción que hace que uno no sepa cuándo parar. Yo he conocido a un director general que, cuando su barco empezó a hundirse y los inversores le cerraron el grifo, acudió a los bancos una y otra vez hasta que también estos se negaron a prestarle más dinero. Al final tuvo suerte y pudo vender la compañía, ante lo cual pasó a mendigar a los nuevos dueños, los cuales acabaron por hartarse de él y le pusieron de patitas en la calle.

Algunos de los restaurantes que protagonizaron Pesadilla en la cocina tenían deudas de más de medio millón de dólares. Si han visto el programa sabrán que cada episodio sigue el mismo patrón: Gordon Ramsey hace cambios en la carta y la forma de trabajar de los empleados, se mejoran las materias primas y los platos y, de propina, se reforma el local y se hace una pequeña campaña de publicidad para anunciar la inauguración del nuevo y renovado restaurante. Tan obvias son estas estrategias que los jefes y los amigos con los que trató mi padre las llevaron a cabo sin necesitar la guía del célebre chef.

La reforma de los locales es una elemento narrativo pero, observado de cerca, pone de manifiesto una de las grandes dificultades del mundo real: nadie salvo un programa de televisión está por la labor de aportar dinero a un negocio que no va bien. Incluso en Silicon Valley se están hartando de quemar dinero en Twitter, Uber y Dropbox. Sin embargo, a menudo ese dinero es necesario para acometer las medidas necesarias para llegar a ganar más dinero.

Es un círculo vicioso de difícil solución. Un empresario que conozco me decía que, cuando las cuentas van mal y no se tienen argumentos para pedir más capital a los inversores pero dicho capital es necesario para mejorar el producto o servicio, la única salida es seguir adelante con lo que se tiene, haciendo cambios que logren invertir la tendencia (aunque sea ligeramente) para tener algún argumento que apoye la inversión.

En esta situación es donde las empresas tienden a reorganizarlo todo para que todo siga igual: nuevas jerarquías, nuevos equipos refritos de los anteriores, más mandos intermedios y, si se tercia, más horas, menores salarios y quizá algunos despidos. Es una fase fácil de reconocer pues desde lo alto de la pirámide no deja de hablarse de «rentabilidad». Desafortunadamente, hay un límite a la cantidad de gasto que se puede recortar sin afectar a la calidad del producto o servicio, así como lo hay en el dinero que puede ahorrarse mejorando los procesos productivos.

Otro círculo vicioso se genera en este contexto de recortes: la obsesión con los números desde la dirección. Lamentablemente, la rígida gestión por objetivos presenta varios problemas bien conocidos:

One problem is that reported numbers arrive after the fact, are manipulated to look better than they are (because of incentives), and, as Professor H. Thomas Johnson points out, are only abstractions of reality. Metrics are abstractions made by man, while reality is made by nature. Only process details are real and allow you to grasp the true situation.

Many executives and managers—reinforced by their MBA education—put their faith in those quantitative abstractions, pursue financial outcome targets, and in many instances have lost connection with the reality from which those abstractions emerge. Decision makers are poorly informed about the actual situation, and as a result they make incorrect assumptions, set inappropriate targets, and do not see problems until they have grown large and complex.

Managing from a distance through reported metrics leads to overlooking or obscuring small problems, but it is precisely those small problems that show us the way forward. Overlooking or obscuring small problems inhibits our ability to learn from them while they are still understandable, and to make timely adaptations in small steps. Over time this can adversely affect the company’s competitive position.
Cuando los mandamases dejan claro que lo único que importa son los números, los empleados actúan racionalmente y se centran en... proteger su puesto de trabajo. Eso suele derivar en cifras manipuladas para cumplir los objetivos establecidos, luchas internas y otras lindezas por el estilo que no contribuyen precisamente al bien común.

Este es otro aspecto que diferencia los programas de la versión española de Pesadilla en la cocina de la realidad de este país. Más arriba les he contado cómo algunos dueños sin escrúpulos dejan de pagar  a sus empleados y continúan adelante como si nada. Cuando el jefe dejó de abonar las nóminas, lo que hicieron mi padre y sus compañeros fue dejar de aceptar pagos con tarjeta y repartirse el dinero de la caja al final del día. Y es que por cada español caradura hay otro español aún más caradura que se la devuelve.

Continuará.

lunes, 27 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (III)

El arquetipo del genio que llega a una empresa en sus horas bajas y la lleva a lo más alto (¿alguien ha dicho «Steve Jobs»?) es, como dijimos, material para una buena historia de autoengaño con grandes dosis de falacia narrativa. Aún así, es uno de esos argumentos que nunca pasan de moda. La primera historia basada en esa premisa que yo recuerdo consistía en aquella variante en la que un superdotado del deporte se incorpora a un equipo mediocre para acabar conquistando títulos. Les hablo del anime Kyaputen Tsubasa, traducido en España como Supercampeones.

Foto de a.pitch
Probablemente recuerden la serie: un chico talentoso con el balón llega a un equipo infantil que perdió el año anterior su partido con el eterno rival por 30-0 y, gracias a él, ese año logran terminar empatados tras conseguir marcarle dos goles a un portero que nunca antes había sido batido. De hecho, toda la serie gira alrededor de equipos en los que hay una o dos superestrellas, siendo el resto jugadores de relleno sin prácticamente ninguna influencia en el resultado final. El mensaje que llegó a mi cerebro infantil estaba bastante claro: para triunfar hace falta tener a los mejores.

¿Cómo se atrae el talento a una compañía? Dado que la mayor parte de nosotros trabajamos principalmente para poder subsistir lo primero que nos viene a la mente es el sueldo. Empero, como dicen en inglés: «If you pay peanuts, you get monkeys»; los genios no cobran el salario el mínimo. Por supuesto, hay muchos otros factores que pesan a la hora de decidir dónde trabajar (autonomía, tipo de jefe, prestigio, misión, etcétera) pero esta vez nos centraremos en el vil metal.

Como ya vimos en su momento, las empresas están sometidas a un proceso de selección natural invertido según el cual la «crema» es consumida constantemente (los mejores trabajadores son contratados por otras compañías) y lo que queda es el remanente de varios años de haber ido perdiendo lo mejor que se tenía. Este proceso es mucho más evidente cuando la economía está en fase ascendente y el mercado de trabajo «se mueve», esto es, aparecen ofertas regularmente.

La rotación de personal no es un problema únicamente porque nos quedemos sin lo más granado sino porque se pierde también conocimiento propio de la compañía y hay que reorganizar los equipos. Las personas no son tan fungibles como las bombillas: cambiar una por otra puede resultar en dinámicas totalmente diferentes y en resultados completamente distintos (a veces para bien y a veces –lo que es más probable cuando se paga con cacahuetes– para mal). Por otro lado, a los mejores les gusta trabajar con los mejores: tener un equipo de renombre es un buen reclamo para atraer aún más talento, un ciclo virtuoso que es el opuesto exacto al proceso de selección negativa que hemos mencionado.

Resumiendo, esta sería la premisa: para tener éxito como empresa hay que tener a los mejores trabajadores, y para tener a los mejores trabajadores hay que pagar los mejores sueldos. La pregunta es ¿hasta qué punto es cierto ese razonamiento?

Ya que hemos empezado hablando de fútbol echemos un vistazo a la economía del deporte rey para obtener una primera impresión. No les sorprenderá saber que los equipos que pueden permitirse pagar los sueldos de gente como Messi y Cristiano Ronaldo son los que más títulos ganan:

Perhaps the most compelling evidence of the unimportance of the manager comes from work by sports economists on the strong correlation between wages and wins in football. What matters more than who’s on a club’s team-sheet, their thinking goes, is what sort of figures are on your spreadsheet.
[...] we took a decade’s worth of Premier League wage and league-rank data from Deloitte’s annual financial reports – only we fast-forwarded to the most recent decade to cover the 2001/02–2010/11 period. A picture of consistency emerged. Wages and league position go hand-in-hand, and the connection is tight: the higher the club’s wages relative to the league average over the course of the decade, the higher up the table the club finished.
For the past decade in the Premier League, wages explain 81 per cent of the variation in average final position. [...] The message is clear: if you pay better you do better.
Pero como bien nos hizo ver el Real Madrid de Florentino Pérez y los «galácticos» de su primera época (Zidane, Ronaldo, Figo, Roberto Carlos, Beckham) no basta con eso. Suponer que juntar en un mismo equipo a todas las estrellas del momento hará que su excelencia se multiplique es uno de esos razonamientos que funciona en la lógica pero no en la práctica. El hecho cierto es que un equipo, ya sea de deportistas o de trabajadores, es un sistema y, cuando hablamos de sistemas, no debemos tener en cuenta solo las piezas sino también cómo interactúan entre ellas:

[E]stamos obsesionados con las componentes excelentes [...] pero solemos prestar poca atención a cómo coordinarlos bien entre sí. [Donald] Berwick nos indica lo erróneo de esta forma de ver las cosas: «Cualquiera que entienda de sistemas sabrá inmediatamente que optimizar las partes no es la vía adecuada para llegar ala excelencia sistémica». Da como ejemplo un famoso experimento intelectual consistente en tratar de fabricar el mejor coche del mundo reuniendo las mejores piezas del mundo entero. Conectamos el motor de un Ferrari, los frenos de un Porsche, la suspensión de un BMW y la carrocería de un Volvo. «Lo que se obtiene, por supuesto, no se parece nada a un coche estupendo; lo que obtenemos es un montón de chatarra carísima».
Yo he podido presenciar en primera línea algunas de las formas en que el elenco de estrellas puede hacer descarrilar el tren. He visto, por ejemplo, a equipos formados por trabajadores excelentes lograr resultados paupérrimos por convertir toda tarea asignada en un concurso de longitud fálica y distancia de micción. He visto a cracs ir por libre, abandonando el trabajo en equipo por considerar a sus compañeros seres inferiores, afrontando cada proyecto como una guerra de un solo hombre en la que ellos asumían el papel de Rambo. Y, por supuesto, he sido testigo del juego político, el autobombo y todas las conductas por el estilo para hacer destacar la importancia de uno mismo en relación a los demás.

Personalmente, estoy obsesionado con el talento. A mí me gustaría trabajar con los mejores pero no soy lo suficientemente competente como para ser contratados por las compañía en las que trabajan. Mi empresa tampoco está por la labor de cambiar su política de contratación basada en gente inexperta y becarios (resultado indirecto de unos salarios por debajo del mercado) así que no confío en que un día sienten a mi lado a un ingeniero de Netflix. Como consecuencia de lo anterior, tendremos que seguir jugando con los Joselu, Deyverson y Sergio León en lugar de con Luis Suárez y Benzema.

Afortunadamente, aún en estas situaciones hay esperanza. Recordemos que el funcionamiento de un sistema (una empresa) es el resultado de sus piezas y de cómo estas interactúan entre ellas. Si no se cuenta con las mejores piezas habrá que optimizar cómo se coordinan entre ellas.

Consideremos la Fórmula 1, donde el sistema está formado por un conductor y su coche. Si no podemos pagar la ficha del mejor piloto, podemos compensarlo teniendo mejor coche. Y al revés: si nuestro coche no es muy potente mejor será tener un buen piloto que le saque todo el partido. En cualquier caso, notemos cómo el resultado deportivo aquí está ligado al eslabón más débil: aunque Hamilton diera el cien por cien a bordo del Sauber no lograría más que un puñado de puntos a lo largo del campeonato.

Michael Kremer, un economista de Harvard, escribió un artículo en 1993 en el que teorizaba cómo el límite establecido por el eslabón más débil afecta a los procesos de producción:

Kremer’s insight was that many production processes – any time a group of people assemble to work together – are divided into ‘a series of tasks, mistakes in any of which can dramatically reduce the product’s value’ or the overall success of the group’s efforts.
One mistake, one slip, by one individual and the whole is affected.
In general, workers execute a task with a certain efficacy. The most skilled worker may do a task at 100 per cent, while his less talented, motivated or knowledgeable co-workers make errors with varying frequency and scale, so that their individual quality on this task is 95 per cent, 82 per cent and so on. Sometimes in life, these errors add up but they won’t cause a catastrophe. But in the kind of production process Kremer is worried about, the errors multiply rather than add up; the result, therefore, can be fatal.
De nuevo quizá se entienda mejor con un ejemplo deportivo: de nada sirve que nuestro delantero marque cuarenta goles por temporada si nuestro portero encaja ochenta. Eso significa, como argumentan Anderson y Sally, que el fútbol (a diferencia, por ejemplo, del baloncesto), es un deporte de eslabón débil: el éxito o el fracaso no está determinado solo por lo que se hace bien sino también por lo que no se hace mal.

Esa es, por tanto, la esperanza de los negocios que no pueden permitirse a los mejores trabajadores y cuyo proceso de producción está limitado por el eslabón más débil: no cometer errores. Como reza el dicho, saber lo que no hay que hacer es, en ocasiones, tanto o más importante que ser conscientes de lo que hay que hacer.

Continuará.

martes, 21 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (II)

Política económica, autoayuda, pérdida de peso y gestión empresarial: todas estas áreas tienen algo en común, a saber, el vasto océano de libros dirigidos al gran público con ideas apuntando en todas direcciones (a menudo contrarias) cuyo objetivo es solucionar de una vez para siempre los problemas que nos interesan. Para cada cuestión existen cientos de textos ya publicados y decenas en camino alumbrados por autores con credenciales igualmente valiosas o cuestionables, lo que nos lleva a preguntarnos fútilmente: ¿quién tiene razón? ¿Cuál de esos libros es el mejor? ¿Cuál debería leer? ¿Cuál es el que aplica en mi caso? ¿Acaso sirven para algo?

Foto de Sean Perry
La industria editorial parece sancionar tres tipos principales de libros de consejos. El primero de ellos consiste en analizar exhaustivamente a aquellas personas, empresas o países que han logrado lo que nosotros pretendemos lograr, tratando de destilar los comportamientos y principios que los han llevado hasta allí. El segundo tipo describe una estrategia, tendencia, técnica, idea o filosofía acuñada por el propio autor que promete éxito a quienes la pongan en práctica, y muestra cómo los ganadores ya lo están haciendo. El tercer y último tipo es aquel que sostiene sus premisas apelando a la ciencia, ya sea la psicología, la endocrinología, las matemáticas o el método científico en general.

En lo que a gestión empresarial se refiere, dos ejemplos clásicos del primer tipo de libro mencionado son In Search of Excellence, de Thomas Peters y Robert Waterman, y Good to Great, de Jim Collins. Estos trabajos, como digo, identifican las prácticas comunes de negocios exitosos y nos exhortan a imitarlos para prosperar. Es una fórmula que intuitivamente tiene sentido para nuestros cerebros de primate: si quieres tener éxito haz lo mismo que aquellos que han tenido éxito.

Desgraciadamente, es bien sabido que este método tiene dos defectos principales relacionados. Uno es el sesgo del superviviente, esto es, centrarse en quienes sobrevivieron (o, en nuestro caso, tuvieron éxito) sin prestar atención a quienes murieron (énfasis en el original):

Jerker Denrell, a professor of strategy at Oxford, calls this the undersampling of failure. He argues that one of the main ways that companies learn is by observing the performance and characteristics of successful organizations. The problem is that firms with poor performance are unlikely to survive, so they are inconspicuously absent from the group that any one person observes. Say two companies pursue the same strategy, and one succeeds because of luck while the other fails. Since we draw our sample from the outcome, not the strategy, we observe the successful company and assume that the strategy was good. In other words, we assume that the favorable outcome was the result of a skillful strategy and overlook the influence of luck. We connect cause and effect where there is no connection. We don't observe the unsuccessful company because it no longer exists. If we had observed it, we would have seen the same strategy failing rather than succeeding and realized that copying the strategy blindly might not work.
Esto significa que para saber, verbigracia, si ofrecer comida gratis a los empleados hará que nuestra empresa triunfe no solo hemos de fijarnos en Google, Facebook, Twitter y otros grandes éxitos por el estilo, sino que tendremos que averiguar cuántas empresas optaron por dicha estrategia y fracasaron (lo cual, por el mismo hecho de que esas compañías ya no existen, hace la recogida de datos mucho más complicada). Esa es la pregunta que realmente importa: ¿cuántas de las firmas que adoptaron dicha medida acabaron teniendo éxito?

El segundo defecto de la imitación tiene que ver con la cadena causal. Yo podría, por ejemplo, escribir un libro titulado «Cómo enrojecer sus mejillas» en el que divagaría durante doscientas páginas para decir únicamente que basta con propinarse a uno mismo múltiples bofetadas bien sonoras. Aquí, acción y consecuencia son bastante evidentes y el «éxito» (en forma de mofletes colorados) está asegurado. Sin embargo, el logro empresarial depende de una miríada de factores con grandes dosis de aleatoriedad; hay tantas cosas interconectadas que a menudo es casi imposible determinar con seguridad un único factor como la causa real de un resultado. Por tanto, antes de imitar debemos estar seguros de no confundir talento con mera fortuna:

Here is an exercise that I do with my students to make the same basic point. The larger the class, the better it works. I ask everyone in the class to take out a coin and stand up. We all flip the coin; anyone who flips heads must sit down. Assuming we start with 100 students, roughly 50 will sit down after the first flip. Then we do it again, after which 25 or so are still standing. And so on. More often than not, there will be a student standing at the end who has flipped five or six tails in a row. At that point, I ask the student questions like “How did you do it?” and “What are the best training exercises for flipping so many tails in a row?” or “Is there a special diet that helped you pull off this impressive accomplishment?” These questions elicit laughter because the class has just watched the whole process unfold; they know that the student who flipped six tails in a row has no special coin-flipping talent. He or she just happened to be the one who ended up with a lot of tails. When we see an anomalous event like that out of context, however, we assume that something besides randomness must be responsible.
Como quiera que alcanzar nuestra meta depende de la suerte en una proporción que desconocemos, puede ocurrir que dé igual cómo de bien imitemos a los más grandes; si no tenemos suerte nunca llegaremos al mismo nivel.

Ejemplos del segundo tipo de libro de consejos en el mundo de la gestión son: The World Is Flat: A Brief History of the Twenty-first Century, de Thomas Friedman, que insiste en que los ganadores son aquellos que mejor se globalizan, Wikinomics: How Mass Collaboration Changes Everything, donde los autores defienden la relación entre éxito empresarial y sabiduría de las multitudes, y Toyota Kata: Managing People for Improvement, Adaptiveness, and Superior Results, en el que Mike Rother asegura que el éxito de Toyota es su filosofía de mejora continua imbuida en todos sus procesos.

Las pegas de este tipo de escritos son evidentes. Por un lado, aun suponiendo que la tesis del autor sea correcta y el factor identificado realmente relevante, el éxito es probablemente fruto de múltiples factores, no de uno solo aislado, por más peso que este pueda tener. Por otra parte, quizá el consejo en cuestión no sea aplicable a nuestro negocio, pues no afronta los mismos retos una tienda de barrio que una multinacional. Finalmente, de nuevo la suerte juega un papel de importancia desconocida.

En último lugar tenemos la dirección empresarial basada en principios o hechos científicos. Frederick Winslow Taylor escribió a principios del siglo XX una de las primeras obras de este tipo, The Principles of Scientific Management. Sus principios acabaron conociéndose como taylorismo, sinónimo de gestión científica. Actualmente, aquella filosofía ha derivado en una gestión a través de la observación y la medición sustentada en el auge del big data y el machine learning, siendo el mantra: «lo que no se puede medir no se puede gestionar». Esta es una elección de gobierno habitual en lo que a empresas de TI se refiere.

Desafortunadamente, como ya vimos largo y tendido en estas páginas, los números son subjetivos y nos llevan a engaño con demasiada frecuencia. Aún peor, a menudo los guarismos no pueden decirnos por sí mismos qué hemos de hacer. De la misma forma que la economía no puede guiar la política al margen de la ideología, las matemáticas y la ciencia de los sistemas complejos no pueden dar respuesta a problemas que no son cuestiones científicas:

[T]he modern idea of management is right enough to be dangerously wrong and it has led us seriously astray. It has sent us on a mistaken quest to seek scientific answers to unscientific questions. It offers pretended technological solutions to what are, at bottom, moral and political problems. It conjures an illusion—easily exploited—about the nature and value of management expertise. It induces us to devote formative years to training in subjects that do not exist. It favors a naïve view of the sources of mismanagement, making it harder to check abuses of corporate power. Above all, it contributes to a misunderstanding about the sources of our prosperity, leading us to neglect the social, moral, and political infrastructure on which our well-being depends.
La idea de un restaurante sumido en apuros que se salva gracias a los consejos y el mando firme de un experto chef es una buena narrativa para un entretenimiento televisivo, pero una mala guía para el mundo real. Sabemos que debemos ser escépticos cuando tratamos con expertos, y que la imagen de un negocio que se salva de la quema para acabar imponiéndose en el mercado gracias a un líder carismático y genial es más una falacia narrativa que un hecho real. Las empresas, al fin y al cabo, están formadas por personas, seres humanos que se quejan y se resisten al cambio, que buscan su propio interés y no siempre hacen lo que más les conviene, bien sea por ignorancia, bien sea por desidia. Eso hace de toda misión empresarial un camino lleno de dificultades, incógnitas y sorpresas que ningún libro sobre el tema, por muy versado que sea su autor, puede modelar eficazmente para hacer del éxito una certeza.

Continuará.

lunes, 13 de marzo de 2017

Pesadilla en la cocina (I)

Si la empresa para la que trabajo fuese un restaurante protagonista de un capítulo de Pesadilla en la cocina (Kitchen Nightmares), el célebre chef de turno acudiría al local y, ya de primeras, tal vez observaría que la localización del negocio no es de las mejores. Nada más entrar vería dos salones con calidades muy desiguales: uno nuevo, moderno, espacioso y luminoso, y otro angosto, oscuro, viejo y decadente. Tras conocer a los dueños y oír los problemas de siempre («el negocio no va bien») se sentaría a la mesa a examinar el menú. Vería una lista de opciones típica de los locales de este estilo, quizá algo confusa e inconexa. Como siempre, pediría algunos platos de la carta y los evaluaría de manera nada amistosa, salpimentando sus valoraciones con sarcasmo, muecas de desagrado y notas de incredulidad.

Habiendo experimentado en sus propias papilas gustativas el desastre, el chef pasaría a continuación a visitar la cocina donde se crean esos engendros culinarios. Ahí es donde nuestra metáfora se aleja un poco del programa de telerrealidad. En este caso, vería a un montón de gente limpiando continuamente la cocina de toda la suciedad que brota por todas partes de forma espontánea. También vería a trabajadores luchando en todo momento por mantener conectado el suministro eléctrico de maneras que un inspector de riesgos laborales solo podría calificar como «violaciones del reglamento». Otros empleados estarían remendando el mobiliario para que se mantuviera en pie quince minutos más sin caerle a alguien en la cabeza.

Finalmente, presenciaría cómo todo el personal está tan ocupado en mantener y limpiar la propia cocina que nadie tiene tiempo para cocinar, así que para satisfacer los pedidos de los clientes (siempre a destiempo) lo que se hace es mandar a alguien a un supermercado cercano a comprar comida precocinada que calentar rápidamente en un microondas mugroso para poder poner algo en la mesa de unos comensales que ya llevan un buen rato quejándose de lo mucho que se está tardando en servirles.

Uno de los pilares básicos del negocio sobre el que se sustenta la empresa para la que trabajo es hacer software, ora como producto final, ora como herramienta para ofrecer distintos servicios a los clientes. No hacemos un software muy bueno así que no es de extrañar que las cosas no vayan demasiado bien.

Foto de stevenbley
Esta línea de negocio está inmersa en una espiral descendente sobradamente conocida por todos aquellos que trabajan en tecnologías de la información. Es un drama en tres actos que autores más elocuentes que yo han descrito de una forma que vale la pena citar al completo:

The first act begins in IT Operations, where our goal is to keep applications and infrastructure running so that our organization can deliver value to customers. In our daily work, many of our problems are due to applications and infrastructure that are complex, poorly documented, and incredibly fragile. This is the technical debt and daily workarounds that we live with constantly, always promising that we’ll fix the mess when we have a little more time. But that time never comes.

Alarmingly, our most fragile artifacts support either our most important revenue-generating systems or our most critical projects. In other words, the systems most prone to failure are also our most important and are at the epicenter of our most urgent changes. When these changes fail, they jeopardize our most important organizational promises, such as availability to customers, revenue goals, security of customer data, accurate financial reporting, and so forth.

The second act begins when somebody has to compensate for the latest broken promise—it could be a product manager promising a bigger, bolder feature to dazzle customers with or a business executive setting an even larger revenue target. Then, oblivious to what technology can or can’t do, or what factors led to missing our earlier commitment, they commit the technology organization to deliver upon this new promise.

As a result, Development is tasked with another urgent project that inevitably requires solving new technical challenges and cutting corners to meet the promised release date, further adding to our technical debt—made, of course, with the promise that we’ll fix any resulting problems when we have a little more time.

This sets the stage for the third and final act, where everything becomes just a little more difficult, bit by bit—everybody gets a little busier, work takes a little more time, communications become a little slower, and work queues get a little longer. Our work becomes more tightly-coupled, smaller actions cause bigger failures, and we become more fearful and less tolerant of making changes. Work requires more communication, coordination, and approvals; teams must wait just a little longer for their dependent work to get done; and our quality keeps getting worse. The wheels begin grinding slower and require more effort to keep turning.
Y así, cada vez se tarda más en satisfacer las demandas de los clientes, la calidad de lo entregado es cada vez peor y las chapuzas se acumulan, lo que se traduce en más errores que, a su vez, se convierten en más quejas de los clientes. Todo se hace más lento y frágil a la vez que los ingresos disminuyen. Mientras tanto, la competencia gana terreno.

Esta situación es bien conocida por empresas de todo tipo. La cuestión a la que se enfrentan tantos y tantos directores generales y dueños de negocios es cómo romper ese círculo vicioso. De hecho, existe otro programa del estilo de Pesadilla en la cocina centrado este aspecto. En él, un inversor se dedica a ofrecer a pequeñas empresas en apuros inversiones en capital y su experiencia como gestor a cambio de una participación en la compañía.

Si nada lo evita, mis próximas responsabilidades laborales incluirán tareas relacionadas con la mejora de nuestros procesos. De la mano de nuestro chef salvador particular trataremos de convertir nuestra pesadilla en un sueño. Es por eso que durante los últimos meses he estado iniciándome en el mundo de la transformación de las organizaciones, otra área del conocimiento humano repleta de expertos, teorías opuestas, modas y prácticas pseudocientíficas que forman un cuadro confuso en el que es difícil ver soluciones a un problema que afecta a los ingresos de los que dependen tantas personas.

Continuará

lunes, 27 de febrero de 2017

Software

En informática, la palabra hardware se refiere a aquello que cuando no funciona puede ser golpeado, como la pantalla, el ratón o el teléfono, mientras que el término software hace referencia a aquello que cuando deja de funcionar solo puede ser maldecido (programas como el navegador web o el procesador de textos de turno).

Al principio, el negocio estaba en el hardware. IBM, Hewlett-Packard, DEC y otras compañías por el estilo fabricaban distintos tipos de ordenadores que proveían con un sistema operativo básico para poder ser utilizados. La clave del éxito de Microsoft fue, se supone, pensar que el negocio estaba en realidad en el software. En su trato con IBM a principios de la década de 1980, Microsoft retuvo la propiedad de su sistema operativo, vendiendo en su lugar licencias para su uso. A los directivos de IBM aquello no les importó porque sus ingresos venían de vender máquinas, no sistemas operativos o programas. La trayectoria de ambas compañías desde entonces es de sobra conocida.

Originalmente, el software era diseñado como un complemento al hardware y, en consecuencia, era definido por este último, teniendo que adaptarse el primero al segundo. Con los años la relación se invirtió y ahora es el software el que define al hardware. Quizá se entienda mejor con un ejemplo sencillo. En el modelo de los 80, para poder tener WhatsApp uno debe comprar un teléfono concreto. En el modelo actual, si en un teléfono no se puede instalar WhatsApp dicho producto está condenado.

Imagen de Kovah
Las empresas que nacieron durante la burbuja de las puntocom aún tenían que invertir necesariamente en hardware para ofrecer sus servicios, esto es, comprar servidores. Actualmente, eso ya no es necesario. Desde que Amazon lanzara sus servicios de infraestructura como servicio (y otras muchas empresas como Google se lanzaran a ese mismo mercado) es posible alquilar ordenadores virtuales con distintas capacidades a unos pocos céntimos por minuto. Sobre esa infraestructura virtual se han ido desarrollando nuevos modelos de negocio basados en nuevas abstracciones hasta llegar hasta un servicio como este, Blogger, un software-as-a-service (SaaS) que nos permite hacerlo todo (en este caso, publicar un blog) sin gastar más dinero que el necesario para comprarnos un ordenador desde el que trabajar.

«El software se está comiendo el mundo», escribió el ingeniero e inversor de Silicon Valley Marc Andreessen en el verano de 2011. Se refería al hecho de que empresas principalmente fabricantes de hardware como HP y Motorola estaban languideciendo mientras que firmas cuyo núcleo de negocio era el software (Google, Facebook) iban en ascenso. Según él, este segundo tipo de empresas se irá apropiando de un sector cada vez mayor de la economía:

My own theory is that we are in the middle of a dramatic and broad technological and economic shift in which software companies are poised to take over large swathes of the economy.
More and more major businesses and industries are being run on software and delivered as online services—from movies to agriculture to national defense. Many of the winners are Silicon Valley-style entrepreneurial technology companies that are invading and overturning established industry structures. Over QuickHoney QuickHoney the next 10 years, I expect many more industries to be disrupted by software, with new world-beating Silicon Valley companies doing the disruption in more cases than not.
Allí donde algo que se hace mediante hardware se puede cambiar para ser hecho mediante software se obtienen grandes beneficios en cuanto a flexibilidad, velocidad y gestión. Consideremos la red de telefonía. En sus inicios, para conectar los teléfonos entre sí era necesario conectar físicamente los circuitos; esa era la función de las operadoras. Hoy día, la voz se transmite en forma de paquetes de datos, a veces por esos mismos circuitos, a veces por otros nuevos y más modernos. Lo importante es que ya no es necesario operar en el mundo físico: basta con utilizar un software al uso para poner en contacto a los interlocutores, registrar sus llamadas y hacerles llegar la factura a fin de mes automáticamente. Flexible, rápido, escalable y más rentable.

La infraestructura como servicio de Amazon que he mencionado antes es otro ejemplo de un software reemplazando tareas en el mundo físico. Hace veinte años, montar un servidor web implicaba comprar un ordenador, enchufarlo y conectarlo a internet mediante un módem. Montar dos servidores conllevaba el doble de coste y de trabajo, y conectarlos entre sí suponía tener que comprar más cacharros para ello (y otros tantos para tener cierta protección ante ataques informáticos). Ahora, por el contrario, con los servicios de computación en la nube conectar varios servidores entre ellos y a internet es tan fácil como hacer unos pocos clics en una interfaz web.

Esta flexibilidad, unida a su bajo coste, es lo que ha permitido a empresas como Uber, Airbnb y otras por el estilo su éxito. Los servidores virtuales son la base sobre las que las estas aplicaciones para móviles ofrecen unos servicios que no eran posibles hasta que el software ha empezado a devorar el mundo. El auge de estas nuevas compañías basadas en software y la paulatina desaparición de los modelos tradicionales implica que el ciclo se alimenta a sí mismo.

Desde hace unos años existe un movimiento en el sector tecnológico que equipara la programación (esto es, la creación de software) a la alfabetización, y propone que todo el mundo aprenda a programar. Personalmente, dudo que la propuesta tenga éxito a la larga, de la misma forma que no todos hemos acabado siendo mecánicos (salvo nuestros cuñados) a pesar de estar rodeados de vehículos. Téngase en cuenta, además, que actualmente el software hay que escribirlo (literalmente) y las máquinas son muy exquisitas con la sintaxis; sospecho que alguien habituado a una gramática del tipo «ola k ase» difícilmente puede llegar a ser un programador productivo.

Algunas personalidades del mundo de la programación, como Jeff Atwood, se han opuesto desde el principio a esta propuesta llamada «programación para todos». De todos sus argumentos quiero resaltar el siguiente: el software no es un objetivo en sí mismo. Los programas existen para solucionar problemas, no porque tengan valor intrínseco. De hecho, a pesar de la enorme importancia que tiene el código informático en el mundo moderno, su valor de mercado no ha dejado de devaluarse:

This is the Software Paradox: the most powerful disruptor we have ever seen and the creator of multibillion-dollar net new markets is being commercially devalued, daily. Just as the technology industry was firmly convinced in 1981 that the money was in hardware, not software, the industry today is largely built on the assumption that the real revenue is in software. The evidence, however, suggests that software is less valuable –in the commercial sense–than many are aware, and becoming less so by the day.
Esto ocurre porque el software en sí es cada vez más un facilitador de ciertos modelos de negocio como la economía de la suscripción de la que ya hablamos y cada vez menos un producto.

El código informático es una herramienta muy poderosa y, como suele ocurrir, sus virtudes también hacen de él una herramienta peligrosa. Permite, verbigracia, a las empresas controlarnos y manipularnos constantemente y a gran escala. Los gobiernos pueden, además de vigilarnos y extender su propaganda, aplicar cómodamente un surtido florilegio de comportamientos autoritarios, desde la censura hasta el robo. Y lo que es peor: en ocasiones pueden hacerlo sin que los ciudadanos se den cuenta siquiera. Actualmente unas pocas líneas de código pueden bastar para hacer añicos derechos que llevó siglos adquirir. Cuantos más aspectos de nuestra vida pasan a estar controlados por programas informáticos, mayores son los riesgos en este sentido.

Existen también otros peligros que no tienen que ver con nuestra naturaleza y el uso que hacemos de la tecnología, sino que son intrínsecos a la herramienta. Como ya argumenté en su día, la manera en la que hacemos software aún no es suficientemente madura, lo que hace que el producto final esté lleno de problemas de seguridad y errores de fiabilidad. Los millones de programas existentes se comunican entre sí dando lugar a complicados sistemas cuya complejidad se nos escapa, lo que hace imposible predecir su comportamiento en cada situación y, en consecuencia, valorar adecuadamente el riesgo.

Por tanto, la cuestión quizá sea ahora cuándo parar. En algún momento deberíamos darnos cuenta de que no hace falta gestionar absolutamente todo desde nuestro teléfono móvil o que no es necesario conectar nuestras ollas de cocina a internet. No poner límites podría suponer acabar devorados por el software de la misma forma que el espacio urbano acabó siendo devorado por nuestros coches, con la diferencia de que el código informático puede tener el control de muchísimas más áreas de nuestra vida.

lunes, 20 de febrero de 2017

Mateo (y IV)

Por mucho que se empeñen los teístas religiosos en hacer ver que la fe no es contraria a la razón, lo cierto es que va más allá de lo que es ordinariamente razonable, ya que implica aceptar lo que no puede establecerse como verdadero mediante el ejercicio apropiado de nuestras facultades cognitivas. De hecho, esa parece ser una característica fundamental de su propia naturaleza: tener fe significa seguir creyendo a pesar de todas las pruebas y argumentos en contra. En palabras de William James: «Faith is when you believe something that you know ain’t true».

Foto de Hamed Al-Raisi
El problema de la razonabilidad empeora cuando tenemos en cuenta que las tradiciones religiosas no solo insisten en que Dios existe, sino que además aseguran que se ha revelado a los hombres de una u otra manera, describiéndose así o asá y asegurando esto o lo otro. Por tanto, no se trata solo de que la metafísica del ser supremo haya de ser razonable, sino que también la epistemología de sus revelaciones ha de serlo; es un pack cuyos elementos no se pueden vender individualmente. Sam Harris lo caricaturiza así:

Our situation is this: most of the people in this world believe that the Creator of the universe has written a book. We have the misfortune of having many such books on hand, each making an exclusive claim as to its infallibility. People tend to organize themselves into factions according to which of these incompatible claims they accept—rather than on the basis of language, skin color, location of birth, or any other criterion of tribalism. Each of these texts urges its readers to adopt a variety of beliefs and practices, some of which are benign, many of which are not. All are in perverse agreement on one point of fundamental importance, however: "respect" for other faiths, or for the views of unbelievers, is not an attitude that God endorses.
En esta serie de artículos yo he obviado directamente los textos sagrados porque no resisten un mínimo análisis de coherencia si se quieren interpretar literalmente, mientras que si se toman como una alegoría a interpretar nos toparemos con todos los problemas que ello plantea (autoridad, significado, fiabilidad de las fuentes, etcétera).

Martin Gardner, uno de los fundadores del movimiento escéptico moderno, se definía como teísta filosófico o fideísta. En una entrevista para la revista Skeptic explicaba:

I call myself a philosophical theist in the tradition of Kant, Charles Peirce, William James, and especially Miguel Unamuno, one of my favorite philosophers. As a fideist I don’t think there are any arguments that prove the existence of God or the immortality of the soul. Even more than that, I agree with Unamuno that the atheists have the better arguments. So it is a case of quixotic emotional belief that is really against the evidence and against the odds. The classic essay in defense of fideism is William James’ The Will to Believe. James’ argument, in essence, is that if you have strong emotional reasons for a metaphysical belief, and it is not strongly contradicted by science or logical reasons, then you have a right to make a leap of faith if it provides sufficient satisfaction.
Es lo que se conoce como credo consolans: creo porque me consuela. Eso sitúa la fe religiosa al nivel de otras preferencias personales que no tienen, ni necesitan, justificación. Para el economista Robin Dale Hanson, las creencias son como la ropa: las llevamos encima por muchas razones, desde las prácticas hasta las sentimentales. Escribe:

Clothes are both "functional" and "social". Functionally, clothes keep us warm and cool and dry, protect us from injury, maintain privacy, and help us carry things. But since they are usually visible to others, clothes also allow us to identify with various groups, to demonstrate our independence and creativity, and to signal our wealth, profession, and social status. The milder the environment, the more we expect the social role of clothes to dominate their functional role.
[...] Beliefs are also both functional and social. Functionally, beliefs inform us when we choose our actions, given our preferences. But many of our beliefs are also social, in that others see and react to our beliefs. So beliefs can also allow us to identify with groups, to demonstrate our independence and creativity, and to signal our wealth, profession, and social status. 
Quizá sea por eso que soy sordo a la fe. No encuentro ningún consuelo en la creencia de un ser superior que se preocupa por mí, o en la de una vida después de la muerte. Tampoco puedo creer en algo cuando todas las pruebas apuntan en sentido contrario y violan las leyes de la lógica. En primer lugar, porque me sentiría aún más estúpido de lo que ya me siento normalmente. En segundo lugar, porque estaría renunciando a sabiendas a mi razón. Al hablar del alcohol ya mencioné que hacer eso supone dejar a un lado una de las características más salientes del ser humano (si no la definitoria) y que, según el razonamiento aristotélico, estaríamos renunciando a nuestra felicidad.

Lo cierto es que dotar a sus criaturas de ciertos bajos instintos y luego pedirles que renuncien a ellos es algo muy propio del dios retratado por las escrituras cristianas (y más aún del dios maligno del que hablamos en el artículo anterior). Añadir el ejercicio de la razón a la lista de pecados capitales pone de manifiesto que el pensamiento crítico no es algo que Dios apruebe.

La gota que colmó el vaso de mi ateísmo fue leer en una revista científica que se podían provocar sentimientos religiosos en una persona mediante la estimulación transcraneal de ciertas zonas del cerebro. Fue como cuando te explican un truco de magia: la ilusión desaparece y te das cuenta de cómo el mago ha engañado a tu cerebro. Aquello me hizo entender que Dios existe solo dentro de nuestras cabezas.

lunes, 13 de febrero de 2017

Mateo (III)

Soy de los que piensa, como Arturo Pérez-Reverte, que solo hay dos tipos de personas: hijos de puta en potencia o en vigencia. Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza entonces deduzco que es un ser todopoderosamente malvado. Su crueldad y malignidad no conocen límites. Nos creó para torturarnos y se alimenta de nuestras lágrimas.

Para muchos, la existencia de un Dios pérfido puede parecer una proposición absurda pero, examinada de cerca, es tan sólida (o endeble) como la de un Dios amante y misericordioso. Por ejemplo, los argumentos que examinamos en el artículo anterior (la primera causa, el diseño inteligente, el argumento ontológico, las leyes naturales) nada tienen que decir acerca de la moralidad de ese creador/diseñador. Por tanto, son argumentos igualmente válidos (o, como vimos, inválidos) para sostener tanto la existencia de un Dios bueno como la de un Dios malo.

Foto de Farley Roland Endeman
Alguien podría tratar de refutar la hipótesis del Dios maligno señalando todo lo bueno que hay en el mundo: personas bondadosas, gente inmensamente feliz, naturaleza hermosa, el amor incondicional de los padres, los cuerpos sanos, esbeltos y hermosos de algunos seres humanos, la inteligencia excepcional de otros, etcétera. Si Dios fuera malvado ¿por qué iba a darnos todo eso?

Pues bien, este contraargumento es el reflejo exacto del «problema del mal» identificado por Epicuro. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿por qué permite el mal? Quizá Dios desee eliminar el mal del mundo pero no pueda, en cuyo caso no sería todopoderoso. O quizá pueda, pero no quiera, en cuyo caso no sería amoroso. Tal vez ni quiera ni pueda, por lo que no estaríamos hablando de Dios como lo concebimos. Finalmente, es posible que quiera y pueda pero, entonces, ¿por qué hay tanto mal en el mundo?

Nuestro Dios perverso supone una paradoja similar. ¿Por qué no acaba con todo lo bueno del mundo? Lo relevante es que las mismas respuestas teológicas pueden emplearse para justificar a ambos dioses. Por ejemplo, el argumento del libre albedrío establece que el mal existe porque Dios (bueno) da a los hombres libertad. Esta libertad permite a los seres humanos hacer el bien más importante de todos, aquel del que ellos mismos son responsables. Si fuéramos meras marionetas que siempre hacen lo correcto nuestras obras no tendrían valor moral.

Pero dar libertad a sus criaturas es algo que el Dios vil también hace. Como resultado, las personas a veces contravenimos los deseos de nuestro perverso creador y elegimos hacer el bien. Por otro lado, cuando obramos mal lo hacemos libre y voluntariamente, llenando el mundo de ese tipo de mal moralmente relevante.

¿Por qué el Dios bueno y misericordioso nos hace la puñeta en la vida? Una posible respuesta es que las desgracias nos ayudan a desarrollar el carácter. El Dios maligno obra de forma parecida: nos da cosas buenas como contraste, de manera que no podamos acostumbrarnos al dolor y lo desagradable parezca aún más desagradable. Da a los demás éxitos y bienaventuranzas para provocar nuestra envidia, resentimiento, celos y frustración. Nos hace amar a nuestros hijos para que nos sintamos constantemente preocupados por su bienestar y angustiados por su pérdida. Nos proporciona cuerpos saludables a sabiendas de que con los años nos serán arrebatados para que nos torturemos pensando en la llegada de ese momento y que, para cuando finalmente llegue, nos comparemos con nuestro joven yo y nos sintamos unos inútiles.

Otra tesis habitual sostiene que Dios, en su infinita sabiduría, tiene un plan para nosotros que nuestra limitada mente no pueda entender. Esto es aplicable a Dios tanto si es bueno como si es malo. En ambos casos el resultado es que no somos capaces de entender ese plan divino que mezcla cosas buenas y malas en nuestras vidas. Dicho sea de paso, este argumento del plan pone de manifiesto la paradoja de la oración como petición. Si Dios (bueno o malo) es infinitamente más sabio y tiene un plan para cada uno de nosotros por buenas razones que solo él conoce ¿qué sentido tiene pedirle por nosotros o por los demás? ¿No estaríamos actuando como un niño que le pide a sus padres gominolas para desayunar, comer y cenar?

Cualquier defensa que se nos ocurra a favor del Dios bueno se puede utilizar para defender al Dios malvado. Nadie puede probar la no existencia del primero pero, de igual manera, nadie puede probar tampoco la no existencia del Dios malo. El Nuevo Testamento habla de Dios como un padre pero el Viejo Testamento retrata a un Dios guerrero, vengativo y cruel mientras que Alá, por lo que tengo entendido, también es un Dios guerrero (de hecho, sería propio de un Dios maligno convencer a los hombres de distintas encarnaciones suyas que chocaran para provocar el conflicto entre ellos). Los milagros que versan sobre curaciones o salvamentos inexplicables se pueden contrarrestar con relatos de enfermedades y muertes súbitas. Las posesiones demoníacas se contraponen a las placenteras experiencias místicas. Etcétera.

La única forma de echar por tierra la hipótesis del Dios maligno es renunciar al Dios benévolo argumentando, verbigracia, que Dios es un ser inefable que no podemos comprender, o una energía (signifique eso lo que signifique), o Gaia, o cualquier otro retrato difuso y vago. En todos estos casos nuestra ausencia de comprensión hace que no nos esté permitido etiquetar moralmente las intenciones de dicho ser. O bien, podemos asumir que la idea de un Dios maligno es absurda y, por equivalencia, la de un Dios benévolo también lo es.

(Me topé con la hipótesis del Dios maligno a través del imprescindible libro de Stephen Law titulado Believing Bullshit: How Not to Get Sucked Into an Intellectual Black Hole. Si están interesados, su trabajo sobre esta hipótesis en concreto está disponible en línea).

Continuará

lunes, 6 de febrero de 2017

Mateo (II)

Como bien dijo Bertrand Russell: «la cuestión de la existencia de Dios es una cuestión amplia y seria, y si yo intentase tratarla del modo adecuado, tendría que retenerles aquí hasta el Día del Juicio, por lo cual deben excusarme por tratarla en forma resumida». Por razones de espacio, la discusión de los argumentos lógicos aquí retratada consistirá en trazos gruesos de cinco argumentos clásicos. No les costará encontrar más información en los libros mencionados en la primera parte.

El argumento de la primera causa

Según este argumento todo cuanto vemos en el mundo tiene una causa. Si vamos hacia atrás en la cadena de causalidad llegamos a una primera causa a la que llamamos Dios. Esa primera causa sería lo que dio origen al Big Bang, por ejemplo.

Pero si todo tiene que tener alguna causa, entonces Dios debe tener una causa, que a su vez debe tener otra causa, y así sucesivamente en una serie infinita. Por el contrario, si Dios no necesita una primera causa, es decir, si la cadena de causalidad es finita, entonces es evidente que puede haber algo sin causa, razón por la cual el mundo físico también puede haber nacido sin causa. De hecho, desde el punto de vista de la navaja de Occam es mucho más razonable suponer que es el universo la primera causa que introducir el concepto de Dios. Tengamos en cuenta que todas las cuestiones relativas al universo primigenio (¿cómo apareció ahí? ¿por qué?) son igualmente aplicables a Dios.

El argumento de la primera causa depende además del concepto del tiempo. Para que A pueda ser la causa de B, A debe preceder a B. La concepción de un dios atemporal invalida automáticamente este argumento. Si tenemos en cuenta, además, que el tiempo empieza con la expansión del universo, vemos que el concepto de «causa del Big Bang» es un sinsentido, como hablar del decimotercer huevo de una docena.

La ciencia no es lo que era cuando se formuló este argumento por primera vez. David Hume puso de manifiesto, a través de la falacia de la inducción, que encontrar la causa real de algo es más difícil de lo que parece. Los avances en física ponen de manifiesto este hecho cuando nos hacen ver que, a nivel de partículas, las causas son más probabilísticas que determinísticas.

El argumento de la ley natural

El argumento de la ley natural señala las leyes de la naturaleza descubiertas por los físicos y postula a Dios como el legislador de tales leyes.

Foto de Moyan Brenn
Dejando a un lado el hecho de que las leyes naturales son una descripción de cómo ocurren las cosas y no una prescripción, la réplica a este argumento es parecida al caso anterior. Por un lado, las leyes de la naturaleza son en buena parte promedios estadísticos producto del azar. Por otro, cabe preguntar por qué Dios hizo esas leyes y no otras. Si lo hizo sin razón alguna entonces hallamos algo que no está sometido a la ley y, por tanto, se viola el orden de la ley natural. Y al contrario: si hubo alguna razón para las leyes obra de Dios, entonces el mismo Dios estaría sometido a la ley y, por tanto, de nuevo puede eliminarse en virtud del principio de la navaja de Occam.

El argumento del principio antrópico

Pueden ver una versión de este argumento en aquel vídeo en el que el conocido actor Kirk Cameron escucha a Ray Comfort hablar del plátano como «la pesadilla de los evolucionistas». Según Comfort, las características de dicha fruta muestran claramente que están hechas para los seres humanos. En general, el argumento del principio antrópico sostiene que el mundo está hecho para que podamos vivir en él. Algún creador tuvo a bien situar el planeta Tierra a la distancia justa del Sol y llenarlo de frutas fáciles de comer para nuestro disfrute (según Russell, incluso se arguyó que los conejos tienen las colas blancas con el fin de que sea más fácil dispararles).

Es evidente a primera vista que este no es un argumento muy fuerte. Como dijo Voltaire: «es absurdo sostener que la naturaleza haya obrado en todas las épocas ajustándose a las invenciones de nuestras artes arbitrarias». El célebre filósofo francés ridiculizó esta idea haciendo decir a uno de sus personajes de Cándido o el optimismo que la forma de la nariz está pensada para llevar las gafas y que las piernas están diseñadas para las medias.

Las versiones más actuales del principio antrópico extienden su alcance al universo entero, sosteniendo que las leyes físicas parecen estar calibradas milimétricamente para dar lugar a la aparición de la vida. Esto enlaza con el siguiente argumento, el del diseño.

El argumento del diseño

Este argumento explica la diversidad de formas de vida y la complejidad de las mismas situando a Dios como el diseñador y creador. Nuestros órganos son increíblemente complejos. Es prácticamente improbable, verbigracia, que nuestros ojos sean producto del azar. Según esta línea de pensamiento, es más probable que sean obra de algún ser inteligente.

Aquí caben dos posibilidades. O bien el diseñador es al menos tan complejo como su obra, o bien es más simple que ella. Si grandes complejidades pueden nacer de fenómenos simples, como parece ser el caso, entonces de nuevo podemos eliminar a Dios de la explicación. Si ello no fuera posible, entonces Dios sería al menos tan complejo como el universo, en cuyo caso cabe preguntarse de dónde viene su propia complejidad ya que, como sostiene el diseño inteligente, no puede ser fruto del azar. Volvemos de nuevo al principio de la primera causa y la regresión infinita en la cadena causal.

Richard Dawkins ha dedicado gran parte de su vida a explicar cómo el proceso de la evolución funciona a través de mejoras incrementales, explicando que no se trata de un vendaval dentro de un hangar que construye por suerte un Boeing 747. Dicho sea de paso, este proceso no viola la segunda ley de la termodinámica como algunos teólogos sostienen, ya que la Tierra no es un sistema cerrado. La entropía total de un sistema puede crecer globalmente y decrecer localmente. La entropía del universo en su conjunto sigue creciendo a pesar del orden de los seres vivos.

El argumento del principio antrópico y el del diseño tienen un problema adicional, a saber, el hecho de hacer inferencias basadas en nuestra propia existencia. Obviamente, si las constantes físicas fueran diferentes el universo sería diferente. En este sentido, el argumento del diseño es trivial. Pero lo que es relevante es que no existiríamos para escribir libros sobre Dios. Como explica Paulos, hay 1068 formas posibles de ordenar una baraja de cincuenta y dos cartas. Si barajamos el mazo y observamos cómo han quedado ordenados los naipes no estamos justificados a decir que el orden resultante no hubiera sido posible sin la mediación de un diseñador porque la probabilidad a priori era diminuta. Tampoco podemos decir que tal ordenación no sea el resultado del simple proceso de bajar solo porque (de nuevo) las probabilidades a priori eran minúsculas.

El argumento ontológico

Hay varias formas del argumento ontológico, siendo una de las más conocidas la de Anselmo de Canterbury. Formulada en el siglo XI, en resumen tiene esta forma:
  1. Dios es el ser más grande que puede ser concebido.
  2. Entendemos la noción de Dios así como la noción de la existencia de Dios.
  3. Si Dios no existe, entonces podríamos concebir la existencia de otro ser mayor que Dios (o un Dios que realmente existe). Esto es una contradicción porque Dios es el ser más grande que puede ser concebido. Por tanto, Dios existe.
David Hume refutó este argumento señalando que nada puede probarse como existente a partir de un argumento racional a priori como el anterior. La única forma de que una proposición pueda ser probada a través de la lógica y del significado de las palabras es si su negación implica una contradicción. Cualquier cosa que concebimos como existente igualmente la podemos concebir como inexistente. No hay, por tanto, ser alguno cuya inexistencia implique una contradicción. En consecuencia, no hay ser alguno cuya existencia sea demostrable a priori.

Continuará

lunes, 23 de enero de 2017

Mateo (I)

Como ya les dije en otra ocasión, yo estudié con frailes y con monjas hasta llegar a la universidad. El resultado, obviamente, es que soy ateo. Pero no siempre fue así. Hasta los catorce años aproximadamente fui un fervoroso devoto cristiano católico. Hice mi primera comunión ilusionado por su significado, iba regularmente a misa yo solo, me leí la Biblia de principio a fin y hasta llegué a plantearme ser cura.

La verdad es que perdí la fe por las razones equivocadas. Hay un versículo del Nuevo Testamento (Lucas 11, 9-11) que se me quedó grabado poco antes de entrar en la adolescencia:

Por esto os digo: Pedid y Dios os dará, buscad y encontraréis, llamad a la puerta y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra y al que llama a la puerta, se le abre.
¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide pescado, en lugar de pescado le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?
Siendo todavía un niño, interpreté aquello como un cheque en blanco para satisfacer mis demandas más prosaicas. Cada noche, después de rezar, recitaba una retahíla de peticiones (ninguna relacionada con el Espíritu Santo) a mi supuesto padre en el cielo, cual víspera del cinco de enero. Huelga decir que pocas de aquellas plegarias fueron atendidas. Tiempo después llegó la edad del pavo, aquello se me hizo bola y perdí la fe al sentirme abandonado.

Existe un puñado de libros que se podría recopilar para formar la «biblia del ateo». Tenemos, verbigracia, la célebre obra El espejismo de Dios (The God delusion), de Richard Dawkins. El filósofo Bertrand Russell escribió Por qué no soy cristiano. Quizá menos conocidos son Irreligion, del matemático John Allen Paulos, y Dios no es bueno (God is not Great) de Christopher Hitchens. Hay muchos más (Sam Harris es otro autor conocido por su lucha contra la religión) pero estos son los que yo he leído hasta la fecha.

Imagen de Erich Ferdinand
En estas obras hay dos líneas de ataque principales. Una es la lógica, demostrando cómo los argumentos que tratan de afirmar la existencia de dios no se sostienen. El libro de Paulos es un buen ejemplo. La otra es práctica y moral, resaltando cómo la religión sirve de justificación para cometer las peores atrocidades. Esta es la vía principal de Hitchens. Russell y Dawkins, por su parte, atacan por los dos flancos.

Las críticas a los males del mundo causados por la religión son bien conocidas: guerras fanáticas, adoctrinamiento, represión sexual, políticas de salud pública nefastas (al rechazar las vacunas o los preservativos), estafas, etcétera. Citemos a Dawkins:

Imagine, con John Lennon, un mundo sin religión. Imagine que no hay terroristas suicidas envueltos en bombas, que no existe el 11-S o el 7-J, que no hay cruzadas, caza de brujas, ni el Complot de la Pólvora, ni la partición india, ni las guerras árabe-israelíes, ni las masacres serbo-croatas-musulmanas, ni la persecución de los judíos como «asesinos de Cristo», ni los «problemas» de Irlanda del Norte, ni las «muertes de honor», ni telepredicadores con vestidos brillantes y cabello cardado, desplumando a sus crédulos espectadores («Dios quiere que le des todo lo tuyo hasta que te duela»). Imagine que no hay talibanes para volar estatuas antiguas, ni decapitaciones, ni blasfemias públicas, ni azotes en la piel de mujeres por enseñar una pulgada de esa misma piel.
Es un hecho cierto que se han cometido (y se siguen cometiendo) muchos crímenes en nombre de la religión, pero yo no estoy muy seguro de que no hubieran tenido lugar de no haber existido esta. Al mal le vale cualquier excusa y si no se pudiera apelar a la religión se puede matar en nombre de un país, una raza o un equipo de fútbol. Mucho me temo que con la retórica adecuada casi cualquier característica distintiva, por banal que parezca en principio, puede esgrimirse para sacar lo peor de una persona.

Respecto a las prácticas reprobables del culto como las posturas humillantes para el rezo, la prohibición del uso de anticonceptivos, la exclusión de las mujeres en el sacerdocio, etcétera, hago mía la postura de Umberto Eco en su diálogo epistolar con el cardenal Martini:

Como línea de principio, considero que nadie tiene derecho a juzgar las obligaciones que las distintas confesiones imponen a sus fieles. Yo no tengo nada que objetar al hecho de que la religión musulmana prohiba el consumo de sustancias alcohólicas; si no estoy de acuerdo, no me hago musulmán. No veo por qué los laicos han de escandalizarse cuando la Iglesia católica condena el divorcio: si quieres ser católico, no te divorcies, si quieres divorciarte, hazte protestante; reacciona sólo si la Iglesia pretende impedirte a ti, que no eres católico, que te divorcies. [...] Yo, cuando entro en una mezquita, me quito los zapatos, y en Jerusalén acepto que en algunos edificios, el sábado, los ascensores funcionen por sí mismos deteniéndose automáticamente en cada piso. Si quiero dejarme puestos los zapatos o manejar el ascensor a mi antojo, me voy a otra parte. Hay actos sociales (completamente laicos) para los que se exige el esmoquin, y soy yo quien debo decidir si quiero adecuarme a una costumbre que me irrita, porque tengo una razón impelente para participar en el acto, o si prefiero afirmar mi libertad quedándome en mi casa.
Sin olvidar, como el mismo Umberto Eco dice previamente, que hay límites que al ser traspasados justifican la intervención laica (ibídem):

El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohiben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten.
Por supuesto tenemos el delicado asunto de los niños, algo que merecería un tratamiento aparte. Solo quiero transmitir la idea de que mientras alguien con capacidad de discernimiento se someta libre y voluntariamente, con pleno conocimiento de las reglas y de las consecuencias, con la posibilidad de cambiar de opinión cuando quiera y sin afectar a los demás (un punto muy delicado, este último) a una práctica religiosa, allá él o ella si quiere mutilarse los genitales o no recibir transfusiones de sangre.

Que el mundo sería un lugar mejor sin religión es una cuestión, mucho me temo, difícil de resolver con certeza. En cualquier caso, no son este tipo de argumentos los que sostienen mi ateísmo sino los que tienen que ver con la razón. Serán estos los que examinaremos más detalladamente.

Continuará.

lunes, 16 de enero de 2017

Tres piezas fáciles

Hoy me apetece pasear por las palabras. Voy a divagar brevemente por tres asuntos dispares que enlazaré al final en una sola idea. Sigan conmigo mis pensamientos cambiantes.

La anhedonia es una condición en la cual la capacidad de sentir placer en actos que normalmente lo producen se pierde total o parcialmente. Es tanto un rasgo de personalidad como síntoma de diversos trastornos neuropsiquiátricos y físicos. Tiene una causa neuronal identificada en el circuito mesolímbico dopaminérgico y mesocórico de recompensa.

Foto de spitfirelas
Quien más, quien menos, todos experimentamos anhedonia de vez en cuando. Lo que antes nos entusiasmaba (nuestras aficiones, la comida, las relaciones de pareja) deja de interesarnos sin previo aviso. Perdemos el apetito por aquello que nos causaba placer, o seguimos haciéndolo pero ya no lo disfrutamos. El deleite se desvanece y nos preguntamos qué nos pasa. A veces se debe a que nos hemos estimulado demasiado con ese algo que nos gustaba y estamos empachados; alejándolos de ello durante un tiempo recuperamos el apetito, exactamente igual que ocurre con la comida. Otras veces, es porque estamos quemados o porque nuestras preferencias han cambiado. Normalmente, la capacidad de disfrutar reaparece por sí sola pero en algunos casos (la depresión clínica) no lo hace y es necesario hacer terapia o recurrir a cierto tipo de medicación para recuperarla.

Dentro de los centros de placer del sistema de recompensa humana existen dos subsistemas independientes conectados entre :

El primero de ellos es el «subsistema apetitivo», equivalente al placer previo que experimentamos al anticipar que lograremos algo que queremos. Este es un placer que provoca sensaciones positivas como energía, fortaleza, optimismo, euforia y exaltación, por lo que también aumentan los niveles de estrés, y corresponde a la fase del deseo. El segundo, el «subsistema consumatorio», corresponde a la materialización del placer o al goce vivido a posteriori, el cual proviene de haber satisfecho algún deseo.
La anhedonia es la pérdida tanto de la capacidad de buscar placer como de consumirlo. Esto lo diferencia de la apatía, una situación en la que la capacidad consumatoria es normal pero el subsistema apetitivo no funciona. Si a las personas apáticas se les arrastra a realizar cualquier actividad placentera sí la disfrutan, mientras que alguien con anhedonia no logra animarse.

Hablemos ahora del sistema endocrino o, como se conoce comúnmente, las hormonas. Las hormonas son mediadores químicos cuya función es la de regular la actividad de los tejidos. Como ya sabrán, regulan aspectos esenciales del organismo, tales como la reproducción, el crecimiento, la regulación de la tensión arterial y frecuencia cardíaca, el sistema inmunológico, la digestión y un largo etcétera.

Estas sustancias químicas son liberadas a la circulación periférica y viajan en el torrente sanguíneo. Las células diana localizadas en el tejido sobre el que tiene que actuar la hormona poseen receptores exclusivos que se unen a esa hormona en concreto. El número de receptores en cada célula puede aumentar o disminuir para alterar la fuerza del efecto hormonal. Es, por así decirlo, un sistema de oferta y demanda por el cual el cuerpo libera hormonas (oferta) y los tejidos la recogen mediante los receptores (demanda). Si no se produce la hormona (no hay oferta) obviamente no se manifestarán sus efectos. De igual modo, si todos los receptores están saturados, esto es, la demanda está totalmente satisfecha, una mayor oferta hormonal no tendrá efecto.

La saturación de los receptores puede darse, verbigracia, en aquellos que abusan de las hormonas esteroideas para incrementar su masa muscular. Por otro lado, la incapacidad de la hormona para producir el efecto habitual a pesar de la amplia oferta se da, por ejemplo, en la diabetes de tipo 2, en la cual el organismo segrega insulina pero los tejidos se han vuelto «sordos» a la señal y no absorben el azúcar en sangre, fenómeno conocido como «resistencia a la insulina».

Dejemos la fisiología humana a un lado y pasemos a hablar de la felicidad. Imaginen que alguien les pregunta: «¿qué debo hacer para ser feliz?». Cada uno de ustedes tendrá su propia receta y dará sus propias recomendaciones, desde obtener placeres pequeños cada día (helados, música) hasta los objetivos vitales más comunes y trascendentes, como el matrimonio y los hijos. Otras recomendaciones podrían ser hacer ejercicio, comer bien, viajar, trabajar en lo que a uno le gusta, cultivar aficiones no relacionadas con el trabajo, salir con los amigos, etcétera. Si son de esas personas más interesadas en lo trascendental y significativo quizá incluyan en su receta el ayudar a los demás o a los animales, el voluntariado y otras actividades por el estilo.

Ya tenemos, por fin, las tres piezas del puzzle: el sistema apetitivo-consumatorio, las hormonas y la receta para la felicidad. Siendo ustedes tan perspicaces como los imagino ya habrán averiguado cómo encajan.

Tendemos a pensar que la felicidad es cuestión de añadir elementos a nuestra vida, de hacer esto y lo otro. Enamórate, persigue tu pasión, sé agradecido por lo que tienes, ayuda a los demás y todo saldrá, como decía El Cordobés, «de verdad, de deporte». Nuestra aproximación a la felicidad se centra en el lado de la oferta de placer, en estimular nuestro sistema apetitivo y buscar aquello que más hormonas dopaminérgicas liberarán al torrente sanguíneo.

Pero, como hemos visto, al cuerpo humano no le basta solo con eso. No es suficiente con tener la llave de la felicidad, necesitamos también la cerradura. Necesitamos que nuestro sistema consumatorio, nuestros receptores de placer, también funcionen. De lo contrario, seguiremos siendo igual de infelices:

Algunas personas deprimidas tienen dificultades para experimentar placer alguno, y sus sistemas apetitivo y consumatorio no funcionan. No pueden imaginar pasarlo bien y, si se les arrastra a comer fuera o a realizar cualquier actividad placentera, no la disfrutan. Pero algunas personas deprimidas logran animarse si se les obliga a salir, porque aunque su sistema apetitivo no funciona, sí lo hace el consumatorio.
Esto es algo que muchas personas no entienden hasta que no lo experimentan en primera persona. «¿Cómo no vas a ser feliz feliz, si lo tienes todo en la vida?». O también: «a ti lo que te hace falta es un novio/novia/follar». Es un poco más complicado que eso. Se puede dar el caso de que logres aquello que has estado esperando desde siempre o por lo que has luchado toda tu vida y que, una vez en tus manos, no sientas nada.

Hoy día sabemos que el ejercicio físico mejora la sensibilidad a la insulina del músculo esquelético. Cuanto más deporte hacemos mejores se vuelven los músculos en su tarea de absorber la glucosa. ¿Existe algo similar para los receptores de placer? Uno de los objetivos de los antidepresivos es precisamente ese, recuperar el normal funcionamiento de los sistemas apetitivo y consumatorio.

Dejando a un lado las drogas, lo único que puedo ofrecerles es mi experiencia y la conocida analogía del músculo. De la misma forma que un músculo se hace fuerte y eficiente con el uso, he aprendido que el disfrute aumenta con la exposición repetida. En ocasiones un sentido del regocijo abotargado se puede ir despertando poco a poco obligándonos a beber de la fuente de la fruición. A mí me ha ocurrido tanto con actividades que me eran gustosas en su tiempo (leer) como con otras que nunca antes había experimentado (viajar). De hecho, en las fases iniciales del tratamiento psicológico de la depresión se utiliza algo llamado «plan de actividades agradables» que consiste en que el sujeto se obligue a hacer todos los días algo que en el pasado le haya proporcionado gran placer.

Cuando no somos felices es frecuente pensar que nos falta algo: dinero, amor, trabajo, salud... dando por hecho que disfrutaremos eso que nos falta cuando lo obtengamos. Pero algunas personas no disfrutan de la vida simplemente porque no pueden. La capacidad de experimentar placer es una más de aquellas en las que no reparamos hasta que la perdemos.