lunes, 30 de diciembre de 2013

Un año de libros (edición 2013)

Como cada año les traigo la lista de los mejores libros que han pasado por mis manos durante los últimos doce meses. Este año ha cundido más bien poco pues he dedicado parte del tiempo que solía asignar a la lectura a otros menesteres intelectuales, tales como los cursos gratuitos de Coursera. Ello no obstante aún puedo ofrecerles un surtido florilegio de recomendaciones que espero sean de su interés. Recuerden que la lista completa de lecturas está disponible en nuestra estantería de anobii. Y si quieren hacer su propia recomendación pueden hacerlo en los comentarios.
Foto de shutterhacks

“Pensar rápido, pensar despacio”, de Daniel Kahneman. Si solo van a leer un libro de no ficción en su vida, que sea este (con su millar de páginas estarán entretenidos una buena temporada). Esta obra es el resultado de más de treinta años de investigación sobre la cognición humana en colaboración con el difunto Amos Tversky. Una lectura imprescindible para entender cómo pensamos y averiguar, entre otras cosas, por qué todo el mundo es idiota. Una obra maestra por su contenido que a buen seguro pasará la prueba del tiempo.

“Lo que el dinero no puede comprar”, de Michael Sandel. El argumento de Sandel es sencillo: hay cosas con las que no se debe comerciar porque hacerlo implica no valorarlas apropiadamente, como sucede con los seres humanos. A través de multitud de ejemplos tomados de Estados Unidos, donde todo parece estar en venta (puestos en colas de espera, asientos en las sesiones del Congreso, nombres de estadios, sangre humana, espacios publicitarios como coches de policía y el propio cuerpo), el filósofo norteamericano nos habla de cómo comercializar algo lo degrada y cambia nuestra actitud hacia el objeto comercializado, lo que constituye uno de los grandes peligros de las sociedades de mercado.

“The signal and the noise”, de Nate Silver. Silver es conocido en Estados Unidos por su tino con los resultados de las elecciones presidenciales. En 2008, gracias al modelo desarrollado por él mismo, acertó el partido ganador (demócrata o republicano) en 49 de 50 estados; en 2012 predijo correctamente el bando vencedor en los cincuenta estados. Estadístico de formación, empezó desarrollando un modelo de análisis de jugadores de baseball para predecir el futuro rendimiento de pitchers y catchers. En este libro Silver analiza el mundo de la predicción y la dificultad de elaborar modelos útiles (es decir, que acierten) en áreas que van desde el tiempo en su ciudad y los terremotos hasta el póker (donde el autor ganó unos cuantos miles de dólares) y el cambio climático, pasando por la economía y el terrorismo. Muy interesante.

“Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos”, de Dan Ariely. Otro libro donde Ariely expone el resultado de sus investigaciones y el de sus colaboradores, esta vez centrándose en la deshonestidad. La conclusión de Ariely es clara: solo unos pocos se atreven con los grandes desfalcos, mientras la inmensa mayoría de nosotros hacemos trampa, robamos o mentimos solo un poco, lo justo para poder permitirnos racionalizarlo y no afectar a la imagen que tenemos de nosotros mismos como buenas personas. Si bien creo que Ariely a menudo llega a conclusiones que no se pueden extraer de sus experimentos con tanta alegría como lo hace no deja de ser una lectura entretenida y reveladora.

“Mala farma”, de Ben Goldacre. Todos los problemas de la investigación médica y las malas prácticas de las empresas farmacéuticas puestos sobre la mesa y explicados con maestría para el lego en la materia. Tras haberlo leído entenderá por qué se retiran tantos medicamentos del mercado, y quizá reconsidere su tendencia a tirar de medicamentos ante el menor malestar.

“My life as a quant”, de Emanuel Derman. Derman trabaja como analista cuantitativo, es decir, es uno de esos físicos que trabajan elaborando modelos de trading con los que bancos del estilo de Goldman Sachs hacen dinero. Además del interés personal que tengo en el mundo de la física y las finanzas, la biografía me conmovió. Este físico de origen sudafricano llegó a Wall Street rebotado del mundo académico, donde no pudo hacerse un hueco en el ámbito de la física teórica. De dedicar su tiempo a desentrañar los misterios del universo y trabajar en lo que realmente le interesaba pasó a ser «como el resto», un proletario a bordo de su coche cada mañana camino a una oficina donde debe hacer lo que su jefe le ordene por dinero.

“Imposibilidad: los límites de la ciencia y la ciencia de los límites”, de John D. Barrow. Hay quien opina, como Matt Ridley, que la ciencia nos puede sacar de cualquier apuro dado el tiempo suficiente. Este libro explora los límites del conocimiento humano y nuestras capacidades científicas. El cerebro humano no evolucionó para descifrar los misterios del cosmos, por lo que no sería de extrañar que nuestras capacidades cognitivas sean insuficientes para completar dicha tarea. Los grandes descubrimientos científicos cada vez tardan más en llegar y requieren más trabajo. Barrow examina nuestras limitaciones en tanto que humanos, las limitaciones de la informática y los límites impuestos por las propias leyes físicas. El futuro de la ciencia depende de si nuestras capacidades tienen un tope y de si hay o no una cantidad infinita de información fundamental sobre la Naturaleza.

“The Sports Gene”, de David Epstein. O por qué los jamaicanos son los mejores esprinters y los keniatas los mejores corredores de fondo, y por qué hay gente que con muy poco entrenamiento puede establecer un récord mundial. Una lectura fascinante que mezcla ciencia, deporte, historia y fisiología y que, de paso, deja patente lo poco que sabemos todavía sobre la interacción genes-entorno y el peso relativo de cada factor en el resultado final de nuestro desarrollo.

“Cuando los físicos asaltaron los mercados”, de James Weatherall. Otro libro sobre física y finanzas. Si bien no es lo que esperaba (no da detalles sobre los métodos actuales y el high frequency trading) me ha parecido muy bueno. El autor cuenta cómo se ha ido integrando la física en los mercados, desde los primeros modelos simples de Bachelier hasta la más reciente Prediction Company, pasando por Merton, Black y Scholes, Mandelbrot y Sornette. Los modelos utilizados por los analistas cuantitativos han sido duramente criticados tras la crisis financiera de 2008. Este libro, en la línea de The signal and the noise pone un punto de cordura en la discusión: algunos modelos son útiles, siempre y cuando no se pierdan de vista las premisas que lo sustentan y se utilicen en situaciones que no concuerdan con las simplificaciones que se asumen. Los problemas surgen cuando se utilizan a ciegas o no se respetan sus límites.

“Lo que el cerebro nos dice”, de V. S. Ramachandran. Ramachandran es bastante conocido por su anterior libro Fantasmas en el cerebro y su trabajo con los miembros fantasma. En este trabajo síntesis de sus investigaciones habla del funcionamiento del cerebro desde el punto de vista de la neurociencia cognitiva. Miembros fantasma, visión, autismo, lenguaje, belleza, humor, introspección y conciencia son los temas tratados en un recorrido muy interesante e instructivo.

“The Antidote: Happiness for People Who Can't Stand Positive Thinking”, de Oliver Burkeman. Aunque nació con un objetivo loable la psicología positiva parece haber contaminado la cultura occidental con la idea de que siempre hay ver el lado bueno y pensar en positivo, so pena de terribles consecuencias en caso contrario. Por otro lado, dada nuestra tendencia a pensar en términos de para lograr x debes hacer y abundan los manuales sobre cómo lograr la felicidad haciendo tal y cual. Burkeman, por el contrario, explora el camino opuesto, aquello que los clásicos llamaban via negativa: dejar de buscar la felicidad activamente y permitir que brote de forma natural. En lugar de obligarnos a ser optimistas y sentirnos fracasados cuando no lo logramos es mejor dar un paso atrás, tomar distancia con nuestros pensamientos, afrontar las dificultades con estoicismo, soltar el control y abrazar la inseguridad y la incertidumbre. Un libro recomendable para todo el mundo, pero en especial para aquellos que –como yo– poseen un temperamento más bien pesimista y poco festivo al estilo del grumpy cat. Oliver Burkeman escribe realmente bien y argumenta aún mejor, no dejando ningún argumento sin explorar.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (y III)

Personalmente, no tengo una opinión clara acerca del dopaje. En lo que respecta al equipamiento sería fácil ser un purista: los deportistas deberían ir a pelo. Nada de bicicletas contrareloj, ni de bañadores de última generación, ni siquiera zapatillas; a correr y saltar descalzos y en pelota picada. Y nada de comer o beber durante la competición. El hecho de que en las ultramaratones haya puntos de descanso estaría contraviniendo el espíritu de tal competición: una carrera de resistencia pura no debería permitir rellenar el tanque de gasolina. No obstante, esos juicios son fácilmente objetables: a ver quién es el guapo que propone unos juegos olímpicos de invierno con atletas desabrigados.

Respecto a la sustancias para aumentar el rendimiento, en el momento en el que se permite que los atletas tomen algo más que pan y agua empiezan las problemas. Nadie sabe muy bien cuál es el criterio que guía a quienes elaboran la lista de prohibiciones:
«Although not explicitly stated the idea appears to be that nutritional supplements present at high concentrations that participate in bulk metabolic reactions are fine; hormones and other signalling molecules present at lower concentrations that control the rate of these reactions are banned. The exception to this rule is caffeine. It fits completely in the low concentration signalling category, is not even a natural hormone, but remains fully supported by sporting bodies and has been removed from all banned lists. As a legal, recreational drug in society, sport has given up trying to regulate its use, leading to this anomaly.»
Algunos creen que la distinción gira en torno a lo natural y lo artificial, pero ambos son conceptos difusos que no llevan a ninguna parte. El cuerpo no produce cafeína de forma natural, pero sí testosterona. La primera no está prohibida, la segunda sí. La creatina es producida por el cuerpo, pero también puede obtenerse de la carne y el pescado. Los suplementos de creatina mejoran el rendimiento en esfuerzos anaeróbicos intermitentes de corta duración, como un esprint de cien metros; sin embargo, no están prohibidos por la WADA. Como tampoco lo están los multivitamínicos, que de naturales tienen bien poco, y son utilizados incluso por poblaciones sedentarias. Mucha gente cree que los polvos de proteína son una especie de dopaje, pero en realidad se sitúan en la misma categoría que el Gatorade en polvo: se trata simplemente de un macronutriente aislado (y están permitidos). Pero mientras el Aquarius es una bebida de uso común gracias a la publicidad («la vida es un deporte muy duro», decían los anuncios) los batidos de proteína son un producto de gimnasio que evocan la imagen del hombre sobredesarrollado asiduo de la jeringuilla. A mi modesto entender todo se reduce a una cuestión de imagen: si la droga es aceptada socialmente, como la cafeína, no hay problema. Si de alguna manera evoca la metáfora del yonqui, entonces se proscribe.

Imagen de Mel B.

Hemos analizado el argumento de la salud y visto cómo hace aguas. La UCI prohíbe la EPO, pero no los somníferos de los que David Millar (y otros muchos ciclistas según él) abusaban, y que son perjudiciales a largo plazo. Vimos que el deporte profesional es perjudicial para la salud. Un lineman que haya jugado al menos cinco años en la NFL tiene una esperanza media de vida de cincuenta y dos años, según señala Brenkus. La duración media de la carrera de un futbolista americano profesional es de tan solo tres años. Los riesgos de los esteroides palidecen frente a los de la práctica diaria. Eso no quiere decir, obviamente, que no debamos hacer cuanto esté en nuestra mano para proteger a los deportistas. No dejamos, verbigracia, que salgan a correr a trescientos kilómetros por hora sin casco solo porque las carreras sean peligrosas en sí mismas; es solo que si esa fuera la verdadera razón habría otras maneras de actuar. Sin embargo, la protección de la salud sí parece aplicable a las categorías inferiores, donde los participantes copian los métodos de los profesionales pero no tienen los mismos recursos que ellos. Los deportistas amateur no cuentan con médicos experimentados que sepan lo que hacen y material de calidad: recurren a esteroides de contrabando, abusan de las drogas o se hacen las autotransfusiones en condiciones nada higiénicas. El resultado es que algunos de ellos mueren.

Quizá el dilema del dopaje está en que sustituye la cuestión de quién se esfuerza más o tiene más talento por la de quién tiene más valor y menos respeto por sí mismo para atreverse a probar cualquier cosa, por arriesgada que sea, con tal de ganar. O por la de quién responde mejor al tratamiento. En una entrada anterior dije que si desapareciera la lista de productos prohibidos todos jugarían en un campo nivelado. Pero eso tampoco es cierto, pues las sustancias afectan de forma diferente a cada persona. Hay quien responde más a sus efectos y quien lo nota menos. Algunos sacan más tajada del entrenamiento adicional que permiten llevar a cabo estos productos y otros menos. Coyle señala:
“En resumidas cuentas: la EPO y otras sustancias no equilibran el campo de juego fisiológico, tan sólo lo cambian a nuevas áreas y lo distorsionan. Tal y como dice el doctor Michael Ashenden: «El ganador en una carrera con dopaje no es el que ha entrenado más duro, sino el que ha respondido mejor a las drogas a nivel fisiológico».”
No obstante, incluso en el estado natural de atletas «limpios» ya hay diferencias en la respuesta al entrenamiento. Hace algunos años hablamos de que no todos partimos en realidad de la misma línea de salida. El dopaje podría usarse como una forma de ayudar a los más desaventajados por la naturaleza. Esto, por supuesto, plantea todo tipo de problemas prácticos. Es más fácil legislar de la forma «o todos o ninguno».

Como posible solución al debate sobre el dopaje se podría considerar crear competiciones separadas para aquellos que lo usan y aquellos que no, de la misma forma que hay competiciones masculinas y femeninas. Eso es algo que ya ocurre en el culturismo, donde hay campeonatos de culturismo «natural», en los que se llevan a cabo controles antidopaje, y otros que siguen una política de total tolerancia. En otro deporte de pura fuerza, el powerlifting, hay federaciones, campeonatos y récords separados según el competidor utilice o no una camisa compresora (dicha camisa incrementa el peso que uno puede levantar entre un veinte y un treinta por ciento). El motociclismo celebra carreras separadas para cada cilindrada. Los deportes de lucha cuentan con categorías por peso. Los Juegos Paralímpicos refieren una amplia gama de clases que reflejan las diferentes capacidades físicas de los deportistas. Y así siguiendo.

Si les ha interesado todo esto pueden empezar por leer Run, Swim, Throw, Cheat: The Science Behind Drugs in Sport, de Chris Cooper. La obra The Sports Gene: Inside the Science of Extraordinary Athletic Performance es una fascinante lectura sobre esos atletas extraordinarios dopados de nacimiento. Si practican algún deporte y quieren aumentar su rendimiento con sustancias legales les interesará Nutrición y ayudas ergogénicas en el deporte (o su versión actualizada). Michael J. Sandel expone su argumento moral en contra del dopaje en Contra la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética. Si lo que les va es el morbo, el libro de Tyler Hamilton Ganar a cualquier precio es el que más detalles proporciona. Por último, no dejen de ver el documental de Chris Bell del que les hablé en otro contexto. Realmente vale la pena.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (II)

En la entrada anterior me referí al hombre que me adelantó con su ciclomotor cuando iba en bicicleta como tramposo. ¿Dónde reside la trampa exactamente? Una posible respuesta es que él no estaba haciendo uso de sus capacidades físicas para superar el ascenso, sino que había delegado parte del trabajo en un motor de combustión; se supone que la esencia del ciclismo es propulsar la bicicleta únicamente con la fuerza de las propias piernas. Otra forma de verlo es que él contaba con una ayuda de la que yo carecía. De haber tenido mi propio motor de bici ¿habría dejado de haber trampa, o nos habríamos convertido ambos en tramposos (o en motociclistas)? En este último caso volveríamos al punto en el que nos veíamos obligados a decidir qué ayudas mecánicas externas son aceptables. Pero si damos por buenos ciertos avances del equipamiento en el deporte, entonces la trampa desaparece: mientras todos los deportistas tengan acceso a dichos avances, nadie tiene derecho a quejarse. De la misma forma, si todos se dopan entonces ya no hay trampa en el sentido de tener una ventaja sobre el resto, razonamiento que muchos ciclistas en el pelotón han utilizado para justificar su conducta.

Foto de istolethetv
Parte del problema con las drogas en el deporte es que, al estar prohibidas, solo algunos atletas se atreven a poner en juego sus carreras arriesgándose a usarlas, lo que relega a los más cautos a un injusto segundo plano. También se sienten injustamente tratados quienes no tienen ningún problema médico que requiera tratamiento con alguna sustancia prohibida, pues no pueden acogerse a las perfectamente legales exenciones de uso terapéutico. David Millar cuenta en su libro cómo su equipo alegó una tendinitis para poder inyectarle cortisona, una táctica que según Tyler Hamilton el U.S. Postal utilizó con Armstrong (la cortisona, entre otras cosas, ayuda a combatir la fatiga y mejora la recuperación). Si en algunos casos es lícito que un deportista utilice sustancias prohibidas, o si no es posible asegurarse de que ninguno lo haga, una manera de eliminar la ventaja de unos sobre otros podría ser levantar totalmente la prohibición, de manera que todos tengan acceso a los mismos métodos para potenciar el rendimiento. Aún entonces podría haber una situación de desventaja para aquellos que no se atrevan a hacer uso de las sustancias potenciadoras del rendimiento por el temor de perjudicar su salud a largo plazo.

Anteriormente he dicho que el uso de un motor externo en el ciclismo constituye una trampa evidente porque traslada el esfuerzo del propio cuerpo a un mecanismo externo. En este sentido se podría argumentar que el dopaje debe estar prohibido por constituir un atajo o una forma de ganar sin sacrificio mediante (el argumento del esfuerzo explicaría, de paso, la prohibición de las cámaras hiperbáricas y las autotransfusiones de sangre). Pero no es tan sencillo. Si bien los ciclistas afirman que la EPO puede convertir a un burro en un caballo de carreras, el hecho es que no ahorra ni una gota de sudor. Tal como dice Tyler Hamilton:
«La gente cree que doparse es para vagos que quieren evitar el trabajo duro. Puede que eso sea cierto en algunos casos, pero en el mío, igual que en el de muchos ciclistas que conocía, era precisamente lo contrario. La EPO proporcionaba la capacidad de sufrir más, de obligarte a llegar más lejos y con más fuerza de lo que jamás hubieras imaginado, tanto entrenando como en carrera. Recompensaba justo aquello en lo que yo era bueno: tener una estupenda ética laboral y presionarse al límite y superarlo.»
Hormonas como la testosterona y la eritropoyetina no evitan que uno deba trabajar duro, pero sí hacen dicho esfuerzo más rentable y, al acelerar la recuperación, permiten que pueda llevarse a cabo más a menudo.

La última razón que veremos para prohibir las drogas que aumentan el rendimiento es puramente moral. Los productos dopantes habrían de estar vedados porque violan el espíritu deportivo, de acuerdo con el cual uno debería hacer uso únicamente de los propios dones y capacidades naturales para ejercer su actividad. De lo que se trataría es de llegar a ser el mejor a través de un entrenamiento y un esfuerzo disciplinados, llevados a cabo con perseverancia y combinados con nuestro talento. Constancia, determinación, voluntad, lucha y genio son las cualidades que esperamos lleven a un atleta a lo más alto, no una jeringuilla combinada con un cóctel de pastillas. Lo hermoso de la historia de Armstrong era que se trataba de un hombre que logró ganar siete veces el Tour de Francia tras superar un cáncer con métastasis (dejaremos de lado, al menos por el momento, la ingenuidad de pensar que es posible ganar una carrera de tres semanas y 3.200 kilómetros a base únicamente de colacao y crispis). Queremos que gane el mejor, no el más drogado.

La importancia que atribuimos a la esencia del deporte es más fácil de ver en una competición como la Fórmula 1, donde la tecnología puede llegar a primar sobre la labor del deportista, como hemos visto durante el campeonato de este año, o como ocurrió a principios de 2009 con Brawn GP y sus difusores dobles. Para algunos lo ideal es que ganara el mejor conductor. Sin embargo, cuando se tiene un coche muy superior no hace falta ser el mejor. Este hecho molesta a quienes piensan que ello altera el sentido de la competición, y fue una de las razones de que se eliminara el control de tracción en 2008: en aras de la pureza del deporte habría que trasladar el mayor número de tareas de conducción al piloto, no al coche (algo con lo que otros estarían en desacuerdo aduciendo que la Fórmula 1 trata de una lucha entre pilotos por llegar el primero, pero también entre equipos por construir el mejor coche).

Esta premisa de «mantener el espíritu del juego» elimina la distinción entre mejoras de equipamiento y ayudas ergogénicas. Independientemente de su naturaleza, todas ellas habrían de estar prohibidas si corrompen el deporte. Según Michael Sandel:
«Naturalmente, no todas las innovaciones en el entrenamiento y el equipo son una corrupción del juego. Algunas de ellas, como los guantes de béisbol y las raquetas de grafito para los tenistas, contribuyen a mejorarlo. ¿Cómo distinguir los cambios que mejoran un deporte de aquellos que lo corrompen? Ningún principio simple puede resolver la cuestión de una vez por todas. La respuesta depende de la naturaleza del deporte y de si la innovación contribuye a destacar u oscurecer los talentos y las habilidades que distinguen a los mejores jugadores.»
Consideremos el caso de los esteroides anabolizantes. Los anabolizantes son al cuerpo lo que los ingenieros al bólido de Fórmula 1: ambos tienen por objetivo procurar un motor más potente y un chasis mejor. En ningún deporte es eso tan evidente como en el culturismo, disciplina conocida precisamente por el uso indiscriminado de productos dopantes. El objetivo del culturista es lograr los músculos más grandes, definidos, proporcionados y simétricos que la naturaleza le permita, objetivos todos ellos en los que los efectos de los anabolizantes destacan especialmente. En el deporte donde más se utilizan es donde más claramente se pone de manifiesto cómo algunos productos sintéticos pueden corromper el espíritu deportivo. Y no solo se trata de anabolizantes. El infame Synthol, que tiene su máximo exponente en la grotesca figura de Gregg Valentino, es el equivalente no quirúrgico a los implantes de pectorales, bíceps, gemelos, hombros u otro músculo. Es evidente que nadie otorgaría el título de Mr. Olympia a alguien que ha moldeado su cuerpo a base de silicona. Sin embargo, es indudable que por la sangre de todos los campeones del Olympia corren hormonas sintéticas.

El argumento del espíritu del deporte también está lleno de zonas grises. Es cierto que los esteroides aumentan el tamaño y fuerza de los músculos, y que la EPO incrementa la resistencia, pero inyectárselos no impide el cultivo y la exhibición de talentos naturales. De hecho, podría argumentarse que los potencia. Como he dicho antes, lo que hacen estas sustancias es rentabilizar más el trabajo duro. Sigue habiendo una clara diferencia moral entre un pelotón de ciclistas subiendo el Alpe d'Huez con un hematocrito de 50 y otro que lo hace en el coche del equipo. Además, si consideramos que resistencia y velocidad son las cualidades fundamentales de un ciclista y que, siendo así, estas deberían ser desarrolladas únicamente mediante entrenamiento, entonces ¿no habrían de prohibirse las bicicletas y equipamientos para etapas contrarreloj (que aumentan la velocidad), así como los avituallamientos (que proporcionan resistencia)?

¿Y qué ocurre con los deportes donde las facultades acrecentadas por fármacos son solo una mejora indirecta? Ninguna droga en el mundo puede dar a un futbolista el toque de Iniesta o los regates de Messi (irónicamente, el argentino ha contado con su propia exención se uso terapéutico de hormona del crecimiento). Es más, a la mayoría ni siquiera le dotará de la velocidad de Cristiano Ronaldo, ya que la velocidad es una capacidad de desarrollo muy limitada por la genética. Dado que en el fútbol prima la técnica sobre las cualidades físicas (que se lo pregunten a la selección nacional estadounidense) un chute de testosterona no estaría contraviniendo el espíritu del balompié. Dicho sea de paso, esta primacía de la técnica es probablemente la razón de que la mayoría de los positivos en controles antidopaje en el mundo del fútbol sea por drogas recreativas como la marihuana o la cocaína.

A mi juicio el argumento moral ha ido perdiendo relevancia según el deporte se ha ido comercializando. El deporte profesional, aquel en el que los deportistas necesitan ganar para poder pagar facturas, es un negocio. Y el capitalismo es experto en arrancar de ellos cualquier consideración ética. Hamilton y Millar coinciden en sus respectivos libros en este aspecto. Pedalear era su sustento y lo único que sabían hacer. Habían trabajado toda su vida para llegar hasta ahí. Si para mantenerse en el pelotón debían entrar en el juego ¿qué otra opción tenían? De nuevo en palabras de Tyler Hamilton:
«[C]reo que todos los que quieren juzgar a los que se dopan deberían pensarlo, al menos durante un segundo. Pasa toda tu vida trabajando para llegar al filo del éxito y entonces te hacen elegir: unirte o marcharte a casa. ¿Qué harías tú?»
Continuará

lunes, 2 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (I)

Tres ciclistas, tres libros. Paul Kimmage escribió Rough Ride a principios de los noventa, uno de los primeros libros en hablar del dopaje en el ciclismo, del que se han publicado varias ediciones actualizadas según salían a la luz nuevos escándalos. David Millar cuenta sus memorias en Pedaleando en la oscuridad. Detenido junto a otros miembros del equipo Cofidis en 2004, tras cumplir su sanción de dos años ha estado formando parte –como corredor y como propietario– de equipos con una clara política antidopaje. Tyler Hamilton, gregario de Lance Armstrong, es el coautor de Ganar a cualquier precio, donde da detallada cuenta de este tipo de prácticas entre los profesionales (incluyendo cómo logran evadir los controles) con especial atención al comportamiento del desposeído campeón norteamericano y la operación Puerto. Millar y Hamilton fueron descubiertos y sancionados. Habían hecho algo prohibido por la UCI y el COI y fueron castigados con sendas suspensiones y la eliminación de sus victorias. Pero ¿por qué está prohibido doparse?
Foto de The Pug Father

Como ya sabrán, el dopaje consiste en el uso de sustancias ergogénicas con el fin de mejorar el rendimiento deportivo, como la EPO utilizada por los ciclistas y los esteroides anabolizantes empleados por atletas de fuerza. Si bien cuando hablamos de sustancias ergogénicas solemos pensar en fármacos, lo cierto es que esos no son los únicos elementos de este conjunto:
«Everything an athlete ingests is a performance-enhancing substance, including spinach, milk, and bread. All contribute to muscle growth, bone strength, good circulation, and every other aspect of physical health that all of us strive for. In addition to the kinds of things that help athletes and the rest of us gain general fitness, there are chemicals that have more immediate effects on performance.As an example, take sugar. In its various common forms, such as glucose, fructose, and sucrose, sugar is a simple, fast-acting carbohydrate that can supply short-term energy to depleted muscles. Get some into your body at about mile 20 of the marathon and it just might make the difference between a personal best and a total meltdown.»
Desde este punto de vista, el dopaje es tan antiguo como el mismo deporte. En la antigua Grecia ya se recurría a dietas específicas y suplementos para aumentar el rendimiento:
«los atletas del siglo VI a. C. aumentaban su fuerza comiendo carnes diferentes según la disciplina que practicaban: los saltadores de caballo, boxeadores y lanzadores, de toro, y, los luchadores, de cerdo. En el siglo V a. C. existen referencias de que los corredores de fondo bebían antes de la carrera cocimientos de plantas, se hacían aplicaciones de hongos desecados e incluso llegaban a la extirpación del bazo, por considerar que un bazo congestionado, duro y doloroso podía suponer una pérdida de velocidad en la carrera. En el siglo III a. C. Filotrasto y Galeno refieren la ingestión de multitud de sustancias por parte de los atletas y Plinio, en el siglo I, afirma ya que los corredores de fondo bebían cocciones de equiseto para evitar la fatiga y prolongar la resistencia en carreras de larga duración.»
Hoy día muchos de nosotros –deportistas o no– también hacemos uso de cocciones para evitar la fatiga y prolongar la resistencia, mejorar la concentración y aumentar el estado de alerta. Me estoy refiriendo, cómo no, al café (o, en mi caso, al té). La cafeína es una droga estimulante que ilustra perfectamente la dificultad de trazar una línea en torno a las sustancias potenciadoras del rendimiento. De efectividad sobradamente probada, este alcaloide estuvo en la lista de la Agencia Mundial Antidopaje hasta 2004. De un año para otro las tabletas de cafeína que Kimmage había sido reacio a usar pasaban a ser legales. El mero hecho de que un principio activo mejore el desempeño físico no parece ser, pues, razón suficiente para prohibirlo.

Al contrario que la cafeína, las anfetaminas, otro de los estimulantes más usados en la época del ciclista irlandés, aún siguen vedadas. ¿A qué es debido? La razón principal es, probablemente, el riesgo que implican para la salud. Pero tampoco es que la cafeína sea segura: el LD50 se sitúa en torno a 150-200 miligramos por kilo de peso, difícil de alcanzar a base de tazas de café, pero no tanto mediante pastillas. Al margen de eso, la amenaza para la salud como argumento para prohibir ciertos compuestos suele contrargumentarse de dos maneras principales. Por una parte, dado que nada está exento de riesgo (incluso el agua ingerida en grandes cantidades puede ser letal), de lo que se trata es de alcanzar un equilibrio entre riesgo y beneficio. Expertos como el doctor Charles Yesalis aseguran que los anabolizantes, una de las sustancias más explotadas y perseguidas, pueden usarse forma relativamente segura. Al fin y al cabo se ha estado recurriendo a ellos durante bastante tiempo en el ámbito clínico con pacientes de cáncer o SIDA. Además de eso, las hormonas se emplean también en contextos no terapéuticos, como el cambio de sexo.

Incluso aunque fueran dañinos, afirma la otra línea de refutación, no importaría. El deporte profesional no trata sobre la salud, es un espectáculo con el que algunos se ganan la vida. Al más alto nivel el peligro es inherente a la actividad misma, como atestiguan los ciclistas muertos en caídas producidas durante los descensos de puerto de montaña, o los daños cerebrales que sufren los jugadores de la NFL (sin mencionar la obesidad de sus defensas). Si de verdad se tratara de proteger a los deportistas podríamos empezar por no obligarles a chocar cabeza con cabeza, no inyectarles diversos medicamentos para que puedan subirse a la moto con fracturas graves del día anterior, o no hacerles rodar a 80 kilómetros por hora sobre una bicicleta con neumáticos de menos de dos centímetros de ancho y nula capacidad de frenada con la única protección de un maillot y un casco de ciclista. «Si quieres sentir cómo es ser ciclista» le gustaba decir a Jonathan Vaughters «desnúdate hasta quedarte en ropa interior, conduce tu coche a 65 kilómetros por hora y salta por la ventanilla sobre una pila de metal dentado».

Aunque todas las sustancias ergogénicas fueran inocuas aún podríamos señalar que, de alguna manera, un deportista que se sirve de ellas está recurriendo a una ayuda «externa». Recuerdo una mañana de ruta en bicicleta en la que me estaba dejando el corazón y los pulmones en una pendiente del 9% cuando me pasó un tipo pedaleando plácidamente en una bicicleta con un motorcito incorporado. Eso, a todas luces, era hacer trampa. Pero otro de esos días el que me adelantó fue un ciclista acoplado a su manillar de triatlón. Su postura aerodinámica le daba ventaja sobre mí, ventaja que se sumaba al hecho de que él montaba una bici de carretera mientras yo me arrastraba con quince kilos de bicicleta de montaña. Los ciclistas profesionales hacen uso de todo tipo de ayudas externas (ruedas lenticulares, cascos aerodinámicos, bicicletas ultraligeras) que son perfectamente legales. Como con los medicamentos, algunas innovaciones en el equipamiento son vistas como una violación flagrante de las reglas, mientras otras se aceptan sin más. En este punto suele recordarse que incluso el recurrir a un entrenador estaba mal visto en su momento, tal como se muestra en la película Carros de fuego.

A mi juicio, la diferencia más evidente de la que nos servimos para diferenciar las ayudas tecnológicas de aquellas que pueden considerarse dopaje es –por mal que suene decirlo así– el hecho de que las primeras no se introducen en el cuerpo para actuar sobre su fisiología.

Continuará

lunes, 18 de noviembre de 2013

Una buena persona

– Creo que conozco a su hijo.
– ¿De verdad?
– No mucho, pero siempre me ha parecido buena persona.
– Es una buena persona. Es lo mejor que se puede decir de alguien.
–Margin Call

Alguna vez nos ha ocurrido a todos que, después de haber interactuado con alguien por primera vez, sentimos que esa persona no nos gusta en absoluto. Para Margarita dicha impresión es argumento más que suficiente para querer deshauciar a su compañero de piso, con el que lleva viviendo menos de dos meses. «¡Qué mala persona eres!», bromeé, señalando que va a dejar a una persona en la calle justo cuando empieza el frío. Ella contestó que en absoluto era una mala persona. «¿Crees que eres una buena persona?», insistí. «Sé que lo soy», me dijo.

Foto de ecastro
Hace algunos meses hablamos de la deshonestidad y del «efecto Lucifer», de cómo las situaciones influyen en el comportamiento ético de todos nosotros. En el entorno equivocado, baja malas influencias, incluso la gente con la mayor integridad puede obrar de forma moralmente reprobable. Para bien o para mal, las situaciones excepcionales casi nunca llegan, lo que nos permite mantener intacta una imagen propia de integridad moral. Así, es muy posible que la mayor parte de nosotros seamos buenos sencillamente porque no hemos tenido la ocasión de ser malos. Thomas Nagel se refirió a ese hecho como «suerte (o fortuna) moral circunstancial» en su ensayo Moral Luck:
«The things we are called upon to do, the moral tests we face, are importantly determined by factors beyond our control. It may be true of someone that in a dangerous situation he would behave in a cowardly or heroic fashion, but if the situation never arises, he will never have the chance to distinguish or disgrace himself in this way, and his moral record will be different.
A conspicuous example of this is political. Ordinary citizens of Nazi Germany had an opportunity to behave heroically by opposing the regime. They also had an opportunity to behave badly, and most of them are culpable for having failed this test. But it is a test to which the citizens of other countries were not subjected, with the result that even if they, or some of them, would have behaved as badly as the Germans in like circums­tances, they simply did not and therefore are not similarly culpable. Here again one is morally at the mercy of fate, and it may seem irrational upon reflection, but our ordinary moral attitudes would be unrecognizable without it. We judge people for what they actually do or fail to do, not just for what they would have done if circumstances had been different.»
Por supuesto la posibilidad de ceder a la presión del contexto es algo que pocos de nosotros estamos dispuestos a reconocer, lo que constituye una de las múltiples manifestaciones de la denominada ilusión de la invulnerabilidad personal. El psicólogo social Philip Zimbardo, padre del célebre experimento de la prisión de Stanfordescribe:
«[L]as fuerzas situacionales [...] pueden someter a la mayoría de las personas. Pero a nosotros no, ¿verdad? Es difícil ampliar a nuestros propios códigos de conducta las lecciones que hemos aprendido a partir de un análisis intelectual. Lo que en abstracto se aplica fácilmente a «los demás» no se aplica con tanta facilidad al caso concreto de uno mismo.»
Hemos llegado hasta aquí sin ni siquiera tratar de definir lo que constituye una buena persona. ¿Es aquella que se atiene únicamente a una ética de mínimos (la regla de plata: no hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran) o es la que se adhiere a una ética de máximos (la regla de oro: trata a los demás como te gustaría que ellos te trataran a ti)? Observemos que, dependiendo de la altura a la que situemos el listón, podrían no ser necesarias circunstancias excepcionales para marcar a la mayoría como malas o buenas personas. Un compañero de trabajo afirmó hace un par de días: «yo no soy mala persona, nunca he matado a nadie». Con un listón tan bajo a la mayoría le estaría permitido andar con la cabeza alta. En el polo opuesto, si consideramos, por mor del argumento, que una de las formas más viles de maldad es la maldad por inacción, omisión o indiferencia («para que el mal triunfe, sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada»), entonces ¿quién está libre de culpa? Este es probablemente el tipo de maldad más común, pues es fácil de racionalizar y, como decía, discutible.

Otras dificultades se añaden a nuestra pretensión de juicio moral personal. ¿Basta una sola acción para calificar a alguien como buena o mala persona? ¿Cómo de grande habría de ser tal acción? ¿Cuántas acciones más pequeñas serían el equivalente? ¿Cuán poderosas habrían de ser las circunstancias para exonerar un mal acto, o cuán puras las intenciones de uno bueno? ¿Cuántas acciones buenas compensan una mala (si eso es posible, dada la asimetría en la consideración de ambos tipos)? Hay quienes se portan como santos con sus familias y amigos pero son crueles en otros contextos, como el laboral. ¿Eso los hace ser malas personas, o simplemente hipócritas? ¿Tiene más peso la bondad en cierto dominio que la mezquindad en otro?

Una cuestión tan compleja como el juicio moral es candidata ideal para el proceso de sustitución identificado por Kahneman. La pregunta «¿es fulanito buena persona?» es reemplazada por una mucho más fácil de responder, tal como «¿me gusta fulanito?», «¿he visto a fulanito hacer algo bueno?» o «¿se ha portado fulanito bien conmigo?». Pero quede esto al margen, pues es un tanto ajeno al asunto.

Mi conversación con Margarita me recordó la de un capítulo de la particular comedia Rockefeller Plaza (30 Rock, S0302). Jack Donaghy trata de explicarle al botones, Kenneth, que en el ámbito de la ética no siempre hay una única respuesta correcta, que en ocasiones se puede seguir siendo buena persona aunque se violen algunas normas morales:
Jack: Soy una buena persona.
Kenneth: Si usted lo dice, señor.
Jack: Pero la vida es difícil. No siempre sabes qué hacer. Imagínate en un bote salvavidas.
Kenneth: Un bote salvavidas.
Jack: Caben ocho personas, pero sois nueve a bordo. Las opciones son: volcar y que todo el mundo se ahogue, o sacrificar a uno para poder salvar a los demás. Bien, ¿cómo decides quién debe morir?
Kenneth: No creo en las situaciones hipotéticas, señor Donaghy, es como mentirle al cerebro.
Jack: Kenneth, tu vida es muy cómoda. La virtud que no se prueba no es una auténtica virtud.
De la misma forma que aquellos que dudan de que Sebastian Vettel sea realmente el mejor piloto de F1 del momento, pues lo ha tenido todo más fácil al contar con un coche muy superior, yo soy escéptico frente a quien se califica a sí mismo como buena persona sin haberse enfrentando a ninguna prueba moral de cierta enjundia. Cuántas de esas pruebas habrían de superar, y de qué tipo y alcance, esas son también buenas preguntas.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Gestionando humanos (II)

Buenas,

Por petición de mi colega Silvio, voy a tratar de contar en las siguientes líneas lo que ha sido mi experiencia de los últimos dos años “gestionando humanos” (tal y como lo llama mi también colega Mario) o siendo “da boss” y luego el “mecha boss” (tal y como algunos de mis mismos compañeros me
llamaban). Antes de nada, coincido con Mario en que ha sido (y es) en su mayor parte una experiencia muy gratificante, aunque nos hayan tocado las vacas flacas y hayan caído compañeros por el camino. Para mi, algunas de las claves que han hecho que la experiencia haya sido, como decía, gratificante, son las siguientes:

1.- Respeto: “Es agradable ser importante, pero es más importante ser agradable”. Que seas jefe no significa que estés por encima de nadie. De hecho, gran parte de tu trabajo es quitar obstáculos del trabajo de los demás. Me sorprende la gran cantidad de gente que confunde educación y afabilidad con blandura. Que no esté de acuerdo con un comercial, con una persona de mi departamento o con mi director no significa que sea gritón, ni faltón, ni borde, ni condescendiente. Como siempre me ha dicho un tío mio “fortiter in re, suaviter in modo”.

2.- Comunicación: Como comprobé en mis propias carnes siendo implantador, una de las cosas más importantes para trabajar medianamente a gusto es saber por qué y para qué estás haciendo lo que estás haciendo. Que te manden a hacer tareas más o menos genéricas en lapsos de tiempo no muy bien definidos (y por supuesto siempre más cortos de lo debido) sin previo aviso no es una cosa que haga mucha ilusión. Por otra parte creo que es importante hacer a todo el mundo partícipe en la medida de lo posible del proyecto global en el que está inmersa la empresa/departamento/proyecto en la que trabajan, hacer que sientan que forman parte del mismo y que se cuenta con ellos. Para esto lo principal es comunicar, comunicar y comunicar. Caso aparte que da para un post entero es la comunicación horizontal entre distintas áreas de la empresa y todo lo que podría dar de sí.

3.- Buen rollo: En la medida de lo posible, trabajar con alegría y crear buen ambiente. Al fin y al cabo, pasamos 8 horas del día (y muchos días más) en el curro con nuestros compañeros, así que más vale que nos lo tratemos de montar bien y tener buen rollo porque si no no aguanta el ambiente ni Dios, y enlazado con esto está el siguiente punto que es…

4.- Flexibilidad: Al final como jefe lo que te interesa es que los temas que tienen que salir, salgan, no que la gente caliente la silla de 8 a 6. Mientras todo el mundo arrime el hombro para que los proyectos se completen en tiempo y forma, flexibilidad con los horarios, por supuesto siempre dentro de unos márgenes que no afecten a la equidad del departamento. Al final sabes que vas a tener que pedir muchas veces un extra a tus colegas en tiempo y esfuerzo, pero claro, eso funciona en ambos sentidos. Si la empresa responde ante la gente dándole tiempo, la gente responde ante la empresa dándole tiempo también. Quid pro quo, Clarisse :P

5.- Asumir que vas a tener que tomar decisiones: Y que una parte no desdeñable de estas no te va a gustar :( pero es así. No se puede querer ser jefe y no querer tomar decisiones. Es una de las razones más importantes por las que en principio cobras más que un soldado raso. Además, acostumbrarte a que no vas a tener mucho tiempo para elegir la opción “menos mala”.

En realidad he de decir que mis compañeros de departamento me lo han puesto muy fácil siendo una gente de p.m. Honraos, trabajadores, colaboradores y echaos “palante”. Si tienes un buen equipo, tienes prácticamente todo el trabajo hecho, lo único que hay que hacer es no cagarla (demasiado) y todo saldrá de verdad, de deporte.

Un placer, compañeros del metal.

lunes, 28 de octubre de 2013

17 cosas que no me contaron sobre la vida

Mis padres hicieron lo que creyeron más conveniente, supongo, tratando de transmitirme las lecciones que juzgaron más correctas y valiosas. Cuando uno crece se da cuenta de que algunas de esas lecciones estaban equivocadas (y seguirlas a pies juntillas ya la he ocasionado más de un problema) mientras que otras se prueban ciertas bien pronto. Y aún queda un tercer tipo: las que solo se entienden cuando uno llega a la edad adecuada.

En el lado opuesto a las enseñanzas explícitas se hallan las omisiones, es decir, todo aquello de lo que no me advirtieron. Seguro que ustedes también querrían poder hablar con su yo pasado para sugerirle un par de cosas en aras de una vida más satisfactoria, transmitirle lo que llevan aprendido en su existencia presente para ahorrarse alguna hostia. Si yo pudiera hacerlo esto es lo que me diría. Notarán que algunos de los consejos que van a leer pueden considerarse contradictorios. No hay nada extraño en ello: las normas generales no son infalibles, y por ende no son aplicables en el cien por cien de las ocasiones. Puede haber matices y circunstancias adicionales que desaconsejen su uso. Decidir qué regla utilizar en qué situación queda a criterio de uno mismo.

Las notas no importan (casi nunca) más allá del aprobado. Un expediente brillante solo es necesario o útil en circunstancias muy concretas (cuando uno quiere optar a un puesto en Wall Street, por ejemplo), pero en la inmensa mayoría de ocasiones son irrelevantes. El éxito en el sistema educativo no es un indicador de capacidad personal ni sirve para pronosticar un próspero o nefasto porvenir.

Ninguna buena acción queda sin su correspondiente castigo. Es una mera cuestión de probabilidad, como dice Kahneman:
«I had stumbled onto a significant fact of the human condition: the feedback to which life exposes us is perverse. Because we tend to be nice to other people when they please us and nasty when they do not, we are statistically punished for being nice and rewarded for being nasty.»
«Cada cual para sí, zagal», le advertía el capitán Alatriste al joven Íñigo Balboa. Aunque les parecerá mal, nadie te culpará por preocuparte únicamente de ti mismo: es lo que todos esperamos que los demás hagan. Por contra, si quieres hacer algo bueno por alguien, tú verás. No esperes nada a cambio, ni siquiera un simple gracias. Primero, porque los actos de bondad deben hacerse por sí mismos, no por la recompensa. Segundo, porque la mayoría de nosotros somos unos desagradecidos. Algunas personas incluso te rechazarán directamente de mala manera cuando quieras ayudarles o tener algún detalle. Si no puedes soportar la ingratitud tienes dos opciones: aguantarte o no molestarte en dar.

Leer el periódico es perder el tiempo. «What about the need to be informed in order to be a responsible citizen?» le preguntaba Barbara Ehrenreich a una persona que había decidido dejar de ver las noticias sobre la guerra de Iraq. El hecho es que no vas a obtener información a base de leer la prensa diaria. Casi todo es ruido, relleno, como esos capítulos de Naruto en los que usan sus técnicas ninja para ganar una competición de Ramen. La mayor parte de lo escrito en prensa es irrelevante, sesgado, incorrecto o pura mentira.

No des lecciones a los demás si no te han preguntado. El equivocado podrías ser tú. Y, aunque estés en lo cierto, a nadie le gustan los sabiondos ni los presumidos. Si, verbigracia, les hablas de las bondades de las dietas bajas en azúcar o sin gluten te despreciarán con algún cliché manido del tipo «¿y lo rico que está?», «la vida es para disfrutarla» o «de algo hay que morir». Si le sugieres a alguien una manera de hacer mejor su trabajo te mandará a freír espárragos (cuanto más incompetentes somos, más ciegos estamos ante ese hecho). Y si –lo que es aún peor– pretendes que los demás actúen de cierta forma mejor será que te estés aplicando el cuento (aunque desde el punto de vista lógico eso sea irrelevante).

Alcohol. La costumbre de embriagarse con los amigos debe de ser tan antigua como el descubrimiento del alcohol por parte del hombre. Asume que si no participas te dejarán de lado, y que acudir a una reunión social de ese estilo y abstenerse del alcohol es como ir a una orgía y no quitarse la ropa. No viene a ser lo mismo. Es mucho más aburrido. Y es raro. Y a nadie le gustan los raros.

Empieza a ahorrar cuanto antes. Construir un capital activo que genere intereses suficientes para lograr la independencia financiera lleva tiempo, sobre todo cuando tu sueldo es una miseria. También necesitarás un colchón para imprevistos y otro para la jubilación. Para ahorrar no es necesario llevar una vida miserable, solo prestar atención a la manera en que gastas el dinero.

Tus amigos son aquellos que te tratan mejor de lo que te mereces. Da igual lo tonto, aburrido, desagradable, maquiavélico o mezquino que seas, siempre encontrarás a alguien que te apreciará a pesar de tus defectos y te dará más de lo que tú a él (o ella). Es la parte positiva de que haya gente para todo.

No te creas nada de lo que te dicen. El escepticismo es una buena heurística en general, no solo en ciencia. Hablar no cuesta nada. Las personas no somos conscientes de nuestros autoengaños y contradicciones internas. Hablamos para defender nuestros intereses. Hablamos para persuadir a los demás. Los actos son mejores portadores de información: hablan por sí mismos. Como dice el refrán, obras son amores y no buenas razones.

Los expertos de radio y televisión no tienen ni idea. Están en antena porque dan juego, no porque sus pronósticos sean acertados o sus razonamientos incólumes.  «El periodismo», escribe Nassim Taleb, «es puro entretenimiento, y no una búsqueda de la verdad, sobre todo cuando se trata de radio y televisión».

Cuidado con el individualismo. Si tus amigos se tiran por un puente, considera seriamente hacerlo tú también. «Failing in a herd rarely has adverse consequences», que dice Raghuram Rajan. Formar parte de la manada tiene muchas ventajas. No sale a cuenta ser un bicho raro.

No engordes durante la adolescencia. Cargarás con los adipocitos extra el resto de tu vida. Cuanto menos azúcar consumas, mejor. Nada de chocolate con menos del 70% de cacao (no te preocupes, te acostumbrarás al sabor y con el tiempo podrás elegir una variedad cada vez más pura).

Aléjate de las drogas. No solo de las recreativas, sino de los medicamentos en general (a no ser, obviamente, que sean imprescindibles, lo que ocurre menos a menudo de lo que pensamos). El negocio farmacéutico encierra muchos riesgos ocultos en sus productos. Es mejor aguantar un dolor si es posible y corregir la causa del mismo que tragar un cóctel de paracetamol, ibuprofeno y metamizol.

Cuidado con seguir las normas. A menudo están puestas para proteger el statu quo. Otras veces los resultados no son los que se dan por sentado. Se suponía que estudiar para obtener una licenciatura llevaría a conseguir un buen trabajo con el que poder comprar una casa para tu familia. Que se lo digan a los españoles.

Es inútil tratar de agradar a todo el mundo. Haters gonna hate, que dicen por la internet: algunos te odiarán hagas lo que hagas, digas lo que digas (o hagas lo que no hagas y digas lo que no digas). Además de eso hay quien se comporta como si fuera la última coca-cola del desierto y se aprovecha de tus ganas de caer bien. Ándate con ojo o te explotarán, dejándote seco física, emocional y financieramente.

No seas nenaza. Los hombres no lloran. La autoconsciencia, el hecho estar conectado con el mundo interior de tus sentimientos, no es una cualidad bien valorada. La sociedad no es tan tolerante con esto como se supone.

La vida no es una serie de televisión americana. Aquellas escenas en las que dos personajes hablan de sus sentimientos y solucionan sus problemas de forma razonable son tan inverosímiles como el argumento de The Walking Dead. Tratar de discutir asuntos emocionales es absurdo y estéril en la mayor parte de los casos.

Esta es mi lista (por ahora). Obviamente es un reflejo de mis experiencias y muestra mis cicatrices. No trata sobre hacer lo correcto, sino de cómo compensar mis debilidades para ir tirando sin tanta acrimonia. Me encantaría saber qué se dirían a ustedes mismos. Compártanlo en los comentarios si lo creen conveniente.

lunes, 14 de octubre de 2013

La práctica de la inteligencia emocional

Si han leído los celebérrimos libros de Daniel Goleman sobre el tema tal vez piensen que eso de la inteligencia emocional es algo bueno, útil e incluso deseable. Quizá pensaron que valía la pena intentarlo y puede que se sintieran impelidos a poner en práctica los consejos dados por el autor. Si tuvieron la ocasión de hacerlo con otra persona con la que tenían un problema es probable que descubrieran eso que dicen los militares de que ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo.

Tomemos un ejemplo del primer libro para ver a qué me estoy refiriendo:
«El arte de hablar de forma no defensiva consiste en la capacidad de ceñirse a una queja concreta sin terminar desembocando en un ataque personal. El psicólogo Haim Ginott, el pionero de los programas de comunicación eficaz, afirma que la mejor forma de expresar una demanda responde al modelo «XYZ», es decir, «cuando dices X me haces sentir Y, pero me habría gustado sentirme Z». Por ejemplo: «cuando no me llamaste por teléfono y no me avisaste de que llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí despreciada y enfadada. Me habría gustado que me advirtieras de tu retraso», en lugar del habitual «eres un desconsiderado y un egoísta». En resumen, pues, la comunicación abierta no supone un desafío, una amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las innumerables manifestaciones de una actitud defensiva, como las excusas, la evitación de responsabilidades, los contraataques destructivos, etcétera.»
La ingenuidad de la que son acusados a veces los filósofos éticos palidece ante la de los psicólogos que asumen que es posible para dos personas cualesquiera discutir una afrenta de forma sosegada y racional por el mero hecho de cambiar la manera de comunicarse. Al toparnos con la realidad el guión de color rosa con final feliz a menudo se torna en una espiral de reproches mutuos, cuando no directamente insultos. De repente todos los trapos sucios se sacan a la luz del día y uno termina preguntándose si es que ha empleado mal la técnica o es que el psicólogo que la propuso nunca ha tenido pareja, hijos, amigos o vecinos.

Por mi experiencia diría que a menudo la gente no quiere solucionar el problema en cuestión; quiere tener razón. O peor aún: que te pliegues a sus voluntades sin rechistar. Hemos de recordar que cuando tratamos con seres humanos no tratamos con seres lógicos y racionales, sino con animales portadores de deseos, miedos, esperanzas, prejuicios y otros sesgos cognitivos, así como una visión del mundo y de sí mismos, de lo que es «normal» y de cómo deberían ser las cosas. Dependiendo de la personalidad o el estado de ánimo una misma frase o un mismo hecho puede ser interpretado de manera totalmente opuesta por el mismo individuo, bien sea con tal de llevar razón y ganar la discusión (si es que eso es posible), o bien para sentirse ofendido (si es de los que gusta jugar el papel de mártir). A todo lo anterior se une el hecho de que la mayoría de personas no está entrenada en el arte de la argumentación (y además no tienen ningún interés por el tema), lo que hace de la discusión un ejercicio inútil, una carretera sin salida labrada con falacias. Incluso aunque logremos dialogar de forma calmada las razones de uno pueden no parecer sinceras al otro. En ese caso solo se puede confiar en que es la verdad, pero a menudo optamos por pensar que la otra persona nos oculta la verdadera razón. Lo cual no sería raro, ya que mentir es fácil y barato. El resultado es que toda la cuestión acaba reducida a un asunto de fe.

En lo atinente a «hablar las cosas» es posible que el sesgo de acción –nuestra tendencia al intervencionismo, el querer «hacer algo»– sea peor remedio que la enfermedad. Yo creo que a menudo es mejor dejarlo pasar, que se enfríen los ánimos y el asunto acabe en el olvido. Algunos pensarán que obrar así solo hace que el rencor se acumule y sea peor cuando la bomba estalle más adelante, pero tengo mis dudas que ese sea efectivamente el caso. Pienso que es mucho más ponzoñoso para una relación hablar largo y tendido sobre cualquier ofensa, real o imaginaria, que tenga lugar. Con esto no quiero decir que mis juicios sean aplicables a todo caso y que sea mejor no hablar nada. De ninguna manera. Pero en casos en los que una persona se ofende porque ha malinterpretado algo que hemos dicho o hecho opino que es mejor obviar el tema, pues darle vueltas solo sirve para añadir cicatrices innecesarias. Si además ocurre que los oprobios van siempre en la misma dirección (porque una de las dos personas sea muy susceptible) a uno le quedará la sensación de que siempre anda pidiendo disculpas.

Lo dicho hasta aquí no significa que el concepto entero de inteligencia emocional sea una patraña. Mi queja tiene que ver con la dificultad práctica a la hora de relacionarse con otros no versados sobre el tema y nada dispuestos a aprender. Estas técnicas solo funcionan si ambas partes entran en el juego y se atienen a las reglas: de nada sirve utilizar fina esgrima intelectual mientras el otro nos arrea salvajes dentelladas emocionales (o nos golpea con unos tangibles yogures de frutas —cosas de las reuniones de vecinos). No hay inteligencia emocional en el mundo que haga bajarse del burro a quien ha decidido parapetarse tras el muro pasivo-agresivo del «haz lo que quieras». Es como discutir sobre política: si no hay un acuerdo en los principios fundamentales el proceso entero es absurdo e inútil. Contra principia negantem non est disputandum.

lunes, 30 de septiembre de 2013

El ataque de los clones

El pasado 30 de marzo se estrenó Dragon Ball Z: Battle of Gods, la primera película japonesa en ser proyectada en los cines IMAX. La historia se sitúa en el lapso de diez años tras la derrota de Buu y es la primera película que se considera parte de la historia oficial de la serie. El DVD y el Blu-ray salieron a la venta hace apenas unos días, el 13 de septiembre. Si bien no es una gran película (al fin y al cabo no deja de ser un shonen) como fan de la serie debo decir que me gustó. Por momentos se me pusieron los pelos como escarpias al retrotraerme a la niñez y recordar emociones pretéritas.

El último número de Dragon Ball Z se publicó el 5 de Junio de 1995, es decir, hace casi veinte años. Sin embargo, vemos que todavía se hacen películas sobre la serie y, sobre todo, videojuegos. Algo parecido ocurre –aunque en menor medida– con otra de las series favoritas de mi infancia, Caballeros del Zodíaco (Saint Seiya). Mis primos pequeños, que tienen once y nueve años, no conocen ninguna de las dos. Lógico, dado que han pasado dos generaciones. ¿Cómo es que Dragon Ball Z sigue viva?

Siendo el lector tan sagaz como le imagino intuirá que la razón es la misma por la que hay siete películas de Superman y ocho de Batman. Es la misma razón por la que cada verano las carteleras rebosan de remakes, secuelas y precuelas. La razón de que tengamos siete partes de la muy prescindible saga The Fast and the Furious y vayamos a contar al menos con tres de Los mercenarios (The Expendables). El periodista Edward Jay Epstein, experto en el mundo de Hollywoodexplica dónde está el problema (el énfasis es mío):
«In Hollywood, originality is anything but a virtue. Paramount rejected a recent project that had attached stars, an approved script, and a bankable director by telling the producer: “It’s a terrific idea, too bad it has not been made into a movie already or we could have done the remake.” This response, alas, is not untypical. Studios today, as a former executive explained, tend to green-light four types of movies for wide openings: remakes (such as King Kong), sequels (such as Star Wars: Episode III), television spin-offs (such as Mission: Impossible), or video game extensions (such as Lara Croft: Tomb Raider).
If Hollywood is originality-challenged, it is not because studio executives find particular joy in mindlessly imitating bygone successes, or lack imagination. It is because they must take into account the underlying reality of today’s entertainment economy. In the prior system (1928–1950), each studio was identified with a particular genre of movie [...] To this end, a studio could rely on a vast habitual herd of moviegoers to go to the movies in an average week. Most of these people went to see not just a new movie—the main attraction—but also a program of weekly entertainment that included newsreels, a slapstick short, a cliffhanger serial, a “B” feature, such as a Western, and needed no national advertising to prod it. That was before TV provided an alternative source of entertainment.
Today there is a different story. The studio names mean little, if anything at all, to audiences. Nor can the weekly audience, which has shrunk to less than 10 percent of the population, be relied on to show up for any particular movie. Studios must therefore create audiences from scratch for each and every film. For the studios, “audience creation” has become just as important a creative product as the film itself.»

«Since the publicity campaigns for these blockbusters have proven effective in the popcorn economy, studios recycle their elements into endless sequels, such as those for Spider-Man, Pirates of the Caribbean, Shrek, and Mission Impossible, which then become the studios’ franchises on which they earn almost all their profits. That is their unoriginal sin and, alas, salvation in the new system.»
Cuando uno quiere ganar dinero puede arriesgarse a hacer algo nuevo o jugar sobre seguro y copiar algo existente que funcione. Los superhéroes y sagas como Star Wars cuentan con audiencias ya consolidadas que garantizan cierto nivel de emolumentos incluso aunque el resultado final no sea muy bueno (a menudo los fans se muestran decepcionados con los remakes). Al parecer es más rentable eso que gastar dinero en mercadotecnia para dar a conocer algo nuevo y original.

La falta de innovación no afecta únicamente a firmas como Sony, creadora tanto de películas como de videojuegos. Las compañías farmacéuticas son propensas a crear sus propias copias de medicamentos superventas existentes cuya patente haya expirado, lo que Ben Goldacre llama medicamentos «yo también»:
«[E]l desarrollo de una nueva molécula, con un mecanismo de acción completamente nuevo sobre el organismo, es un asunto muy arriesgado y difícil. Por este motivo, si una empresa tiene a la venta un medicamento que se receta, habrá muchas ocasiones en que otras intentarán fabricar una versión propia, razón por la cual hay, por ejemplo, muchísimos antidepresivos del tipo llamado «inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina» o SSRI. Desarrollar un fármaco de este tipo es mucho más seguro comercialmente.
Los medicamentos «yo también» no suelen tener un efecto terapéutico beneficioso, por lo que muchos los consideran un derroche, un gasto innecesario de los fondos para el desarrollo de medicamentos, con el que, además, se expone potencialmente a los participantes de los ensayos clínicos a un riesgo innecesario solo para ganancia de las empresas farmacéuticas y no para el progreso de la medicina.»
También Silicon Valey es víctima de la aversión al riesgo. Otrora sinónimo de innovación, el valle parece estar convirtiéndose en una máquina fotocopiadora de Facebooks, más preocupada por esquilmar a los veinteañeros que por solucionar problemas realmente significativos:
«Perhaps the most common critique of the technology industry today is that too much money, ability, and energy is focused on social games, photosharing, advertising, todo lists, and the like. Some critics harken to a past where the Valley invested in tangible breakthroughs in PCs, semiconductors, and networking, others can’t find much positive to say about technology in general, and generally many people feel that the Valley is now suffering from a failure of imagination (1, 2, 3, 4, 5, 6).»

Pero como dice siempre el piloto español Pedro de la Rosa al comentar las carreras de Fórmula 1, si no vas primero tu única opción para obtener un resultado mejor es hacer algo diferente; si copias al que va por delante estás perdido. Jason Fried y David Heinemeier Hansson, fundadores de 37signals, aconsejan olvidarse de la competencia y centrarse en hacer algo distinto. Lo explican en Rework, su libro sobre los negocios:
«Focus on competitors too much and you wind up diluting your own vision. Your chances of coming up with something fresh go way down when you keep feeding your brain other people's ideas. You become reactionary instead of visionary. You wind up offering your competitor's products with a different coat of paint.
If you're planning to build "the iPod killer" or "the next Pokemon," you're already dead. You're allowing the competition to set the parameters. You're not going to out-Apple Apple. They're defining the rules of the game. And you can't beat someone who's making the rules. You need to redefine the rules, not just build something slightly better.»

«If you're just going to be like everyone else, why are you even doing this? If you merely replicate competitors, there's no point to your existence. Even if you wind up losing, it's better to go down fighting for what you believe in instead of just imitating others.»
Claro que hacer algo fuera de lo habitual tampoco garantiza el éxito. Oliver Burkeman nos habla de un almacén en Ann Arbor, Michigan, propiedad de la empresa GfK Custom Research North America cuyas estanterías están pobladas de miles de paquetes de alimentos y enseres domésticos con una particularidad: todos fueron un fracaso. En sus baldas podemos encontrar productos tales como cerveza con cafeína, Pepsi para el desayuno y huevos revueltos precocinados listos para calentar en el microondas y consumir en el coche.

Para el economista Paul Ormerod el fracaso es la característica distintiva de la vida empresarial. Yo supongo que es más difícil justificar un descalabro cuando has apostado por algo innovador que cuando te has limitado a seguir al rebaño, yendo a lo que funciona a pesar de que el mercado esté ya copado. Cuando uno intenta ser original y se la pega a menudo es señalado con el dedo y se le espeta «¿en qué estabas pensando?». Por contra, como bien señala el también economista Raghuram G. Rajan «failing in a herd rarely has adverse consequences».

lunes, 16 de septiembre de 2013

El hombre desactualizado

Todo lo que sabemos tiene fecha de caducidad. A quienes fuimos a EGB nos enseñaron en la escuela que había 103 elementos en la tabla periódica; los que no hayan tocado la química desde la aquel entonces ignorarán que el número actual es 118 . Los planetas ya no son nueve, sino ocho, dado que Plutón salió de la lista en 2006. La población mundial ha pasado de los 5.900 millones de personas que me dijeron de pequeño a más de 7.000. Los macronutrientes siguen siguen siendo los mismos (glúcidos, lípidos y proteínas) pero sus efectos sobre la salud y su influencia en la composición corporal han ido cambiando en las últimas décadas. Y he aquí trece mitos sobre ciencia que tal vez usted aún crea ciertos (no deje de leer los comentarios). Tal como escribe Samuel Arbesman:
Foto de Parksy1964
«Facts change all the time. Smoking has gone from doctor recommended to deadly. Meat used to be good for you, then bad to eat, then good again; now it’s a matter of opinion. The age at which women are told to get mammograms has increased. We used to think that the Earth was the center of the universe, and our planet has since been demoted. I have no idea any longer whether or not red wine is good for me. And to take another familial example, my father, a dermatologist, told me about a multiple-choice exam he took in medical school that included the same question two years in a row. The answer choices remained exactly the same, but one year the answer was one choice and the next year it was a different one.»
El campo de trabajo de Arbesman es la cienciometría, una disciplina cuyo objetivo es medir y analizar la investigación científica. Según este autor los hechos o datos que forman el conocimiento científico tienen una vida media que obedece ciertas reglas matemáticas. Algunos datos cambian constantemente, como la temperatura en nuestra ciudad, mientras que otros cambian tan despacio que se consideran constantes, como el número de dedos de la mano. A medio camino se sitúan los mesodatos, aquellos que cambian con el paso de los años: los elementos de la tabla periódica que comentamos al principio, nuestros conocimientos sobre los dinosaurios, la tecnología informática y los tratamientos médicos.

Buena parte del conocimiento que va cambiando no afecta a nuestra vida diaria de forma directa. Dudo, verbigracia, que la vida del lector se haya vuelto patas arriba al conocer el nuevo número de elementos químicos. Como tampoco le explotará la cabeza al saber que, aunque en la película Jurassic Park los velociraptores son representados con una piel reptiliana, en 2007 se descubrió que en realidad estaban cubiertos de plumas. ¿Curioso? Tal vez. ¿Útil? Probablemente no (a no ser que esté considerando producir una película sobre dinosaurios).

Analicemos, pues, un ámbito más práctico como puede ser el de la medicina, donde los galenos más próximos dispuestos a educarnos son nuestras abuelas y nuestras madres. Que levante la mano a quien la hacedora de sus días le haya reprochado haber salido sin suficiente abrigo arriesgándose a coger un catarro. ¿Es cierto que uno puede resfriarse por el frío? Ocurre que la respuesta a esa pregunta ha ido cambiando con el tiempo:
«La sabiduría popular dice que sí. [...] Cualquier madre o médico de familia así lo afirmaría.
Pero los científicos llevan también años insistiendo en que la relación entre enfermedad y frío no es más que una quimera, argumentando que los resfriados son más comunes en invierno porque la gente se cierra en el interior de sus casas, donde los gérmenes tienen más posibilidades de pasar de una persona a otra.
[...] Pero hace algunos años, los científicos descubrieron la causa más común del resfriado: el rinovirus. A partir de ahí comenzaron a observar sus efectos en el sistema inmune. ¿El tiempo frío podría debilitar el sistema inmune y facilitar que el rinovirus causara una infección? A medida que fueron estudiando el rinovirus descubrieron que éste en realidad causa más daño en primavera y otoño, cuando el tiempo es lluvioso y húmedo, que en invierno.
[...] A partir de esos nuevos descubrimientos, los científicos vieron que la respuesta no es tan clara como parecía. La balanza se inclina a favor de la creencia popular, pues las investigaciones cada vez se encuentran más con el hecho de que un descenso de la temperatura corporal puede ocasionar un resfriado.
[...] Las personas nos resfriamos más en invierno en parte porque el mal tiempo nos hace entrar en sitios cerrados, pero también porque las temperaturas muy bajas afectan al sistema inmune, haciéndole más vulnerable a las infecciones o agravando alguna infección latente que ya teníamos.»
Entre las obligaciones de los padres se halla la de procurar la mejor salud al hijo. Por desgracia para estos la mayoría de progenitores atesoran un conocimiento médico basado mayormente en mitos, tradición y medios de comunicación de masas, tres vías de dudosa eficacia para transmitir un conocimiento real. El padre interesado en mantenerse al día encontrará interesante este libro (para un resumen con doce mitos populares y su validez o no puede consultar este artículo). Descubrirá, para alivio del crío, que no es necesario esperar dos horas después de comer para volver a zambullirse en la piscina (tortura de tantos niños de mi generación).

Todavía en relación con los cuidados parentales y entrando en la zona de las consecuencias fatales, aún recuerdo la reacción de mi madre cuando vio en el telediario que los médicos empezaban a recomendar que los bebés durmieran boca arriba. «¡De toda la vida los niños han dormido boca abajo!» exclamó algo perpleja. Al parecer la costumbre de colocar a los infantes en decúbito prono se debe al consejo dado por el pediatra norteamericano Benjamin Spock en su libro superventas Tu hijo. Su indicación se basaba en un razonamiento a priori, a saber, que si el niño vomitaba era más probable que se ahogara si dormía boca arriba. Estudios empíricos posteriores observaron sin embargo que el riesgo de muerte súbita era significativamente mayor en quienes dormían sobre su abdomen. Como decía, desde hace algunos años se insta a que los niños duerman sobre su espalda. En este mismo sentido, hace apenas unos meses se publicó en el British Medical Journal un estudio que concluía que el colecho (práctica aconsejada por el Ministerio de Salidad español en su informe Maternidad y Salud del año pasado) podría aumentar el riesgo de muerte súbita. Es de esperar que con el tiempo, gracias a la acumulación de evidencias, se pueda dar una indicación informada en uno u otro sentido.

Si los bebés son los seres que consideramos más frágiles y ante quienes procuramos con especial ahínco cumplir la máxima hipocrática primum non nocere, las mujeres embarazadas ocuparían el segundo puesto de la lista. A tenor por la interminable lista de advertencias y precauciones que reciben las mujeres en estado de buena esperanza se diría que gestar una criatura es un proceso harto delicado, y uno se pregunta cómo es posible que hayamos conseguido perpetuar la especie durante tanto tiempo, habida cuenta de la falta de medios en épocas pretéritas. Sea como fuere, los médicos suelen andar con pies de plomo y ser bastantes conservadores cuando tratan con mujeres en estado de buena esperanza. Recientemente la economista Emily Oster relataba en un artículo para el Wall Street Journal su experiencia con el embarazo, y cómo analizó los datos relativos a cada una de las recomendaciones dadas por su médico para averiguar cuánto había de verdad en ellas. Concluyó que no pasaría nada por beber un vaso de vino de vez en cuando, tomar café y hacer ejercicio cuando quisiera. Habrá que esperar cuarenta y cinco años (el tiempo estimado por John Hughlings Jackson para expulsar de la medicina una idea errónea) para ver si Oster tenía razón o si expuso a su criatura a riesgos innecesarios.

La gente tiene su vida, su trabajo (no todos los que quieren, por desgracia) y niños a los que criar (incluyendo algunos que no lo buscaban, para su desgracia). No es de esperar que se sienten periódicamente a reciclar sus conocimientos. En lugar de eso, confían en los medios de comunicación o internet. El problema es que gran parte de lo que oímos es engañoso cuando no directamente falso. Recibimos mucho más ruido que información real. Y como humanos hay límites a lo que podemos saber y el ritmo al que podemos aprender cosas nuevas. Sin embargo, hemos visto que mantenerse al día puede ser realmente importante por las consecuencias negativas que acarrea en ocasiones. No todas ellas son tan trágicas como la muerte de un infante, claro. A veces el daño se limita a pasar hambre de forma honorable mientras uno se pregunta perplejo cómo es que no consigue adelgazar cuando está cenando únicamente fruta y yogur.

Nassim Taleb publicó en su muro de Facebook su propia heurística para determinar lo que es importante:
«The odds of using, 10 years from now, something picked up today from random media is < 1 in 50,000. In science (outside of mathematics) it is < 1 in 30,000. On the other hand, you have more than 50 % chance of using (or remembering) something that you are interested in and has been "in print" more than a century. There is a very easy filter. What you search for is less likely to be noise. Further, word of mouth is more potent filtering than we think.»
Aunque no sea nada recomendable cambiar nuestros hábitos con cada nuevo estudio que sale a la luz (pues hacerlo nos hará víctimas del ruido) tampoco parece muy buena idea esperar cien años antes de hacerlo. Las tablas que aparecen en el libro de Arbesman muestran que el lugar del término medio varía según el campo del saber.

En ocasiones, tener un poco de algo es peor que no tener nada. Una falsa sensación de seguridad, verbigracia, puede hacernos asumir riesgos innecesarios. Respecto al tema que nos ocupa hoy ya entrevimos algunas complicaciones cuando hablamos del conocimiento incompleto. El conocimiento no actualizado supone un problema mayor que la ausencia total del mismo porque creer que ya sabemos algo nos puede hacer periclitar el reciclaje intelectual. En palabras del entrenador Charles Staley:
«I’ve frequently said that “knowing” is the most significant impediment to continued learning, because when you think you know, you cease further exploration.»
Quizá por eso Max Planck estaba en lo cierto al afirmar que las verdades científicas no acaban imponiéndose por sus propios méritos, sino porque sus detractores acaban muriendo y nace una nueva generación familiarizada con las nuevas ideas. La erudición es una empresa que comparte características con el castigo de Sísifo, devolviéndonos a menudo al punto de partida. Nuestro cerebro, con su gusto por lo fácil y rápido, no parece estar a la altura. Paradójico, si tenemos en cuenta que fue lo que usamos para adquirir todos esos datos en primer lugar.