domingo, 31 de diciembre de 2017

Un año de libros (edición 2017)

Cincuenta y dos libros han caído este año. Creo que para 2018 seguiré el consejo de Schopenhauer (leer menos y reflexionar más), pues me da la impresión de que no me da tiempo a digerir cada obra adecuadamente. De hecho, estoy considerando la idea de dedicar los próximos doce meses a releer títulos de años anteriores.

En cuanto a la lista de este año, todo buen lector sabe que los gustos literarios son muy personales y que las obras que producen bascas en unos son las delicias de otros. Es por ello que esta vez, como novedad, no solo les dejo la lista de los mejores libros que he leído sino también la de los que menos me han gustado.

Foto de -JosephB-

Lo mejor

“Believing Bullshit: How Not to Get Sucked into an Intellectual Black Hole”, de Stephen Law. El autor llama agujeros negros intelectuales a aquellos sistemas de creencias en los que las personas que carecen de sólidas defensas intelectuales y psicológicas se dejan atrapar (sectas, medicinas alternativas, movimientos como el antivacunas y demás). La obra desmonta ocho tesis típicas sobre las que se sustentan dichos sistemas.

“A Field Guide to Lies: Critical Thinking in the Information Age”, de Daniel Levitin. Como la anterior, una obra imprescindible para el desarrollo del pensamiento crítico. Levitin nos enseña a identificar problemas con los hechos que encontramos cada día y que nos llevan a conclusiones erróneas (mentiras con estadísticas, lenguaje sesgado, falacias lógicas, etcétera).

“Everydata: The Misinformation Hidden in the Little Data You Consume Every Day”, de John H. Johnson. Libro parecido al anterior pero centrado en el análisis de datos puros y duros. Cada capítulo termina con una serie de recomendaciones a tener en cuenta cuando nos topemos con cifras en los medios de comunicación.

“Everybody Lies: Big Data, New Data, and What the Internet Can Tell Us About Who We Really Are”, de Seth Stephens-Davidowitz. ¿Qué podemos aprender de la sociedad a partir de las búsquedas que hacemos en Google? Según el autor, más que con las encuestas clásicas, pues el anonimato del navegador nos hace mostrarnos como realmente somos. Muy entretenido y divertido, sus conclusiones deben tomarse con precaución ya que su conjunto de datos es limitado (idioma inglés y centrado en Estados Unidos) y algunas cuestiones referentes al método no son conocidas (por ejemplo: ¿cómo de fiable es la identificación de género que hacen Google y PornHub?).

“The image: A guide to pseudo-events in America”, de Daniel Boorstin. Escrito a mediados del siglo pasado, sigue siendo tan relevante hoy como entonces. Trazando sus orígenes en la historia del periodismo, Boorstin nos explica cómo hemos llegado a obsesionarnos con las imágenes y de qué manera los seudoeventos han sustituido la realidad. Si bien creo que lleva su argumento demasiado lejos en ocasiones, es una lectura obligada para entender mejor el mundo moderno.

“Amusing Ourselves to Death”, de Neil Postman. Un análisis de la epistemología audiovisual comparada con la escrita, es decir, de la televisión frente a los libros. Postman se centra en la televisión porque era el medio imperante cuando escribió este libro pero su análisis es igualmente válido para la web. El medio televisivo impone el entretenimiento como requisito de sus contenidos, lo cual deforma los mensajes que por dicho medio se transmiten, forzándolos a ser breves, simples y chocantes.

“Trust Me, I'm Lying: Confessions of a Media Manipulator”, de Ryan Holiday. En internet todo es mentira. Los blogueros, en su afán de atraer tráfico para mostrar anuncios a los visitantes, publican cualquier cosa capaz de excitar nuestras emociones sin preocuparse por la verdad o la calidad del contenido. Al igual que la televisión, los blogs filtran la realidad según las limitaciones del medio, resultando en contenidos que no buscan informar, sino captar nuestra atención durante nuestras horas de vigilia.


Lo peor

“Elon Musk: el empresario que anticipa el futuro”, de Ashlee Vance. Una felación de quinientas páginas con todos los errores típicos de las biografías: falacias post hoc, contradicciones, interpretaciones sesgadas y estereotipos.

“Las ideas tienen consecuencias”, de Richard M. Weaver. Escrito tras la II Guerra Mudial, esperaba que hablara de nazismo, comunismo y filosofía, pero en lugar de eso encontré una defensa de los valores tradicionales del sur estadounidense. Pobremente argumentado y altamente especulativo, es un trabajo decepcionante para un filósofo de profesión.

“Rich People Things: Real-Life Secrets of the Predator Class”, de Chris Lehmann. Una serie de ensayos en los que se pone a caer de un burro al uno por ciento más rico de la sociedad estadounidense. No aporta nada nuevo.

“Pablo Escobar: lo que mi padre nunca me contó”, de Juan Pablo Escobar. Se nota que está escrito para aprovechar el tirón de la serie Narcos, cuya narración trata de corregir a la vez que pide perdón por los crímenes de su padre y desmitifica su estilo de vida. Unas pocas anécdotas y datos nuevos que no justifican su lectura.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Paripé (I)

Los dueños de un hotel contratan a una firma de relaciones públicas para que les ayude a aumentar el prestigio del hotel con el fin de revitalizar el negocio. En épocas pretéritas eso hubiera significado contratar un nuevo chef, pintar las habitaciones o cambiar la decoración por una más lujosa. Sin embargo, la estrategia del asesor contratado va por otro camino. Él propone a los gestores de la hostería que hagan una puesta en escena para celebrar el treinta aniversario del hotel. Para ello forman un comité que incluye, entre otros, a un banquero prominente, a un abogado famoso y a un líder religioso, y planifican un evento (por ejemplo, un banquete) con el objetivo de resaltar el servicio tan distinguido que el hotel ha estado prestando a la comunidad. La celebración tiene lugar, se hacen fotos y el evento es reportado en prensa y televisión.

Imagen de Omar Chatriwala
¿Les resulta familiar esta treta? El ejemplo del hotel es obra de Edward L. Bernays, quien lo propuso en su libro Crystallizing Public Opinion. Dicha obra se publicó en 1923, lo que significa que llevamos alrededor de cien años soportando el paripé de quienes buscan ser mencionados por algún medio de comunicación. Aquí, la palabra paripé no está elegida al azar. Su definición («fingimiento, simulación o acto hipócrita») pone de manifiesto la característica saliente de este tipo de actos: provocar en el público una idea o impresión engañosa con medias verdades.

Como dice Daniel Boorstin al hablar del ejemplo de Bernays, no se trata de un engaño completo. Por un lado, si el hotel no tuviera ya algo de prestigio no podría haber formado un comité tan ilustre. Por otra parte, si los servicios a la comunidad que prestaban eran tan importantes no habría sido necesaria la contratación de una empresa de relaciones públicas. Una vez la celebración ha tenido lugar, esta se convierte en la prueba de que el hotel es una institución distinguida. En una especie de profecía autocumplida, el evento da al hotel el prestigio que está fingiendo.

Boorstin continúa diciendo que el valor del evento depende de que este se exhiba en radios, revistas, periódicos y television, ya que dichas apariciones son las que hacen llegar la idea que quiere transmitir el hotel a los clientes potenciales. Así, la estrategia de relaciones públicas consiste en crear noticias de la nada. A este tipo de novedades sintéticas diseñadas para atraer a los medios de comunicación Boorstin los llamó seudoeventos:

A pseudo-event, then, is a happening that possesses the following characteristics:

(1) It is not spontaneous, but comes about because someone has planned, planted, or incited it. Typically, it is not a train wreck or an earthquake, but an interview.

(2) It is planted primarily (not always exclusively) for the immediate purpose of being reported or reproduced. Therefore, its occurrence is arranged for the convenience of the reporting or reproducing media. Its success is measured by how widely it is reported. Time relations in it are commonly fictitious or factitious; the announcement is given out in advance “for future release” and written as if the event had occurred in the past. The question, “Is it real?” is less important than, “Is it newsworthy?”

(3) Its relation to the underlying reality of the situation is ambiguous. Its interest arises largely from this very ambiguity. Concerning a pseudo-event the question, “What does it mean?” has a new dimension. While the news interest in a train wreck is in what happened and in the real consequences, the interest in an interview is always, in a sense, in whether it really happened and in what might have been the motives. Did the statement really mean what it said? Without some of this ambiguity a pseudo-event cannot be very interesting.

(4) Usually it is intended to be a self-fulfilling prophecy. The hotel’s thirtieth-anniversary celebration, by saying that the hotel is a distinguished institution, actually makes it one.
En el principio del periodismo estadounidense, asegura el autor norteamericano, las noticias eran «actos de Dios»: terremotos, accidentes de tren y otras desgracias por el estilo. A partir de la segunda mitad del siglo pasado, sin embargo, la mayor parte de lo que llamamos noticias pasaron a ser seudoeventos. No hay suficientes catástrofes en el mundo para rellenar tres informativos diarios, siete periódicos cada semana y veinticuatro horas de publicaciones en internet, así que los editores siempre están necesitados de hechos que convertir en noticia, lo cual es aprovechado por despachos de prensa y quienes trabajan de relaciones públicas para colar sus paripés. Mítines políticos, notas de prensa, entregas de premios, lanzamiento de productos, estrenos de películas, aniversarios, inauguraciones... hoy día todo aquel que quiere manipular la opinión pública se dedica a fabricar seudoeventos, desde los políticos a los empresarios, pasando por los artistas y los famosos.

La llegada de la world wide web ha empeorado la situación. La necesidad de producir un flujo constante de noticias para rellenar blogs y diarios digitales lleva a sus editores a usar los seudoeventos cada vez más a menudo y de formas más ingeniosas y agresivas. Verbigracia: concursos, encuestas, patrocinios, falsas filtraciones, seudoexclusivas, vídeos e imágenes virales y (si hay motivaciones políticas o ideológicas) fake news. La presión por ser los primeros en publicar para atraer tráfico les lleva a su vez a saltarse cualquier norma del buen periodismo en lo atinente a la confirmación independiente y la comprobación de hechos. Ryan Holiday lo explica así:

Blogs need things to cover. The Times has to fill a newspaper only once per day. A cable news channel has to fill twenty-four hours of programming 365 days a year. But blogs have to fill an infinite amount of space. The site that covers the most stuff wins.
[...] The constraints of blogging create artificial content, which is made real and impacts the outcome of real world events.
The economics of the Internet created a twisted set of incentives that make traffic more important—and more profitable—than the truth. With the mass media—and today, mass culture—relying on the web for the next big thing, it is a set of incentives with massive implications.
Blogs need traffic, being first drives traffic, and so entire stories are created out of whole cloth to make that happen. This is just one facet of the economics of blogging, but it’s a critical one. When we understand the logic that drives these business choices, those choices become predictable. And what is predictable can be anticipated, redirected, accelerated, or controlled—however you or I choose.
Holiday trabajó como director de marketing . Según cuenta, su trabajo consistía principalmente en crear historias para luego hacerlas llegar a blogs, de ahí a los periódicos y, finalmente, a los noticieros de todo el país. Para ello escribía notas de prensa, le pedía a algún amigo que publicara algo en su blog, «filtraba» documentos internos cuidadosamente construidos, producía vídeos virales, o creaba una polémica de la nada, como aquella vez que hizo pintadas en los carteles de la película de un amigo suyo y mandó las fotos de su vandalismo a un blog haciéndose pasar por un ciudadano que odiaba el trabajo del director en cuestión. Sabedor de las necesidades de los editores digitales y conocedor del público que los lee, este hombre sabía qué clase de contenido debía crear y cómo tenía que darlo a conocer para que llegara de su despacho hasta el público con forma de noticia. Sus recomendaciones finales sobre cómo leer un blog expone las verdades que hay tras las expresiones enlatadas usadas por dichos medios:

When you see a blog begin with “according to a tipster …” know that the tipster was someone like me tricking the blogger into writing what I wanted.

[...] When you see “leaked” or “official documents” know that the leak really meant someone just e-mailed a blogger, and that the documents are almost certainly not official and are usually fake or fabricated for the purpose of making desired information public.

[...] 
When you see “Sources tell us …” know that these sources are not vetted, they are rarely corroborated, and they are desperate for attention.

When you see a story tagged with “EXCLUSIVE” know that it means the blog and the source worked out an arrangement that included favorable coverage. Know that in many cases the source gave this exclusive to multiple sites at the same time or that the site is just taking ownership of a story they stole from a lesser-known site.

When you see “said in a press release” know that it probably wasn’t even actually a release the company paid to officially put out over the wire. They just spammed a bunch of blogs and journalists via e-mail.
De acuerdo con este arrepentido publicista, la subsistencia de los blogs con ánimo de lucro y de los diarios que no tienen versión en papel depende de los seudoeventos. Como están diseñados para que aparezcan en la prensa, estos paripés artificiosos se diseñan y ejecutan de manera que sean fáciles de reportar. Dada la competencia, las fechas límite apremiantes y las reducciones de personal, dichos acontecimientos ya empaquetados y listos para copiar y pegar son exactamente lo que los blogueros necesitan para salir adelante.

Continuará.

lunes, 4 de diciembre de 2017

Pues qué bien (y II)

En mi profesión se dice que las alertas deben ser lo que los ingleses llaman actionables, esto es, han de contener la información suficiente para que el operador que las recibe pueda tomar las medidas necesarias para remediar el fallo. De lo contrario, las alarmas sobrecargan al personal que las atiende con trabajo inútil, incertidumbre o falsos positivos.

Foto de Jon S.
Pensemos por un momento en el cuadro de mandos de un coche con motor de combustión, el cual contiene un conjunto de luces o testigos que avisan al conductor cuando hay un problema, desde el desgaste de los frenos a la temperatura del motor, pasando por la desactivación del freno de mano, puertas mal cerradas, etcétera. La mayoría de ellas son buenas alertas, en tanto en cuanto dejan claro al conductor cuál es el problema y qué hay que hacer para solucionarlo. Otras, por el contrario, no lo son tanto, como ese símbolo del motor que indica simplemente que algo no anda bien y que hay que llevar el coche al taller, sin dar pistas sobre la gravedad o urgencia del asunto.

Como digo, los alertas del cuadro de mandos de un coche son útiles y relevantes para la conducción. Los diseñadores saben que la capacidad de procesamiento de información del conductor es limitada y que han de limitarse a lo importante para evitar distracciones y accidentes. Sin embargo, en nuestra vida diaria ocurre lo contrario: estamos inundados de rebatos que son irrelevantes para nuestra existencia cotidiana. Me refiero a eso que conocemos como «las noticias».

Neil Postman observó que vivimos en una aldea global en la que recibimos información de todos los lugares del mundo pero que dicha información poco o nada tiene que ver con quien la recibe. La mayor parte de las noticias que nos llegan lo hacen ayunas del contexto social o intelectual en el que se produjeron y pierden su sentido allí donde se reciben, fenómeno mucho más evidente si echamos un vistazo a la sección internacional. Así, puede que nos enteremos de que la policía estadounidense ha tiroteado a otro hombre afroamericano desarmado, mas ese problema seguramente nada que tenga que ver con la sociedad en la que vive el lector de la noticia (sea porque la población en su país es homogénea o sea porque la policía no se lía a tiros a las primeras de cambio). Por tanto, conocemos un hecho y de nuevo la reacción más común será musitar: «pues qué bien».

Según Postman, nos hallamos en medio de un océano de información inútil, ya que disponemos de muchos reportajes, avisos y testimonios... y nada que hacer con todos esos datos. Como expresa el autor norteamericano maravillosamente:

Since we live today in just such a neighborhood (now sometimes called a “global village”), you may get a sense of what is meant by context-free information by asking yourself the following question: How often does it occur that information provided you on morning radio or television, or in the morning newspaper, causes you to alter your plans for the day, or to take some action you would not otherwise have taken, or provides insight into some problem you are required to solve? For most of us, news of the weather will sometimes have such consequences ; for investors, news of the stock market; perhaps an occasional story about a crime will do it, if by chance the crime occurred near where you live or involved someone you know. But most of our daily news is inert, consisting of information that gives us something to talk about but cannot lead to any meaningful action. This fact is the principal legacy of the telegraph: By generating an abundance of irrelevant information, it dramatically altered what may be called the “information-action ratio”.
Él sostuvo que el telégrafo y las tecnologías que lo siguieron rompieron la relación entre información y acción, introduciendo en nuestras sociedades la irrelevancia, la impotencia y la incoherencia a gran escala. La información sin contexto no nos ayuda a tomar decisiones sociales y políticas y no llama a la acción (entendiendo esta como algo realmente útil y significativo que puede producir un cambio en el mundo, no escribir un tuit con un hashtag determinado). Eso significa que la ciudadanía está empachada de información al mismo tiempo que su poder político y social ha disminuido (íbidem Postman):

You may get a sense of what this means by asking yourself another series of questions: What steps do you plan to take to reduce the conflict in the Middle East? Or the rates of inflation, crime and unemployment? What are your plans for preserving the environment or reducing the risk of nuclear war? What do you plan to do about NATO, OPEC, the CIA, affirmative action, and the monstrous treatment of the Baha’is in Iran? I shall take the liberty of answering for you: You plan to do nothing about them. You may, of course, cast a ballot for someone who claims to have some plans, as well as the power to act. But this you can do only once every two or four years by giving one hour of your time, hardly a satisfying means of expressing the broad range of opinions you hold. Voting, we might even say, is the next to last refuge of the politically impotent. The last refuge is, of course, giving your opinion to a pollster, who will get a version of it through a desiccated question, and then will submerge it in a Niagara of similar opinions, and convert them into—what else?—another piece of news. Thus, we have here a great loop of impotence: The news elicits from you a variety of opinions about which you can do nothing except to offer them as more news, about which you can do nothing.
De acuerdo con el crítico estadounidense, hubo una época (allá por el siglo XIX) en la que la información de las noticias ayudaba a las personas a conducirse en la vida, pues era lo que el público demandaba. Actualmente sucede lo contrario: nos vemos en la necesidad de inventar usos para toda la información inane de la que disponemos. Y ocurre que los mejores usos que hemos encontrado para ello han sido dos. El primero, señalado por Postman, el entretenimiento: crucigramas, concursos de radio y de televisión, el Trivial Pursuit, y otros juegos y pruebas destinados a medir nuestro acervo de hechos y datos. El segundo, añado yo, satisfacer nuestra curiosidad superficial acerca del mundo y hacernos creer que somos cultos.

Imaginen que su coche mostrara en el cuadro de mandos toda la información (velocidad, temperatura,  emisora de radio, alarmas) de todos los coches de la carretera. Sería absurdo pero probablemente sea seguro decir que esa es la situación que vivimos actualmente respecto a las noticias. Diariamente llega a nuestras cabezas (a través de la prensa, la televisión e internet) un fárrago de conflictos, declaraciones, cadáveres, anécdotas y otros hechos brutos, inconexos e irrelevantes, que mezclan lo trivial con lo importante en secuencias sin transición, lo cual no puede sino acentuar la desorganizada imagen que nos hacemos del mundo, máxime cuando ni siquiera podemos detenernos a reflexionar, ya que el flujo no cesa. Y total, para que no podamos hacer nada salvo, a lo sumo, discutir en el café o en las redes sociales.

Pues qué bien.

lunes, 27 de noviembre de 2017

Pues qué bien (I)

Siempre que leo un libro anoto los datos que me resultan curiosos, las anécdotas interesantes y cualquier cosa graciosa. Es de esa colección de donde salen los contenidos de artículos como el de la semana pasada. Por qué lo guardo y por qué se lo hago llegar, no estoy seguro de saberlo. Seguramente a muy poca gente le interese saber que los osos tienen (durante su hibernación) altos niveles de colesterol, tanto del «malo» como del «bueno», y que las enfermedades cardíacas son poco frecuentes en los plantígrados. De hecho, la reacción más entusiasta de quien acaba de conocer este hecho probablemente sea encogerse de hombros y murmurar para sí «pues qué bien». Pero a mí me encantó saberlo.

Foto de Victor Carreon
Que yo recuerde siempre he sido así, aficionado a pequeñas píldoras de conocimiento sin utilidad práctica. Uno de mis blogs favoritos de la década anterior era curiosoperoinutil.com, un entretenido rincón donde se publicaban explicaciones científicas a hechos cotidianos (por ejemplo: ¿por qué la ropa mojada transparenta?) y datos curiosos en abundancia. Similar en espíritu pero más actual es pictoline.com, donde la información se presenta de forma visual para una digestión más fácil. En ambos casos, como les digo, se trata de información inútil para la vida diaria. Saber por el mero placer de saber.

Ahora bien, recordar datos, hechos y explicaciones no equivale automáticamente a conocimiento. Consideremos el caso de los datos, esto es, las cifras crudas. Es costumbre periodística presentar informaciones (especialmente numéricas, aunque no necesariamente limitadas a este tipo) cuya precisión y veracidad no quieren decir nada relevante. Josu Mezo, el autor de Malaprensa, llama a esto anecdatos:

Uno de los peligros que acechan al periodista es el de dar a las anécdotas mayor trascendencia de la que tienen. Los fenómenos sociales, como los naturales, no siguen ritmos absolutamente regulares, sino que tienen rachas, o bandazos, periodos más o menos cortos en los que se acumulan casos de un determinado fenómeno, o por el contrario, escasean esos mismos casos, sin que haya ningún motivo particular que lo explique. Desgraciadamente, no es infrecuente que un sólo evento espectacular, o una pequeña racha sea tratada en los medios como si reflejara algún tipo de tendencia, sin reconocer que se trata de una simple anécdota.
La manifestación más habitual de los anecdatos son números absolutos pequeños que se comparan solo con el año anterior. Esto lleva a inferencias erróneas porque, como escribe Mezo, las cifras pueden oscilar considerablemente por mero azar. Si, pongamos por caso, el año pasado hubo cuarenta casos de lo que sea y este año solo ha habido cuarenta, sostener que hay una tendencia a la baja sería una afirmación demasiado atrevida (y probablemente incorrecta).

Los datos sin contexto son una de las formas más fáciles de mentir con estadísticas. Consideremos, verbigracia, aquel estudio que encontró miles de bacterias en los teclados de una universidad. ¿Significa eso que deberíamos empezar a teclear con guantes de látex? Sin ser experto en enfermedades infecciosas creo que, a menos que tengan un sistema inmune deprimido y se dediquen a lamer el teclado y comerse lo que sale de él cuando se agita boca abajo, están a salvo. Lo que quiero decir es que el número de bacterias por sí mismo puede ser cierto pero irrelevante, pues lo que nos importa realmente es saber qué riesgo para la salud supone un teclado lleno de microbios, y eso depende también (por lo que yo sé) del tipo de bacteria y de la facilidad que tenga de abrirse paso en nuestro organismo. Quizá se entienda mejor con un ejemplo a modo de broma: da igual cuántos millones de bacterias mortales moren en el teclado de ese compañero de oficina que dedica su jornada a tomar café, pues no tendrán la oportunidad de subirse al huésped.

Otro ejemplo de datos sin contexto. Es un hecho que hubo más víctimas mortales en accidentes aéreos en 2014 que en 1960. ¿Significa eso que volar es cada vez menos seguro? Como ya sabrán, para responder a eso debemos considerar también el número de vuelos que tuvieron lugar cada año, el número de kilómetros recorridos por cada aeronave, el número de viajeros, etcétera. En este caso lo que necesitamos son proporciones, no números desnudos:

Calculating proportions rather than actual numbers often helps to provide the true frame. [...] News reports showed that 2014 was one of the deadliest years for plane crashes: 22 accidents resulted in 992 fatalities. But flying is actually safer now than it has ever been. Because there are so many more flights today than ever before, the 992 fatalities represent a dramatic decline in the number of deaths per million passengers (or per million miles flown). On any single flight on a major airline, the chances are about 1 in 5 million that you’ll be killed, making it more likely that you’ll be killed doing just about anything else—walking across the street, eating food (death by choking or unintentional poisoning is about 1,000 times more likely). The baseline for comparison is very important here. These statistics are spread out over a year—a year of airline travel, a year of eating and then either choking or being poisoned. We could change the baseline and look at each hour of the activities, and this would change the statistic.
Número de muertes o heridos, personas infectadas, empleos creados o destruidos, días de espera para ser operado, hectáreas quemadas en incendios... todos los datos necesitan ser comparados (con otras poblaciones, con otros años, con otros números totales) para ser comprendidos.

Los datos sin contexto pueden llevarnos a conclusiones equivocadas. ¿Puede ocurrir lo mismo con otras informaciones? ¿Es posible hacer deducciones erróneas a partir de hechos ciertos? Ustedes ya saben que sí. De hecho, es una de las herramientas clásicas de la propaganda política: airear los logros y esconder los errores para generar una opinión favorable hacia nosotros y hacer lo opuesto para crear rechazo hacia el contrario. O mostrar datos y hechos simplemente para centrar la conversación en lo que nos interesa, a sabiendas de que lo que vemos es todo lo que hay.

Esto es tan conocido que no requiere mayor comentario. Sencillamente viene a confirmar que, para obtener conocimiento, necesitamos no solo la información en sí, sino también el contexto adecuado para procesarla.

Continuará.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Más curiosidades

Hace más de un año que no publicamos un artículo con datos curiosos pero inútiles, de esos que solo pueden servir para dar conversación, resolver un crucigrama o ganar un quesito en el Trivial Pursuit. Trataré hoy de pagar esa deuda mediante las píldoras correspondientes en los párrafos que siguen.

Imagen de Roy Blumenthal

  • Originalmente, el aeropuerto George Bush de Houston tenía la recogida de equipaje situada al lado de las puertas de embarque. Después de que muchos pasajeros se quejaran de lo mucho que tardaban en recoger sus maletas las cintas transportadoras fueron alejadas del punto de llegada de los viajeros, de manera que estos tuvieran que andar unos minutos antes de poder recoger sus bártulos. Esto hizo que las quejas disminuyeran enormemente pues la gente percibía ahora el tiempo de espera como menor. [Fuente]

  • En Estados Unidos, un gramo de cocaína pura cuesta prácticamente lo mismo que hace dos décadas (alrededor de ciento ochenta dólares) a pesar de la destrucción anual de casi el cincuenta por ciento de las plantaciones de coca. Ello se debe en parte a las mejoras en la producción: mientras que anteriormente se necesitaba una hectárea de tierra en Colombia para producir 4,7 kilos de cocaína pura, actualmente se estima que la misma cantidad de terreno puede producir más de 7,7 kilos (un sesenta por ciento más). [Fuente]

  • Durante la navidad de 1981 las fuerzas de la ley de Estados Unidos interceptaron un avión sobre el cielo de Florida que portaba más de novecientos kilos de cocaína. Los traficantes arrojaron su carga al mar, parte de la cual fue encontrada más tarde flotando en las aguas del Golfo de Méjico por unos pescadores. Aquello les dio una idea a los narcotraficantes: en lugar de descargar la mercancía en el aeropuerto la lanzarían al mar para que fuera recogida más tarde por botes. Así, comenzaron a investigar las corrientes marítimas y a hacer envíos de prueba en las Bahamas, utilizando harina en lugar de cocaína. De esta manera pudieron perfeccionar el arte de envolver la mercancía de tal forma que no se rompiera al golpear la superficie del agua. [Fuente]

  • En octubre de 1982, Felipe González ganó las eleciones generales y fue elegido presidente de España. La celebración tuvo lugar en el hotel Palace de la capital y a ella acudió el conocido narcotraficante Pablo Escobar en nombre de la Cámara de Representantes de Colombia. [Fuente]

  • La fricción con el aire de un coche de Fórmula Uno es tan alta que el mero hecho de levantar el pie del acelerador genera la misma fuerza de desaceleración que una frenada de emergencia realizada en un Porsche 911 a toda marcha (alrededor de 1G). [Fuente]

  • En la salida de una carrera de Fórmula Uno los conductores tratan de reaccionar lo más rápido posible al apagado de las luces rojas que da inicio al gran premio. Para evitar que ningún competidor pueda anticiparse las luces no se apagan siempre en el mismo momento, sino tras un intervalo de tiempo aleatorio de hasta cinco segundos. [Fuente]

  • Los beneficios económicos de la Fórmula 1 provienen de fuentes diversas: derechos televisivos, patrocinadores, etcétera. La mitad de dichos beneficios va a parar a los bolsillos del Formula One Group y sus accionistas, y la otra mitad se distribuye entre los equipos participantes. Cuantos más puntos gana un equipo en el campeonato, más puntos recibe. Empero, esa no es la única regla vigente, ya que hay también acuerdos individuales. Así, en 2016 el equipo Ferrari obtuvo más dinero que Mercedes a pesar de que este último ganó el campeonato del mundo de constructores. Ello se debió a que Ferrari recibe un «pago Ferrari» mientras que equipos como Mercedes y Williams deben contentarse con un «pago histórico» de menor cuantía. [Fuente]

  • Solemos reírnos más por la tarde y por la noche, una tendencia más marcada entre los jóvenes. Las mujeres suelen reírse menos a medida que envejecen, pero no los hombres. Por otra parte, las mujeres se ríen más durante una conversación. Según un estudio del psicólogo Robert Provine, las mujeres que hablan con otras mujeres ríen el doble que los hombres hablando con otros hombres, y también se ríen más en conversaciones mixtas. [Fuente]

  • La principal fuente de financiación de los equipos de las grandes ligas europeas es el endeudamiento, que puede llegar a suponer más del ochenta y uno por ciento de los recursos financieros. Muy pocos clubes resultan rentables, y la gran mayoría son deficitarios a pesar de ser sociedades anónimas. Las deudas no solo se contraen para financiar costosos fichajes sino también para paliar el propio déficit, es decir, para pagar deudas viejas. [Fuente]

  • En Google, la búsqueda «sexless marriage» es tres veces y media más frecuente que «unhappy marriage» y ocho veces más común que «loveless marriage». [Fuente]

  • Las barras de progreso de las interfaces gráficas actuales fueron inventadas por Brad A. Myers en 1985 [Fuente]. Myers presentó su creación («percent-done progress indicators») en una conferencia dedicada a la interacción humana con los ordenadores. En su investigación pidió a cuarenta y ocho estudiantes que hicieran búsquedas en una base de datos y calificaran su experiencia. El sesenta y ocho por ciento de los encuestados dijeron que les gustaban aquellas barras, incluso aunque no fueran precisas: preferían ver una barra a no ver nada. [Fuente]

lunes, 6 de noviembre de 2017

El infierno

A veces encuentras perlas de sabiduría cuando menos te lo esperas. Por ejemplo, estás viendo un programa de humor sobre la convivencia y el actor y guionista conocido como Ignatius Farray dice:

Me parece que lo contrario de vivir no es morir; lo contrario de vivir es convivir. [...] Si estás solo es el tedio, si estás con gente es el sufrimiento. Ninguna de las dos opciones vale. O sea, no estamos equipados para la felicidad.
Para quienes carecemos de habilidades sociales la convivencia es, efectivamente, sufrimiento. A este respecto, el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre es bien conocido por su afirmación «el infierno son los otros» (L'enfer, c'est les autres). Su filosofía y su obra literaria tratan con cinismo las relaciones interpersonales:

Sartre subraya la ansiedad que nos provoca la relación con los demás y la manera en que ésta puede coartar la autonomía del individuo. Si bien considera las relaciones sociales como enormes fuentes de conflicto y preocupación, Sartre destaca igualmente el hecho de que resultan esenciales para nuestro ser.
[...] Sartre destaca cómo los otros con frecuencia nos irritan y estorban, y afirma que las relaciones existentes entre los individuos son relaciones esencialmente “conflictivas”.
Foto de Kent Barrett
Su obra de teatro A puerta cerrada ilustra el lado oscuro de las relaciones personales. El personaje de Garcin es ejecutado por desertor y va al infierno. Allí descubre con asombro que dicho lugar nada tiene que ver con la imagen estereotipada de fuego y azufre. En lugar de ello, se trata simplemente de una habitación cerrada, sin ventanas y apenas decorada. Dos mujeres, Inés y Estelle, entran más tarde a la habitación. Ninguno de los tres puede dormir ni pestañear. No hay escapatoria ni descanso: se sienten los unos a los otros continuamente. Nadie es torturado y, aún así, todos sufren. La obra refleja que «la existencia es un infierno y el hecho de que haya que compartirla con otros es lo que la hace infernal».

De acuerdo con el análisis de Jennifer L. McMahon al que pertenece la cita anterior, Sartre ofrece tres motivos por los que los demás despiertan en nosotros sentimientos negativos. El primero es que las personas representan obstáculos potenciales para nuestra libertad (ibídem McMahon):

Según Sartre, sin la intromisión de los otros, el individuo está naturalmente inmerso en la existencia, en particular en la tarea de obtener aquellos objetos del entorno que desea y necesita. Más que pensar en su experiencia, está embebido en ella, por lo que actúa sin reflexionar. La aparición del otro, como explica el filósofo, saca al individuo de este estado original en el que está absorto. Y la aparición del otro no sólo resulta sorpresiva, sino también amenazante. Y los otros resultan una amenaza porque en la vida los individuos deben procurarse los recursos pertinentes para su supervivencia. Y debido a que no existe una cantidad infinita de los recursos por los que luchamos para sobrevivir y satisfacernos, los otros, esencialmente, nos resultan competencia, son competidores más que colaboradores nuestros.
La segunda razón es que los demás tienden a reducirnos a la condición de objetos en el sentido más básico de la palabra, esto es, una amalgama de carne y hueso. Eso choca con la forma en que nos vemos a nosotros mismos, más como una mente que como un cuerpo. Sería poco controvertido decir que preferimos que los demás nos consideren como seres pensantes y sensibles antes que como entidades físicas, pero la mayor parte de esa masa que llamamos «la gente» no está por la labor de darnos el gusto (ibídem McMahon):

Gracias a sus miradas y sus observaciones verbales, la gente nos recuerda —con frecuencia de manera hiriente— que somos seres tangibles, por ejemplo cuando critican nuestro peso, cuando opinan sobre nuestra estatura o miran con desaprobación la forma en que vestimos. (Dosificamos a la gente, en esencia, porque no tenemos —no podemos tener— la experiencia de sus mentes y sólo podemos percibirlos e interactuar con ellos, ante todo, como objetos. Y el hecho de ser un objeto es inquietante porque, saberse una cosa concreta, limita claramente la libertad que se tiene de ser o de hacer cualquier cosa y es característico de la conciencia humana el resistirse a todo tipo de limitación impuesta desde fuera.
La tercera razón que da Sartre es que los otros nos privan de nuestro sentido de dominio y primacía. No nos gustan quienes tienen creencias, valores y costumbres radicalmente diferentes de las nuestras. Tampoco nos gusta que se resistan a que obtengamos algún beneficio de ellos (no hay más que pensar en la cantidad de veces que criticamos el egoísmo de los demás). Los otros son desquiciantes de la misma forma que lo es ese hijo rebelde que nunca obedece.

Sartre reconoce que, a pesar del sufrimiento que nos generan, necesitamos a los demás. Nos hacen falta para desarrollarnos física y psíquicamente, para hacer florecer nuestro repertorio emocional, nuestra moral, nuestra identidad y nuestro lenguaje (ibídem McMahon):

[L]os seres humanos necesitan de los otros, no sólo en el evidente sentido físico, sino también en el sentido psicológico, de formas más sutiles, mas no por ello no menos importantes. Mientras que los demás generan ansiedad, también definen quiénes somos. Desde la infancia hasta la muerte, nuestras relaciones con los demás forman nuestra personalidad y ayudan a determinar el verdadero potencial que tenemos como individuos. Aún cuando los demás pueden hacernos rabiar, aprovecharse de nosotros e incluso ponernos en peligro, son también esenciales para nuestro ser. Nos ayudan a vernos tal cual somos y ese es un esfuerzo que, aunque a veces atroz, de hecho aumenta nuestra libertad al hacernos más conscientes. Sirviéndose de una metáfora médica, Sartre afirma que el mundo está “infectado” por los otros.
También necesitamos a los otros, añado yo, para alcanzar muchos de nuestros objetivos, dado el entrelazamiento de las actividades humanas en el mundo moderno. Como dijo el anterior presidente de los Estados Unidos Barack Obama en uno de sus discursos:

If you were successful, somebody along the line gave you some help. There was a great teacher somewhere in your life. Somebody helped to create this unbelievable American system that we have that allowed you to thrive. Somebody invested in roads and bridges. If you've got a business – you didn't build that. Somebody else made that happen. The Internet didn't get invented on its own. Government research created the Internet so that all the companies could make money off the Internet.

The point is, is that when we succeed, we succeed because of our individual initiative, but also because we do things together. There are some things, just like fighting fires, we don't do on our own. I mean, imagine if everybody had their own fire service. That would be a hard way to organize fighting fires.
No podemos olvidar tampoco que, como suele decirse, somos animales sociales. Se cree que la oxitocina y las neuronas espejo (cuya existencia está en entredicho, dicho sea de paso) son productos de la evolución para sostener y facilitar la coordinación y la cooperación de un grupo. También existen en nuestro interior circuitos de recompensa que se activan cuando nos relacionamos con otros seres humanos. Quienes mejor entienden esto son las personas extrovertidas, aquellas que segregan dopamina a raudales cuando están rodeadas de amigos. Hay amplia literatura psicológica respecto a cómo nuestras relaciones sociales influyen en nuestra felicidad. Por tanto, los otros son tanto el infierno como el cielo.

Si el infierno son los otros quizá las redes sociales y los sistemas de mensajería instantánea sean la negra barca de Caronte. Por un lado, facilitar las interacciones sociales aumenta las probabilidades de conflicto (¿alguien ha dicho Twitter?). Por otro, si bien es cierto que como individuos necesitamos la atención de los demás e interactuar con ellos, la observación constante de nuestra persona que es posible actualmente equivale a la situación en la que se encontraban los personajes de la obra de Sartre, aquella en la que no podemos escapar del escrutinio ajeno.

Tengamos en cuenta además, que, de media, la gente tiene más amigos en Facebook que en el mundo físico. Las listas de «amigos» en dicha red social tienden a estar pobladas de simples conocidos (antiguos compañeros de clase o de trabajo, amigos de la infancia a los que no hemos vuelto a ver, amigos de amigos de amigos con los que coincidimos un día en una fiesta). De acuerdo con Seth Stephens-Davidowitz, esas personas son las que más probablemente tengan puntos de vista diferentes a los nuestros. En otras palabras: la mayor parte de nuestros followers y contactos de Facebook son a nosotros lo que Inés y Estelle son a Garcin.

Afortunadamente, la participación en las redes sociales es, por ahora, voluntaria. Hasta que llegue el momento, mucho me temo, en que la presión social nos obligue a entrar en ese infierno virtual, so pena de ser tildados de raritos.

lunes, 30 de octubre de 2017

El contrato de Ulises

Si les hablo de Circe, la diosa hechicera que habitaba en la isla de Eea, quizá no sepan a qué me refiero, pero si cito el consejo que le dio a un héroe de la mitología griega estoy seguro de que reconocerán inmediatamente obra, autor y argumento:

Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía.
Se trata, como habrán reconocido sin duda, del célebre pasaje de La Odisea en el que Ulises logra oír el canto de las sirenas sin sucumbir a sus encantos:

Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera, pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida, y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil, sujetaron a éste las amarras, y, sentándose, batían el canoso mar con los remos. Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto [...] Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.
Las sirenas y Ulises, por William Etty (1837)
Avancemos rápidamente unos cuantos siglos y arribemos a un capítulo de la serie de televisión Alf (¡ha vuelto!¡Y en forma de chapa!) que todavía recuerdo, en el que el visitante del planeta Melmac le pide a Willie que lo encierre en una jaula. La razón es que cada setenta y cinco años Alf sufre un día de extrañas transformaciones psicológicas que esta vez lo llevará a hacer cualquier cosa con tal de comerse al gato de la familia. Así que lo encierran en una caja reforzada tal como pide el extraterrestre pero, cuando empieza a transformarse, Alf logra engañar al hijo de la familia para que le abra la puerta y así escapar.

Se conoce como contrato de Ulises a todo acuerdo por el cual nos ponemos barreras para no caer en tentaciones futuras. Por ejemplo: no comprar dulces para no tener nada en casa con lo que pecar cuando estamos a dieta, ir con alguien al gimnasio para que la presión social evite que nos saltemos citas, programar transferencias automáticas a otra cuenta para obligarnos a ahorrar, ir a estudiar a la biblioteca para evitar distracciones, no llevar dinero en efectivo encima para no gastarlo en tonterías, etcétera, etcétera.

A menudo no logramos nuestros objetivos porque nuestra voluntad es débil y carecemos de autocontrol. Por mucho que digan los escritores de autoayuda, «querer» no equivale a «poder». Asumir este hecho sobre la naturaleza humana y obrar en consecuencia es más eficaz que confiar en que, esta vez sí, el lunes seremos fuertes y dejaremos de fumar, haremos dieta estricta o no faltaremos al gimnasio. El contrato de Ulises funciona negándonos la oportunidad de elegir, es decir, limitando nuestro libre albedrío.

El problema con los contratos de Ulises es que, con frecuencia, tan fácil se firman como se cancelan. El sistema ideal, aquel en el que otras personas están físicamente presentes para evitar que nos abandonemos a nuestros vicios, es poco práctico. Aun cuando estén ahí, siempre podemos hacer como Alf y recurrir a la persuasión para que nos dejen violar el acuerdo. Esto es algo que aprendemos a hacer ya en la infancia, como muy bien sabe cualquier padre al que su cachorro trata de convencer para que le compre una chuchería. Además, siendo adultos es difícil encontrar a alguien con quien se tenga tanta confianza como para firmar un contrato de este tipo pero que sea lo suficientemente frío y duro con nosotros como para no dejar que lo incumplamos. Por eso la solución de Ulises era tan buena: al tapar los oídos de sus marineros no solo estos se libraban de ser encantados por las sirenas, sino que también podían bajar la cabeza y seguir remando sin ser engañados por Ulises para cambiar el rumbo.

Este problema de la persuasión es, claro está, más grave cuando nosotros mismos somos juez y parte. Al fin y al cabo, si tuviésemos la capacidad de conducirnos por ciertas reglas autoimpuestas sin recurrir a restricciones externas entonces no tendríamos problemas para lograr nuestros objetivos y, por lo tanto, no necesitaríamos ningún contrato de este tipo; bastaría con proponernos algo. Cuando negociamos con nosotros mismos, lo más probable es que acabemos cediendo a nuestra sinvergonzonería.

Hasta ahora hemos hablado de los contratos de Ulises como algo personal pero se pueden extender a la sociedad en su conjunto. Hay ocasiones en que la ciudadanía asume que la carne es débil y que ciertos comportamientos es mejor no dejarlos al criterio de cada uno, como cuando se prohíbe conducir estando ebrio. La discusión sobre la ética de tales leyes la dejaré a un lado, pues es ajena al tema central de nuestra disquisición, esto es, el contrato en sí mismo.

Consideremos, a este respecto, el caso de las constituciones, las cuales recogen las leyes fundamentales que fijan la organización política de un estado y establecen los derechos y obligaciones básicas de los ciudadanos. En ellas se pueden encontrar contratos de Ulises aplicables a todos los habitantes del país. Por ejemplo, hay países (España, Estados Unidos) que establecen una separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). La razón, como vimos en su momento a través de las palabras de James Madison, es que si los ciudadanos fuéramos ángeles no haría falta gobierno alguno, pero como no lo somos nos vemos obligados a poner a algunos de estos seres imperfectos al mando, a sabiendas de que su moral es frágil y, por ello, la única forma de limitar los malos comportamientos es repartiendo el poder y las responsabilidades, de forma que las ambiciones de algunos limiten las de otros.

Los contratos de Ulises que se convierten en leyes presentan un problema que no es tan evidente cuando lo suscribe una sola persona. Supongamos, por ejemplo, que nuestro país sale de una larga dictadura y quiere comenzar su etapa democrática. Supongamos además que la sociedad está muy dividida y no habría un claro ganador en unas hipotéticas elecciones con un sistema proporcional. En esa situación los conductores del país podrían diseñar un sistema electoral que resultara en dos opciones que sobresalieran por encima del resto con el objetivo de «garantizar la gobernabilidad» (signifique eso lo que signifique). Para estabilizar el sistema deciden, además, que cualquier cambio en las reglas requiera un consenso mucho mayor que una mayoría simple.

Supongamos finalmente que, décadas después, el sistema bipartidista haya degenerado en una burla por la cual los dos partidos mayoritarios se dedican a alternarse el poder con cómoda complacencia, sabedores de que cada bando tendrá su turno para llevarse los mortadelos sin miedo a que un tercer partido pueda plantarles cara. Los creadores del sistema electoral hace tiempo que murieron pero el país sufre ahora por las normas que implantaron en su momento y que no se pueden cambiar fácilmente. A esta consecuencia de las constituciones se le llama el problema de la mano muerta:

Thomas Jefferson once opined to his friend James Madison that “the earth belongs in usufruct to the living” and “the dead have neither powers nor rights over it.” These observations underlie the so-called “dead hand” problem of constitutional theory. The problem is this: Why should we the living generation of the present be governed by the constitutional dictates of dead people from the past? What gives those people the authority to rule us from the grave?

To Jefferson, these questions were unanswerable: The dead, on his view, had no right to rule from the grave, which in turn meant that “no society can make a perpetual constitution, or even a perpetual law.” But that conclusion raised a further question of its own: namely, how should we the people of the present design a constitutional system that defuses the threat of dead-hand rule down the road
Para Thomas Jefferson, la solución a este problema era hacer que las leyes y las constituciones caducaran cada diecinueve años, de manera que cada nueva generación pudiera elegir un nuevo orden constitucional para sí misma. Esto tiene sentido dado que la tecnología avanza, las sociedades cambian, y las reglas que eran lógicas en algún momento del pasado puede que no lo sean más.

Sin embargo, cuando adquirimos la prerrogativa de cambiar la constitución según nuestro parecer nos encontramos en la misma situación que esa persona que negocia consigo misma ante la tentación, esto es, deja de haber barreras reales. Así, es este poder discrecional el que permite que un gobernante pueda, en determinado momento, eliminar el límite de ocho años de mandato para poder seguir ocupando el poder, o cambiar leyes a su antojo para perjudicar a sus enemigos políticos, o modificar el sistema electoral para establecer una dictadura de facto.

Un buen contrato de Ulises no solo hace que no podamos caer en la tentación, sino que también nos obliga a permanecer fieles al contrato, sin posibilidad de defección (recordemos las palabras de Circe: «caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía»). Por desgracia, esto lleva consigo el sometimiento a unas reglas que quizá ya no tengan sentido. Si, para evitar esto, nos permitirnos modificar o cancelar el contrato, entonces es como si este no existiera y cederemos a nuestros oscuros apetitos. Pero ¿quién se atreve a limitar su libre albedrío sin tener la oportunidad de cambiar de opinión más adelante? Al fin y al cabo, nuestro yo del presente carece de cierta información sobre el devenir que solo poseerá nuestro yo futuro. Eso significa que nuestro yo futuro estará (teóricamente) en una posición mejor para decidir, pero no podemos fiarnos de él porque es la misma criatura viciosa que hoy necesita firmar un contrato Ulises para lograr un objetivo. Los problemas son inevitables.

Personalmente, opino que siempre que se introduce en una ley la posibilidad de que alguien (un juez, un político, un árbitro) cambie su aplicación según un criterio personal hay más perjuicios que beneficios, pues es a través de esas rendijas por donde nuestras carencias de carácter hacen sus estragos. Pongamos por caso que hay una ley que prohíbe edificar en terrenos que antes eran bosques pero ahora son un solar debido a un incendio. Alguien decide que esa ley es demasiado rígida y la cambia para que no se pueda construir a no ser que el proyecto se considere «de interés público». Como la calificación de «interés público» la otorga un humano sobornable la ley queda, efectivamente, en suspenso, y quienes pueden sacar tajada del fuego desempolvan su material incendiario.

En nuestra vida diaria, supongo que depende de la naturaleza del contrato y de las consecuencias que tenga su incumplimiento, así como del grado de incertidumbre sobre el resultado final. Un sólido contrato de Ulises para dejar de fumar es, a todas luces, una buena idea, mientras que uno que nos lleve a trabajar noventa horas semanales sin garantías de alcanzar la meta seguramente requiera fijar alguna regla que nos diga cuándo hemos de abandonar, o acabaremos gastando demasiado tiempo y energía para nada.

En Ulysses and the Sirens: A theory of imperfect rationality, el teórico social y político de origen noruego Jon Elster afirmó:

A full characteristic of what it means to be human should include at least three features: Man can be rational, in the sense of deliberatively sacrificing present gratification for future gratification. Man often is not rational, and rather exhibits weakness of will. Even when not rational, man knows that he is irrational and binds himself to protect himself against the irrationality. This second-best or imperfect rationality takes care of both reason and of passion.What is lost perhaps, is the sense of adventure.
Su argumento era que Ulises no era del todo racional, pues en ese caso no habría necesitado atarse al mástil, ni completamente irracional, pues no se abandonó a sus deseos. En lugar de eso, utilizó el consejo de Circe para lograr por medios indirectos el mismo resultado que una persona completamente racional podría haber logrado de manera directa. En la batalla que libran nuestras pasiones y nuestros intereses, parece que esta racionalidad subóptima es lo máximo a lo que podemos aspirar.

lunes, 23 de octubre de 2017

El jefe

Probablemente hayan oído la frase «la gente no deja su trabajo, deja a su jefe». Es difícil saber hasta qué punto eso es cierto dada la cantidad de estresores que hay en el entorno laboral (carga de trabajo, exigencia, repetitividad, ritmo, rol, grado de seguridad y autonomía, responsabilidad, etcétera) y cómo estos afectan a cada persona según sus factores individuales (tipo de personalidad, destrezas, experiencia, aspiraciones, expectativas y valores). Mas aun cuando no podamos llegar a saber el grado exacto en el que nuestros superiores son la causa de nuestro cambio de aires, que su influencia no es magra es algo tan obvio que nadie lo ha dejado de advertir.

Like A Boss - The Lonely Island
Yo puedo considerarme afortunado en la medida en que he tenido más jefes buenos que malos. Es más, he tenido la suerte de trabajar para jefes muy, muy buenos, algunos de los cuales han escrito sus consejos en este blog. Por desgracia, la buena ventura no puede durar siempre, y de un tiempo a esta parte toca añorar épocas más felices. Compañeros de distintos departamentos me acompañan en esta nueva realidad, conforme los mejores mandos han ido desfilando en busca de pastos más verdes y no han podido ser reemplazados ascendiendo a algún soldado raso (lo habitual hasta el momento), pues estos también han estado desertando en masa. Así, en los últimos tiempos ha habido que incorporar a jefes nuevos sin ninguna relación previa con la compañía y, por lo tanto, sin garantías.

Hace tan solo unos días interrogaba a un colega sobre su nuevo superior y me decía: «Luciano [llamemos así a su antiguo encargado], era un líder; este es un jefe». Un jefe que, para más inri, está más cerca del escalón más bajo de la clasificación de mi compañero («el Hitler») que del más alto. Así que no creo que transcurra mucho tiempo antes de que recibamos en nuestros buzones de correo otro mensaje de despedida.

Es fácil distinguir a cada uno de los tres tipos mencionados. El líder es aquella persona con capacidad para guiar a otros, alguien que moviliza a los demás para alcanzar ciertos objetivos a través de la inspiración en lugar de ejercer su poder sobre ellos. Al jefe y al dictador, por el contrario, se les obedece porque cuentan con la autoridad estatuaria. El líder convence e implica; el jefe y el dictador mandan. Al líder se le sigue porque se le respeta y se confía en él; al jefe y al dictador se les obedece porque no queda otra. De aquí en adelante, permítaseme centrarme en la figura del jefe, aquel que no es tan bueno como para ser líder ni tan malo como para merecer ser golpeado en el rostro repetidamente.

Me he dado cuenta de algo: los buenos jefes miran hacia abajo, mientras que los malos jefes miran hacia arriba. Con esto quiero decir que los malos jefes están más preocupados de lo que sus superiores opinan de ellos que de sus subordinados. Son esos mandos que tienden a relacionarse casi en exclusiva con otros de su mismo rango o superior, aquellos que se preocupan más por hacer política que por gestionar a su equipo. Los buenos jefes, por el contrario, dedican todo el tiempo que pueden a los subalternos y al equipo en su conjunto, preocupándose tanto por las circunstancias individuales de cada uno como por el bien del conjunto.

Los buenos jefes dejan hacer; los malos jefes tratan de controlar el proceso hasta el mínimo detalle (micromanaging, lo llaman). Los buenos jefes hacen de paraguas para sus empleados, aislándolos del ruido para que puedan centrarse en lo que importa. Los malos jefes son invisibles (es como si no existieran): dependen de sus subordinados para saber qué está pasando y no toman decisiones. Los buenos jefes otorgan el mérito a quien se lo merece; los malos jefes se apropian de todos los éxitos de su equipo. Los buenos jefes escuchan a sus subordinados; los malos imponen su criterio apelando a su autoridad.

Cuando toca evaluar a su gente, los malos jefes se centran en lo que falta: «no has hecho esto», «falta esto otro», «no has logrado aquello», «no has cumplido este objetivo». Los buenos jefes, por su parte, enfatizan los logros y consideran las circunstancias que han podido impedir el éxito completo. En mi sector suele ocurrir que los que son malos técnicamente son los que se dedican a las tareas de gestión. Eso hace que, a menudo, los malos jefes no sean capaces de valorar las consecuciones de su personal ya que ignoran la dificultad, el esfuerzo y la complejidad del problema, pues ellos mismos nunca se enfrentaron a nada similar. Hay otros, en cambio, que pasaron mucho tiempo en la trinchera y saben de primera mano de qué va la vaina, de manera que pueden evaluar el rendimiento de forma más justa.

En cuanto a resultados, al menos en la empresa para la que trabajo se da la circunstancia de que los malos jefes no cumplen los objetivos anuales, con independencia del ciclo económico vigente. Obviamente, es un dato anecdótico dado lo reducido de la muestra, pero no es descabellado argumentar que los buenos jefes sacan el mejor partido posible de los trabajadores, lo que se traduce en mejores resultados para la empresa (los cuales serán más o menos significativos dependiendo de muchos factores que no tienen nada que ver con la base de la pirámide).

Finalmente, los buenos jefes tratan de ser cada vez mejores capitanes de la nave. Por contra, los malos jefes se siente satisfechos de sí mismos y ni siquiera se plantean consultar la literatura o solicitar información de aquellos a quienes ordenan para saber cómo pueden mejorar.

Como empleado siempre preferiré trabajar para un líder que se interese por lo que hago y lo valore adecuadamente, que atienda a razones, que tenga en cuenta y se adapte a mi personalidad, que me deje hacer y que no avasalle. Sin embargo, pienso que, desde el punto de vista de la empresa, la presencia de un dictador o cirujano de hierro puede estar justificada. Sirva como ejemplo el caso de Amazon, que pasó de ser una compañía de venta de libros a una empresa puntera en servicios de infraestructura como servicio (IaaS, por sus siglas en inglés):

As Yegge's recalls that one day Jeff Bezos issued a mandate, sometime back around 2002 (give or take a year):
  • All teams will henceforth expose their data and functionality through service interfaces.
  • Teams must communicate with each other through these interfaces.
  • There will be no other form of inter-process communication allowed: no direct linking, no direct reads of another team’s data store, no shared-memory model, no back-doors whatsoever. The only communication allowed is via service interface calls over the network.
  • It doesn’t matter what technology they use.
  • All service interfaces, without exception, must be designed from the ground up to be externalizable. That is to say, the team must plan and design to be able to expose the interface to developers in the outside world. No exceptions.

The mandate closed with:
Anyone who doesn’t do this will be fired. Thank you; have a nice day!
Everyone got to work and over the next couple of years, Amazon transformed itself, internally into a service-oriented architecture (SOA), learning a tremendous amount along the way.
Steve Jobs, Bill Gates, Jeff Bezos, Elon Musk... todos ellos son conocidos tanto por su éxito como por su tiranía. Como siempre, tengamos presente que correlación no implica causalidad. Quizá sea posible alcanzar las cotas más altas sin necesidad de ser un dictador. O quizá el éxito exagerado, además de una suerte desmesurada, requiera personalidades exageradas. Sea como sea, no es buena idea guiarse por los casos excepcionales.

Es mi opinión que la calidad de un jefe tiene mucho que ver con la personalidad. Eso podría explicar por qué los buenos jefes escasean: hay muy pocas personas realmente inteligentes, virtuosas y de buen carácter en el mundo. A eso hay que añadir el hecho de que, como vimos, el sistema actual tiende a promover a los puestos de dirección a los más incompetentes. Les deseo suerte.

lunes, 9 de octubre de 2017

Sorites

Sorites significa en griego «pila» o «montón». La paradoja que lleva este nombre se atribuye a Eubúlides de Mileto, un contemporáneo de Aristóteles que razonó más o menos así:
Un millón de granos de arena forman un montón. Si quitamos un grano, seguimos teniendo un montón. Lo mismo ocurre si quitamos un segundo grano, y un tercero, etcétera. Grano a grano, no parece haber ningún momento en que el montón deje de serlo. Sin embargo, sabemos perfectamente que un único grano no constituye un montón. ¿En qué momento deja de serlo?
Foto de fdecomite
Esta paradoja nos muestra que no es fácil determinar con nitidez el punto exacto en el que un objeto se convierte en otro cuando el proceso es gradual. ¿Cuántos pelos tiene que perder una persona para que se la considere calva? ¿O cuántos kilos tiene que ganar para que se la califique como gorda? ¿Cuánto tendría que crecer para ser «alta»? ¿Cuánto tendría que ganar más al mes para que pase a ser «rica»? Y así siguiendo.

Es una cuestión que subyace a muchos debates importantes. ¿A partir de qué edad se debe considerar a alguien lo suficientemente maduro como para conducir, beber, votar o ser juzgado como adulto? ¿En qué momento un óvulo fecundado es una persona? ¿En qué punto dejamos de ser esclavos? Lo que podamos aprender estudiando esta paradoja debería ayudarnos a pensar mejor sobre estas cuestiones.

Hay filósofos que sostienen que el argumento de tipo sorites es falso, aduciendo que nuestro conocimiento es imperfecto:

Hay un punto definido de transición, solo que no sabemos dónde. El adjetivo «epistémico» («relativo al conocimiento») se aplica a este enfoque porque considera que nuestra incapacidad de observar una transición nítida se debe simplemente a la imperfección de nuestro conocimiento. La razón de ello es que nuestro poder de discriminación es limitado y debemos admitir márgenes de error.
Sin embargo, como escribe a continuación Michael Clark, esto nos dice que no podemos percibir los puntos de transición, no demuestra que dichos puntos existan (por ejemplo, entre acumulaciones que son montones y acumulaciones que no lo son).

Otra posibilidad epistémica para rechazar la paradoja sorites es argumentar que no existen conceptos vagos como «montón». Esto se puede concluir con el siguiente razonamiento matemático (énfasis en el original):

La paradoja se produce porque el sentido común sugiere que el montón de arena tiene las siguientes propiedades:

1. Dos, tres, cuatro o cinco granos de arena no son un montón de arena.
2. Cien mil granos de arena sí son un montón.
3. Si «n» granos de arena (por ejemplo, 5) no forman un montón, tampoco lo serán (n+1, o sea, 6) granos de arena.
4. Si «n» granos de arena (en este caso, por ejemplo, 100.000) son un montón, también lo serán (n-1, o sea, 99.999) granos de arena.

Por inducción matemática, se comprueba que la tercera propiedad junto con la primera implica que 100.000 granos de arena no forman un montón, contradiciendo la segunda propiedad. De modo análogo, combinando la segunda y la cuarta propiedades se demuestra que dos o tres granos son un montón, contradiciendo la primera propiedad.
No obstante, según Clark, en muchos casos resulta difícil imaginar cómo podríamos adquirir conceptos precisos sin disponer previamente de otros vagos. Este autor pone como ejemplo la temperatura (ibídem Clark):

Si no tuviéramos adjetivos como «caliente», ¿cómo podríamos llegar a comprender el concepto de temperatura? Dos objetos tienen la misma temperatura si uno está igual de caliente que el otro. Los niños no tienen que asimilar el concepto de temperatura antes de aprender la palabra «caliente».
Otra posible solución a la paradoja es declarar que no necesitamos líneas divisorias claras. No hace falta ser absolutamente calvos para ser calvos, ni tener una libertad absoluta para tener una especie de libertad que valga la pena desear. Aquí es donde entran en juego los grados de verdad, una aproximación que reemplaza la lógico de clásica de dos valores (verdadero/falso) por una de valores infinitos. Decir que alguien está gordo o calvo es una afirmación que no será estrictamente verdadera, sino aproximadamente verdadera. ¿Es la Tierra una esfera? No exactamente, pero es aproximadamente verdad que lo es. Así, el término «montón» resulta cada vez más inapropiado a medida que quitamos granos de arena.

Esta línea argumental también tiene problemas. En primer lugar, la idea misma de grados de verdad necesita ser explicada. En segundo lugar, aquellas lógicas que asignan grados numéricos de verdad a las proposiciones son bastante artificiales y tienden a generar consecuencias contraintuitivas. Tercero, estas lógicas no eliminan las transiciones bruscas (sigue habiendo tal transición entre montón y caso límite, y entre caso límite y no montón). Finalmente, la asunción de un conjunto totalmente ordenado de verdades puede ser excesivamente simple. Por ejemplo, no todas las frases del lenguaje natural son comparables en cuanto a su grado de verdad. Consideremos el caso de un concepto como «rojez», que depende de múltiples aspectos (brillo, saturación y tono). Si dos camisetas rojas difieren en varios de esos aspectos ¿cómo podemos ser capaces de decir cuál de los dos es más roja?

Parece que este asunto se nos está complicando. Pero sea para bien o para mal, en nuestra vida diaria a menudo necesitamos términos precisos («adulto», «culpable», «enfermo», «grave», «habitual», «interés público»). Una manera de obtener tales conceptos es restringiendo uno ya existente pero impreciso (ibídem Clark):

Por ejemplo, a pesar de que la salida de la infancia es normalmente gradual, el derecho necesita fijar un punto exacto después del cual se puedan asignar a los ciudadanos las obligaciones y los derechos legales de los adultos. El término «niño» podría hacerse preciso de muchas maneras: «menor de dieciséis años» y «menor de veintiuno» están bien, mientras que definirlo como «menor de dos años» o «menor de sesenta y cinco años» violentaría su significado. «Una persona de seis años es un niño» es verdad según todas las definiciones admisibles («superverdadero»). «Una persona de sesenta años es un niño» es falso según todas las definiciones admisibles («superfalso»).
Por tanto, tenemos tres valores posibles: superverdadero, superfalso y ninguno de los dos. Es lo que se conoce como «supervaloraciones». Sin embargo, este razonamiento tampoco resuelve las transiciones entre casos límites. Es superverdadero que Bill Gates es rico. Sin embargo, si le quitamos un dólar, ¿sigue siendo una afirmación superverdadera? ¿Cuánto dinero debería perder para que la frase «Bill Gates es rico» pase de superverdadera a solo verdadera? Como vemos, la propuesta superevaluativista presenta su propia paradoja sorites; es lo que se conoce como vaguedad de orden superior.

Si esperaban un final feliz siento defraudarles. Se han propuesto muchas soluciones a esta paradoja pero ninguna es perfecta. Aceptar que en algún momento se produce una transición de estado preserva la lógica a costa de la realidad. Por el contrario, permitir términos difusos introduce vaguedad en la lógica y en la propia razón.

Los sofistas usaron argumentos de tipo sorites para persuadir a sus oyentes de que dos cualidades distintas ligadas por un continuo eran en realidad la misma. No obstante, que la paradoja no tenga solución no quiere decir que los sofistas tuvieran razón, ni que no existan los montones, los calvos y los ricos. Es evidente que ambos extremos de un continuo no son lo mismo por lo que sería falaz concluir que, como no sabemos en qué lugar se produce la transición, no podemos distinguir uno de otro, o que debemos aplicar las mismas consideraciones a ambos extremos. Por usar el ejemplo de Michael Sandel, el hecho de que haya una continuidad de desarrollo entre el blastocito, el feto y el recién nacido no implica que debamos considerar moralmente iguales al bebé y al blastocito.

El problema viene cuando tratamos con casos a media distancia entre los dos extremos. Un asesino de diecisiete años probablemente debería ser juzgado como un adulto e ir a la cárcel pero en algún sitio hay que trazar la línea. Nuestro hándicap es que en la práctica necesitamos números concretos en los que situar el umbral para recetar un medicamento, para activar un protocolo contra la contaminación, para otorgar o quitar beneficios fiscales... en definitiva, para decidir si sí o si no. Pero cualquier límite que elijamos será arbitrario o, como mucho, un asunto de mera convención y, por tanto, discutible.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Madurar

Esta semana me he topado con una viñeta de Calvin y Hobbes que ilustra perfectamente aquello de lo que hablamos la última vez, que ningún adulto sabe lo que está haciendo:


De niño, a mí también me parecía que mis padres sabían perfectamente lo que había que hacer en cada momento. Y también supuse, ingenuamente, que cuando yo fuera adulto tendría lo que ahora mismo me parece un superpoder.

Como les comenté también en aquel artículo, mi hermana se lamentaba de ser incapaz de madurar. A mí la madurez siempre me ha parecido un término difuso que tiene mucho que ver con la persona que lo menciona, pues parece que cada cual tiene su propia definición. Por curiosidad, he consultado el diccionario. La RAE define la madurez, en su tercera acepción, como «buen juicio o prudencia, sensatez». En inglés, el diccionario de Cambridge la define como «the quality of behaving mentally and emotionally like an adult». Supongo que ambos significados están relacionados. Así, la madurez podría definirse como la cualidad de comportarse mental y emocionalmente como un adulto, los cuales poseen buen juicio y sensatez («en teoría», cabría añadir).

En términos psicológicos, la inmadurez puede entenderse como una falta de sincronía entre la edad mental y la física. Los autores de la Guía práctica de psicología describen la inmadurez con los siguientes rasgos:

En primer lugar, estas personas tienen un conocimiento equívoco o superficial de sí mismas, a lo que se añade una falta de coherencia en sus planteamientos, que procede, en buena medida, de la ausencia de identidad personal y de un objetivo de vida suficientemente perfilado. Son personas poco estables emocionalmente, con tendencia a los altibajos de ánimo, que surgen incluso por motivos insignificantes [...]. En general, tienen un bajo umbral de tolerancia a las frustraciones que hace que se derrumben cuando cualquier cosa no sale tal como habían previsto.
[...] La falta de constancia, típica de las personalidades inmaduras, responde a la falta de planteamientos serios en su vida, la versatilidad propia de la falta de equilibrio emocional y de criterios firmes de conducta, dentro de un marco carente de una escala de valores suficientemente sólida y realista, donde son frecuentes las idealizaciones previas, a las que siguen un «sentirse defraudado» que determina actitudes rígidas y rebeldes. La intolerancia e inflexibilidad que demuestran frecuentemente los inmaduros en sus planteamientos con otras personas contrasta, a veces, con la transigencia que sostienen hacia sí mismos [...]. En otras ocasiones se puede advertir una exagerada influencia de las opiniones ajenas, quedando al arbitrio de la moda o de la influencia pasajera de alguna persona que adoptan como líder. Es lo que comúnmente se entiende por «falta de personalidad».
También se produce un imperio del presente, ya que tan sólo se pretende sacarle el máximo partido a lo que tenemos entre manos, sin valorar las consecuencias que este tipo de comportamiento pueda acarrear en el futuro.
[...] Otros rasgos propios de las personalidades inmaduras serían la falta de responsabilidad y de fuerza de voluntad, y una dificultad para aceptar la realidad de la vida, que incluye generalmente la no aceptación de los demás ni de sí mismos, que favorece la tendencia a escaparse del mundo real con la imaginación, huyendo hacia un mundo de fantasías.
El resultado, según estos psicólogos, es una falta de independencia que dificulta que estas personas puedan desenvolverse por sí mismas de forma adecuada y sean incapaces de asumir con responsabilidad tareas propias de los adultos como el matrimonio o la paternidad.

De acuerdo con el estándar de estos autores mi hermana es, efectivamente, inmadura. Y yo. Y mis padres. Y todos los seres humanos que conozco. La cita anterior es uno de esos textos que hace difícil que vea la psicología como una ciencia. Si lo analizan con detenimiento verán que es una descripción vaga y subjetiva («suficientemente perfilado», «planteamientos serios en su vida», «escala de valores suficientemente sólida y realista», «exagerada influencia de opiniones ajenas») y tan general que puede aplicarse a una amplia gama de personas, al estilo de los signos del zodíaco. También podemos preguntarnos por qué el conocimiento de uno mismo forma parte de la madurez, o pedir que nos señalen a alguien que no tenga un conocimiento equívoco de su propio ser, habida cuenta de la cantidad de estudios (psicológicos, precisamente) que dicen lo contrario. Es posible que en las últimas décadas la adolescencia se haya extendido hasta la treintena pero soy escéptico ante la idea de que los adultos de épocas pretéritas mostraran en su mayoría los rasgos mencionados. Finalmente, cabe preguntarse hasta qué punto la madurez es algo objetivo, y no una cualidad que varía entre diferentes épocas y culturas.

Aún así, creo que muchas personas comulgan con la idea de que la madurez implica ser emocionalmente estable, mostrar constancia, tener la capacidad de retrasar una gratificación inmediata por una mayor en el futuro, ser responsable y poseer fuerza de voluntad. El problema, una vez más, es que la vida es un conjunto proteico de experiencias y contextos, y se puede ser excelente en unas áreas mientras que se flaquea en otras, lo que nos lleva a preguntarnos en cuántos ámbitos podemos carecer de madurez antes de que se nos considere inmaduros.

Por ejemplo, ¿es inmaduro Frank Underwood, el personaje de House of Cards? Quien haya visto la serie reconocerá su excelente capacidad para planificar a largo plazo, su constancia y determinación, lo claro que tiene sus objetivos vitales, su fuerte carácter y todos los demás rasgos que lo convertirían en un símbolo de la madurez. Sin embargo, juega a la PlayStation, recrea batallas con soldaditos de plomo y fuma.

Si consideramos la madurez como una cualidad binaria, es decir, que se es o no se es, entonces cualquier carencia en cualquier aspecto de nuestra vida nos descalificaría como tales. En este caso, la persona madura sería más bien un mito al que aspirar, no una realidad. Por otra parte, si la madurez es un continuo entre dos extremos nos topamos con el problema de la paradoja sorites, y solo podremos reconocer a quienes se sitúan en los extremos (los muy inmaduros y los que más se acercan al mito de la persona madura).

Yo debo confesarme culpable de la mayoría de los pecados del inmaduro tal como lo describen los psicólogos citados. Como tal, hago uso de la transigencia que mencionan para crear mi propia definición de madurez y así poder sentirme un poquito menos mal conmigo mismo. Para mí, la madurez es, simple y llanamente, ser capaz de ganarme el pan con mi trabajo. No pretendo que la compartan, pues soy consciente de que es una interpretación muy limitada y discutible. Aún así creo que no está mal, pues para conseguir y mantener un empleo debemos tener varias cualidades del adulto maduro, tales como la constancia, la responsabilidad y la capacidad de pensar a largo plazo.

Como decía al principio, ustedes seguramente tengan su propia definición. Conozco a personas, verbigracia, que equiparan la madurez con la independencia física, es decir, abandonar el nido familiar para irse a vivir por su cuenta. Otros parecen equiparar madurez con paternidad (como me dijo un amigo: «ser padre te quita mucha tontería de encima»). Para otros la madurez tiene más que ver con la respuesta emocional ante las vicisitudes de la vida que con los actos en sí. Y así siguiendo. Todas ellas me parecen tesis tan razonables como discutibles.

Un artículo sobre el desarrollo de la personalidad no estaría completo sin echarle la culpa de algún modo a los padres. ¿Es posible que nuestra inmadurez sea fruto de nuestra crianza? Uno de los autores de la Guía práctica de psicología escribe (ibídem):

«[H]ay que destacar que una sobreprotección de los padres hacia el niño puede retrasar la maduración de su personalidad. Los niños excesivamente protegidos carecen de criterios propios en relación a su edad, ya que adoptan directamente los de sus padres, que toman las decisiones por ellos a fin de evitarles el mayor número posible de peligros, problemas o fracasos. Estas actitudes de sobreprotección favorecen la inmadurez, ya que al llegar a la edad adulta esos niños carecen de suficiente capacidad de decisión al no haberse ido acostumbrando poco a poco a enfrentarse a las dificultades decidiendo por sí mismos, con lo que se encuentran inseguros, sin saber qué hacer, frente a las situaciones nuevas que se les plantean, reclamando continuamente el asesoramiento de los demás.»
Así que, si ustedes se consideran inmaduros, siempre pueden echarle la culpa a sus padres por haberlos sobreprotegido. Es lo que haría un inmaduro.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Nadie sabe qué está haciendo

Ha sido una semana difícil. Lo que prometían ser siete días de asueto con viaje al extranjero incluido han trocado en un huracán familiar que ríase usted de José, Harvey o Irma. Los problemas comenzaron con un catarro que derivó en bronquitis, hipoxia, edema pulmonar y taquicardia. Las operaciones de transporte que conlleva una hospitalización se nos han complicado por la escasez de vehículos, hallándose estos en el taller precisamente cuando más falta nos hacían. Ha habido que hacer malabares para cubrir turnos en el hospital sin descuidar a la abuela, que requiere atención las veinticuatro horas del día. Y todo ello sin dejar de lado a un amigo de la familia cuya propia tormenta ha coincidido con la nuestra y que necesitaba auxilio.

Mi hermana se ha visto superada. Se lamentaba de no ser suficientemente madura y de no saber qué hacer. Entendía muy bien lo que sentía, pues yo me he sentido igual miles de veces. Lo que a ella le falta por aprender es que, en realidad, en este mundo nadie tiene la menor idea de qué cojones está haciendo.

Oliver Burkeman explica muy bien cómo nos dejamos engañar por las apariencias: vemos a una persona actuar de manera decidida y pensamos que tiene confianza, cuando en realidad no podemos saberlo porque solo vemos sus actos y no tenemos acceso a sus pensamientos. Al juzgarnos a nosotros mismos, por el contrario, no solo somos conscientes de lo que hacemos sino que también sabemos lo que pensamos y lo que sentimos. En la práctica, los otros son un libro cerrado que valoramos por la portada, una imagen que proyecta la otra persona y que normalmente esconde dudas, inquietudes y desvelos:

[T]here’s a huge problem lurking here. We’re comparing apples with oranges—or, as the saying goes, comparing our insides with other people’s outsides. That guy on stage who’s giving a super-smooth presentation, while you wait nervously in the wings until it’s your turn? He might well be a panicking wreck inside. You could never know.

[...] This is something it’s even harder to keep in mind today, when our lives unfold in public on Facebook and Twitter, and via well-designed web presences. We use these, naturally enough, to showcase the best parts of our lives: the joyous weddings and enviable vacations, the finished projects, and testimonials from satisfied clients. But we forget that we’re only seeing everyone else’s highlights, too—not the sleepless nights, the abandoned attempts, the moments of despair and self-doubt.
Cierto es que existen personas realmente seguras mas es mi opinión que esa confianza y determinación se limitan a uno pocos aspectos de su vida. Hay quien tiene grandes habilidades para lidiar con las crisis que encuentra en su trabajo pero que es un desastre con las atinentes a su vida amorosa, y viceversa. O quizá su punto débil sean las emergencias médicas. O las económicas. La cuestión es que dudo mucho que exista una persona que domine todas las áreas problemáticas de la vida con suficiente seguridad como para no verse superado en algún momento. Y ello es así por cuanto la maestría requiere práctica.

A modo de ejemplo, consideremos el caso de los padres primerizos. Ser padre por primera vez implica afrontar una serie infinita de problemas que pueden surgir en cualquier momento con restricciones más o menos severas de tiempo, dinero y energía, a lo que hemos de sumar la presión añadida de lo mucho que hay en juego. Así, no es de extrañar que, por más que uno lo desee, la llegada de nuestro cachorro al mundo sea una experiencia agobiante por momentos. Será por eso que, como bromea Manuel Burque en su monólogo, los progenitores dicen que tener un hijo es lo mejor que les ha pasado en la vida, pero lo dicen con cara de ser lo peor que les ha pasado en la vida.

Según tengo entendido, con el segundo hijo todo va mucho más rodado. No creo que se considere arrogante por mi parte decir que eso se debe a que la crianza previa engrasa los engranajes de los progenitores. Mi experiencia me dice que esta verdad sencilla se nos olvida con frecuencia.

Por ejemplo, hay quien fracasa la primera vez y concluye que es un inútil, que no vale para su profesión, o que es un mal padre o esposo o lo que sea. Mi hermana cometió un error de ese tipo hace años. En su primer día como profesora de preescolar llegó a casa llorando, lamentándose de que no servía para ser profesora, todo porque un niño de su clase se había dado un coscorrón con una ventana. Su llantina me recordó a la inseguridad de los médicos cuando empiezan su práctica clínica:

No es extraño que la primera historia clínica requiera entre veinte y veinticinco visitas al paciente antes de tener los datos completos. No es raro que haya que auscultar al individuo alrededor de catorce veces antes de oír su corazón la primera vez. «Lo hice fatal», confiesan muchos de ellos.

[...] La primera vez que das un tajo en el quirófano no sabes muy bien la presión que tienes que ejercer sobre la piel, así que lo normal es que lo hagas más flojo de lo necesario y se rían de ti hasta los celadores. «Muy bien, ya has arañado la piel. Ahora puedes empezar a operar», me dijeron la primera vez que me vestí de verde después de empezar a abrir un abdomen muy despacito.
Con la práctica, sin embargo, lo que antes aterraba acaba por convertirse en rutina. No es distinto con otras experiencias vitales: la primera vez estás perdido, confuso y asustado, pero con la exposición repetida y la práctica llega la confianza.

Es absurdo sacar conclusiones acerca de nuestra personalidad basándonos únicamente en el primer contacto con una crisis que se ciñe a un ámbito determinado y ocurre en un contexto dado. Igualmente, hay que ser cautelosos a la hora de hacer inferencias sobre otras personas y compararnos con ellas. Para poder hacer deducciones válidas tendríamos que cotejar nuestros actos y pensamientos con los actos y pensamientos de los demás pero, como hemos visto, estos últimos nos son desconocidos en su mayoría. Si preguntan a las personas que admiran es muy posible que descubran, como me pasó a mí, que por dentro ellos no están tan seguros como parece.