Si les hablo de Circe, la diosa hechicera que habitaba en la isla de Eea, quizá no sepan a qué me refiero, pero si cito el consejo que le dio a un héroe de la mitología griega estoy seguro de que reconocerán inmediatamente
obra, autor y argumento:
Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las sirenas, que encantan a
cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en
una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te
aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos
todavía.
Se trata, como habrán reconocido sin duda, del célebre pasaje de
La Odisea en el que Ulises logra oír el canto de las sirenas sin sucumbir a sus encantos:
Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera, pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida, y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil, sujetaron a éste las amarras, y, sentándose, batían el canoso mar con los remos. Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto [...] Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.
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Las sirenas y Ulises, por William Etty (1837) |
Avancemos rápidamente unos cuantos siglos y arribemos a un
capítulo de la serie de televisión
Alf (¡ha vuelto!¡Y en forma de
chapa!) que todavía recuerdo, en el que el visitante del planeta Melmac le pide a Willie que lo encierre en una jaula. La razón es que cada setenta y cinco años Alf sufre un día de extrañas transformaciones psicológicas que esta vez lo llevará a hacer cualquier cosa con tal de comerse al gato de la familia. Así que lo encierran en una caja reforzada tal como pide el extraterrestre pero, cuando empieza a transformarse, Alf logra engañar al hijo de la familia para que le abra la puerta y así escapar.
Se conoce como
contrato de Ulises a todo acuerdo por el cual nos ponemos barreras para no caer en tentaciones futuras. Por ejemplo: no comprar dulces para no tener nada en casa con lo que pecar cuando estamos a dieta, ir con alguien al gimnasio para que la presión social evite que nos saltemos citas, programar transferencias automáticas a otra cuenta para obligarnos a ahorrar, ir a estudiar a la biblioteca para evitar distracciones, no llevar dinero en efectivo encima para no gastarlo en tonterías, etcétera, etcétera.
A menudo no logramos nuestros objetivos porque nuestra voluntad es débil y carecemos de autocontrol. Por mucho que digan los escritores de autoayuda, «querer» no equivale a «poder». Asumir este hecho sobre la naturaleza humana y obrar en consecuencia es más eficaz que confiar en que, esta vez sí, el lunes seremos fuertes y dejaremos de fumar, haremos dieta estricta o no faltaremos al gimnasio. El contrato de Ulises funciona negándonos la oportunidad de elegir, es decir, limitando nuestro libre albedrío.
El problema con los contratos de Ulises es que, con frecuencia, tan fácil se firman como se cancelan. El sistema ideal, aquel en el que otras personas están físicamente presentes para evitar que nos abandonemos a nuestros vicios, es poco práctico. Aun cuando estén ahí, siempre podemos hacer como Alf y recurrir a la persuasión para que nos dejen violar el acuerdo. Esto es algo que aprendemos a hacer ya en la infancia, como muy bien sabe cualquier padre al que su cachorro trata de convencer para que le compre una chuchería. Además, siendo adultos es difícil encontrar a alguien con quien se tenga tanta confianza como para firmar un contrato de este tipo pero que sea lo suficientemente frío y duro con nosotros como para no dejar que lo incumplamos. Por eso la solución de Ulises era tan buena: al tapar los oídos de sus marineros no solo estos se libraban de ser encantados por las sirenas, sino que también podían bajar la cabeza y seguir remando sin ser engañados por Ulises para cambiar el rumbo.
Este problema de la persuasión es, claro está, más grave cuando nosotros mismos somos juez y parte. Al fin y al cabo, si tuviésemos la capacidad de conducirnos por ciertas reglas autoimpuestas sin recurrir a restricciones externas entonces no tendríamos problemas para lograr nuestros objetivos y, por lo tanto, no necesitaríamos ningún contrato de este tipo; bastaría con proponernos algo. Cuando negociamos con nosotros mismos, lo más probable es que acabemos cediendo a nuestra sinvergonzonería.
Hasta ahora hemos hablado de los contratos de Ulises como algo personal pero se pueden extender a la sociedad en su conjunto. Hay ocasiones en que la ciudadanía asume que la carne es débil y que ciertos comportamientos es mejor no dejarlos al criterio de cada uno, como cuando se prohíbe conducir estando ebrio. La discusión sobre la ética de tales leyes la dejaré a un lado, pues es ajena al tema central de nuestra disquisición, esto es, el contrato en sí mismo.
Consideremos, a este respecto, el caso de las constituciones, las cuales recogen las leyes fundamentales que fijan la organización política de un estado y establecen los derechos y obligaciones básicas de los ciudadanos. En ellas se pueden encontrar contratos de Ulises aplicables a todos los habitantes del país. Por ejemplo, hay países (España, Estados Unidos) que establecen una separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). La razón, como
vimos en su momento a través de las palabras de James Madison, es que si los ciudadanos fuéramos ángeles no haría falta gobierno alguno, pero como no lo somos nos vemos obligados a poner a algunos de estos seres imperfectos al mando, a sabiendas de que su moral es frágil y, por ello, la única forma de limitar los malos comportamientos es repartiendo el poder y las responsabilidades, de forma que las ambiciones de algunos limiten las de otros.
Los contratos de Ulises que se convierten en leyes presentan un problema que no es tan evidente cuando lo suscribe una sola persona. Supongamos, por ejemplo, que nuestro país sale de una larga dictadura y quiere comenzar su etapa democrática. Supongamos además que la sociedad está muy dividida y no habría un claro ganador en unas hipotéticas elecciones con un sistema
proporcional. En esa situación los conductores del país podrían diseñar un sistema electoral que resultara en dos opciones que sobresalieran por encima del resto con el objetivo de «garantizar la gobernabilidad» (signifique eso lo que signifique). Para estabilizar el sistema deciden, además, que cualquier cambio en las reglas requiera un consenso mucho mayor que una mayoría simple.
Supongamos finalmente que, décadas después, el sistema bipartidista haya degenerado en una burla por la cual los dos partidos mayoritarios se dedican a alternarse el poder con cómoda complacencia, sabedores de que cada bando tendrá su turno para llevarse los mortadelos sin miedo a que un tercer partido pueda plantarles cara. Los creadores del sistema electoral hace tiempo que murieron pero el país sufre ahora por las normas que implantaron en su momento y que no se pueden cambiar fácilmente. A esta consecuencia de las constituciones se le llama el problema de la mano
muerta:
Thomas Jefferson once opined to his friend James Madison that “the earth belongs in usufruct to the living” and “the dead have neither powers nor rights over it.” These observations underlie the so-called “dead hand” problem of constitutional theory. The problem is this: Why should we the living generation of the present be governed by the constitutional dictates of dead people from the past? What gives those people the authority to rule us from the grave?
To Jefferson, these questions were unanswerable: The dead, on his view, had no right to rule from the grave, which in turn meant that “no society can make a perpetual constitution, or even a perpetual law.” But that conclusion raised a further question of its own: namely, how should we the people of the present design a constitutional system that defuses the threat of dead-hand rule down the road
Para Thomas Jefferson, la solución a este problema era hacer que las leyes y las constituciones caducaran cada diecinueve años, de manera que cada nueva generación pudiera elegir un nuevo orden constitucional para sí misma. Esto tiene sentido dado que la tecnología avanza, las sociedades cambian, y las reglas que eran lógicas en algún momento del pasado puede que no lo sean más.
Sin embargo, cuando adquirimos la prerrogativa de cambiar la constitución según nuestro parecer nos encontramos en la misma situación que esa persona que negocia consigo misma ante la tentación, esto es, deja de haber barreras reales. Así, es este poder discrecional el que permite que un gobernante pueda, en determinado momento, eliminar el límite de ocho años de mandato para poder seguir ocupando el poder, o cambiar leyes a su antojo para perjudicar a sus enemigos políticos, o modificar el sistema electoral para establecer una dictadura de facto.
Un buen contrato de Ulises no solo hace que no podamos caer en la tentación, sino que también nos obliga a permanecer fieles al contrato, sin posibilidad de defección (recordemos las palabras de Circe: «caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía»). Por desgracia, esto lleva consigo el sometimiento a unas reglas que quizá ya no tengan sentido. Si, para evitar esto, nos permitirnos modificar o cancelar el contrato, entonces es como si este no existiera y cederemos a nuestros oscuros apetitos. Pero ¿quién se atreve a limitar su libre albedrío sin tener la oportunidad de cambiar de opinión más adelante? Al fin y al cabo, nuestro yo del presente carece de cierta información sobre el devenir que solo poseerá nuestro yo futuro. Eso significa que nuestro yo futuro estará (teóricamente) en una posición mejor para decidir, pero no podemos fiarnos de él porque es la misma criatura viciosa que hoy necesita firmar un contrato Ulises para lograr un objetivo. Los problemas son inevitables.
Personalmente, opino que siempre que se introduce en una ley la posibilidad de que alguien (un juez, un político, un árbitro) cambie su aplicación según un criterio personal hay más perjuicios que beneficios, pues es a través de esas rendijas por donde nuestras carencias de carácter hacen sus estragos. Pongamos por caso que hay una ley que prohíbe edificar en terrenos que antes eran bosques pero ahora son un solar debido a un incendio. Alguien decide que esa ley es demasiado rígida y la cambia para que no se pueda construir a no ser que el proyecto se considere «de interés público». Como la calificación de «interés público» la otorga un humano sobornable la ley queda, efectivamente, en suspenso, y quienes pueden sacar tajada del fuego desempolvan su material incendiario.
En nuestra vida diaria, supongo que depende de la naturaleza del contrato y de las consecuencias que tenga su incumplimiento, así como del grado de incertidumbre sobre el resultado final. Un sólido contrato de Ulises para dejar de fumar es, a todas luces, una buena idea, mientras que uno que nos lleve a trabajar noventa horas semanales sin garantías de alcanzar la meta seguramente requiera fijar alguna regla que nos diga cuándo hemos de abandonar, o acabaremos gastando demasiado tiempo y energía para nada.
En
Ulysses and the Sirens: A theory of imperfect rationality, el teórico social y político de origen noruego Jon Elster afirmó:
A full characteristic of what it means to be human should include at least three features: Man can be rational, in the sense of deliberatively sacrificing present gratification for future gratification. Man often is not rational, and rather exhibits weakness of will. Even when not rational, man knows that he is irrational and binds himself to protect himself against the irrationality. This second-best or imperfect rationality takes care of both reason and of passion.What is lost perhaps, is
the sense of adventure.
Su argumento era que Ulises no era del todo racional, pues en ese caso no habría necesitado atarse al mástil, ni completamente irracional, pues no se abandonó a sus deseos. En lugar de eso, utilizó el consejo de Circe para lograr por medios indirectos el mismo resultado que una persona completamente racional podría haber logrado de manera directa. En la batalla que libran nuestras pasiones y nuestros intereses, parece que esta racionalidad subóptima es lo máximo a lo que podemos aspirar.