lunes, 17 de febrero de 2014

Tú S.L.

El año pasado asistí a una conferencia en la que tuvo una lugar una mesa redonda sobre «Futuro profesional, estudios y carrera en TI-Seguridad». Allí estaba el director de seguridad de riesgos tecnológicos de PricewaterhouseCoopers con su traje, su camisa impecable, sus modales taimados y el discurso al uso, sin olvidar la proverbial escoba de Fuckowski bien introducida por retambufa. Tan estereotipado era que parecía fabricado con una impresora 3D a partir de los planos obtenidos de un libro de tópicos. Su motto en esta ocasión era «tú eres tu propia marca» (minuto 20:45):
«La cuestión es que cada uno se haga mirar interiormente (sic) y diga qué ofrece él al mercado ¿vale? Yo esto a mi gente, cuando me siento con ellos, les digo "tú eres una sociedad limitada, tú eres un freelance, tú eres un autónomo" ¿vale? ¿Por qué tú para mí eres sexy dentro de la empresa? ¿Tú qué me das? Aparte de darme tu tiempo ¿tú qué me das? ¿cómo hago negocio contigo? [...] ¿Cómo yo voy a sacar rendimiento contigo? ¿Tú qué me ofreces?»
Tu propia marca. Esa me la sé. Invierte en ti mismo. Haz márquetin sobre ti. Construye tu red de contactos. Aporta valor añadido. Sé tu propio CEO. Sé productivo.
«Simply put, it's up to you to carve out your place in the work world and know when to change course. And it's up to you to keep yourself engaged and productive during a work life that may span some 50 years.»
–Peter F. Drucker, Managing Oneself
«View yourself as an enterprise and invest accordingly in being economically viable by developing skills that command income in the market. The old paradigm of steady employment in large organizations that so many of our institutions, from health insurance to retirement savings, revolved around was falling apart for a generation before the crisis. Now it’s shattered, and we all have to live in an economy where we justify our economic value day by day in competition with others in a networked economy. Hoping the old world of promised economic security—the world of the New Deal consensus—can be revived will not make it so. Build up your network and constantly be looking for a way to create your next opportunity.»
–Kevin Mellyn, Broken Markets
Foto de justin_levy
Ahí lo tienen, la receta para alcanzar la excelencia profesional (pueden incluso llevarlo un paso más allá y gestionar también su familia como si fuera un negocio). Ya el propio consultor al que me he referido reconocía que esto de la marca era un tema «hipercapitalista», pero en un mundo postcrisis de alto desempleo, bajo crecimiento y salarios estancados o a la baja no parece que haya otra opción que tratar de destacar y no solo ser bueno, sino también parecerlo.

Ahora bien, hay una gran diferencia entre tratar de ser bueno en tu trabajo y considerarse a uno mismo como una marca, como un producto expuesto en las estanterías del mercado laboral a la espera de que el consumidor de turno (en este caso consumidor de fuerza de trabajo) tenga a bien elegirnos. Es tan obvio que no debería hacer falta tener que decirlo: somos personas, no marcas.

Puede parecer una tontería. Podemos pensar que dicha actitud es solo una forma de hablar y que solo se refiere a que nos formemos, aprendamos a vender, a comunicarnos y a hacer buenas entrevistas de trabajo. Pero con el tiempo he aprendido que las metáforas importan. La manera en la que planteamos un problema, así como el lenguaje que empleamos para definirlo activan en nuestro cerebro unos esquemas u otros. «El enmarcado cuenta», nos advierte Lakoff, quien se ha dedicado a estudiar esto, especialmente en relación con el discurso político. «Los marcos, una vez que se atrincheran, es difícil que se desvanezcan». En otra parte del libro asevera:
«El enmarcado tiene que ver con elegir el lenguaje que encaja en tu visión del mundo. Pero no sólo tiene que ver con el lenguaje. Lo primero son las ideas. Y el lenguaje transmite esas ideas, evoca esas ideas.»
Cuando uno se valora a sí mismo como una marca o empresa y se lo toma en serio, la vida cambia. Los fines de una compañía son viabilidad y rentabilidad. La existencia se reduce así a la construcción de un currículum presentable; cualquier actividad que no nos acerque a ese objetivo habría de ser desechada. ¿Ocio? ¿Hijos? ¿Voluntariado? Ni hablar, es perder tiempo y dinero. No es bueno para la marca. Ninguna empresa querría desperdiciar recursos de esa forma.

Las empresas –por mi experiencia– no son proclives a dar formación, más bien esperan que vengas sabiendo de casa. Y no se conforman con que sepas lo básico o los principios generales: buscan que seas experto en sus herramientas y procedimientos concretos para que puedas ser productivo y «aportar desde el primer minuto», tal como me dijo un entrevistador de una gran empresa tecnológica. De manera que, dada la amplitud de conocimiento existente, habría que dedicar cada minuto de vigilia a aprender aquello que nos pueda conseguir un trabajo. Hoy día quienes se dedican a la selección de personal buscan unicornios que lo sepan todo sobre todo (y que tengan décadas de experiencia. Y que sean jóvenes. Y que trabajen gratis muchas horas. Y así siguiendo). Las ofertas de trabajo de mi sector hablan de gurús, ninjas, rock stars, astronautas, caballeros medievales y jedis. Cuando el pobre Timmy (hijo de un bobo falto de compromiso con su propia marca) le pregunte a su madre por qué papi no ha podido ir a verle a su primer partido de béisbol esta tendrá que responderle: «cariño, papá no ha podido venir porque tiene que trabajar. Está tratando de convertirse en un ninja».

Obviamente estoy exagerando (salvo en lo de los ninjas, gurús, etc. que, por desgracia, es totalmente cierto) pero la idea es sencilla: considerarse a uno mismo como una marca, producto o empresa no es la manera apropiada de valorarse. Somos, en palabras de Michael Sandel, «seres merecedores de dignidad y respeto, y no instrumentos de ganancias y objetos de uso» por parte de las corporaciones. Una persona no puede reducirse únicamente a su valor como empleado potencial o actual.

Aceptar el discurso del yo como empresa conlleva indeseables consecuencias en lo atinente al desarrollo personal y como ciudadano. Todo es «yo, yo, yo»: mi tiempo me lo dedico a mí para mejorar yo, para ser sexy de cara a la empresa, para ser –otra de las perlas del cantamañanas de PwC– un profesional completo, un «profesional esférico». Los demás son tratados como medios y se dividen en útiles (aquellos que pueden conseguirme una oportunidad o ayudarme a ser más exitoso) e inútiles (con los que ni siquiera vale la pena relacionarse). Aquello que no tenga un valor de mercado en tu sector profesional deja de cultivarse. Adiós a todo lo que no aporte un beneficio tangible. No más hacer algo por el mero placer de hacerlo. El ocio no está permitido: es haraganeo. Y, por supuesto, si estás en paro la culpa es tuya: eres un mal gestor y te lo mereces.

Personalmente, cada vez que persigo un interés intelectual no relacionado con mi trabajo pienso lo mismo. Podría escribir un blog técnico en lugar de divagar en este. Podría leer libros relacionados con mi trabajo en lugar de los que cito en estas páginas. Podría dedicar mi tiempo libre a programar para adjuntar en mi currículum un lucido repositorio de GitHub. Al final, sin embargo, la cabra tira al monte y yo siempre abro otro libro que no me ayudará en mi próxima entrevista. Antes que empleado prefiero ser una «persona esférica».

lunes, 3 de febrero de 2014

Sexo, filosofía y malentendidos (y III)

Comprender a los demás –especialmente cuando son muy diferentes a nosotros– exige un gran esfuerzo. Si les juzgamos usando nuestra propia perspectiva como base y no hacen lo que nosotros hubiéramos hecho o lo que es más común en general (aquello que consideramos «normal») entonces nos parecen hipócritas, raros o locos, y nos quedamos perplejos, rascándonos la cabeza mientras nos preguntamos cómo puede haber gente tan gilipollas. Mi experiencia me dice que, además de eso, tendemos a atribuir maldad si el comportamiento del otro nos afecta negativamente: pensamos que fulanito es un maleducado, un mentiroso, un egoísta, un caradura o que solo busca hacernos daño, cuando es posible que haya buenas razones para actuar como lo hace.
Foto de Pierre Phaneuf

Valorar la conducta del resto usando el patrón de la propia ahorra tiempo y energía, y hasta cierto sentido es lógico: los seres humanos somos más o menos iguales a grandes rasgos, y quienes nos rodean tenderán a ser aún más parecidos a nosotros mismos. El problema surge cuando dejamos de tener en cuenta que nuestra generalización no es infalible, que hay personas muy diferentes con un rango muy variado de experiencias que son procesadas de formas varias, lo que produce emociones distintas a las propias, a veces casi inconcebiblemente alejadas de todo lo que uno haya podido conocer. Observa Guy Deutscher:
«Basta imaginar qué ideas erróneas se pueden sacar sobre la «religión universal» o la «comida universal» si nuestro universo se limita a la franja de territorio entre el Mediterráneo y el Mar del Norte. Al viajar por diferentes países europeos uno puede quedarse impresionado por la gran disparidad que existe entre ellos: la arquitectura de las iglesias es completamente distinta y el pan y el queso no tienen el mismo sabor. Pero si nunca se aventura en lugares más lejanos, donde no hay iglesias, pan o queso, nunca podrá darse cuenta de que tales diferencias intraeuropeas son en última instancia variaciones menores de la misma religión y la misma cultura culinaria.»
Las vivencias y emociones relatadas por alguien en ocasiones nos pueden resultar tan extrañas como si nos hablaran del decimotercer huevo de una docena. Podemos repetir las palabras, conocer su significado en el diccionario y decir que sí lo entendemos, pero hay cosas que no se pueden hacer entender. En ausencia de los mismos esquemas mentales y de las emociones que acompañan a la experiencia es como si conociéramos la letra, pero no la melodía de la canción. Hay un chiste muy tonto que dice:
- Mi novia me ha engañado con mi mejor amigo.
- Te entiendo perfectamente.
- ¿Te ha pasado a ti también?
- No, pero hablo español igual que tú.
Es posible que dos personas hablen el mismo idioma y no se entiendan porque utilizan lenguajes distintos nacidos de sus respectivas experiencias subjetivas. Vas a alguien buscando apoyo y comprensión y en lugar de eso te dice cómo debes vivir tu vida. Le cuentas a una persona cercana un problema personal que para ti es importante y te sale con algo totalmente distinto, ningunea tu preocupación o su respuesta viene a decir que la culpa es tuya. Lo que para ti es una tragedia otro se lo toma a risa. Seguro que les suena.

Esa es, supongo, una de las razones por las que las chicas hablan de sus problemas con sus amigas y los chicos hacemos lo propio con nuestros amigos. A mi juicio, el compartir biología permite que la empatía alcance un grado más; incluso el lenguaje empleado es más parecido. Claro que hablar solo con quien piensa igual que nosotros nos puede privar de valiosas perspectivas alternativas.

Tal vez sea imposible llegar a comprender totalmente a otra persona en el mismo sentido en que no podemos «saber» cómo es ser un murciélago. Sabiendo esto lo que sí podemos es pararnos a pensar dos segundos e intentar adoptar la perspectiva del otro, aunque sea parcial. Si Pepa llora por sus gardenias marchitas yo puedo acordarme del mucho trabajo esmerado que les dedicó y de lo orgullosa que estaba de su aspecto, en lugar de herirla diciéndole que está haciendo una montaña de un grano de arena y que solo eran unas flores. Eso no quiere decir que a veces no saquemos las cosas de quicio, que todo comportamiento sea excusable o que no haya personas realmente malvadas. Solo digo que antes de juzgar podemos tratar de comprender, y que dicha comprensión, al ser inevitablemente limitada, conduce a juicios sesgados.

lunes, 27 de enero de 2014

Va por ustedes

Puede que vieran este vídeo en su momento. Es la presentación de los premios Globos de Oro de 2011 en la que Ricky Gervais dio palos con su particular estilo humorístico a Charlie Sheen, Johnny Deep, Cher, las chicas de Sexo en Nueva York, Tom Cruise y Hugh Hefner entre otros. En este monólogo Gervais reflexiona sobre las bromas de mal gusto y los límites del humor, para acabar contando uno de los chistes más bestias que he oído nunca (empieza en el minuto 3:13). Diga lo que diga, es evidente que a Gervais le encanta provocar.

Foto de Thomas Atilla Lewis
Comentaba este cómico inglés hace no mucho que la ironía no funciona en Twitter (una red social en la que, según sus propias palabras, le encanta juguetear), que la gente se toma todo como si fuera personal:
«Everyone takes everything personally on Twitter. Twitter is like standing at a notice board in the town center and someone comes and puts up a sign ‘Guitar Lessons,’ and they go ‘I don’t want guitar lessons.’ You know, it wasn't to you.»
Es por ello que, de cuando en cuando, entre sus comentarios sobre la religión, fotos en la bañera y juegos que le gusta hacer publica tuits como «You're so vain. You probably think this tweet is about you», parafraseando el título de la canción de Carly Simons.

Cualquiera que tenga un blog personal o acumule cierto número de seguidores o amigos en la red social de turno se habrá encontrado probablemente con alguien que cree que cierta publicación se refiere a él, en especial cuando el texto es ambiguo. Por desgracia, siendo como somos las personas (lo malo siempre impacta más que lo bueno), normalmente ese texto suele ser negativo de algún modo, alguien se lo toma muy a pecho y, por arte de magia, se instaura una ofensa salida de la nada que puede llegar a culminar en feas acusaciones o incluso insultos, tal como atestiguan tantas y tantas discusiones en foros y secciones de comentarios. ¿Es una cuestión de mera vanidad, como señala Gervais? ¿O hay algo más?

En situaciones así siempre me viene a la mente el efecto Forer, llamado así por el psicólogo Bertram R. Forer. En 1948 este norteamericano realizó un experimento con sus alumnos cuyo resultado vino a mostrarnos que, cuando las afirmaciones son vagas, tendemos a pensar que se refieren a nosotros:
«He gave his students a personality test and told them each one had been personally assessed, but then gave everyone the same analysis.

He asked his students to look over the statements and rate them for accuracy. On average, they rated the bogus analysis as 85 percent correct—as if it had been personally prepared to describe each one of them. The block of text above was actually a mishmash of lines from horoscopes collected by Forer for the experiment.

The tendency to believe vague statements designed to appeal to just about anyone is called the Forer effect, and psychologists point to this phenomenon to explain why people fall for pseudoscience like biorhythms, iridology, and phrenology, or mysticism like astrology, numerology, and tarot cards. The Forer effect is part of a larger phenomenon psychologists refer to as subjective validation, which is a fancy way of saying you are far more vulnerable to suggestion when the subject of the conversation is you.»
Pueden hacer la prueba y leer el texto escrito por Forer aquí para después evaluar en una escala de 0 (muy pobre) a 5 (excelente) cuánto se ajusta a ustedes (la puntuación media que dieron los estudiantes en aquel entonces fue 4,2). El experimento ha sido replicado y el resultado parece ser universal, es decir, no sujeto a variaciones culturales. Más que vanidad yo creo que trata de una cuestión ego, entendiendo como tal no un exceso de autoestima sino nuestro «yo», la experimentación del mundo en primera persona (ibídem):
«Since you are always in your own head, thoughts about what it means to be you take up a lot of mental space. With some cultural variations, most people are keen on being individuals, unique and special persons whose hopes and dreams and fears and doubts are all their own. If you have the means, you personalize everything: your license plate, your ring tone, your computer’s desktop wallpaper, your bedroom’s walls.»
Es entendible que veamos el mundo y construyamos nuestra narrativa en torno a nosotros mismos, pero también hemos de saber que nuestro cerebro, al que tan bien se le da detectar patrones, es propenso a ver tigres donde solo hay rayas.

Cada vez que alguien se da por aludido sin venir al caso me acuerdo de un capítulo de la serie Dame un respiro (Just shoot me!) en el que la protagonista, Maya, empieza a salir con un chico llamado Steven que tiene un programa de títeres en televisión protagonizado por un perro llamado Señor Alcalde. El día siguiente a su primera cita, a la que Maya llega tarde, Steven saca un nuevo muñeco llamado Miss Panda que llega tarde a su cita con el Señor Alcalde. Después de que Maya se coma el último trozo de pizza en una cena con Steven, Miss Panda se abalanza sobre la pizza del Señor Alcalde sin dejarle nada. Tras haberle presentado Maya a su amiga Nina, Steven crea un nuevo personaje llamado Gina Jirafa a la que el Señor Alcalde le propone «dormir juntos con Miss Panda». En la escena final del episodio Maya acude al estudio en el que trabaja Steven para intentar aclarar si este está tratando de mandarle un mensaje con sus marionetas:

Maya: Steven, tenemos que hablar. No sé a qué juegas conmigo.
Steven: Espera ¿de qué estás hablando?
Maya: Gina Jirafa... ¿Nina? Si te gusta Nina dilo y ya está.
Steven: ¿Nina?
Maya: Venga, Steven, ¿ir a dormir con Gina Jirafa? Está claro lo que dice el texto subyacente.
Steven: ¿Subyacente? Maya, solo son títeres. A lo mejor ha habido alguna desafortunada coincidencia pero solo son títeres.
Maya: Pero ¿Gina Jirafa? ¿Gina? ¿Nina?
Steven: Escucha, Maya, no sé de dónde te has sacado todo eso ¿vale? Pero tú eres la única con quien me apetece estar, no quiero a nadie más que a ti. ¿De acuerdo? Solo te quiero a ti.

El programa se reanuda tras la publicidad y aparecen en escena el Señor Alcalde y Miss Panda:

Señor Alcalde: ¡Hola! Perdonad el retraso, chicos, pero es que Miss Panda estaba quejándose otra vez.
Miss Panda: ¡No me estaba quejando! Es solo que no me parece bien que invites a Gina Jirafa a dormir con nosotros. ¡Soy Miss Panda! Y uso palabras como «texto subyacente» para que todos vean que fui a un colegio de pago. ¡Y nunca jamás pago la cuenta!

Afortunadamente en el mundo real la gente no suele comportarse como Steven (aunque alguno hay, desde luego). El hecho es que, por increíble que pueda parecernos, el resto del mundo no piensa en nosotros tan a menudo como creemos, y no tiene sentido tomarse de manera personal algo dirigido a un público amplio que puede aplicarse a decenas de personas.

Dicho lo cual you're so vain, you probably think this post is about you.

lunes, 20 de enero de 2014

Tu entrenador personal (y II)

Veamos ahora qué podemos hacer para que nuestro nuevo plan de ejercicio tenga éxito. La mayoría de las directrices aquí mostradas están tomadas de Charles Staley, otrora entrenador del esprinter canadiense Ben Johnson. El resto procede de mi propia experiencia en la lucha contra un cuerpo de naturaleza perezosa y tendente al aumento de peso.

Foto de LocalFitness

Preparación cero. Una de las mejores maneras de que se nos quiten las ganas de hacer ejercicio es con una rutina que requiera mucha preparación previa. Cuando pensamos en todo lo que tenemos por delante antes de ponernos manos a la obra (cambiarnos, preparar la bolsa, ir hasta el gimnasio, calentar, etc.) el monte se antoja cada vez más alto y nuestro espíritu se amilana en concordancia bajo el peso de la desgana. Podemos rodear este obstáculo de dos formas. Una es no pensar en ello y actuar de forma mecánica, siguiendo todos los pasos antes mencionados como un robot. La otra es reducirlos o eliminarlos. ¿Cómo? Eligiendo un gimnasio que esté lo más cerca posible (o teniéndolo en casa si es posible), yendo directamente al salir del trabajo en lugar de pasar por casa (en cuanto uno se sienta en el sofá la vaguería toma el control), dejando la ropa preparada de antemano, etc. Staley llega a recomendar a quienes hacen ejercicio a primera hora de la mañana que duerman con la ropa de gimnasia puesta para no perder tiempo en cambiarse.

El mejor ejercicio es aquel que de verdad vas a hacer. Hay docenas de actividades que uno puede elegir para ponerse en forma o perder peso pero solo cumplirán su función si de verdad podemos llevarlas a la práctica con asiduidad. Puede que nadar sea el ejercicio más completo pero de nada nos sirve eso si la piscina está tan lejos que hay que coger el coche (contraviniendo el principio anterior) y además es invierno y nosotros somos unos frioleros. Por el contrario, para ponerse a correr solo hay que cambiarse, calzarse las zapatillas y bajar a la calle. Si tenemos una bicicleta estática nos evitamos incluso tener que salir de casa, lo que nos facilitará no perder sesiones de ejercicio porque está lloviendo. Es verdad que correr suele tener un elevado índice de lesiones y que la bicicleta estática no es lo mejor para alguien que está todo el día sentado en una oficina, pero la facilidad de puesta en marcha de un ejercicio es la base de la frecuencia y la consistencia, los dos pilares del éxito que comentamos en la entrada anterior.

Además de actividades de fácil acceso necesitamos que sean divertidas o, cuando menos, no mortalmente aburridas. Hablando en general, levantar pesas es uno de los mejores ejercicios que podemos hacer pero mucha gente me dice que se aburre. En esos casos se pueden intentar distintas aproximaciones (circuitos, entrenamiento funcional, crossfit, etc.) pero si ninguna de ellas nos resulta soportable es mejor optar por otra actividad aunque no sea la ideal para nuestros objetivos. Es más importante, insisto, hacer ejercicio que el tipo de ejercicio en sí. En un mundo ideal, el deporte que tendríamos más a mano sería ese que más nos gusta y además es ideal para lograr nuestros objetivos. En el mundo real, por desgracia, a menudo no coinciden ni dos de tres. Puede ocurrir que nos encante hacer pilates y podamos permitirnos incluso un entrenador a domicilio, pero si nuestro objetivo es perder peso el pilates no es la mejor opción (en cualquier caso, vuelvo a repetir, lo más importante en este caso es cuidar la alimentación). Lamentablemente, no hay soluciones mágicas. Hemos de elegir a sabiendas de que estaremos sacrificando unas cosas por otras.

El programa ha de ser flexible, pero no demasiado. La flexibilidad tiene dos caras, una relativa a los ejercicios que elegimos y la otra atinente al tiempo que le dedicamos. Como señalé la semana pasada la vida diaria es contingente y se presta a que aparezcan multitud de imprevistos que se entrometen en nuestro plan de entrenamiento. La flexibilidad en cuanto al tiempo invertido significa que debemos poder reprogramar una sesión perdida, o cambiar nuestro entrenamiento tipo para acomodarlo al tiempo del que disponemos en un momento dado. Si un día no podemos correr, digamos, nuestros treinta minutos habituales, no pasa nada; podemos correr solo diez, pero a un ritmo mucho más alto, o podemos recuperar los veinte minutos que nos faltan repartiéndolo en sesiones sucesivas. Hemos de tener cuidado, sin embargo, con ser demasiado flexibles: correr treinta kilómetros una semana y nada las dos siguientes nos hará un flaco favor tanto física como psicológicamente (recordemos que necesitamos que la repetición no sea demasiado espaciada para instaurar el hábito). Además es más fácil que nos lesionemos, como sabemos por esos deportistas domingueros que todos conocemos.

En cuanto a la flexibilidad en los ejercicios elegidos ello quiere decir que debemos tener un plan B, una segunda opción por si ocurre algo. ¿No tenemos tiempo de ir al gimnasio? Pues ese día podemos salir a correr. ¿Que está diluviando? Entonces toca bicicleta estática. ¿No tenemos bici? Una cuerda de saltar es un gran ejercicio y cuesta diez euros. ¿No sabemos saltar a la cuerda? Podemos hacer ejercicios con el propio cuerpo (flexiones, abdominales, sentadillas, etcétera). De nuevo, hay que decir que no puede haber flexibilidad total. He visto a mucha gente cansarse enseguida de la rutina impuesta por el monitor de gimnasio y cambiar radicalmente cada poco tiempo. El problema es que ponerse en forma es un proyecto a largo plazo y hay que mantener el mismo plan de trabajo unos cuantos meses para sacarle partido y ver resultados. Montarse en la elíptica los primeros días, pasarse a las clases de aeróbic después y acabar deambulando en la sala de pesas al poco tiempo nos impedirá mejorar, medir nuestro progreso y averiguar qué es lo que nos funciona mejor.

Hay que esforzarse. Los minutos dedicados al ejercicio deben contar. Son muchos quienes acuden al gimnasio a sentarse en la bicicleta a leer o a pasearse entre los aparatos charlando y sin obligarse lo más mínimo. Mi ejemplo favorito de esto son las chicas que usan la prensa de pierna con veinte kilos, cuando para un gesto cotidiano como es levantarse de una silla están levantando cuarenta o cincuenta (el peso de su propio cuerpo). La razón que suelen aducir es que no quieren desarrollar músculo, lo cual es como decir que no quieres jugar más de dos horas al tenis porque no quieres llegar a ser Rafa Nadal. No se preocupen por ello, la hipertrofia es un proceso trabajoso que requiere muchas horas semanales de entrenamiento y los rápidos progresos que se logran al principio no se mantendrán. También les puedo asegurar que no les crecerán grandes músculos sin una dieta adecuada.

Por cierto, el esfuerzo no se mide en gotas de sudor sino en peso levantado, frecuencia cardíaca, velocidad o ritmo. Que hayamos sudado mucho no quiere decir que hayamos trabajado bien. Esforzarse significa hacer cada día un poco más que el anterior: más peso, más repeticiones, más rápido o con menos descanso.

Hay que medir el progreso. ¿Cómo sabremos si lo estamos haciendo bien? Si lo que estamos tratando es perder peso el progreso viene determinado por la imagen del espejo o cómo nos queda la ropa más que por el peso en la báscula. Si lo que buscamos es ponernos en forma el progreso lo determinan nuestras marcas. Aquí el rendimiento es lo primero. ¿Corremos más? ¿Más rápido? ¿Más tiempo? ¿Levantamos más peso?

Hay que hacer ejercicio con cierta frecuencia. La frecuencia de entrenamiento depende de muchos factores: de nuestros objetivos, del plazo que nos demos para cumplirlos, del tipo de ejercicio que hagamos, de nuestro nivel de entrenamiento previo, del tiempo del que disponemos para ejercitarnos, etc. La mayoría de la gente asume que ponerse en forma o adelgazar requiere horas de ejercicio semanal pero eso no siempre es cierto. Una regla general es que cuanto más duro sea nuestro entrenamiento más podremos espaciar las sesiones. Si solo vamos a andar podemos necesitar hasta dos horas diarias para notar cambios en la composición corporal, pero si en lugar de ello optamos por las pesas combinadas con ejercicios de intervalos de alta intensidad un total de dos horas semanales puede ser más que suficiente. Recordemos también que la frecuencia ayuda a consolidar el hábito.

¿Media sesión? Antes he dicho que en cada sesión hay que procurar progresar en un aspecto u otro (más distancia, menos tiempo para la misma distancia, menos descanso, más peso, más repeticiones, etc.). Obviamente si eso pudiera mantenerse siempre no habría límites a nuestro desarrollo, pero la fisiología humana no funciona así. Hay días que, sin razón aparente, no nos sentimos muy católicos y la carga de trabajo físico que otros días hemos tratado sin problema hoy se antoja colosal. En esos días no pasa nada por bajar un poco el ritmo, como tampoco hay problema por hacer solo la mitad del entrenamiento si andamos cortos de tiempo. Lo importante es la consistencia y el progreso a largo plazo.

El problema es que muchos toman este argumento como una licencia para no esforzarse realmente, personas que esconden su pereza en el «hoy no me siento muy bien» pero que nunca tienen días buenos. Lo mejor para esos días en los que no nos apetece absolutamente nada hacer ejercicio es, dice Staley, hacer «como si»: cambiarnos e ir al gimnasio o a al parque o a la calle «como si» fuéramos a hacer nuestra sesión planeada, aunque no sea nuestra intención. Para cuando estemos allí es posible que nos dé por hacer algo. Aunque no sea una sesión completa, es mejor que no hacer nada.

Compañeros. No es inusual que una pareja se apunte a un gimnasio con la esperanza de que uno tire del otro cuando no hay ganas de sudar. Según mi experiencia eso no suele funcionar a menos que uno de ellos esté muy motivado y ya tenga la rutina establecida, porque de lo contrario lo que suele ocurrir es que ambos se ponen de acuerdo en quedarse en casa. Por otro lado, un compañero de entrenamiento puede hacer el ejercicio más entretenido y ayudarnos a que nos esforcemos un poco más. Lo ideal para ello es que tenga un nivel similar al nuestro.

Rendir cuentas. Puede que alguna vez les hayan aconsejado hacer públicas sus resoluciones de año nuevo para obligarse a cumplirlas usando la vergüenza como motivador, dado que cuando uno se fija un objetivo y no lo divulga el fracaso es más fácil de digerir, pues nadie se entera salvo uno mismo. Otra manera de obligarnos a cumplir es rendir cuentas a través de un castigo o una apuesta. Si optan por esta última opción deben hacerla con alguien que no se sienta mal quedándose su dinero, o será inútil. Aunque tampoco es que las apuestas sean una solución mágica: mis hermanas hicieron una competición para perder peso en la que se estipulaba que cada semana la que más se hubiera saltado el régimen debía pagar a la otra, pero lo que hicieron tras pocas semanas es abandonar ambas la apuesta simultáneamente. No había obligación real.

Volver al juego cuanto antes. Este es otro clásico que enseguida reconocerán. Empieza la semana y tenemos pensado ir al gimnasio lunes, miércoles y viernes. El lunes surge un imprevisto en el trabajo y salimos demasiado tarde. El miércoles pasa cualquier otra cosa y nos perdemos también esa sesión. Como ya hemos faltado dos días de tres damos la semana por perdida y lo dejamos para el lunes siguiente. Eso se puede repetir a escalas de tiempo mayores en las que los días se convierten en semanas de sedentarismo, las semanas en meses y los meses en años. Total, que entre pitos y flautas uno acaba con la barriga que le baila el hula hoop alrededor del culo.

Es el mismo proceso que pone fin prematuramente a tantos regímenes alimenticios. Dan Ariely lo llama el efecto «qué demonios»:
«Parémonos un momento a pensar de nuevo sobre qué pasa al seguir una dieta. Cuando empezamos, procuramos por todos los medios ceñirnos a las difíciles reglas: para desayunar, medio pomelo, una tostada de pan de siete cereales y un huevo escalfado; para almorzar, lonchas de pavo en ensalada con aliño de cero calorías; para cenar, pescado al horno con brécol al vapor. [...] De pronto, alguien nos pone delante un trozo de pastel. En cuanto caemos en la tentación y damos el primer mordisco, la perspectiva cambia. «Bah, qué demonios,» nos decimos, «ya he interrumpido la dieta, entonces ya me como el pedazo entero… y también esta apetitosa hamburguesa con queso, perfectamente asada, con la guarnición completa que he estado ansiando durante toda la semana. Volveré a empezar mañana, o quizá el lunes. Y esta vez sí lo haré en serio.» En otras palabras, tras haber empañado nuestro concepto de dieta, decidimos romperlo del todo y sacar el máximo partido de la autoimagen sin dietas (no tenemos en cuenta, desde luego, que puede suceder lo mismo mañana, pasado mañana, etcétera).»

«Tan pronto empezamos a incumplir nuestras pautas (por ejemplo, haciendo trampas en la dieta o por alicientes económicos), somos más susceptibles de renunciar a nuevos intentos de control de la conducta —y en adelante hay grandes posibilidades de sucumbir a la tentación»
Así pues, cada vez que fallemos en nuestra plan lo que debemos hacer es retomarlo cuanto antes. ¿Hemos faltado dos veces esta semana y solo nos queda un día? No hay problema, mucho mejor eso que nada.

Si tenemos poco tiempo hemos de elegir los ejercicios más «rentables». ¿Cuál es la excusa número uno para no hacer ejercicio? Decirnos que no tenemos tiempo. Si eso es cierto entonces debemos buscar aquellos ejercicios más rentables, es decir, los que nos acercarán más a nuestro objetivo en la menor cantidad de tiempo posible. Las malas noticias son que esos ejercicios suelen ser los más duros. Si optan por las pesas serían la sentadilla, el peso muerto, las dominadas, el press de banca, etc. con pesos libres, nada de máquinas. En cuanto al entrenamiento cardiovascular lo más rentable es el entrenamiento de intervalos de alta intensidad. Aquí choca de nuevo lo que preferiríamos hacer con lo que debemos hacer: andar quince minutos tres veces por semana es prácticamente como no hacer nada. O sacamos más tiempo, o le damos trabajo al corazón con un ejercicio más exigente.

¿Un plan específico? Es prácticamente imposible sugerir un plan de ejercicio a alguien sin conocerle de nada pero también es cierto que, a menudo, cuando no sabemos o no tenemos experiencia, preferimos que nos digan lo que tenemos que hacer en lugar de vagas directrices generales. Así que les traigo tres rutinas minimalistas para abrir boca. Esta incluye pesas y ejercicio cardiovascular (en esa página encontrarán también multitud de consejos útiles) y requiere poco más de media hora por semana. Esta otra se puede hacer en casa y solo lleva siete minutos, con la ventaja de que existen aplicaciones específicas para smartphones con las que guiarnos y registrar nuestro progreso. Esta última fue diseñada por la Real Fuerza Aérea Canadiense, toma once minutos diarios y tiene indicaciones para valorar nuestra condición actual, seguir el plan de acuerdo con ella y planificar nuestro progreso. Tengan en mente que solo son tres sugerencias generales y que quizá no encajen con sus preferencias, su estado físico, etc.

No olviden eso de consultar a un médico antes de empezar con el deporte, no vaya a ser que les dé un tabardillo. Una vez tengan el consentimiento del galeno no pierdan tiempo. El mejor momento para empezar a ponerse en forma era hace diez años. El segundo mejor momento es hoy.

lunes, 13 de enero de 2014

Tu entrenador personal (I)

Si se han subido a la báscula últimamente, es decir, recién acabada la época navideña tal vez haya aparecido en la pantalla de dicha báscula uno de esos mensajes que dicen los chistes como «por favor, suban de uno en uno» o «continuará». Quizá su caso no sea tan grave y lo único que vean es un número ligeramente superior al de la última vez. Como saben, eso puede significar varias cosas. Una posibilidad es que la fuerza de la gravedad que ejerce la Tierra haya aumentado, posibilidad que he descartado tras comprobar que mi gata sigue pesando lo mismo tras la fiestas. Otra opción es que, dado que E = mc2, su aumento de peso se deba a un incremento de masa causado porque se están moviendo a mayor velocidad. Por supuesto, también puede ser que sus adipocitos hayan crecido por encima de sus posibilidades ante la abundancia de calorías. No obstante, quizá nuestra osamenta haya engrosado. Va a ser eso. Hay que pensar siempre en positivo ¿no?

Foto de Brisbane City Council
Sea porque reconocen que han engordado o porque lo hayan incluido (¿de nuevo?) en su lista de propósitos para el nuevo año, tal vez estén pensando en ponerse en forma. Puede que sean uno de entre tantos otros que este mes se dirige al gimnasio a sudar de forma previsible y honorable para expiar sus pecados de gula, un proceso cuyo devenir habitual es descrito con maestría por Purificación García, más conocida en internet como Señorita Puri:
«Toda forma de bajar peso, sea mediante dieta o mediante ejercicio, tiene siempre una parte incómoda que lo jode todo. Un algo que destruye por completo todo incentivo y se convierte en la excusa perfecta para abandonar cualquier pretensión de bajar peso. Si te apuntas a un gimnasio, los vestuarios serán pequeños y olerán a pies; si juegas al tenis en un lugar maravilloso, idílico, con los amigos más divertidos, estará lejos. Si puedes ir andando, te dará un calambre en el tobillo. Si te lo curan, se te romperá la raqueta. Si te apuntas a una piscina, te dejarás el gorro. Si te lo venden en unas máquinas, no tendrás monedas, y si las tienes, comprarás el gorro y te lo comerás. La mente encontrará mil y un mecanismos de frenar cualquier intento de reconducir tu vida, lanzándote al abismo de la gula, el vicio y el descontrol.»
Efectivamente, para quien no tiene como hábito hacer ejercicio el hecho de insertarlo y consolidarlo en la rutina diaria puede ser harto difícil. Confiar únicamente en nuestra fuerza de voluntad a menudo es la receta para el fracaso, siendo la razón de ello el hecho de que no hacemos lo que es mejor para nosotros, sino que hacemos lo que es más fácil. Tener en cuenta esa realidad puede ayudarnos a diseñar un plan con mayor probabilidad de éxito. A menudo dicho éxito no viene de la fuerza de voluntad sino de haber creado el entorno necesario para llegar a él. Por ejemplo, la manera más fácil de no atiborrarse de chucherías mientras se ve la televisión es no tener chucherías en casa.

Antes de empezar a ver las maneras de intentar engañar a nuestro cerebro para que no frustre nuestras ambiciones deportivas séame permitido hacer tres advertencias. La primera es que, como dicen los anglosajones, «you can't exercise away a bad diet». La mejor manera de controlar o reducir el peso es a través de la alimentación, no del ejercicio. El hecho es que el efecto en el peso que puede tener una hora de carrera se puede hacer desaparecer en cinco minutos comiendo un par de donuts. Eso no quiere decir que haber corrido sea inútil, claro está, pues aún contamos con los beneficios cardiovasculares y el chute de endorfinas. Sin embargo, si el objetivo es adelgazar no tenemos otro remedio que vigilar lo que comemos. El año pasado por estas fechas vimos cómo mejorar nuestra alimentación con el mínimo esfuerzo posible siguiendo la dieta más fácil de seguir, esto es, una dieta que no se nota.

La segunda observación que debo hacer es que la constancia es la clave en un plan de ejercicio. Las adaptaciones fisiológicas al ejercicio se pierden con rapidez, ya que al cuerpo no le gusta cargar con una capacidad extra que no utiliza y además consume recursos, como el músculo extra (ya sea esquelético o cardíaco). Sudar durante los primeros seis meses del año y vaguear los seis restantes nos hará poco servicio, pues perderemos todos los beneficios físicos obtenidos. Además, la repetición continua ayuda a consolidar el hábito. Lo último que querríamos es que nuestra nueva rutina deportiva se evaporara una vez establecida: es mucho más fácil mantenerla que volver a empezar de cero. No confiemos en que como lo logramos una vez podemos volver a hacerlo cuando queramos.

El tercer factor a tener en cuenta es que habrá piedras en el camino. No es inusual que nos fijemos objetivos y diseñemos cuidadosos planes con el fin de lograrlos para que cuando llegan las dificultades el edificio entero se desmorone. Los problemas siempre aparecen y gestionarlos debe ser parte de nuestro programa:
«To keep your optimism realistic, think carefully about the obstacles, difficulties, and setbacks you are likely to encounter as you pursue your goal. Just as important, visualize how you will deal with each challenge. If your first strategy doesn’t work, what’s plan B? (This is another great time to use your if-then plans.) Remember, it’s not “negative” to think about the problems you are likely to face, but it is foolish not to.»
Habrá días en los que estemos enfermos o lesionados, no hayamos dormido bien; días en los que habremos de quedarnos a hacer horas extra o acudir a eventos no programados. Pero, sobretodo, habrá días en los que nos sintamos muy cansados y sin ganas de hacer ejercicio. Nuestro plan tiene que poner tiritas allí donde sepamos que va a haber roces.

Continuará

lunes, 30 de diciembre de 2013

Un año de libros (edición 2013)

Como cada año les traigo la lista de los mejores libros que han pasado por mis manos durante los últimos doce meses. Este año ha cundido más bien poco pues he dedicado parte del tiempo que solía asignar a la lectura a otros menesteres intelectuales, tales como los cursos gratuitos de Coursera. Ello no obstante aún puedo ofrecerles un surtido florilegio de recomendaciones que espero sean de su interés. Recuerden que la lista completa de lecturas está disponible en nuestra estantería de anobii. Y si quieren hacer su propia recomendación pueden hacerlo en los comentarios.
Foto de shutterhacks

“Pensar rápido, pensar despacio”, de Daniel Kahneman. Si solo van a leer un libro de no ficción en su vida, que sea este (con su millar de páginas estarán entretenidos una buena temporada). Esta obra es el resultado de más de treinta años de investigación sobre la cognición humana en colaboración con el difunto Amos Tversky. Una lectura imprescindible para entender cómo pensamos y averiguar, entre otras cosas, por qué todo el mundo es idiota. Una obra maestra por su contenido que a buen seguro pasará la prueba del tiempo.

“Lo que el dinero no puede comprar”, de Michael Sandel. El argumento de Sandel es sencillo: hay cosas con las que no se debe comerciar porque hacerlo implica no valorarlas apropiadamente, como sucede con los seres humanos. A través de multitud de ejemplos tomados de Estados Unidos, donde todo parece estar en venta (puestos en colas de espera, asientos en las sesiones del Congreso, nombres de estadios, sangre humana, espacios publicitarios como coches de policía y el propio cuerpo), el filósofo norteamericano nos habla de cómo comercializar algo lo degrada y cambia nuestra actitud hacia el objeto comercializado, lo que constituye uno de los grandes peligros de las sociedades de mercado.

“The signal and the noise”, de Nate Silver. Silver es conocido en Estados Unidos por su tino con los resultados de las elecciones presidenciales. En 2008, gracias al modelo desarrollado por él mismo, acertó el partido ganador (demócrata o republicano) en 49 de 50 estados; en 2012 predijo correctamente el bando vencedor en los cincuenta estados. Estadístico de formación, empezó desarrollando un modelo de análisis de jugadores de baseball para predecir el futuro rendimiento de pitchers y catchers. En este libro Silver analiza el mundo de la predicción y la dificultad de elaborar modelos útiles (es decir, que acierten) en áreas que van desde el tiempo en su ciudad y los terremotos hasta el póker (donde el autor ganó unos cuantos miles de dólares) y el cambio climático, pasando por la economía y el terrorismo. Muy interesante.

“Por qué mentimos... en especial a nosotros mismos”, de Dan Ariely. Otro libro donde Ariely expone el resultado de sus investigaciones y el de sus colaboradores, esta vez centrándose en la deshonestidad. La conclusión de Ariely es clara: solo unos pocos se atreven con los grandes desfalcos, mientras la inmensa mayoría de nosotros hacemos trampa, robamos o mentimos solo un poco, lo justo para poder permitirnos racionalizarlo y no afectar a la imagen que tenemos de nosotros mismos como buenas personas. Si bien creo que Ariely a menudo llega a conclusiones que no se pueden extraer de sus experimentos con tanta alegría como lo hace no deja de ser una lectura entretenida y reveladora.

“Mala farma”, de Ben Goldacre. Todos los problemas de la investigación médica y las malas prácticas de las empresas farmacéuticas puestos sobre la mesa y explicados con maestría para el lego en la materia. Tras haberlo leído entenderá por qué se retiran tantos medicamentos del mercado, y quizá reconsidere su tendencia a tirar de medicamentos ante el menor malestar.

“My life as a quant”, de Emanuel Derman. Derman trabaja como analista cuantitativo, es decir, es uno de esos físicos que trabajan elaborando modelos de trading con los que bancos del estilo de Goldman Sachs hacen dinero. Además del interés personal que tengo en el mundo de la física y las finanzas, la biografía me conmovió. Este físico de origen sudafricano llegó a Wall Street rebotado del mundo académico, donde no pudo hacerse un hueco en el ámbito de la física teórica. De dedicar su tiempo a desentrañar los misterios del universo y trabajar en lo que realmente le interesaba pasó a ser «como el resto», un proletario a bordo de su coche cada mañana camino a una oficina donde debe hacer lo que su jefe le ordene por dinero.

“Imposibilidad: los límites de la ciencia y la ciencia de los límites”, de John D. Barrow. Hay quien opina, como Matt Ridley, que la ciencia nos puede sacar de cualquier apuro dado el tiempo suficiente. Este libro explora los límites del conocimiento humano y nuestras capacidades científicas. El cerebro humano no evolucionó para descifrar los misterios del cosmos, por lo que no sería de extrañar que nuestras capacidades cognitivas sean insuficientes para completar dicha tarea. Los grandes descubrimientos científicos cada vez tardan más en llegar y requieren más trabajo. Barrow examina nuestras limitaciones en tanto que humanos, las limitaciones de la informática y los límites impuestos por las propias leyes físicas. El futuro de la ciencia depende de si nuestras capacidades tienen un tope y de si hay o no una cantidad infinita de información fundamental sobre la Naturaleza.

“The Sports Gene”, de David Epstein. O por qué los jamaicanos son los mejores esprinters y los keniatas los mejores corredores de fondo, y por qué hay gente que con muy poco entrenamiento puede establecer un récord mundial. Una lectura fascinante que mezcla ciencia, deporte, historia y fisiología y que, de paso, deja patente lo poco que sabemos todavía sobre la interacción genes-entorno y el peso relativo de cada factor en el resultado final de nuestro desarrollo.

“Cuando los físicos asaltaron los mercados”, de James Weatherall. Otro libro sobre física y finanzas. Si bien no es lo que esperaba (no da detalles sobre los métodos actuales y el high frequency trading) me ha parecido muy bueno. El autor cuenta cómo se ha ido integrando la física en los mercados, desde los primeros modelos simples de Bachelier hasta la más reciente Prediction Company, pasando por Merton, Black y Scholes, Mandelbrot y Sornette. Los modelos utilizados por los analistas cuantitativos han sido duramente criticados tras la crisis financiera de 2008. Este libro, en la línea de The signal and the noise pone un punto de cordura en la discusión: algunos modelos son útiles, siempre y cuando no se pierdan de vista las premisas que lo sustentan y se utilicen en situaciones que no concuerdan con las simplificaciones que se asumen. Los problemas surgen cuando se utilizan a ciegas o no se respetan sus límites.

“Lo que el cerebro nos dice”, de V. S. Ramachandran. Ramachandran es bastante conocido por su anterior libro Fantasmas en el cerebro y su trabajo con los miembros fantasma. En este trabajo síntesis de sus investigaciones habla del funcionamiento del cerebro desde el punto de vista de la neurociencia cognitiva. Miembros fantasma, visión, autismo, lenguaje, belleza, humor, introspección y conciencia son los temas tratados en un recorrido muy interesante e instructivo.

“The Antidote: Happiness for People Who Can't Stand Positive Thinking”, de Oliver Burkeman. Aunque nació con un objetivo loable la psicología positiva parece haber contaminado la cultura occidental con la idea de que siempre hay ver el lado bueno y pensar en positivo, so pena de terribles consecuencias en caso contrario. Por otro lado, dada nuestra tendencia a pensar en términos de para lograr x debes hacer y abundan los manuales sobre cómo lograr la felicidad haciendo tal y cual. Burkeman, por el contrario, explora el camino opuesto, aquello que los clásicos llamaban via negativa: dejar de buscar la felicidad activamente y permitir que brote de forma natural. En lugar de obligarnos a ser optimistas y sentirnos fracasados cuando no lo logramos es mejor dar un paso atrás, tomar distancia con nuestros pensamientos, afrontar las dificultades con estoicismo, soltar el control y abrazar la inseguridad y la incertidumbre. Un libro recomendable para todo el mundo, pero en especial para aquellos que –como yo– poseen un temperamento más bien pesimista y poco festivo al estilo del grumpy cat. Oliver Burkeman escribe realmente bien y argumenta aún mejor, no dejando ningún argumento sin explorar.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (y III)

Personalmente, no tengo una opinión clara acerca del dopaje. En lo que respecta al equipamiento sería fácil ser un purista: los deportistas deberían ir a pelo. Nada de bicicletas contrareloj, ni de bañadores de última generación, ni siquiera zapatillas; a correr y saltar descalzos y en pelota picada. Y nada de comer o beber durante la competición. El hecho de que en las ultramaratones haya puntos de descanso estaría contraviniendo el espíritu de tal competición: una carrera de resistencia pura no debería permitir rellenar el tanque de gasolina. No obstante, esos juicios son fácilmente objetables: a ver quién es el guapo que propone unos juegos olímpicos de invierno con atletas desabrigados.

Respecto a la sustancias para aumentar el rendimiento, en el momento en el que se permite que los atletas tomen algo más que pan y agua empiezan las problemas. Nadie sabe muy bien cuál es el criterio que guía a quienes elaboran la lista de prohibiciones:
«Although not explicitly stated the idea appears to be that nutritional supplements present at high concentrations that participate in bulk metabolic reactions are fine; hormones and other signalling molecules present at lower concentrations that control the rate of these reactions are banned. The exception to this rule is caffeine. It fits completely in the low concentration signalling category, is not even a natural hormone, but remains fully supported by sporting bodies and has been removed from all banned lists. As a legal, recreational drug in society, sport has given up trying to regulate its use, leading to this anomaly.»
Algunos creen que la distinción gira en torno a lo natural y lo artificial, pero ambos son conceptos difusos que no llevan a ninguna parte. El cuerpo no produce cafeína de forma natural, pero sí testosterona. La primera no está prohibida, la segunda sí. La creatina es producida por el cuerpo, pero también puede obtenerse de la carne y el pescado. Los suplementos de creatina mejoran el rendimiento en esfuerzos anaeróbicos intermitentes de corta duración, como un esprint de cien metros; sin embargo, no están prohibidos por la WADA. Como tampoco lo están los multivitamínicos, que de naturales tienen bien poco, y son utilizados incluso por poblaciones sedentarias. Mucha gente cree que los polvos de proteína son una especie de dopaje, pero en realidad se sitúan en la misma categoría que el Gatorade en polvo: se trata simplemente de un macronutriente aislado (y están permitidos). Pero mientras el Aquarius es una bebida de uso común gracias a la publicidad («la vida es un deporte muy duro», decían los anuncios) los batidos de proteína son un producto de gimnasio que evocan la imagen del hombre sobredesarrollado asiduo de la jeringuilla. A mi modesto entender todo se reduce a una cuestión de imagen: si la droga es aceptada socialmente, como la cafeína, no hay problema. Si de alguna manera evoca la metáfora del yonqui, entonces se proscribe.

Imagen de Mel B.

Hemos analizado el argumento de la salud y visto cómo hace aguas. La UCI prohíbe la EPO, pero no los somníferos de los que David Millar (y otros muchos ciclistas según él) abusaban, y que son perjudiciales a largo plazo. Vimos que el deporte profesional es perjudicial para la salud. Un lineman que haya jugado al menos cinco años en la NFL tiene una esperanza media de vida de cincuenta y dos años, según señala Brenkus. La duración media de la carrera de un futbolista americano profesional es de tan solo tres años. Los riesgos de los esteroides palidecen frente a los de la práctica diaria. Eso no quiere decir, obviamente, que no debamos hacer cuanto esté en nuestra mano para proteger a los deportistas. No dejamos, verbigracia, que salgan a correr a trescientos kilómetros por hora sin casco solo porque las carreras sean peligrosas en sí mismas; es solo que si esa fuera la verdadera razón habría otras maneras de actuar. Sin embargo, la protección de la salud sí parece aplicable a las categorías inferiores, donde los participantes copian los métodos de los profesionales pero no tienen los mismos recursos que ellos. Los deportistas amateur no cuentan con médicos experimentados que sepan lo que hacen y material de calidad: recurren a esteroides de contrabando, abusan de las drogas o se hacen las autotransfusiones en condiciones nada higiénicas. El resultado es que algunos de ellos mueren.

Quizá el dilema del dopaje está en que sustituye la cuestión de quién se esfuerza más o tiene más talento por la de quién tiene más valor y menos respeto por sí mismo para atreverse a probar cualquier cosa, por arriesgada que sea, con tal de ganar. O por la de quién responde mejor al tratamiento. En una entrada anterior dije que si desapareciera la lista de productos prohibidos todos jugarían en un campo nivelado. Pero eso tampoco es cierto, pues las sustancias afectan de forma diferente a cada persona. Hay quien responde más a sus efectos y quien lo nota menos. Algunos sacan más tajada del entrenamiento adicional que permiten llevar a cabo estos productos y otros menos. Coyle señala:
“En resumidas cuentas: la EPO y otras sustancias no equilibran el campo de juego fisiológico, tan sólo lo cambian a nuevas áreas y lo distorsionan. Tal y como dice el doctor Michael Ashenden: «El ganador en una carrera con dopaje no es el que ha entrenado más duro, sino el que ha respondido mejor a las drogas a nivel fisiológico».”
No obstante, incluso en el estado natural de atletas «limpios» ya hay diferencias en la respuesta al entrenamiento. Hace algunos años hablamos de que no todos partimos en realidad de la misma línea de salida. El dopaje podría usarse como una forma de ayudar a los más desaventajados por la naturaleza. Esto, por supuesto, plantea todo tipo de problemas prácticos. Es más fácil legislar de la forma «o todos o ninguno».

Como posible solución al debate sobre el dopaje se podría considerar crear competiciones separadas para aquellos que lo usan y aquellos que no, de la misma forma que hay competiciones masculinas y femeninas. Eso es algo que ya ocurre en el culturismo, donde hay campeonatos de culturismo «natural», en los que se llevan a cabo controles antidopaje, y otros que siguen una política de total tolerancia. En otro deporte de pura fuerza, el powerlifting, hay federaciones, campeonatos y récords separados según el competidor utilice o no una camisa compresora (dicha camisa incrementa el peso que uno puede levantar entre un veinte y un treinta por ciento). El motociclismo celebra carreras separadas para cada cilindrada. Los deportes de lucha cuentan con categorías por peso. Los Juegos Paralímpicos refieren una amplia gama de clases que reflejan las diferentes capacidades físicas de los deportistas. Y así siguiendo.

Si les ha interesado todo esto pueden empezar por leer Run, Swim, Throw, Cheat: The Science Behind Drugs in Sport, de Chris Cooper. La obra The Sports Gene: Inside the Science of Extraordinary Athletic Performance es una fascinante lectura sobre esos atletas extraordinarios dopados de nacimiento. Si practican algún deporte y quieren aumentar su rendimiento con sustancias legales les interesará Nutrición y ayudas ergogénicas en el deporte (o su versión actualizada). Michael J. Sandel expone su argumento moral en contra del dopaje en Contra la perfección: la ética en la era de la ingeniería genética. Si lo que les va es el morbo, el libro de Tyler Hamilton Ganar a cualquier precio es el que más detalles proporciona. Por último, no dejen de ver el documental de Chris Bell del que les hablé en otro contexto. Realmente vale la pena.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (II)

En la entrada anterior me referí al hombre que me adelantó con su ciclomotor cuando iba en bicicleta como tramposo. ¿Dónde reside la trampa exactamente? Una posible respuesta es que él no estaba haciendo uso de sus capacidades físicas para superar el ascenso, sino que había delegado parte del trabajo en un motor de combustión; se supone que la esencia del ciclismo es propulsar la bicicleta únicamente con la fuerza de las propias piernas. Otra forma de verlo es que él contaba con una ayuda de la que yo carecía. De haber tenido mi propio motor de bici ¿habría dejado de haber trampa, o nos habríamos convertido ambos en tramposos (o en motociclistas)? En este último caso volveríamos al punto en el que nos veíamos obligados a decidir qué ayudas mecánicas externas son aceptables. Pero si damos por buenos ciertos avances del equipamiento en el deporte, entonces la trampa desaparece: mientras todos los deportistas tengan acceso a dichos avances, nadie tiene derecho a quejarse. De la misma forma, si todos se dopan entonces ya no hay trampa en el sentido de tener una ventaja sobre el resto, razonamiento que muchos ciclistas en el pelotón han utilizado para justificar su conducta.

Foto de istolethetv
Parte del problema con las drogas en el deporte es que, al estar prohibidas, solo algunos atletas se atreven a poner en juego sus carreras arriesgándose a usarlas, lo que relega a los más cautos a un injusto segundo plano. También se sienten injustamente tratados quienes no tienen ningún problema médico que requiera tratamiento con alguna sustancia prohibida, pues no pueden acogerse a las perfectamente legales exenciones de uso terapéutico. David Millar cuenta en su libro cómo su equipo alegó una tendinitis para poder inyectarle cortisona, una táctica que según Tyler Hamilton el U.S. Postal utilizó con Armstrong (la cortisona, entre otras cosas, ayuda a combatir la fatiga y mejora la recuperación). Si en algunos casos es lícito que un deportista utilice sustancias prohibidas, o si no es posible asegurarse de que ninguno lo haga, una manera de eliminar la ventaja de unos sobre otros podría ser levantar totalmente la prohibición, de manera que todos tengan acceso a los mismos métodos para potenciar el rendimiento. Aún entonces podría haber una situación de desventaja para aquellos que no se atrevan a hacer uso de las sustancias potenciadoras del rendimiento por el temor de perjudicar su salud a largo plazo.

Anteriormente he dicho que el uso de un motor externo en el ciclismo constituye una trampa evidente porque traslada el esfuerzo del propio cuerpo a un mecanismo externo. En este sentido se podría argumentar que el dopaje debe estar prohibido por constituir un atajo o una forma de ganar sin sacrificio mediante (el argumento del esfuerzo explicaría, de paso, la prohibición de las cámaras hiperbáricas y las autotransfusiones de sangre). Pero no es tan sencillo. Si bien los ciclistas afirman que la EPO puede convertir a un burro en un caballo de carreras, el hecho es que no ahorra ni una gota de sudor. Tal como dice Tyler Hamilton:
«La gente cree que doparse es para vagos que quieren evitar el trabajo duro. Puede que eso sea cierto en algunos casos, pero en el mío, igual que en el de muchos ciclistas que conocía, era precisamente lo contrario. La EPO proporcionaba la capacidad de sufrir más, de obligarte a llegar más lejos y con más fuerza de lo que jamás hubieras imaginado, tanto entrenando como en carrera. Recompensaba justo aquello en lo que yo era bueno: tener una estupenda ética laboral y presionarse al límite y superarlo.»
Hormonas como la testosterona y la eritropoyetina no evitan que uno deba trabajar duro, pero sí hacen dicho esfuerzo más rentable y, al acelerar la recuperación, permiten que pueda llevarse a cabo más a menudo.

La última razón que veremos para prohibir las drogas que aumentan el rendimiento es puramente moral. Los productos dopantes habrían de estar vedados porque violan el espíritu deportivo, de acuerdo con el cual uno debería hacer uso únicamente de los propios dones y capacidades naturales para ejercer su actividad. De lo que se trataría es de llegar a ser el mejor a través de un entrenamiento y un esfuerzo disciplinados, llevados a cabo con perseverancia y combinados con nuestro talento. Constancia, determinación, voluntad, lucha y genio son las cualidades que esperamos lleven a un atleta a lo más alto, no una jeringuilla combinada con un cóctel de pastillas. Lo hermoso de la historia de Armstrong era que se trataba de un hombre que logró ganar siete veces el Tour de Francia tras superar un cáncer con métastasis (dejaremos de lado, al menos por el momento, la ingenuidad de pensar que es posible ganar una carrera de tres semanas y 3.200 kilómetros a base únicamente de colacao y crispis). Queremos que gane el mejor, no el más drogado.

La importancia que atribuimos a la esencia del deporte es más fácil de ver en una competición como la Fórmula 1, donde la tecnología puede llegar a primar sobre la labor del deportista, como hemos visto durante el campeonato de este año, o como ocurrió a principios de 2009 con Brawn GP y sus difusores dobles. Para algunos lo ideal es que ganara el mejor conductor. Sin embargo, cuando se tiene un coche muy superior no hace falta ser el mejor. Este hecho molesta a quienes piensan que ello altera el sentido de la competición, y fue una de las razones de que se eliminara el control de tracción en 2008: en aras de la pureza del deporte habría que trasladar el mayor número de tareas de conducción al piloto, no al coche (algo con lo que otros estarían en desacuerdo aduciendo que la Fórmula 1 trata de una lucha entre pilotos por llegar el primero, pero también entre equipos por construir el mejor coche).

Esta premisa de «mantener el espíritu del juego» elimina la distinción entre mejoras de equipamiento y ayudas ergogénicas. Independientemente de su naturaleza, todas ellas habrían de estar prohibidas si corrompen el deporte. Según Michael Sandel:
«Naturalmente, no todas las innovaciones en el entrenamiento y el equipo son una corrupción del juego. Algunas de ellas, como los guantes de béisbol y las raquetas de grafito para los tenistas, contribuyen a mejorarlo. ¿Cómo distinguir los cambios que mejoran un deporte de aquellos que lo corrompen? Ningún principio simple puede resolver la cuestión de una vez por todas. La respuesta depende de la naturaleza del deporte y de si la innovación contribuye a destacar u oscurecer los talentos y las habilidades que distinguen a los mejores jugadores.»
Consideremos el caso de los esteroides anabolizantes. Los anabolizantes son al cuerpo lo que los ingenieros al bólido de Fórmula 1: ambos tienen por objetivo procurar un motor más potente y un chasis mejor. En ningún deporte es eso tan evidente como en el culturismo, disciplina conocida precisamente por el uso indiscriminado de productos dopantes. El objetivo del culturista es lograr los músculos más grandes, definidos, proporcionados y simétricos que la naturaleza le permita, objetivos todos ellos en los que los efectos de los anabolizantes destacan especialmente. En el deporte donde más se utilizan es donde más claramente se pone de manifiesto cómo algunos productos sintéticos pueden corromper el espíritu deportivo. Y no solo se trata de anabolizantes. El infame Synthol, que tiene su máximo exponente en la grotesca figura de Gregg Valentino, es el equivalente no quirúrgico a los implantes de pectorales, bíceps, gemelos, hombros u otro músculo. Es evidente que nadie otorgaría el título de Mr. Olympia a alguien que ha moldeado su cuerpo a base de silicona. Sin embargo, es indudable que por la sangre de todos los campeones del Olympia corren hormonas sintéticas.

El argumento del espíritu del deporte también está lleno de zonas grises. Es cierto que los esteroides aumentan el tamaño y fuerza de los músculos, y que la EPO incrementa la resistencia, pero inyectárselos no impide el cultivo y la exhibición de talentos naturales. De hecho, podría argumentarse que los potencia. Como he dicho antes, lo que hacen estas sustancias es rentabilizar más el trabajo duro. Sigue habiendo una clara diferencia moral entre un pelotón de ciclistas subiendo el Alpe d'Huez con un hematocrito de 50 y otro que lo hace en el coche del equipo. Además, si consideramos que resistencia y velocidad son las cualidades fundamentales de un ciclista y que, siendo así, estas deberían ser desarrolladas únicamente mediante entrenamiento, entonces ¿no habrían de prohibirse las bicicletas y equipamientos para etapas contrarreloj (que aumentan la velocidad), así como los avituallamientos (que proporcionan resistencia)?

¿Y qué ocurre con los deportes donde las facultades acrecentadas por fármacos son solo una mejora indirecta? Ninguna droga en el mundo puede dar a un futbolista el toque de Iniesta o los regates de Messi (irónicamente, el argentino ha contado con su propia exención se uso terapéutico de hormona del crecimiento). Es más, a la mayoría ni siquiera le dotará de la velocidad de Cristiano Ronaldo, ya que la velocidad es una capacidad de desarrollo muy limitada por la genética. Dado que en el fútbol prima la técnica sobre las cualidades físicas (que se lo pregunten a la selección nacional estadounidense) un chute de testosterona no estaría contraviniendo el espíritu del balompié. Dicho sea de paso, esta primacía de la técnica es probablemente la razón de que la mayoría de los positivos en controles antidopaje en el mundo del fútbol sea por drogas recreativas como la marihuana o la cocaína.

A mi juicio el argumento moral ha ido perdiendo relevancia según el deporte se ha ido comercializando. El deporte profesional, aquel en el que los deportistas necesitan ganar para poder pagar facturas, es un negocio. Y el capitalismo es experto en arrancar de ellos cualquier consideración ética. Hamilton y Millar coinciden en sus respectivos libros en este aspecto. Pedalear era su sustento y lo único que sabían hacer. Habían trabajado toda su vida para llegar hasta ahí. Si para mantenerse en el pelotón debían entrar en el juego ¿qué otra opción tenían? De nuevo en palabras de Tyler Hamilton:
«[C]reo que todos los que quieren juzgar a los que se dopan deberían pensarlo, al menos durante un segundo. Pasa toda tu vida trabajando para llegar al filo del éxito y entonces te hacen elegir: unirte o marcharte a casa. ¿Qué harías tú?»
Continuará

lunes, 2 de diciembre de 2013

Citius, altius, fortius (I)

Tres ciclistas, tres libros. Paul Kimmage escribió Rough Ride a principios de los noventa, uno de los primeros libros en hablar del dopaje en el ciclismo, del que se han publicado varias ediciones actualizadas según salían a la luz nuevos escándalos. David Millar cuenta sus memorias en Pedaleando en la oscuridad. Detenido junto a otros miembros del equipo Cofidis en 2004, tras cumplir su sanción de dos años ha estado formando parte –como corredor y como propietario– de equipos con una clara política antidopaje. Tyler Hamilton, gregario de Lance Armstrong, es el coautor de Ganar a cualquier precio, donde da detallada cuenta de este tipo de prácticas entre los profesionales (incluyendo cómo logran evadir los controles) con especial atención al comportamiento del desposeído campeón norteamericano y la operación Puerto. Millar y Hamilton fueron descubiertos y sancionados. Habían hecho algo prohibido por la UCI y el COI y fueron castigados con sendas suspensiones y la eliminación de sus victorias. Pero ¿por qué está prohibido doparse?
Foto de The Pug Father

Como ya sabrán, el dopaje consiste en el uso de sustancias ergogénicas con el fin de mejorar el rendimiento deportivo, como la EPO utilizada por los ciclistas y los esteroides anabolizantes empleados por atletas de fuerza. Si bien cuando hablamos de sustancias ergogénicas solemos pensar en fármacos, lo cierto es que esos no son los únicos elementos de este conjunto:
«Everything an athlete ingests is a performance-enhancing substance, including spinach, milk, and bread. All contribute to muscle growth, bone strength, good circulation, and every other aspect of physical health that all of us strive for. In addition to the kinds of things that help athletes and the rest of us gain general fitness, there are chemicals that have more immediate effects on performance.As an example, take sugar. In its various common forms, such as glucose, fructose, and sucrose, sugar is a simple, fast-acting carbohydrate that can supply short-term energy to depleted muscles. Get some into your body at about mile 20 of the marathon and it just might make the difference between a personal best and a total meltdown.»
Desde este punto de vista, el dopaje es tan antiguo como el mismo deporte. En la antigua Grecia ya se recurría a dietas específicas y suplementos para aumentar el rendimiento:
«los atletas del siglo VI a. C. aumentaban su fuerza comiendo carnes diferentes según la disciplina que practicaban: los saltadores de caballo, boxeadores y lanzadores, de toro, y, los luchadores, de cerdo. En el siglo V a. C. existen referencias de que los corredores de fondo bebían antes de la carrera cocimientos de plantas, se hacían aplicaciones de hongos desecados e incluso llegaban a la extirpación del bazo, por considerar que un bazo congestionado, duro y doloroso podía suponer una pérdida de velocidad en la carrera. En el siglo III a. C. Filotrasto y Galeno refieren la ingestión de multitud de sustancias por parte de los atletas y Plinio, en el siglo I, afirma ya que los corredores de fondo bebían cocciones de equiseto para evitar la fatiga y prolongar la resistencia en carreras de larga duración.»
Hoy día muchos de nosotros –deportistas o no– también hacemos uso de cocciones para evitar la fatiga y prolongar la resistencia, mejorar la concentración y aumentar el estado de alerta. Me estoy refiriendo, cómo no, al café (o, en mi caso, al té). La cafeína es una droga estimulante que ilustra perfectamente la dificultad de trazar una línea en torno a las sustancias potenciadoras del rendimiento. De efectividad sobradamente probada, este alcaloide estuvo en la lista de la Agencia Mundial Antidopaje hasta 2004. De un año para otro las tabletas de cafeína que Kimmage había sido reacio a usar pasaban a ser legales. El mero hecho de que un principio activo mejore el desempeño físico no parece ser, pues, razón suficiente para prohibirlo.

Al contrario que la cafeína, las anfetaminas, otro de los estimulantes más usados en la época del ciclista irlandés, aún siguen vedadas. ¿A qué es debido? La razón principal es, probablemente, el riesgo que implican para la salud. Pero tampoco es que la cafeína sea segura: el LD50 se sitúa en torno a 150-200 miligramos por kilo de peso, difícil de alcanzar a base de tazas de café, pero no tanto mediante pastillas. Al margen de eso, la amenaza para la salud como argumento para prohibir ciertos compuestos suele contrargumentarse de dos maneras principales. Por una parte, dado que nada está exento de riesgo (incluso el agua ingerida en grandes cantidades puede ser letal), de lo que se trata es de alcanzar un equilibrio entre riesgo y beneficio. Expertos como el doctor Charles Yesalis aseguran que los anabolizantes, una de las sustancias más explotadas y perseguidas, pueden usarse forma relativamente segura. Al fin y al cabo se ha estado recurriendo a ellos durante bastante tiempo en el ámbito clínico con pacientes de cáncer o SIDA. Además de eso, las hormonas se emplean también en contextos no terapéuticos, como el cambio de sexo.

Incluso aunque fueran dañinos, afirma la otra línea de refutación, no importaría. El deporte profesional no trata sobre la salud, es un espectáculo con el que algunos se ganan la vida. Al más alto nivel el peligro es inherente a la actividad misma, como atestiguan los ciclistas muertos en caídas producidas durante los descensos de puerto de montaña, o los daños cerebrales que sufren los jugadores de la NFL (sin mencionar la obesidad de sus defensas). Si de verdad se tratara de proteger a los deportistas podríamos empezar por no obligarles a chocar cabeza con cabeza, no inyectarles diversos medicamentos para que puedan subirse a la moto con fracturas graves del día anterior, o no hacerles rodar a 80 kilómetros por hora sobre una bicicleta con neumáticos de menos de dos centímetros de ancho y nula capacidad de frenada con la única protección de un maillot y un casco de ciclista. «Si quieres sentir cómo es ser ciclista» le gustaba decir a Jonathan Vaughters «desnúdate hasta quedarte en ropa interior, conduce tu coche a 65 kilómetros por hora y salta por la ventanilla sobre una pila de metal dentado».

Aunque todas las sustancias ergogénicas fueran inocuas aún podríamos señalar que, de alguna manera, un deportista que se sirve de ellas está recurriendo a una ayuda «externa». Recuerdo una mañana de ruta en bicicleta en la que me estaba dejando el corazón y los pulmones en una pendiente del 9% cuando me pasó un tipo pedaleando plácidamente en una bicicleta con un motorcito incorporado. Eso, a todas luces, era hacer trampa. Pero otro de esos días el que me adelantó fue un ciclista acoplado a su manillar de triatlón. Su postura aerodinámica le daba ventaja sobre mí, ventaja que se sumaba al hecho de que él montaba una bici de carretera mientras yo me arrastraba con quince kilos de bicicleta de montaña. Los ciclistas profesionales hacen uso de todo tipo de ayudas externas (ruedas lenticulares, cascos aerodinámicos, bicicletas ultraligeras) que son perfectamente legales. Como con los medicamentos, algunas innovaciones en el equipamiento son vistas como una violación flagrante de las reglas, mientras otras se aceptan sin más. En este punto suele recordarse que incluso el recurrir a un entrenador estaba mal visto en su momento, tal como se muestra en la película Carros de fuego.

A mi juicio, la diferencia más evidente de la que nos servimos para diferenciar las ayudas tecnológicas de aquellas que pueden considerarse dopaje es –por mal que suene decirlo así– el hecho de que las primeras no se introducen en el cuerpo para actuar sobre su fisiología.

Continuará

lunes, 18 de noviembre de 2013

Una buena persona

– Creo que conozco a su hijo.
– ¿De verdad?
– No mucho, pero siempre me ha parecido buena persona.
– Es una buena persona. Es lo mejor que se puede decir de alguien.
–Margin Call

Alguna vez nos ha ocurrido a todos que, después de haber interactuado con alguien por primera vez, sentimos que esa persona no nos gusta en absoluto. Para Margarita dicha impresión es argumento más que suficiente para querer deshauciar a su compañero de piso, con el que lleva viviendo menos de dos meses. «¡Qué mala persona eres!», bromeé, señalando que va a dejar a una persona en la calle justo cuando empieza el frío. Ella contestó que en absoluto era una mala persona. «¿Crees que eres una buena persona?», insistí. «Sé que lo soy», me dijo.

Foto de ecastro
Hace algunos meses hablamos de la deshonestidad y del «efecto Lucifer», de cómo las situaciones influyen en el comportamiento ético de todos nosotros. En el entorno equivocado, baja malas influencias, incluso la gente con la mayor integridad puede obrar de forma moralmente reprobable. Para bien o para mal, las situaciones excepcionales casi nunca llegan, lo que nos permite mantener intacta una imagen propia de integridad moral. Así, es muy posible que la mayor parte de nosotros seamos buenos sencillamente porque no hemos tenido la ocasión de ser malos. Thomas Nagel se refirió a ese hecho como «suerte (o fortuna) moral circunstancial» en su ensayo Moral Luck:
«The things we are called upon to do, the moral tests we face, are importantly determined by factors beyond our control. It may be true of someone that in a dangerous situation he would behave in a cowardly or heroic fashion, but if the situation never arises, he will never have the chance to distinguish or disgrace himself in this way, and his moral record will be different.
A conspicuous example of this is political. Ordinary citizens of Nazi Germany had an opportunity to behave heroically by opposing the regime. They also had an opportunity to behave badly, and most of them are culpable for having failed this test. But it is a test to which the citizens of other countries were not subjected, with the result that even if they, or some of them, would have behaved as badly as the Germans in like circums­tances, they simply did not and therefore are not similarly culpable. Here again one is morally at the mercy of fate, and it may seem irrational upon reflection, but our ordinary moral attitudes would be unrecognizable without it. We judge people for what they actually do or fail to do, not just for what they would have done if circumstances had been different.»
Por supuesto la posibilidad de ceder a la presión del contexto es algo que pocos de nosotros estamos dispuestos a reconocer, lo que constituye una de las múltiples manifestaciones de la denominada ilusión de la invulnerabilidad personal. El psicólogo social Philip Zimbardo, padre del célebre experimento de la prisión de Stanfordescribe:
«[L]as fuerzas situacionales [...] pueden someter a la mayoría de las personas. Pero a nosotros no, ¿verdad? Es difícil ampliar a nuestros propios códigos de conducta las lecciones que hemos aprendido a partir de un análisis intelectual. Lo que en abstracto se aplica fácilmente a «los demás» no se aplica con tanta facilidad al caso concreto de uno mismo.»
Hemos llegado hasta aquí sin ni siquiera tratar de definir lo que constituye una buena persona. ¿Es aquella que se atiene únicamente a una ética de mínimos (la regla de plata: no hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran) o es la que se adhiere a una ética de máximos (la regla de oro: trata a los demás como te gustaría que ellos te trataran a ti)? Observemos que, dependiendo de la altura a la que situemos el listón, podrían no ser necesarias circunstancias excepcionales para marcar a la mayoría como malas o buenas personas. Un compañero de trabajo afirmó hace un par de días: «yo no soy mala persona, nunca he matado a nadie». Con un listón tan bajo a la mayoría le estaría permitido andar con la cabeza alta. En el polo opuesto, si consideramos, por mor del argumento, que una de las formas más viles de maldad es la maldad por inacción, omisión o indiferencia («para que el mal triunfe, sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada»), entonces ¿quién está libre de culpa? Este es probablemente el tipo de maldad más común, pues es fácil de racionalizar y, como decía, discutible.

Otras dificultades se añaden a nuestra pretensión de juicio moral personal. ¿Basta una sola acción para calificar a alguien como buena o mala persona? ¿Cómo de grande habría de ser tal acción? ¿Cuántas acciones más pequeñas serían el equivalente? ¿Cuán poderosas habrían de ser las circunstancias para exonerar un mal acto, o cuán puras las intenciones de uno bueno? ¿Cuántas acciones buenas compensan una mala (si eso es posible, dada la asimetría en la consideración de ambos tipos)? Hay quienes se portan como santos con sus familias y amigos pero son crueles en otros contextos, como el laboral. ¿Eso los hace ser malas personas, o simplemente hipócritas? ¿Tiene más peso la bondad en cierto dominio que la mezquindad en otro?

Una cuestión tan compleja como el juicio moral es candidata ideal para el proceso de sustitución identificado por Kahneman. La pregunta «¿es fulanito buena persona?» es reemplazada por una mucho más fácil de responder, tal como «¿me gusta fulanito?», «¿he visto a fulanito hacer algo bueno?» o «¿se ha portado fulanito bien conmigo?». Pero quede esto al margen, pues es un tanto ajeno al asunto.

Mi conversación con Margarita me recordó la de un capítulo de la particular comedia Rockefeller Plaza (30 Rock, S0302). Jack Donaghy trata de explicarle al botones, Kenneth, que en el ámbito de la ética no siempre hay una única respuesta correcta, que en ocasiones se puede seguir siendo buena persona aunque se violen algunas normas morales:
Jack: Soy una buena persona.
Kenneth: Si usted lo dice, señor.
Jack: Pero la vida es difícil. No siempre sabes qué hacer. Imagínate en un bote salvavidas.
Kenneth: Un bote salvavidas.
Jack: Caben ocho personas, pero sois nueve a bordo. Las opciones son: volcar y que todo el mundo se ahogue, o sacrificar a uno para poder salvar a los demás. Bien, ¿cómo decides quién debe morir?
Kenneth: No creo en las situaciones hipotéticas, señor Donaghy, es como mentirle al cerebro.
Jack: Kenneth, tu vida es muy cómoda. La virtud que no se prueba no es una auténtica virtud.
De la misma forma que aquellos que dudan de que Sebastian Vettel sea realmente el mejor piloto de F1 del momento, pues lo ha tenido todo más fácil al contar con un coche muy superior, yo soy escéptico frente a quien se califica a sí mismo como buena persona sin haberse enfrentando a ninguna prueba moral de cierta enjundia. Cuántas de esas pruebas habrían de superar, y de qué tipo y alcance, esas son también buenas preguntas.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Gestionando humanos (II)

Buenas,

Por petición de mi colega Silvio, voy a tratar de contar en las siguientes líneas lo que ha sido mi experiencia de los últimos dos años “gestionando humanos” (tal y como lo llama mi también colega Mario) o siendo “da boss” y luego el “mecha boss” (tal y como algunos de mis mismos compañeros me
llamaban). Antes de nada, coincido con Mario en que ha sido (y es) en su mayor parte una experiencia muy gratificante, aunque nos hayan tocado las vacas flacas y hayan caído compañeros por el camino. Para mi, algunas de las claves que han hecho que la experiencia haya sido, como decía, gratificante, son las siguientes:

1.- Respeto: “Es agradable ser importante, pero es más importante ser agradable”. Que seas jefe no significa que estés por encima de nadie. De hecho, gran parte de tu trabajo es quitar obstáculos del trabajo de los demás. Me sorprende la gran cantidad de gente que confunde educación y afabilidad con blandura. Que no esté de acuerdo con un comercial, con una persona de mi departamento o con mi director no significa que sea gritón, ni faltón, ni borde, ni condescendiente. Como siempre me ha dicho un tío mio “fortiter in re, suaviter in modo”.

2.- Comunicación: Como comprobé en mis propias carnes siendo implantador, una de las cosas más importantes para trabajar medianamente a gusto es saber por qué y para qué estás haciendo lo que estás haciendo. Que te manden a hacer tareas más o menos genéricas en lapsos de tiempo no muy bien definidos (y por supuesto siempre más cortos de lo debido) sin previo aviso no es una cosa que haga mucha ilusión. Por otra parte creo que es importante hacer a todo el mundo partícipe en la medida de lo posible del proyecto global en el que está inmersa la empresa/departamento/proyecto en la que trabajan, hacer que sientan que forman parte del mismo y que se cuenta con ellos. Para esto lo principal es comunicar, comunicar y comunicar. Caso aparte que da para un post entero es la comunicación horizontal entre distintas áreas de la empresa y todo lo que podría dar de sí.

3.- Buen rollo: En la medida de lo posible, trabajar con alegría y crear buen ambiente. Al fin y al cabo, pasamos 8 horas del día (y muchos días más) en el curro con nuestros compañeros, así que más vale que nos lo tratemos de montar bien y tener buen rollo porque si no no aguanta el ambiente ni Dios, y enlazado con esto está el siguiente punto que es…

4.- Flexibilidad: Al final como jefe lo que te interesa es que los temas que tienen que salir, salgan, no que la gente caliente la silla de 8 a 6. Mientras todo el mundo arrime el hombro para que los proyectos se completen en tiempo y forma, flexibilidad con los horarios, por supuesto siempre dentro de unos márgenes que no afecten a la equidad del departamento. Al final sabes que vas a tener que pedir muchas veces un extra a tus colegas en tiempo y esfuerzo, pero claro, eso funciona en ambos sentidos. Si la empresa responde ante la gente dándole tiempo, la gente responde ante la empresa dándole tiempo también. Quid pro quo, Clarisse :P

5.- Asumir que vas a tener que tomar decisiones: Y que una parte no desdeñable de estas no te va a gustar :( pero es así. No se puede querer ser jefe y no querer tomar decisiones. Es una de las razones más importantes por las que en principio cobras más que un soldado raso. Además, acostumbrarte a que no vas a tener mucho tiempo para elegir la opción “menos mala”.

En realidad he de decir que mis compañeros de departamento me lo han puesto muy fácil siendo una gente de p.m. Honraos, trabajadores, colaboradores y echaos “palante”. Si tienes un buen equipo, tienes prácticamente todo el trabajo hecho, lo único que hay que hacer es no cagarla (demasiado) y todo saldrá de verdad, de deporte.

Un placer, compañeros del metal.