lunes, 23 de febrero de 2015

Espejito, espejito

Comienza Michael J. Mauboussin su último libro con la historia de cómo consiguió su primer trabajo, en un banco de inversión. El proceso constaba de seis entrevistas con miembros del equipo, más una última conversación de diez minutos con el ejecutivo al cargo de la división. Tanto él como el resto de candidatos fueron advertidos de que si querían lograr el trabajo tendrían que brillar en esa última entrevista.

Tras las seis primeras reuniones, las cuales, según Mauboussin, fueron tan bien como cabía esperar, le llevaron al despacho del jefe para la última prueba:

Peeking out from underneath a huge desk was a trash can bearing the logo of the Washington Redskins, a professional football team. As a sports fan who had just spent four years in Washington, D.C., and had attended a game or two, I complimented the executive on his taste in trash cans. He beamed, and that led to a ten-minute interview that stretched to fifteen minutes, during which I listened and nodded intently as he talked about sports, his time in Washington, and the virtues of athletics. His response to my opening was purely emotional. Our discussion was not intellectual. It was about a shared passion.
Mauboussin logró el empleo, una experiencia que -según dice él mismo- fue fundamental en su trayectoria profesional. Curiosamente, poco tiempo después de haber comenzado a trabajar alguien le confesó que su contratación se debía enteramente al jefe de división:

[A]fter a few months in the program, one of the leaders couldn't resist pulling me aside. “Just to let you know,” he whispered, “on balance, the six interviewers voted against hiring you.” I was stunned. How could I have gotten the job? He went on: “But the head guy overrode their assessment and insisted we bring you in. I don't know what you said to him, but it sure worked.”
Foto de Allen Skyy
He vivido situaciones parecidas al menos un par de veces, para bien y para mal. Así fue, verbigracia, como encontré mi último empleo. Mi entrevistador y yo habíamos leído los mismos libros, teníamos intereses en común y buena parte de la conversación giró en torno ello. También fue así –todo hay que decirlo– como se me cerró la última puerta que intenté cruzar. Después de seis entrevistas tuve una conversación con la persona de recursos humanos. Enseguida noté algo raro, una mezcla de hostilidad y falta de conexión. Me vetó. Cuando fue interrogado sobre ello, presentó como argumento respuestas que yo no había dado. Sospecho que, simplemente, no le caí bien. Hace bien poco, un antiguo compañero que se gana la vida en otro país se quejaba de algo similar. Tras superar con éxito media docena de filtros con miembros de su futuro equipo, personas con las que conectó enseguida y daban por hecho su contratación, se vio finalmente descartado por el gerente de recursos humanos, quien había mostrado durante su encuentro una animadversión que nadie supo explicar.


Los procesos de selección de personal han sido objeto de bastante investigación dentro de la psicología. Varios estudios han sugerido que cuanto más se parece el entrevistado al entrevistador, mejor es la valoración del candidato. Allen Huffcutt, por ejemplo, ha estudiado las entrevistas de trabajo durante veinte años. Sus conclusiones más relevantes aparecen en la obra Ori y Rom Brafman:

El trabajo de Huffcutt sobre entrevistas de trabajo arroja una luz interesante sobre uno de los aspectos más intrigantes del sesgo diagnóstico, que tal vez cabría denominar el efecto «espejito, espejito». Cuando realizamos entrevistas de trabajo, según afirmó Huffcutt, «a menudo basamos la imagen del candidato ideal en nosotros mismos. Si llega alguien que se nos parece, pensamos que vamos a entendernos; probablemente querremos contratarlo». Pero, por supuesto, no está probado que porque los empleados potenciales sean similares a su jefe encajen mejor en la compañía.
Este sesgo no se limita únicamente a las entrevistas de trabajo. Robert Pirsig describe otra situación que también me es familiar, esta vez en el ámbito educativo:

[C]ada maestro tiende a calificar mejor a aquellos alumnos que más se le parecen . Si tu propia escritura muestra una buena caligrafía, tú lo consideras más importante en un alumno que si no la tiene. Si usas palabras ampulosas, te agradarán los alumnos que también las usan.
Yo tuve una profesora de instituto que era una fanática de los esquemas y repudiaba mis respuestas en prosa. Recuerdo que en un examen final de literatura me dio por escribir la respuesta en forma de esquema, en lugar de desarrollarla como solía. No solo obtuve un sobresaliente, sino que mostró mi examen a toda la clase como ejemplo de cómo había que responder a un examen. Aunque nunca mencionó de forma explícita que tuviéramos que responder de determinada manera, el mero hecho de imitar su estilo hizo que la nota mejorara.

Qizá nada de esto les sorprenda. En su momento ya hablamos de lo que le pasa al que es diferente. Tendemos a rodearnos de personas que son como nosotros, presupuesto de partida que Thomas Schelling tomó para desarrollar su conocido modelo de segregación, un proceso de la física social que explica por qué su vecino se parece a usted. Y, como ya sabrán por las distintas reacciones que mostramos a la misma tragedia humana según su localización geográfica, las personas empatizamos mejor con quienes más se nos parecen:

Empathy also increases with perceived similarity. The more we perceive somebody to be just like us, the more we empathize with him or her. There is a fascinating study by Andrea Serino and team, aptly titled I Feel What You Feel If You Are Similar to Me, which hints at how powerful the perception of similarity can be for empathy. The study is based on the discovery that watching a video of your own body being touched can temporarily increase your sensitivity to touch.
Todo ello hace poco probable que un día nos levantemos y amemos a los demás incondicionalmente sin tener en cuenta cuan diferentes sean de nosotros. Sin embargo, es posible tomar este sesgo evolutivo en consideración para mejorar la integración social y la colaboración centrándonos no en la diversidad, sino en aquellas características que compartimos. Esa es, al menos, la propuesta de Jonathan Haidt:

Increase similarity, not diversity. To make a human hive, you want to make everyone feel like a family. So don’t call attention to racial and ethnic differences; make them less relevant by ramping up similarity and celebrating the group’s shared values and common identity. A great deal of research in social psychology shows that people are warmer and more trusting toward people who look like them, dress like them, talk like them, or even just share their first name or birthday. There’s nothing special about race. You can make people care less about race by drowning race differences in a sea of similarities, shared goals, and mutual interdependencies.

Todavía recuerdo un episodio de CSI Las Vegas en el que la víctima es engañada y seducida a través de internet por una mujer inexistente cuya foto no es más que un montaje, la versión femenina de la propia cara de la víctima. Mientras los CSI se dan cuenta del truco usando una de esas inverosímiles maniobras informáticas tan televisivas, Grissom dice:

Grissom: Hay una teoría según la cual la Mona Lisa es una versión feminizada del mismo Leonardo da Vinci.
Sara: ¿El concepto sugiere que todos somos narcisistas?
Grissom: Sí. Lo que nos atrae más somos nosotros.
Tal vez sea ese el impulso creador de esos miles de timelines en redes sociales repletos de primeros planos del protagonista. Al fin y al cabo, qué mejor contenido que imágenes de la persona que más nos gusta. Y qué mejor nombre para el paloselfi, efectivamente, que «la vara de Narciso».

lunes, 16 de febrero de 2015

Aprendiendo a aprender

Sospecho que, como lectores de este blog, son el tipo de persona que disfruta aprendiendo cosas nuevas, en cuyo caso puede que les interese el MOOC que Terrence Sejnowski y Barbara Oakley ofrecen en la plataforma Coursera titulado Learning How to Learn: Powerful mental tools to help you master tough subjects. Es un curso ligero, sencillo y muy interesante que les recomiendo encarecidamente si están interesados en aprender mejor. Si los MOOC no les interesan, también existe la opción de leer el libro escrito por Oakley A Mind For Numbers: How to Excel at Math and Science (Even If You Flunked Algebra), donde se desarrolla el mismo material.

Siguiendo las recomendaciones de los instructores, en este artículo resumiré los puntos más importantes del curso. Tratar de recordar las ideas fundamentales y revisar el material son –no se cansan de repetirlo– dos actividades fundamentales para consolidar lo aprendido.

Foto de Anne Davis 773

Pensamiento enfocado frente a pensamiento difuso

Existen dos tipos de redes neuronales entre las que el cerebro alterna: la de alta atención y la de estado relajado. Los procesos de pensamiento asociado a dichas redes son, respectivamente, el modo centrado o enfocado (focused) y el modo difuso (diffuse). El modo de enfoque se utiliza para concentrarse en algo que ya está firmemente asentado en nuestra mente, a menudo porque estamos familiarizados con los conceptos subyacentes. Es el modo que usamos, por ejemplo, para multiplicar números. El modo difuso, por el contrario, trabaja en segundo plano, y nos permite adoptar una visión general del problema, así como nuevas intuiciones acerca del mismo. Es la red neuronal gracias a la cual artistas como Dalí alumbraban sus creaciones.

Memoria

Como ya sabrán, existe una memoria a corto plazo, o de trabajo, y una memoria a largo plazo. La memoria a corto plazo es como una pizarra que dispone de cuatro «huecos» en los que almacenar la información con la que estamos trabajando en el momento. La peculiaridad de esta pizarra es que necesita de la repetición para retener la información, o de lo contrario esta desaparecerá. Por otro lado, la memoria a largo plazo es como un gran almacén donde los recuerdos pueden permanecer durante años, a veces sin que nunca sean recuperados.

La manera de mover información de la memoria de trabajo a la memoria a largo plazo es utilizando la repetición espaciada, esto es, repetir un concepto a lo largo de varios días. Dejar pasar cierto tiempo entre cada sesión de repetición da mucho mejor resultado que repetir el mismo número de veces en el mismo día. La razón de ello es que se necesita tiempo para que las nuevas redes neuronales que codifican ese conocimiento se formen y se fortalezcan. La analogía aquí es la de una pared de ladrillo: es necesario cierto tiempo para que el cemento se seque y forme una base sólida. Tratar de aprenderlo todo el día antes del examen equivale a apilar ladrillos sin esperar a que el cemento se seque, algo que da como resultado una estructura frágil que se viene abajo tan rápido como se formó.

Chunking

Un chunk es un trozo de información, algo así como una pieza de un puzzle. Chunking es el proceso mental mediante el cual unimos dichos pedazos de información a través del significado para formar la imagen global. Por ejemplo, las letras l, c, o y a representan cuatro fragmentos de información que pueden unirse formando la palabra cola. Esta compresión de información en base al significado permite que el cerebro opere de forma más eficiente y que la memoria de trabajo pueda gestionar una mayor cantidad de información en esos cuatro huecos que tenemos disponibles.

Uno de los primeros pasos necesarios en la asimilación de conocimientos es la creación de chunks conceptuales. Memorizar hechos desnudos sin entender el contexto es como aprender las letras por separado: no nos hace avanzar en nuestro entendimiento del problema, y tampoco nos permite averiguar cómo encaja con el resto de hechos. Por tanto, es necesario relacionar y entrelazar ideas mediante su significado de manera que el cerebro trabaje con la visión general, sin preocuparse por los detalles.

Quizá se entienda mejor con un ejemplo. Cuando se aprende a conducir con cambio manual, cambiar de marcha es un acto que se divide conscientemente en varias partes (levantar el pie del acelerador, apretar el pedal del embrague, mover la palanca de cambios, levantar el embrague). Con la práctica y la repetición, lo que antes eran movimientos separados se convierten en un único movimiento fluido que ejecutamos de forma inconsciente. De manera similar, cuando uno ha resuelto cientos de ecuaciones, ya no necesita despejar la incógnita paso a paso, sino que puede hacerse de una sola vez.

Procrastinación

Cuando nos ponemos manos a la obra en algo que preferiríamos no estar haciendo (como estudiar o trabajar) se activan las zonas de dolor del cerebro. Eso hace que tendamos a desviar la atención a actividades más placenteras y menos exigentes, como comprobar el WhatsApp o echar un vistazo a Twitter. Vencer este malestar es fundamental para entrar en modo aprendizaje. Por fortuna, es una sensación que desaparece al poco tiempo de estar sumergidos en la tarea.

Todo el mundo siente esta sensación; lo importante es cómo se gestiona. La mejor manera de vencer la procrastinación es, según Oakley, usar la técnica del pomodoro: veinticinco minutos de atención absoluta sin distracciones de ningún tipo, enfocados en la tarea que tenemos que hacer o el material que queremos aprender, seguidos por unos minutos de relajación como recompensa (por ejemplo, navegar por internet).

Dormir

Estar despierto crea productos tóxicos en el cerebro. Durante el sueño, las células del cerebro se encogen, ampliándose el espacio intercelular, lo que permite al fluido cerebral limpiar dichas toxinas. Esta limpieza nocturna mantiene el cerebro sano. Se cree que es la acumulación de toxinas lo que hace que no podamos pensar con claridad cuando no dormimos lo suficiente.

Además de la limpieza de toxinas, durante el sueño se borran de la memoria aspectos triviales, a la vez que se fortalecen las áreas más importantes. Adicionalmente, el cerebro ensaya las partes más difíciles de aquello que estamos tratando de aprender, repasando una y otra vez los patrones neuronales asociados para fortalecerlos.

El sueño es, por último, el modo difuso por excelencia. Se ha demostrado que dormir supone una importante diferencia en la capacidad de comprender lo que estamos aprendiendo, así como de resolver problemas y encontrar soluciones creativas.

Ejercicio

El ejercicio regular supone una notable mejora en la memoria y en nuestra capacidad para aprender. Al parecer, esto se debe a que el ejercicio ayuda a crear nuevas neuronas en las zonas del cerebro relacionadas con la memoria. Tanto el ejercicio aeróbico como el de resistencia (entrenamiento de fuerza) ejercen los mismos poderosos efectos en el aprendizaje y la memoria.

Trucos y consejos

Pon a prueba tu conocimiento constantemente. Apartar la vista del material que estamos estudiando y tratar de recordar las ideas fundamentales es mucho más efectivo que simplemente leer el mismo material una y otra vez. Lo ideal es probarnos en las veinticuatro horas siguientes al estudio, razón por la cual algunos profesores recomiendan rescribir por la tarde los apuntes tomados durante la mañana. Esto ayuda a fortalecer los nuevos chunks que se están formando en nuestra memoria y permite darse cuenta de cualquier laguna en nuestro entendimiento. También nos permite romper la ilusión de competencia (confundir familiaridad con conocimiento) que se forma cuando únicamente releemos el material.

Listas de tareas. Una vez por semana, escribe un breve listado con las tareas para esa semana, con un máximo de unos veinte elementos. Después, cada día escribe una lista de las cinco o diez tareas en las que trabajarás al día siguiente. Actuar así hace que el subconsciente comience a trabajar para encontrar la mejor forma de lidiar con los elementos de la lista.

Haz las tareas más desagradables primero. Es muy recomendable hacer las tareas más importantes y que menos nos gustan las primeras, cuando estamos más frescos. Según Dan Ariely, las dos horas siguientes a habernos despertado son las más productivas, por lo que no deben malgastarse perdiendo el tiempo en tareas que no requieran concentración (como las redes sociales).

lunes, 2 de febrero de 2015

¿En la buena dirección? (y II)

Mi abuela tiene un corral con pollos y gallinas. Cada vez que se acerca para darles de comer los animales se alteran y parecen seguir el mismo ritual de sonidos y aleteos. ¿Pensarán las gallinas que es su extraña danza lo que da lugar a la aparición de alimento en su comedero? El afamado conductista B. F. Skinner solía llevar a cabo un experimento en sus charlas que parecía indicar que así es:

Before a speech, Skinner would put a pigeon in a cage. The cage was rigged so that at regular intervals, without fail, a food pellet would drop down a chute into the cage. Nothing the pigeon did could make the food come slower or faster. It was all based on clockwork. So Skinner would bring the cage into a lecture, then put a cloth over it and put the cage to the side. An hour later, he’d finish his speech and unveil the pigeon. Invariably, the pigeon would be exhibiting some zany behavior. It’d be walking in circles. Or pecking furiously at the floor. Or bobbing its head like a white guy at a jazz club. See, the pigeon had come up with a cockamamie theory that its head bobbing had caused the food to drop. So it continued doing it, fueled by the confirmation fallacy.
Foto de river seal
Ahora pongámonos en la piel del pollo. Cada mañana ejecutamos nuestra danza y el homínido gigante nos da comida, todos los días a la misma hora. El tiempo pasa y vamos creciendo y engordando a buen ritmo. Nuestras necesidades están cubiertas. La vida nos sonríe. Hasta que un día –¡sorpresa!– la mano que nos alimentaba es la que nos retuerce el pescuezo antes de meternos en la olla.

Este ejemplo ligeramente truculento es obra de Bertrand Russell, quien se sirvió de él para ilustrar el problema de la inducción. En resumidas cuentas, dicho problema dice que el mero hecho de haber visto salir el sol todos los días de nuestra vida no significa que podamos estar completamente seguros de que también saldrá mañana:

Los animales domésticos esperan su alimento cuando ven a la persona que normalmente los alimenta. Sabemos que todas estas expectativas de uniformidad, más bien burdas, están sujetas a inducirnos al error. El hombre que ha alimentado al pollo cada día de la vida de ese pollo, al final en cambio le tuerce el pescuezo, mostrando que una visión más refinada con respecto a la uniformidad de la naturaleza hubiera sido muy útil al pollo.
Pero a pesar de estos errores que se derivan de tales expectativas, éstas no obstante existen. El simple hecho de que algo haya ocurrido un cierto número de veces causa que los animales y los hombres esperen que ese hecho vuelva a suceder. Luego, nuestros instintos nos provocan ciertamente la creencia de que el sol saldrá mañana, pero no tendremos una mejor posición comparada con la del pollo que inesperadamente tiene el pescuezo torcido.
Siguiendo el método que empleamos en el artículo anterior podemos ampliar este experimento mental para ilustrar otras situaciones de nuestra vida. Nassim Taleb utiliza el ejemplo del pollo para explicar que nuestra ingenua proyección del futuro a partir del presente nos procura una falsa sensación de seguridad y hace que bajemos la guardia. Taleb lleva el agua a su molino para referirse a sus Cisnes Negros:

El animal aprendió de la observación, como a todos se nos dice que hagamos (al fin y al cabo, se cree que éste es precisamente el método científico). Su confianza aumentaba a medida que se repetían las acciones alimentarias, y cada vez se sentía más seguro, pese a que el sacrificio era cada vez más inminente. Consideremos que el sentimiento de seguridad alcanzó el punto máximo cuando el riesgo era mayor. Pero el problema es incluso más general que todo esto, sacude la naturaleza del propio conocimiento empírico. Algo ha funcionado en el pasado, hasta que... pues, inesperadamente, deja de funcionar, y lo que hemos aprendido del pasado resulta ser, en el mejor de los casos, irrelevante o falso y, en el peor, brutalmente engañoso.
Siempre que todo parece ir como la seda y avanzamos a buen ritmo hacia nuestra meta, cabe preguntarse si tal avance es real, duradero o sostenible. El éxito presente no garantiza que, a la larga, no acabemos descabezados como el pollo. Es posible que, mientras nos felicitamos por nuestro ascenso y la eficacia de nuestro sistema, en la sombra esté gestándose el desastre, algo que los indicadores por los que nos estemos guiando pueden pasan por alto.

Consideremos, verbigracia, el caso de Elisenda. Harta de su sobrepeso, esta chica inició un estricto régimen que apenas cubría el gasto calórico del día a día. Perdió peso rápidamente y aquello le animó, así que redobló sus esfuerzos. Su familia le decía que estaba yendo demasiado lejos, que tenía que comer más o enfermaría. Pero Elisenda veía que la ropa le quedaba holgada y se sentía cada vez más satisfecha con la imagen que le devolvía el espejo. También se notaba con más energía que nunca, quizá por la adrenalina y el cortisol que fluían por su torrente sanguíneo como respuesta de supervivencia. Todos los indicios a los que Elisenda prestaba atención mostraban que su plan de adelgazamiento estaba tiendo éxito. Finalmente, un día se desmayó. Resultó que su nivel de hematocrito estaba peligrosamente bajo y hubo de recibir transfusiones de sangre para recuperarse.

Centrarse en el proceso en lugar de en el producto tiene múltiples ventajas, como ya vimos. Pero desde el momento en el que el sistema elegido no es efectivo al cien por cien (y, por desgracia, casi ninguno lo es) se abren paso las dificultades y las dudas. La dificultad de medir nuestro progreso real y de decidir cuándo cambiar de sistema o de meta. La duda de si lograremos nuestro propósito o de si nos iría mejor con otro sistema. La posibilidad de que haya riesgos ocultos formándose mientras caminamos en pos de nuestro objetivo, riesgos que pueden suponer un serio revés con consecuencias imprevisibles. Etcétera.

Es el hecho que, en la vida, por doquier hay oscuridad y ángulos muertos. Por doquier nos aguardan los cisnes negros y por doquier acecha la incertidumbre. El camino al éxito está envuelto en la niebla y la duda.

lunes, 26 de enero de 2015

¿En la buena dirección? (I)

Los experimentos mentales o gedankenexperiment son instrumentos de la imaginación utilizados para investigar la naturaleza de las cosas. Tratan de situaciones imaginarias que permiten estudiar conceptos y teorías, explorar la naturaleza de un problema, comprender cierto razonamiento o sondear posibles consecuencias. Al ser experimentos podemos controlar las variables y ver cómo influye cada una en nuestra comprensión, así como eliminar «cuanto complica las cosas en la vida real para centrarse claramente en la esencia de un problema», como dice Julian Biaggini, autor de un libro dedicado al tema. Continúa este autor diciendo:

Los experimentos mentales no sólo aventajan en claridad a la vida real. Lo cierto es que pueden ayudarnos a pensar en cosas que no alcanzaríamos a examinar en ésta. A veces nos exigen que imaginemos lo que resulta poco práctico o incluso imposible, bien para nosotros ahora o bien para cualquiera en cualquier tiempo. Aunque lo que estos experimentos nos piden que consideremos pueda ser descabellado, el propósito es el mismo que el de cualquier experimento mental: concentrarnos en un concepto o problema fundamental. Si un escenario imposible nos ayuda a lograrlo, no debería preocuparnos su imposibilidad. El experimento es una mera herramienta que nos ayuda a pensar, no pretende describir la vida real.
Los experimentos mentales son habituales en filosofía, pero también se han usado en física, biología, matemáticas, economía y otras áreas. Seguro que conocen algunos de ellos: el gato de Schrödinger, paradojas de Zenon como la de Aquiles y la tortuga, el demonio de Maxwell, los cerebros en una cubeta de Hillary Putnam o el tranvía de Philippa Foot. El que vamos a ver a continuación es obra del economista británico Paul Ormerod:

Imaginemos que un explorador, o, más probablemente, un participante en un concurso de televisión, debe enfrentarse a un campo inmenso. Se permite al participante comenzar desde cualquier punto del mismo. Podemos imaginarnos que el intrépido jugador es depositado sobre el terreno por un helicóptero. El campo de juego es llano en algunas zonas, pero está sembrado de cráteres, algunos pequeños y otros grandes, como si fuera un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial. El juego consiste en encontrar el cráter más profundo.
Las dificultades, además de la enormidad del campo, son de dos clases. En primer lugar, el juego se desarrolla en la oscuridad más absoluta y la única información de que el jugador dispone es saber si se encuentra sobre terreno llano, desciende por un cráter o escala para salir de él. En segundo lugar, ciertos cráteres son tan profundos y sus laderas tan empinadas, que, una vez en el fondo, será imposible que el jugador escape de ellos. Como se puede imaginar fácilmente, jamás encontrará el cráter más hondo.
Foto de Ed Suominen

La intención de Ormerod es ilustrar que un sistema de ecuaciones tiene muchas soluciones posibles y, por tanto, hay muchos equilibros distintos que pueden alcanzarse en un sistema económico. Pero su metáfora es poderosa y puede ayudarnos a esclarecer otras cuestiones. Mi presupuesto de partida es que, en el juego de la vida, nuestra situación es como la del explorador de Ormerod. Somos alumbrados en un punto al azar del terreno de juego. La profundidad del cráter desde el que empezamos la marcan nuestro país de nacimiento, nuestra situación económica, nuestros dones y habilidades naturales, nuestras oportunidades disponibles.. todo lo que suele llamarse «la naturaleza» y «el ambiente». La oscuridad más absoluta la proporciona el porvenir, cuyo devenir nadie puede conocer. El objetivo de encontrar el cráter más profundo representa cualquiera nuestros objetivos vitales: crear una empresa de éxito, fundar una familia, ser el mejor en algo, etcétera.

Así que fijamos el objetivo y echamos a andar a oscuras. Quizá no lo sepan pero los humanos somos físicamente incapaces de andar en línea recta en ausencia de señales que nos ayuden a orientarnos. Por más convencidos que estemos de que seguimos una línea recta, en realidad acabamos caminando en círculos:

Se dejó a un grupo de voluntarios en un punto especialmente desértico del desierto del Sáhara, al sur de Túnez, y a otro grupo en el espeso bosque de Bienwald, en el sudoeste de Alemania. Empezaron a caminar, mientras se les seguía con GPS. Si podían ver la Luna o el Sol, eran perfectamente capaces de avanzar en línea recta. Sin embargo, en cuanto se ocultaban, los voluntarios empezaban a andar en círculos y volvían sobre sus pasos sin darse cuenta. Se vendó los ojos a un tercer grupo de voluntarios, y el efecto aún fue más evidente: el diámetro medio del círculo que recorrían era de unos veinte metros.
A mi juicio, en el curso de la vida pasa un poco lo mismo. En ausencia de un objetivo y señales externas que nos guíen hacia él es fácil acabar viviendo cada día como el anterior, a merced de las fuerzas externas, sin avanzar. Tal vez sea por eso que las recetas para alcanzar el éxito (signifique eso lo que signifique para cada uno) abogan por establecer un objetivo y contar con algún tipo de indicador que nos permita calcular si nos estamos acercando o alejando. Por desgracia, como en el ejemplo de Ormerod,  aún contando con un destino e indicaciones sobre si estamos ascendiendo, descendiendo o llaneando, nada nos garantiza que ganemos el juego.

Soy de la opinión de que el camino al éxito no es lineal, sino que puede asemejarse a algo como lo siguiente:


Aunque la tendencia es de progreso, muestra claramente épocas de retroceso que a cualquier persona le harían dudar de sí misma, de su sistema y de la posibilidad real de alcanzar la meta. Son los baches lo que nos hacen cuestionarnos nuestras motivaciones, abandonar prematuramente o cambiar nuestro método sobre la marcha, aun cuando este sea eficaz a la larga. Es por estos altibajos por lo que les decía que una de las desventajas de los sistemas es la dificultad de determinar si estamos progresando, ya que no tenemos acceso a la imagen final. Desafortunadamente, como ya comenté más detalladamente en otra parte, no hay recetas mágicas para saber cuándo seguir adelante y cuándo cambiar. Nunca podemos saber con certeza si nos hemos metido en un cráter del que es imposible salir.

Pero incluso aunque el progreso fuera lineal y todo estuviera yendo como la seda, aún podríamos tener dudas. Cabría preguntarse, por ejemplo, si nuestro avance es real, duradero o sostenible. Es posible que mientras nos felicitamos por nuestro ascenso en la sombra esté gestándose el desastre, algo que a menudo pasamos por alto (especialmente cuando las cosas nos van bien). Nos serviremos de otro experimento mental para ilustrarlo.

Continuará.

lunes, 19 de enero de 2015

Discurso inaugural honesto

El presentador de la gala subió al escenario para anunciar el siguiente invitado:

«Señor Perogrullo tiene veinte años de experiencia en el sector. Ha leído y asimilado las grandes obras de la gestión empresarial, desde ¿Quién se ha llevado mi queso? hasta La buena suerte, pasando por Los siete hábitos de la gente altamente eficaz. Es el mejor de los mejores, y va a honrar nuestra empresa trabajando aquí. Con su ayuda y su buen hacer vamos a conquistar el mundo. Las grandes multinacionales ya están aterradas, planeando qué harán cuando las hayamos barrido del mapa. Les dejo con él, nuestro nuevo director general. Un aplauso, por favor.»

Y allá que subió señor Perogrullo entre los aplausos, tan apuesto y sonriente, un individuo claramente seguro de sí mismo acostumbrado a vender humo, deseoso de contagiar al público su optimista entusiasmo. Estas fueron sus palabras, tal como las recuerdo.

Foto de s3aphotography


«Muchas gracias, señor que me ha contratado. Si no fuera por usted seguramente seguiría asqueado en mi trabajo anterior o estaría en paro. Al ficharme ha demostrado usted ser tan listo y guapo como aparenta.

Buenas tardes a todos. Solo llevo unos días por aquí, así que no tengo ni idea del jardín en el que me he metido, pero como me han pedido que diga unas palabras les obsequiaré con la lista clásica de tópicos a la que solemos recurrir quienes mandamos en las empresas.

Ustedes son nuestros empleados. En la jerarquía de los bienes más valiosos para la compañía, eso les sitúa cerca del final. Nuestro bien más valioso son los clientes. En concreto, el dinero de nuestros clientes. Todo lo demás es gasto. Dentro de la categoría del gasto algunos se aceptan con gusto, como las obras necesarias para montarme un despacho, mientras que otros los asumimos porque nos obliga la ley, como sus salarios. Recuerden ustedes que son tan reemplazables como la silla en la que me sentaré, y que la única diferencia entre ustedes y dicha silla es que, cuando llegue el momento de cambiar, a la silla sí la echaré de menos.

Sepan que sigo una política de puertas abiertas. Si alguna vez tienen alguna pregunta pueden acudir a mí. Si dicha pregunta me resulta incómoda o requiere que haga algo, les llevaré encantado a dar un paseo por los cerros de Úbeda. En caso contrario, simplemente les escucharé como si me importara, les daré la razón, asentiré mientras les sonrío y les daré un poco de coba, procurando librarme cuanto antes de su inesperada visita que interrumpe mi jornada laboral. Sean conscientes de que su opinión no me importa si va a darme más trabajo o contradice mi propia opinión respecto al asunto tratado, y de que no estoy en contra de matar al mensajero.

Mis planes para esta empresa no incluyen subir sueldos. Lo que tengo que hacer para que no me despidan es hacer que esta empresa sea rentable y, obviamente, no nos haremos ricos abonando abultadas nóminas. Pagaremos lo mínimo necesario o un poco menos. Si la compañía empieza a ganar mucho dinero, tengan por seguro que no verán ni un euro de dicho beneficio; ese dinero irá a los accionistas y los dueños. Ustedes son como la masa amorfa con la que se hace el pan y, como tal, deben ser golpeados y moldeados para que la empresa pueda sacar algo de provecho de ustedes. No se logra que suba la masa dándole premios; bastante contentos deberían estar ya con el hecho de que les dejemos trabajar. Si algún salario ha de subir, que sea el mío. Yo sí me lo merezco. Yo soy alto, guapo y listo. Yo estoy en lo alto del escalafón. Yo valgo más. Ustedes son una panda de don nadies y don nimios. Por eso ustedes están ahí sentados escuchándome a mí hablar en el escenario, y no al revés.

No sé lo que va a pasar. No sé si vamos a ir a mejor o a peor. No puedo predecir el futuro y, si pudiera, estaría comprando lotería, no aquí perdiendo el tiempo. Si la empresa mejora, me atribuiré el mérito. Si empeora, les echaré la culpa a ustedes ante mis jefes, pero se la echaré al mundo cuando tenga que hablar con ustedes directamente. La economía, la mala suerte o el perro que se come mis presentaciones en Power Point, todas ellas son excusas a las que puedo recurrir para mantener mi imagen de competencia y justificar el fracaso.

No recompensamos a quienes mejor trabajan, sino a quienes conocemos personalmente y nos caen bien. Esa es una de las razones por las que los directores nos subimos el sueldo entre nosotros: porque nos conocemos. Si me doran la píldora, me hacen reír, no me dan problemas y me cuentan sus increíbles logros, entonces tal vez me dé por subirles un poco el sueldo, incluso aunque esos logros no sean verdad. No necesito que sean ciertos, solo me hace falta una excusa a la que aferrarme para darle un premio a mis colegas.

La formación no es una prioridad. Tienen que venir sabiendo de casa. Venderemos contratos asegurándoles a los clientes que ustedes lo saben todo de todo, y que pueden hacer cualquier cosa. Cuando el cliente les reclame, esperamos que se pongan las pilas y estudien por su cuenta, se paguen de su bolsillo cualquier formación que necesiten, aprendan todos los idiomas necesarios, etcétera. Esto es aplicable especialmente a los becarios. Señores, desengáñense, no les contratamos para formarles, sino porque son baratos y, como no tienen experiencia, caerán en todas nuestras trampas y se tragarán todas nuestras mentiras. Están en la fase en la que aguantarán casi cualquier abuso con tal de construir un currículo que les permita huir, lo que llevará el tiempo suficiente para que hayamos sacado todo el partido posible a su energía de juventud. Son ustedes marionetas de baja resistencia que salen muy rentables.

Mi política se basa en posponer. Posponer las decisiones más delicadas, posponer las recompensas (si es que llega a haber alguna), posponer las malas noticias. El que no hace nada no se equivoca. Al que no toma decisiones no se le puede echar la culpa cuando algo sale mal. Al que oculta la información relevante no se le puede abroncar.

Ustedes no son los mejores. Si lo fueran, trabajarían para una empresa mejor, una empresa seria que les pagara bien. Si están aquí es porque no tienen talento suficiente para encontrar otro trabajo, porque son unos conformistas o porque sus taras mentales impiden que pasen ningún filtro de recursos humanos. Todas ellas son razones que tengo de más para pagarles poco. Por supuesto, ese razonamiento no lo aplico a mí mismo. Yo soy un ganador que está aquí en busca de un reto. Ustedes son unos perdedores que están aquí condenados por su mediocridad como trabajadores y como personas.

No tengo nada más que añadir. Disfruten del resto de la velada. Lo que coman y beban hoy será cuanto saquen de beneficio este año. Conózcanse, póngase cara y forjen lazos personales. Eso me conviene: cuando llegue la tormenta de mierda sacarán el trabajo adelante con tal de ayudar a sus compañeros, a pesar de su mísero sueldo. Los esclavos se protegen y cuidan entre ellos, repartiendo la penosa carga entre todos por solidaridad, lo que nos permite ahorrar en salarios y beneficios.

Muchas gracias.»

Este discurso solo ha tenido lugar en mi mente. Fue durante un acceso febril en el que, entre las mantas y los pañuelos saturados de mucosidad, recordé aquella lista recopilada en El principio de Dilbert. Pero la versión hipócrita de la misma tiene lugar en multitud de empresas alrededor del globo. Reúnen a sus empleados con los únicos incentivos de la comida gratis y las relaciones interpersonales (bien engrasadas con alcohol sin límite) para decirles que todo irá bien, que su compañía es diferente y hace las cosas correctamente, que es el mejor sitio para trabajar y que el único posible devenir de los acontecimientos es conquistar el éxito que –¿quién osaría ponerlo en duda?– indiscutiblemente merecen.

lunes, 12 de enero de 2015

Sistemas

Comienzo hoy este artículo de un modo que solía: con una anécdota de Los Simpsons. ¿Recuerdan aquel episodio en el que Homer pelea contra Drederick Tatum por el título mundial de los pesos pesados?

Moe: Mira, Homer, no quiero mentirte: hay muchas posibilidades de que lo venzas pero, eso sí, debes visualizar cómo lo vas a ganar. ¿Entendido?
Homer: Perfectamente.
[Homer imaginando su victoria]
Locutor: Un defecto congénito cardiorespiratorio ha hecho mella en Tatum minutos antes de subir al cuadrilátero.

Probablemente sepan cómo acaba la historia. Para los que no hayan visto el capítulo, baste decir que Tatum estaba en plena forma.

Quizá fueron de los que rieron con la ocurrencia de Homer, tan bobo él, depositando sus esperanzas de victoria en un hecho tan improbable. Sin embargo, he visto demasiados tableros de visión como para no darme cuenta de que, en lo atinente a satisfacer nuestros deseos vitales, hay muchos Homer por ahí sueltos.

Foto de Scott
La semana pasada recogíamos las bondades del cambio de mentalidad sistemas-frente-a-metas. Un sistema es algo que hacemos a diario que incrementa nuestras posibilidades de alcanzar nuestro objetivo a largo plazo (si bien no garantiza que lo logremos). Enfocarnos en el sistema en lugar de en la meta hace que nos centremos en aquello que podemos controlar (nuestras acciones) en lugar de aquello que está a merced de la diosa fortuna (el desenlace, siempre sujeto a la impredecibilidad del mundo exterior). El éxito pasa a valorarse no según el resultado final, sino según nuestra capacidad para actuar todos los días de acuerdo con nuestro sistema, dando pequeños pasos hacia la meta fijada. La felicidad del propósito cumplido se sustituye por un flujo constante de pequeñas satisfacciones provenientes de ver cómo cumplimos y nos mantenemos en el camino marcado.

Un sistema no deja de ser una especie de receta para el éxito y, como tal, los hay buenos y malos. Algunos son muy difíciles de seguir; otros, absurdos o estúpidos. Vean, verbigracia, las «declaraciones» que se mencionan en Los secretos de la mente millonaria:

Así pues, voy a pedirte que cada vez que llegues al final de un principio fundamental de este libro te pongas primero la mano en el corazón, después hagas una declaración verbal, y a continuación te toques la cabeza con el dedo índice y hagas otra «declaración» verbal.
[...] Lo dicho: te invito a que te pongas la mano en el corazión y repitas la siguiente...

DECLARACIÓN:
«Mi mundo interior crea mi mundo exterior».

Ahora tócate la cabeza y di:
«Tengo una mente millonaria».
(Hay que decir que el método para enriquecerse descrito en este libro no se basa únicamente en estas «declaraciones»).

También Scott Adams aboga por afirmaciones de este estilo en su autobiografía. La popularidad de estos rituales o de supersticiones como la «ley de la atracción» no ha de sorprendernos: es muy frágil el suelo de la voluntad, y estas recomendaciones son fáciles de llevar a cabo, rápidas y gratuitas. Producen la misma falsa sensación de productividad que –en la oficina– origina contestar el correo, atender llamadas y asistir a reuniones. Confundimos mera actividad con verdadero progreso, y nos engañamos pensando que estamos haciendo algo en pos de nuestro fin cuando en realidad no estamos avanzando nada.

Aunque muchos sistemas fallan porque no son eficaces o son difíciles de seguir, hay, a mi juicio, un tercer factor que casi siempre suele pasarse por alto pero es clave para el éxito: el hecho de que el sistema sea adecuado para nosotros.

Todo manual sobre cómo lograr dinero, alcanzar la felicidad, conseguir el éxito empresarial o encontrar el amor lleva implícitas ciertas premisas sobre un abigarrado conjunto de aspectos de la vida, ya sea acerca de la naturaleza humana (se asume que toda persona puede cambiar), la economía (se da por hecho que es cíclica) o la fisiología, por nombrar unos pocos. Lo que nunca se dice es qué suposiciones se han hecho acerca de nuestra propia personalidad o el entorno en el que nos movemos. Eso hace que muchas personas fracasen en su empresa al utilizar consejos que no casan con su forma de ser o que no tienen validez en su ámbito social. Devora Zack, autora de un libro sobre networking para introvertidos, lo explica muy bien:

Typical advice isn’t inherently flawed; it’s just geared to a subgroup of the population. Let’s say I lived in Miami and wrote a book on how to locate palm trees. “Go outside, walk around a while, and you’ll come across one soon enough,” I would write, and it would be solid advice in Florida. Yet a devotee of my writing in Boise may walk around for a couple of days and reach the conclusion he isn’t cut out to discover palm trees. Eventually he may realize the book simply wasn’t written for him.
Un ejemplo perfecto sobre cómo las generalizaciones que muchos autores hacen constantemente sin darse cuenta echan por tierra sus propios consejos puede hallarse en la obra de Linda Tirado, una mujer estadounidense de clase trabajadora obligada a vivir de paga en paga:

I once read a book for people in poverty, written by someone in the middle class, containing real-life tips for saving pennies and such. It’s all fantastic advice: Buy in bulk, buy a lot when there’s a sale, hand-wash everything you can, make sure you keep up on vehicle and indoor-filter maintenance.

Of course, very little of it was actually practicable. Bulk buying in general is cheaper, but you have to have a lot of money to spend on stuff you don’t actually need yet. Hand-washing saves on the utilities, but nobody actually has time for that. If I could afford to replace stuff before it was worn out, vehicle maintenance wouldn’t be much of an issue, but you really can’t rinse the cheap filters again and again—quality costs money up front. In the long term, it makes way more sense to buy a good toaster. But if the good toaster is thirty bucks right now, and the crappiest toaster of them all is ten, it doesn’t matter how many times I have to replace it. Ten bucks it is, because I don’t have any extra tens.

It actually costs money to save money.
Si, como Tirado, no tenemos ni un céntimo, de poco nos servirá un plan para hacernos ricos basado en comprar propiedades inmobiliarias e inversiones en bolsa. Si somos pesimistas por naturaleza, insistir en el pensamiento positivo nos dejará frustrados; una aproximación estoica de vía negativa nos servirá mucho mejor. Y así siguiendo. Debemos encontrar la receta que mejor se adapta a nuestra situación, aquella para la cual tenemos tanto los ingredientes como los utensilios necesarios.

Sé por experiencia que muchos programas de mejora personal no funcionan porque no son «de nuestra talla». Igual que con la ropa, a menudo hay que probar varios hasta acertar. Por desgracia, cuando usamos un sistema es difícil saber en un momento dado si está funcionando. Con frecuencia veo a personas cambiar de dieta o de plan de ejercicio a las pocas semanas porque pensaban que no estaban progresando. Lo único que conseguían con ello era sabotear sus propios esfuerzos al no dar tiempo suficiente al plan para mostrar sus efectos, lo que siempre acababa en una sensación continua de fracaso al cambiar continuamente de método sin ganar nada.

También es frecuente rendirse ante una mala experiencia resultante de haber puesto el método en marcha sin haberlo dominado antes, o tras un primer intento fallido que nos hace pensar que, si no ha resultado a la primera, es porque no funciona en absoluto. Como en otros tantos aspectos de la vida, hay que encontrar aquí un difícil equilibrio entre paciencia y saber abandonar para cuyo cálculo no existe receta mágica.

lunes, 5 de enero de 2015

Propósitos de año nuevo

Google sabe que es la época de intentarlo de nuevo, de volver a la carga con energías renovadas. No hay más que ver el volumen de búsquedas de términos como «ejercicio», «gimnasio» o «dejar de fumar». ¿Adivinan a qué meses del año corresponden los picos?

Google Trends
Los picos más bajos señalan diciembre, los más altos a enero (y, cuando se trata de ejercicio y gimnasios, a mayo y septiembre). En el caso de «dieta», el número de búsquedas es tan superior a los anteriores que he tenido que mostrarlo en un gráfico separado para que las tendencias pudieran apreciarse correctamente en cada caso. De nuevo, a ver si pueden averiguar dónde cae cada diciembre y cada enero.

Google Trends - dieta


Como ya sabrán, bien porque lo hayan visto o bien porque lo hayan experimentado, la mayoría de propósitos de año nuevo no se consiguen. El psicólogo Richard Wiseman llevó a cabo dos estudios con miles de personas cuyos resultados lo dejaron bastante claro:

A un grupo lo observamos durante seis meses y al otro, durante un año. Al inicio del proyecto, la gran mayoría de los participantes creía estar haciéndolo bien. [...] Al final, sólo el 10% de los participantes había alcanzado sus objetivos y ambiciones.
Según Wiseman, existen cuatro técnicas esenciales para lograr nuestros anhelos: preparar el plan adecuado, contárselo a nuestros amigos y familiares, concentrarnos en las ventajas, y recompensarnos con cada paso conseguido.

Todo empieza fijándose un objetivo. Pero no vale cualquier objetivo, ha de ser uno inteligente, un objetivo SMART: specific, measurable, attainable, realistic, time-bounded. Como explica Devora Zack:

Think of yourself as a detective. You need specific clues to know whether you accomplish your goals. Think: What evidence will let me know I succeeded? Many people mess up on this one, with goals that are vague and therefore doomed to fail. I am going to meet more people! I will follow up better! I’ll go outside my comfort zone! Just do it! Guess what? You won’t. Because how will you know whether or not you did? You won’t. Any goal can be put in specific terms. A vague goal is unattainable; a clear goal is specific.
Idealmente, en pos del desarrollo personal, además de concreto, medible y alcanzable, el objetivo marcado debería suponernos cierto esfuerzo y ser significativo:

First, the results should be hard to achieve—they should require “stretching, ” to use the current buzzword. But also, they should be within reach. To aim at results that cannot be achieved—or that can be only under the most unlikely circumstances—is not being ambitious; it is being foolish. Second, the results should be meaningful. They should make a difference. Finally, results should be visible and, if at all possible, measurable. From this will come a course of action: what to do, where and how to start, and what goals and deadlines to set.
Fijado el destino, las investigaciones realizadas por Gabriele Oettingen indican que debemos reflexionar sobre el tipo de obstáculos y los problemas que encontraremos en nuestro camino, siempre con la meta en mente. Para Oettingen, la mezcla de planes concretos, optimismo acerca de nuestro triunfo y realismo sobre los problemas que aparecerán es el estado mental más eficaz para lograr nuestro propósito. Eso es algo que, de acuerdo con Heidi Halvorson, los triunfadores hacen naturalmente:

Being specific about what you want is just the first step. Next, you need to get specific about the obstacles that lie in the way of getting what you want. In fact, what you really need to do is go back and forth, thinking about the success you want to achieve and the steps it will take to get there. This strategy is called mental contrasting, and it is a remarkably effective way to set goals and strengthen your commitment.
Diríase que la consecución de nuestros fines reside en buena parte en el propósito en sí, en cómo lo definimos y cómo pensamos acerca de él. Sin embargo, ¿y si las metas fueran para perdedores? Esa es, al menos, la opinión de Scott Adams, el dibujante de Dilbert:

Por decirlo lisa y llanamente, las metas son para perdedores. Esto es literalmente cierto la mayoría de las veces. Por ejemplo, si su meta es perder cinco kilos, se pasará cada minuto hasta que alcance esa meta (si es que lo consigue) sintiéndose mal por no haberla alcanzado todavía. En otras palabras, las personas orientadas a las metas existen en un estado de fracaso casi constante, que tienen la esperanza de que sea pasajero. Esa sensación desgasta. Con el paso del tiempo se vuelve pesada e incómoda. Incluso puede dejarle fuera de juego.
Adams no es el único que piensa así. Oliver Burkeman menciona en The Antidote una encuesta realizada por Stephen Shapiro que ponía de manifiesto cómo la orientación a objetivos produce infelicidad:

In survey research he commissioned, drawing on samples of American adults, 41 per cent of people agreed that achieving their goals had failed to make them any happier, or had left them disillusioned, while 18 per cent said their goals had destroyed a friendship, a marriage, or another significant relationship. Moreover, 36 per cent said that the more goals they set for themselves, the more stressed they felt – even though 52 per cent said that one of their goals was to reduce the amount of stress in their lives.
Shapiro es un orador profesional que da charlas a ejecutivos y hombres de negocios. Su filosofía consiste básicamente en que lo importante para la calidad de vida no es el resultado final, sino cómo jugamos el partido; la obsesión con el marcador empeorará nuestro desempeño y nos hará desgraciados. Él considera que deshacerse de las metas, o centrarse en ellas de manera laxa, a menudo es la mejor manera de obtener resultados. Apoya sus argumentos con anécdotas de gente con la que ha trabajado, como aquel conjunto de mecánicos de Fórmula 1 que redujo el tiempo de los pit stop cuando se les dijo que no se les puntuaría según el cronómetro, sino de acuerdo a su estilo. Desplazar el foco de la velocidad a los movimientos fluidos logró que las paradas fueran más rápidas.

Así pues, quizá lo importante no sea el propósito en sí, sino el método empleado para alcanzarlo, un método diseñado para plantar la semilla del éxito y que este brote de forma natural. Es por ello que Scott Adams sugiere reiteradamente no centrarse en metas, sino en sistemas (ibídem Adams):

[U]na meta es un objetivo específico que usted alcanzará o no en el futuro. Un sistema es algo que hace regularmente y que aumenta sus probabilidades de ser feliz a largo plazo. Si usted hace algo todos los días, es un sistema. Si espera conseguir algo en un momento futuro, es una meta.

A lo largo de mi carrera siempre he tenido las antenas puestas, buscando ejemplos de personas que usaran sistemas en lugar de metas. En la mayoría de los casos, que yo sepa, a las personas que usan sistemas les va mejor. Las personas que se centran en un sistema han descubierto una manera de contemplar lo familiar de formas nuevas y más útiles.

Las personas que se marcan metas viven, con suerte, en un estado constante de fracaso anterior al éxito, y a las malas, en un fracaso permanente si nunca alcanzan sus objetivos. Las personas que usan sistemas tienen éxito cada vez que los aplican, en el sentido de que hacen lo que pretendían hacer. Las personas que persiguen metas tienen que luchar a cada paso con el desánimo que las invade. Las que usan sistemas se sienten bien cada vez que los aplican. Esto supone una gran diferencia por lo que respecta a mantener enfocada su energía personal en la dirección correcta.
En este blog hemos hablado de sistemas en algunas ocasiones, precisamente relacionados con propósitos típicos de año nuevo. Vimos el sistema de Brian Wansink para perder peso sin darnos cuenta, y el de Charles Staley para ponernos en forma. Robert Kiyosaki tiene su sistema para ganar dinero. Incluso podríamos hablar de un sistema budista para conseguir la felicidad y la paz interior. Todos ellos tienen en común el hecho de establecer un conjunto de normas que, cumplidas con diligencia, nos harían arribar a nuestro fin.

Enfocarse en los objetivos puede tener efectos secundarios no deseados, especialmente cuando no los establecemos nosotros, sino que nos vienen impuestos. Pueden generar ansiedad. Pueden hacer que nos sintamos impelidos a hacer trampas para cumplirlos. Es posible que abandonemos prematuramente cuando no cumplimos algún punto de control; por ejemplo, cuando después de mucho sacrificio no hemos perdido ese medio kilo a la semana que nos habíamos marcado. Pueden, en definitiva, sabotear nuestros intentos por llegar a ellos.

Solemos pensar en la felicidad de forma episódica, como la sensación que surge en los grandes momentos o tras ir logrando cruzar una meta tras otra. Dicha felicidad a menudo es efímera y viene acompañada del vacío que deja haber perdido aquello que nos daba propósito y dirección. Lo habitual es volver a empezar, dirigiendo nuestros esfuerzos a una nueva ambición. Pero, cuando queremos algo importante y significativo, nos pasaremos el noventa y nueve por ciento del tiempo trabajando por ello. De ahí que, como dice Shapiro, sea tan importante disfrutar jugando el partido.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Un año de libros (edición 2014)

Metidos en estas fechas, gusto de traer la sólita serie de recomendaciones literarias, sin ningún orden en particular. Como siempre, la relación completa de libros puede consultarse en nuestra estantería de Anobii.

Foto de Abhi Sharma

“23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo”, de Ha-Joon Chang. Ha-Joon Chang es un economista coreano que da clases en la Universidad de Cambridge, autor de varios libros ampliamente discutidos. En esta obra analiza las diferencias entre el dicho y el hecho del sistema capitalista, asuntos como la falsa globalización (que es efectiva solo para el capital, no para los trabajadores), los mercados libres (que rara vez hacen ricos a los países subdesarrollados), la planificación de la economía (todas las economías están planificadas centralmente en mayor o menor grado), la nacionalidad del capital (que fluye al país de origen del dueño de la empresa) o la economía del conocimiento (que, en realidad, sigue siendo principalmente manufacturera).

“Models. Behaving. Badly.: Why Confusing Illusion with Reality Can Lead to Disaster, on Wall Street and in Life”, de Emanuel Derman. Diríase que los economistas envidian la certeza y solidez de la física y las matemáticas. Desde la década de los cincuenta, las teorías económicas se han vestido de ecuaciones, teoremas y otros artificios numéricos para dar un aire de ciencia a una disciplina que, como la crisis financiera ha puesto de manifiesto nuevamente, tiene más de astrología que de astronomía. Emanuel Derman trabajó como analista cuantitativo para Goldman Sachs, desarrollando modelos económicos para ganar dinero con renta fija. En esta obra reflexiona sobre qué es un modelo y qué una teoría, qué precauciones hay que tomar cuando se utilizan modelos y en qué se diferencia la economía de ciencias como las matemáticas y la física. No es un libro técnico sino autobiográfico, con disquisiciones filosóficas que abarcan la política, la vida diaria, la física y la economía.

“Forecast: What Physics, Meteorology, and the Natural Sciences Can Teach Us About Economics, de Mark Buchanan. Otro libro que, como el anterior, muestra cuán desnudo va el emperador, y que para hacer verdadera ciencia se requiere algo más que prolijas ecuaciones. Mientras los economistas venden el libre mercado como una especie de máquina mágica que, dejada a su albur, es capaz de tomar todos nuestros deseos y preocupaciones y decirnos qué hacer, cuánto y a que precio, los ciudadanos de a pie sufrimos las consecuencias de las burbujas económicas que nacen y explotan continuamente. Sostiene Buchanan que los mercados comparten muchas características con sistemas físicos dinámicos y caóticos y que, por ello, los economistas podrían aprender mucho de la física que estudia dichos sistemas. En una analogía con el clima, Buchanan analiza cómo los economistas defienden sus propuestas como un camino hacia un día soleado sin fin, cuando lo cierto es que probablemente las nubes y las tormentas sean algo inevitable de la economía.

“The Numbers Game: Why Everything You Know About Football is Wrong”, de Chris Anderson y David Sally. Aunque no lo siga habitualmente, lo cierto es que el fútbol me gusta (serán reminiscencias de una infancia obsesionada con él). Mientras en Estados Unidos abundan las estadísticas deportivas, en Europa la recogida de datos como costumbre es un fenómeno más bien reciente. El análisis estadístico de dichos datos recogido por Anderson y Sally revela algunos hechos sorprendentes que contravienen el saber establecido, algo a lo que le dedicamos un artículo resumen en su día.

“La ola que arrasó España: ascenso y caída de la cultura del ladrillo”, de Guillermo Valcárcel. Obviamente, esta es una recomendación dirigida a aquellos españoles que vivieron la burbuja inmobiliaria y sufren actualmente sus consecuencias. El autor entrelaza en la narración la evolución de la política de vivienda (desde la era franquista hasta la actualidad) con sus recuerdos como jefe de obra desde los noventa. Es un libro interesante y entretenido que muestra los entresijos de la construcción, desde la especulación con el suelo a los chanchullos en la adjudicación de contratos por parte de las administraciones públicas, pasando por la vida diaria de la obra: los robos, los accidentes, las chapuzas, las bromas, la corrupción y un largo etcétera.

“El capital en el siglo XXI”, de Thomas Piketty. Un libro muy, muy denso que podría haberse resumido bastante. Lo he incluido en la lista principalmente por lo que significa y el debate que se ha generado en torno a él (tiene pinta de que se convertirá en un clásico). Lo que más me ha gustado es su perspectiva histórica, analizando la distribución de la riqueza remontándose varios siglos en el tiempo, algo permite apreciar tendencias eliminando parte del ruido. También he disfrutado su aproximación literaria a la economía, con referencias a obras clásicas para mostrar cómo se vivía y qué significaba ser rico en siglos pasados. Un trabajo concienzudo, controvertido y muy criticado que uno ha de leer para formarse su propia opinión.

“Doctored: The Disillusionment of an American Physician”, de Sandeep Jauhar. Estados Unidos gasta más dinero que ningún otro país en sanidad y, aún así, sus indicadores de salud están entre los peores de los países desarrollados. Este libro cuenta, a través de las memorias de un médico, todos los problemas que sufre el sistema sanitario norteamericano. Es lo que ocurre, me temo, cuando se deja la sanidad en manos privadas. Médicos que para ganarse la vida se ven obligados a hacer pruebas, pruebas y más pruebas, incluso en pacientes que no las necesitan o que corren bastante riesgo al someterse al procedimiento. Cirujanos que se niegan a operar para librarse de una posible demanda por negligencia o de una mancha en su historial. Facultativos que se dejan captar por las farmacéuticas para complementar sus ingresos. Etcétera. Es una obra muy personal, con las tribulaciones del autor descritas en detalle, sus problemas familiares y las historias de sus pacientes. Leerlo me trajo muchos recuerdos como trabajador de la sanidad, recuerdos que plasmé en un artículo.

“La paradoja de la globalización”, de Dani Rodrik. Dice Rodrik que entre globalización, democracia y soberanía nacional solo se pueden tener dos de tres. Si se quiere globalización y democracia, habríamos de renunciar a un gobierno nacional en favor de uno mundial. Si uno quiere mantener la soberanía nacional, o bien renuncia a la globalización e impone sus propias reglas, nacidas del proceso democrático (lo que puede hacer que las empresas no quieran hacer negocios en nuestro país), o se renuncia a dichas reglas nacionales y se acatan las impuestas por organizaciones como la OCDE, el Banco Mundial, el FMI, etc. Un libro muy interesante que muestra que no es oro todo lo que reluce, que en la economía global hay que desistir de ciertas ventajas si se quieren conseguir otras, y que pone de relieve las sombras y dudas que afectan a la globalización y, en general, a la teoría macroeconómica. Un autor que, para variar, reconoce los límites que existen en el conocimiento actual y no argumenta como si estuviera transmitiendo la verdad revelada, característica que escasea entre los que se dedican a la economía.

“¡Que vienen los lobbies! El opaco negocio de la influencia en España”, de Juan Francés. Dice un viejo aforismo –recogido en el libro– que hay dos cosas que es mejor no saber cómo se elaboran: las leyes y las salchichas. La obra empieza con una anécdota jugosa. El partido del gobierno redacta una proposición de ley. Cuando revisa las enmiendas propuestas por los otros grupos parlamentarios se da cuenta de que dos partidos han presentado exactamente la misma, punto por punto. ¿Cómo es eso posible? Resulta que la enmienda la había redactado uno de los grandes bancos españoles y se la había entregado a ambos partidos para que la presentaran como propia, cosa que estos hicieron sin cambiar ni una sola coma (algo muy habitual, parece ser).
Aunque la segunda parte del libro está centrada en España, la primera trata sobre los grupos de presión en aquellos países donde están más desarrollados, Estados Unidos y Reino Unido. Un libro imprescindible para entender la política actual y cómo y por qué los lobbies transforman el sistema democrático de «una persona, un voto» en uno de «un dólar, un voto».

“Thinking In Numbers”, de Daniel Tammet. Me encanta el estilo de Tammet, tan sencillo y elegante, mezcla perfecta de literatura, matemáticas y apuntes personales. Disfruté mucho su autobiografía Nacido en un día azul, lo que hizo que me animara a leer este, que no dejaba de aparecer en las listas de libros recomendados del año. Si bien los primeros capítulos no me cautivaron especialmente, en conjunto es un libro muy hermoso, curioso e interesante, con reflexiones únicas de una persona que ve el mundo con unos ojos muy diferentes.

“The Guinea Pig Diaries”, de A.J. Jacobs. Hace unos años ya les recomendaba otro libro de este autor, aquel en el que se leía la Enciclopedia Británica de la A a la Z. En cada capítulo de este otro libro, Jacobs realiza un experimento consigo mismo durante treinta días: no contar mentiras, hacerse pasar por una chica guapa en un portal de citas, no hacer más de una cosa a la vez, asistir a los Oscar suplantando a un actor famoso, vivir racionalmente... En el capítulo final describe los treinta días que vive como esclavo de su mujer, haciendo absolutamente todo lo que esta le pide, sin rechistar. Jacobs es muy ingenioso y hace reír continuamente (al menos a mí). Muy entretenido.

“GDP: A Brief but Affectionate History”, de Diane Coyle. Políticos, economistas y cuñados han convertido el PIB en un número fetiche, una especie de dios sacroprofano al que se han de ofrecer continuos sacrificios para que crezca mucho y continuamente, con la promesa de un mundo mejor. Este breve escrito narra la historia del PIB, concepto nacido durante la II Guerra Mundial para planificar el esfuerzo bélico, así como su evolución desde entonces, su definición y los problemas que supone calcularlo. Cuenta lo que mide y lo que no, y cómo son necesarios indicadores alternativos para medir el bienestar social y «la economía» en una época de servicios donde muchos de ellos son gratuitos (como Google) o proporcionados por el gobierno, y cuya contribución no puede medirse como quien cuenta pares de zapatos producidos.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Espíritu navideño

«Veinticinco, ya es Navidad.
Todos juntos vamos a brindar
por Ruanda, Etiopía.
En Venezuela o en la India,
ahí mueren niños.
Feliz Navidad.»

SKA-P, Villancico. 

Dos noticias se entienden mejor juntas, oigo decir a menudo últimamente. Por un lado, la ONG Educo presentó un anuncio alertando sobre la desnutrición infantil en España basado, según cuentan, en la historia real de Marta, una niña de once años que a los Reyes Magos les pide un plato de macarrones (de acuerdo con esta organización, en España uno de cada cuatro niños está malnutrido y uno de cada tres en riesgo de pobreza). Por otro lado, la portavoz Mònica Oltra acusó al diputado del PP en las Corts Valencianes, Rubén Ibáñez, de decir «ahora saco el pañuelo y lloro» en relación a este tema del hambre infantil (algo que él niega y que es imposible dilucidar con el vídeo que ha compartido la portavoz, de manera que el asunto se reduce a la palabra de uno contra la del otro).

Ilustración de John Holcroft
Este tipo de noticias chirrían especialmente en Navidad, una época en la que la bondad se nos presupone (si bien hay quien no se porta bien ni un solo día en todo el año). La tradición manda que en estas fechas seamos niños buenos, intercambiemos parabienes y felices deseos, y que nos demos besos en los morros unos a otros. Smuac, smuac, que dice Pérez-Reverte. Comentando la noticia sobre el diputado del PP en unos foros peruanos alguien escribía: «Los espanoles (sic) tienen la sensibilidad de una pared. Son criaturas insensibles, brutas y toscas». Ay, si solo fueran los españoles. Creo que donde mi primo dijo «espanoles» quería decir «humanos». Es mi opinión que hay una escasez generalizada de compasión en el mundo, escasez que, por los libros que leo, los debates que sigo y las conversaciones que escucho, es especialmente grave entre gente acaudalada, políticos y economistas. Seguramente sea una de esas quejas que se mantiene desde el origen de la especie, como la de que los demás son idiotas.

La compasión, afirma Victoria Camps, es la emoción más aprobada por la tradición filosófica a lo largo de los años:

Compasión es la traducción latina del griego simpatía, sentimiento en el que Hume hizo descansar su concepción de la moralidad. Si algo hay en los humanos que explica la existencia de una ética basada en la obligación de no hacerse daño y respetarse mutuamente, es ese sentimiento que nos vincula con los semejantes, que lleva a compadecerse de los que sufren, así como a alegrarse de su buena suerte, hasta el punto de que la inhumanidad y la falta de compasión son la misma cosa.
Aristóteles definía este sentimiento en su Retórica como «cierta tristeza por un mal que aparece grave o penoso en quien no es merecedor de padecerlo». El célebre filósofo observó que no sienten compasión los soberbios (aquellos con un «espíritu insolente»), pues se creen a salvo de sufrir mal alguno, lo que podría explicar en parte por qué a los políticos, con sueldos a partir de sesenta mil euros anuales y todos los gastos pagados, amén de un trato preferente ante la justicia, no les importan sus votantes y solo se preocupan por sí mismos. Aristóteles también incidió en que para sentir compasión es necesario que el mal «podría esperar padecerlo uno mismo o alguno de los allegados de uno, y esto cuando apareciese cercano». Este es otro hecho bien conocido por todos (me temo que hoy no traigo más que obviedades) y el motivo por el que el gobierno obliga a los directores de los medios de comunicación a «ser buenos» y no hablar de las desgracias de los ciudadanos, no vaya a ser que los espectadores se identifiquen con los perjudicados, se indignen y exijan algún cambio social. (La compasión parece estar basada en un circuito neuronal de la parte primitiva del cerebro que se activa cuando se ve sufrir a alguien cercano o similar a uno mismo). De la unión de ambos factores, soberbia y ausencia de identificación con el que sufre, resulta el sistema actual, en el que quienes más poder tienen para cambiar las cosas son los menos conmovidos y prestos a ello.

Sigue diciendo Camps en su libro que la compasión en sí misma se queda corta, que lo que se requiere en un mundo donde los recursos están distribuidos de forma tan desigual es justicia. De nada sirve decirse «¡qué pena!», entregar unas monedas y seguir adelante como si nada: «La compasión necesaria es aquella que implica indignación [...] contra los que mantienen instituciones que permiten injusticias». La compasión es, pues, una puerta a la justicia. Desgraciadamente, abundan quienes no se ven afectados por esta emoción y, por ende, niegan ciertas injusticias que claman al cielo, sea porque atenta contra sus ideales o porque afecta a personas fuera de su ámbito social, o bien porque creen que «eso» no puede pasarle a ellos.

Los medios de comunicación no ayudan precisamente a cosechar compasión. Hace ya bastante tiempo que la desgracia ajena se convirtió en espectáculo. Que le pregunten a Pedro Piqueras, vaya, cuyos informativos estaban plagados de hechos atroces, terribles, espeluznantes, terroríficos, apocalípticos y demás adjetivos que salteaba con gusto. Actualmente ni siquiera hace falta ver el telediario; los vídeos de decapitaciones, atropellos, peleas y otras lindeces por el estilo pululan por los grupos de WhatsApp y se ponen a disposición de todos en páginas de internet al uso. Frente a las imágenes explícitas están las desgracias más abstractas: las cifras de pobreza, parados, deshaucios, suicidios, embargos, cortes de luz por impago, muertes achacables a los recortes de presupuesto. Ya sea mercadeando con las imágenes más impactantes para ofrecer un espectáculo morboso o reduciéndolas a un número, el caso es que las víctimas son reificadas y despojadas de su humanidad, lo que hace que la compasión se evapore. Según la psicología, es la despersonalización de las víctimas lo que permite que personas normales lleven a cabo atrocidades como las que tuvieron lugar en el siglo XX. Sumémosle a ello el hecho de que ante el torrente inacabable de desgracias con el que se nos bombardea la respuesta más habitual sea el distanciamiento.

A la despersonalización mencionada se opone, curiosamente, la expansión del círculo moral explicada por Peter Singer, descrita aquí por Steven Pinker:

Las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad. Se ha dilatado para pasar de encerrar a la realeza, la aristocracia y los propietarios a encerrar a todos los hombres. Ha pasado de incluir sólo a los hombres a incluir a las mujeres, los niños y los recién nacidos. Se ha ensanchado para abarcar a los delincuentes, los prisioneros de guerra, los civiles enemigos y los discapacitados mentales.
Mucho me temo que en la lucha entre estas dos fuerzas contrarias prevalecerá la despersonalización, pues depende de las zonas menos evolucionadas del cerebro. Aquel ideal budista que asegura que no hay diferencias esenciales entre «yo» y «otro», y que la verdadera iluminación viene de la compasión que disuelve esa barrera, se antoja harto improbable de extenderse al común de la población en un mundo de siete mil millones de personas, tan diferentes unas de otras.

Mientras rumiaba las ideas aquí expuestas no dejaba de pensar en cierto tuit que resumía de forma irónica la situación: «Vivimos en una sociedad de mierda. Se cae una viejecita cruzando la calle y me dejáis riéndome sola». En 1984, Orwell nos había instado a hacernos una idea del futuro imaginando una bota aplastando un rostro humano incesantemente. Lo que este autor inglés dejó fuera de la imagen fue los millones de personas asistiendo indiferentes a tal hecho, ora justificándolo («algo habrá hecho», «se lo merece», «se lo ha buscado»), ora ignorándolo llanamente («no es mi problema», «no hay nada que yo pueda hacer», «que se jodan»). Si los informativos abrieran el veinticinco de diciembre con la noticia «la alta ocupación hotelera obliga al hijo de Dios a nacer en un pesebre», la única reacción que cabría esperar sería la de un ejército de almas duras, inmunes al dolor ajeno, conectándose a sus redes sociales favoritas para hacer mofa y befa de la paternidad del niño Jesús.

Feliz Navidad.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Meditaciones ajenas

En ocasiones, uno se topa con textos del tipo que le hubiera gustado saber escribir, aquellos en los que bellas ideas fluyen como el agua brota de un manantial, transportadas por palabras hiladas de forma elegante que hace que eso de escribir parezca fácil, señal inequívoca de maestría. Hoy les traigo uno de tales textos, firmado por Fernando Jiménez del Oso. Que lo disfruten.

Foto de Ross Pollack

Imagino una sólida estaca hundida profundamente en la tierra. Arrollada a ella, formando un ovillo, una invisible cuerda cuyo extremo libre está atado a nuestra cintura. Nacemos y comenzamos a andar. Unidos a la estaca, recorremos círculos que, al irse desenrollando la cuerda, son cada vez más amplios. Describimos, en fin, con nuestra marcha una espiral que se aleja del punto de partida, hasta que, estirada ya toda la cuerda —si un accidente o una muerte prematura no la han roto—, iniciamos sin darnos cuenta un camino de regreso. Seguimos caminando, pero ahora los círculos van siendo progresivamente más pequeños. Sin cambiar el sentido de la marcha, la espiral, que antes nos alejaba del origen, nos aproxima inexorablemente a él para, enrollada de nuevo la cuerda en torno a la estaca, terminar donde empezamos. Es un viaje de ida y vuelta que, desde la experiencia personal, se ha iniciado en la nada y retorna a ella. Puede que haya un antes y después, quiero creerlo, pero me refiero aquí a lo vital, no a lo trascendente.

En la primera parte de nuestro viaje, recorremos un camino inédito, un sendero de descubrimientos. Experimentamos lo que, por ser nuestro, consideramos único. Con fragmentos de conocimiento ajeno —el de otros que, antes que nosotros, hollaron la misma vereda— y un mínimo de reflexión, elaboramos un conocimiento propio que se nos antoja original y defendemos como si fuera la verdad suprema. En esa fracción de camino incorporamos el amor, el deseo, la pérdida, el dolor… Descubrimos nuestra fragilidad y, asustados, nos aferramos con fuerza a lo que, desde fuera, nos dé esa seguridad de la que carecemos: riqueza, fama, poder, admiración… cada cual de acuerdo a su medida y circunstancia, aunque, a la postre, de poco o nada sirva, porque lo externo es sólo un decorado y en el sí mismo, en lo que somos y sentimos, no cabe otro que uno; se está solo, no hay sitio para nadie y para nada más.

Llegada a su límite la cuerda, comienza a invertirse la espiral y, pensando que seguimos adelante, regresamos, vivimos lo que, en el fondo, ya está vivido. Sentimos, sí, pero es lo que ya antes habíamos sentido, matizado esta vez por el tiempo y la experiencia, sin el desgarro o el gozo que tuvo cuando nuevo. Con la soledad asumida, la necesidad de lo externo se limita a lo esencial, y al reencontrarnos con lo que nos pareció importante, vemos que es cosa vana y no merecía el esfuerzo. Hasta la memoria señala en el viejo el auténtico sentido de la marcha, volviendo fresco el recuerdo de su infancia y desvaído el de lo que hizo esa misma mañana.

Creo que sólo una cosa permite que la vida acabe sin haber emprendido el camino de retorno: dársela a los demás. Sentirse útil al otro, saberse necesario, es romper la cuerda. Una vez rota, se sigue caminando mientras el cuerpo aguanta, sin importar a dónde, sin necesidad alguna de echar la vista atrás. Y es que hay vidas que terminan en sí mismas y otras que sirven para algo.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Autobombo

Pueblan las oficinas de todo el mundo. El resto de trabajadores los tienen claramente identificados. Se les reconoce rápidamente por su uso reiterado de la primera persona del singular. Yo, mi, me, conmigo. Declaran, sin que nadie les haya preguntado, lo ocupados que están, lo relevante y especialmente complicadas que son sus tareas y, a menudo, lo vagos, descuidados o estúpidos que son los demás. Con frecuencia cuestionan el éxito ajeno, lo minusvaloran o, directamente, se apropian de él. Los errores los atribuyen al equipo («la hemos cagado»), los aciertos a su persona («pero hablé con él y lo solucioné»). Trepan por la jerarquía. Mantienen una línea de comunicación constante con sus superiores, los únicos a quienes consideran dignos de un trato educado. «¡Mamá! ¡Mira lo que hago! ¡Mamá! ¡Que no me miras!».

No es inusual que estos individuos medren económicamente. Hace unos meses leí uno de esos artículos sobre cómo pedir que te suban el sueldo del que he olvidado todo salvo esta parte (énfasis mío):

[K]eep a private log of your achievements. Quantify your work by recording what you do and your most important accomplishments. Every week, spend five minutes jotting down the most important tasks and results you achieved during the week. Remember, your manager may be unaware of your performance and results until you let them know.
[...]
In the meeting, focus on your contributions and your market value. Clearly articulate how you've contributed to the organization's success. Map your skills against what the organization values. Let your manager know that you, like all business-savvy professionals, keep abreast of the market value of your position and you believe you are deserving of a raise.

Establish your contribution by outlining the ways you have excelled at your job and show exactly how you have increased profitability or effectiveness, or decreased loss and errors. Never ask for increased compensation without showing at least six concrete ways you deserve it.
Imagen de marsmettnn tallahaassee
Me pareció un consejo sensato. Al fin y al cabo, para la mente humana lo que se ve es todo lo que hay. Si no le dices a tu jefe lo que haces es muy posible que tu contribución pase desapercibida, pues tu superior probablemente tenga la cabeza saturada con un millar de cuestiones. La única forma de que se tenga en cuenta tu trabajo es hablarle de él para que ocupe su escenario mental, de manera que se acuerde de que existe y pueda valorarlo. Es lo que un amigo mío llama «dar visibilidad a tu curro» y lo que otro trata de transmitir cuando me dice que «no basta con ser bueno, también hay que parecerlo».

En uno de los artículos Lo que ves es todo lo que hay trajimos a colación las palabras del psicólogo Dan Ariely, cuya cita vale la pena repetir aquí por ser pertinente de nuevo:

I suspect that in the world of consulting it is hard to estimate directly how good any particular individual is. If you worked in such a place, you would want your managers to know how good you are—but if they couldn’t directly see your quality, what would you do? Working many hours and telling everyone about it might be the best way to give your employer a sense of your commitment—which they might even confuse with your quality. This is a general tendency. Every time we can’t evaluate the real thing we are interested in, we find something easy to evaluate and make an inference based on it.
El conocimiento de este hecho es lo que hizo que el consejo al que me he referido antes se me antojara razonable. También fue la causa de que no me sorprendiera que las más jugosas subidas de sueldo fueran a parar a quienes más bombo se dan. Los jefes, humanos como son (aunque no todos y no siempre lo parezcan), tomaron de buena fe la lista de logros y responsabilidades que sus empleados les transmitieron y ajustaron la paga en concordancia. Obviamente, eso significa que no premiaron el trabajo real sino la versión del mismo que oyeron, con ajustes por arriba o por abajo según el presupuesto, la relación personal y otras razones poco relacionadas con la competencia. Conque lo importante no era el trabajo, sino la propaganda. Y yo sin saberlo. Siendo este el estado de las cosas, es posible que sea más racional dedicar el tiempo de oficina a la publicidad personal en lugar de al trabajo en sí, pues parece que las compensaciones se establecen según la percepción de este último, algo que puede manipularse.

Tal vez algún jefe esté leyendo esto y se diga: «yo sé cuándo me están vendiendo la moto, se me da muy bien calar a los demás, a mí no me engañan». Que exista gente así es conveniente, pues compran productos y contratan servicios a empresas como la mía, pero la realidad es que hay menos gente lista de lo que parece. Pocas personas se miran a sí mismas y reconocen que son susceptibles de engaño, una de las razones por las que compañías que solo venden humo siguen teniendo clientes y por la que a quienes trabajan en recursos humanos se les cuelan a menudo impresentables a quienes dan ganas de patear a la semana de haber sido contratados:

Todos diagnosticamos cuando nos encontramos con una persona o situación por primera vez, y uno tras otro los estudios muestran que no somos muy buenos en estas lides. Sin embargo, cuando entrevistamos a un candidato potencial o iniciamos una nueva relación, sobrevaloramos una y otra vez nuestra habilidad para formarnos una opinión objetiva.
Es por ello que las empresas serias cuentan (según me hace saber alguien que trabaja en una de ellas) con métodos más o menos objetivos de evaluación del personal. Por supuesto, ningún conjunto de números logrará capturar perfectamente la valía de nuestro trabajo, pero cuanto más estructurado sea el proceso y más se basen las decisiones en algo cercano a los hechos en lugar de a las opiniones, menos espacio habrá para la manipulación. Como dicen los hermanos Brafman, la idea es centrarse en la información importante y los datos pertinentes, prescindiendo «de cualquier pregunta que invite al candidato a predecir el futuro, reconstruir el pasado o reflexionar sobre las grandes cuestiones de la vida». Por desgracia, dicho sistema está inevitablemente sesgado contra aquellos cuya labor consiste en prevenir que ocurran ciertos hechos. Si en el último año, pongamos por caso, no ha habido ninguna queja de ningún cliente, o ninguna caída del sistema del que te encargas ¿cómo puede determinarse en qué grado se debe a tu capacidad? De no haber estado tú ¿cuántos clientes se habrían quejado? ¿Uno? ¿Diez? ¿Mil? ¿Un millón? Es razonable suponer que deberían subirte más el sueldo cuando evitas que el sistema informático deje de funcionar tres veces al día que cuando, si lo dejaran a su albur, solo fallaría dos minutos al año pero ¿cómo demostrar que estamos hablando del primer caso?

Cuando tu sustento depende de controlar la opinión acerca de tu trabajo ocurre que, como me decía aquel otro, no estás trabajando, estás haciendo política. Considero que es labor de los mandos recabar la información necesaria acerca del rendimiento de sus empleados para decidir sobre promociones, subidas de sueldo, etc. Creo, por tanto, que actuar solo cuando un subordinado se queja, o aceptar como buena su propia evaluación, constituye una dejación de funciones. En este caso quizá valga la pena plantearse si queremos seguir trabajando para alguien que elige la vía fácil (evaluar lo que alguien le dice que ha hecho en lugar de lo que realmente ha hecho) a la hora de dirimir cuestiones tan importantes como el salario. O quizá valga la pena hacer un curso de márquetin.