lunes, 26 de mayo de 2014

Vota Bota, mi pelota

Escribo estas líneas minutos después de haber votado en las elecciones al Parlamento Europeo. Según algunos economistas he hecho una tontería, ya que he pagado cierto coste de oportunidad aun cuando mi voto no va a influir en el resultado. Por tanto, según este razonamiento, he sido irracional. En palabras de Steven Landsburg:
«I have no idea why people vote. One hundred million Americans cast votes for president in 1992. I wager that no one of those hundred million was naive enough to believe that he was casting the decisive vote in an otherwise tied election. It is fashionable to cite John F. Kennedy's razor-thin 300,000 vote margin over Richard M. Nixon in 1960, but 300,000 is not the same as 1–even by the standards of precision that are conventional in economics. It is equally fashionable to cite the observation that "if everyone else thought that way and stayed home, then my vote would be important", which is as true and as irrelevant as the observation that if voting booths were space-ships, voters could travel to the moon. Everyone else does not stay home. The only choice that an individual voter faces is whether or not to vote, given that tens of millions of others are voting. At the risk of shocking your ninth-grade civics teacher, I am prepared to offer you an absolute guarantee that if you stay home in 1996, your indolence will not affect the outcome. So why do people vote? I don't know.»
Foto de myJon
Desde mi punto de vista, este párrafo representa el daño que produce en las personas estudiar economía. Otra posibilidad es que aquellos que deciden dedicarse a ella ya adolecían de cierta rémora cognitiva de serie que fue lo que les condujo a la práctica de dicha disciplina en lugar de a trabajar en industrias más respetables, como la pornografía. Equipados con un único esquema mental para ver el mundo, son como martillos en busca de clavos a los que golpear con sus teorías irrelevantes o defectuosas, ciegos a la distinción entre lo que es y lo que debería ser, incapaces de entender que hay acciones buenas en sí mismas o que, en ocasiones, está bien hacer algo que no sirve para nada. Este desdén por el derecho al voto supone además, a mi juicio, un gran desprecio por todos aquellos que lucharon antes que nosotros para que fuera posible. El sufragio universal no es producido por la naturaleza, y quienes lo desdeñan acaso sean como el niño rico que siempre lo ha tenido todo y tira a la basura lo que otros anhelan. En su momento ya hablamos acerca de este comportamiento desagradecido para con los grandes esfuerzos que supone mantener cierto grado de democracia, de manera que no me extenderé más sobre ello.

Cuando Apple presentó el iPhone 5c hubo quienes hicieron un vídeo parodia sobre cómo la marca de la manzana había expandido así su mercado a los plebeyos:
«We realized that poor people do actually have some money. It is not a lot money but it does exist, so we thought "we would like some that poor people money". So we designed a more less advanced version of our previous products and marketed them towards this new emerging demographic which, quite frankly, I had no idea existed up until moments ago.»
Ciertamente, los pobres tienen poco dinero, pero tienen algo. Sin embargo, dado que son muchos, es posible sacar una buena suma esquilmándolos. Esa es, supongo, una de las razones de que las subidas de impuestos se centren en la base de la pirámide. Mi propia investigación informal con estadísticas del INE sobre la distribución de sueldos en España me mostró que se ingresa mucho más subiendo los impuestos a aquellos que cobran hasta setenta mil euros anuales que subiéndolos a quienes ganan más de doscientos cincuenta mil, para quienes habría que aplicar impuestos de hasta el noventa por ciento si se quiere igualar la recaudación. Pero dejemos la discusión sobre la mejor política de tributos a un lado, pues es ajena al asunto tratado hoy. Lo que me interesa es recalcar el hecho de que la fuerza de la gente de la calle reside en su número. Eso es algo que tratan de mostrar los gráficos que pululan estos días por las redes sociales: si las abstenciones se sustituyeran por votos a partidos pequeños sería fácil expulsar del poder a los dos más grandes. De hecho, es suficiente con mucho menos: cuando un partido necesita un escaño para sacar adelante su propuesta los pocos votos del partido minoritario valen tanto como los millones que dieron amplia representación al partido mayoritario. Por desgracia, la fuerza de la gente de a pie es también nuestra mayor debilidad: es mucho más difícil coordinar las acciones de diez millones de personas que de diez mil.

Cuantos menos votos hacen falta para obtener la mayoría parlamentaria más fácil es para los de siempre ganar, porque ellos sí que van a votar (siempre me he preguntado si no sería buena idea instaurar el voto obligatorio o fijar un porcentaje mínimo de participación para declarar válidas unas elecciones). Quienes sacan tajada (políticos, grupos de presión, etcétera) siempre votan, porque, como digo, le sacan provecho. Cada vez que oigo a mi madre gruñir entre dientes murmurando que no piensa votar porque son todos unos sinvergüenzas yo le digo, medio broma, medio en serio, que piensa como un pobre o un esclavo; estoy bastante seguro que gente como Florentino Pérez no falta a las urnas. La abstención de la mayoría no hace más que allanar el camino para que los más cercanos a quienes nos gobiernan se llenen los bolsillos mediante transferencia de rentas; qué menos que dificultarles la tarea.

Téngase en cuenta, además, que los comicios son una de las maneras en la que los políticos rinden cuentas. Si todos los jubilados, verbigracia, dejan de acudir a las urnas porque están hartos ¿qué incentivo tienen los diputados para mantener las pensiones? Podrían eliminarlas y repartírselas entre ellos sin perder aquello que tanto ansían, que es el poder en sí mismo (quien haya leído libros escritos por políticos como el de Zapatero sabrá de qué hablo). Cuando el sistema nominal de «una persona, un voto» consiste más bien en «un euro, un voto» solo la suma de todos los que no formamos parte de un grupo de cabildeo puede darnos influencia política.

Obviamente, sería absurdo pensar que el mero acto de introducir un papel en una caja de cristal es suficiente para resolver todos nuestros problemas, tan absurdo como creer que lo único que hace falta para recuperarse de una lesión es placenta de yegua. Los lobbies seguirán financiando las campañas electorales de los dos grandes partidos para que ganen quienes pueden satisfacer sus intereses. Muchísimas personas continuarán votando a los de siempre porque, por extraño que parezca, votar es más una cuestión de identidad que de raciocinio. Pero el sistema no es inmutable, y puede moldearse desde dentro y desde fuera del mismo. Las elecciones son solo uno más entre otros muchos campos de batalla donde luchar por una sociedad más justa.

lunes, 19 de mayo de 2014

Cuestión de principios

Una vez más ahí estaban enzarzados Rico y Enrico, discutiendo medio en serio, medio en broma, que si rojo uno, que si facha el otro, que si Franco esto, que si Carrillo lo otro. Etcétera, etcétera. Al final Rico dijo: «anda que si fueras rico ibas a ser tú rojo». «¿Qué tiene eso que ver?», preguntó Enrico. El argumento de espantapájaros implícito en las palabras de Rico era, obviamente, que los rojos le quitan todo a todo el mundo para repartirlo (especialmente entre vagos y maleantes), y que eso es algo a lo que Enrico se opondría en caso de tener algo que le pudieran quitar porque, como todos sabemos, no es lo mismo «dame» que «toma».

Foto de Marco Bellucci
Hace ya algún tiempo hablamos sobre Robin Hood y la idoneidad moral de que la ley obligue a los ricos a pagar más impuestos. Séame permitido repasar de forma somera –y, por tanto, necesariamente imprecisa– dos líneas de argumentación opuestas a este respecto. A la izquierda tenemos la justicia distributiva basada en el principio de la diferencia de John Rawls. En líneas generales, Rawls sostiene que las fortunas de Cristiano Ronaldo o Amancio Ortega no son mérito solo de ellos mismos. Puede que trabajaran muy duro, pero otros (mi padre, sin ir más lejos, y puede que el suyo) también lo hicieron y no alcanzaron el éxito. Además, cuentan con ciertas capacidades y destrezas naturales que son contingentes, no fruto de su trabajo; no hicieron nada para merecerlas. Por último, también han tenido la suerte de desarrollar esas capacidades en el seno de una sociedad que las aprecia: de nada hubiera servido a Ortega su capacidad empresarial en una sociedad ascética que despreciara el dinero, y poco hubiera logrado Ronaldo en el siglo XV (desde luego no la fortuna que posee actualmente). Por tanto, según Rawls, lo que ganan no les pertenece solo a ellos, y deberían compartirlo con quienes carecen de dotes similares (citado en Sandel):
«Parece claro que en el esfuerzo que una persona esté dispuesta a hacer influyen sus capacidades y destrezas naturales y las alternativas que se le presenten. Cuanto mejor dotado se esté, más probable será, si todo lo demás es igual, el esforzarse a conciencia.»

«No nos merecemos nuestro lugar en la distribución de dotes innatas más de lo que nos merecemos nuestro punto de partida inicial en la sociedad. También es problemático que nos merezcamos el carácter superior gracias al cual realizamos el esfuerzo requerido para cultivar nuestras capacidades, pues tal carácter depende en buena parte de haber tenido fortuna con la familia y las circunstancias en los primeros años de vida, y no nos podemos arrogar mérito alguno por eso.»

«Quienes han resultado favorecidos por la naturaleza, sean quienes sean, pueden sacar provecho de su buena fortuna solo con la condición de que se mejore la situación de quienes han salido perdiendo. Los aventajados por su naturaleza no han de ganar por el mero hecho de que están mejor dotados, sino solo para cubrir el coste de la formación y la educación y para que usen sus dotes de modo que ayuden también a los menos afortunados.»
Frente a Rawls, a la derecha, está Robert Nozick. En Anarquía, Estado y utopía (1974) escrito como respuesta a Una teoría de la justicia de Rawls, Nozick defiende la doctrina libertaria según la cual cada uno es dueño de sí mismo y, por tanto, de su trabajo, por lo que tenemos derecho a quedarnos con los frutos de nuestro esfuerzo. Para Nozick gravar las rentas del trabajo es inmoral porque significa que se está obligando a alguien a trabajar por el bien de otro, es decir, es equiparable a los trabajos forzados. Un Estado que le quita a Cristiano Ronaldo parte del dinero que ha ganado con su trabajo viola la libertad humana al tratarle como un esclavo de su propiedad:
«El impuesto a los productos del trabajo va a la par con el trabajo forzado. Algunas personas encuentran esta afirmación obviamente verdadera: tomar las ganancias de n horas laborales es como tomar n horas de la persona; es como forzar a la persona a trabajar n horas para propósitos de otra. Para otros, esta afirmación es absurda. Pero aun éstos, si objetan el trabajo forzado, se opondrían a obligar a hippies desempleados a que trabajaran en beneficio de los necesitados, y también objetarían obligar a cada persona a trabajar cinco horas extra a la semana para beneficio de los necesitados. Sin embargo, no les parece que un sistema que toma el salario de cinco horas en impuestos obliga a alguien a trabajar cinco horas, puesto que ofrece a la persona obligada una gama más amplia de opción en actividades que la que le ofrece la imposición en especie con el trabajo particular, especificado.»

«Apoderarse de los resultados del trabajo de alguien equivale a apoderarse de sus horas y a dirigirlo a realizar actividades varias. Si las personas lo obligan a usted a hacer cierto trabajo o un trabajo no recompensado por un periodo determinado, deciden lo que usted debe hacer y los propósitos que su trabajo debe servir, con independencia de las decisiones de usted. Este proceso por medio del cual privan a usted de estas decisiones los hace copropietarios de usted; les otorga un derecho de propiedad sobre usted. Sería tener un derecho de propiedad, tal y como se tiene dicho control y poder de decisión parcial, por derecho, sobre un animal u objeto inanimado.»
Para Nozick cualquier impuesto es inmoral. Pero supongamos que a Cristiano y a Amancio, siendo tan majetes como podamos imaginarlos, no les importara pagar impuestos. ¿Sería correcto quitarles más a ellos por el bien de quienes menos tienen? La respuesta de Nozick es un rotundo «no», y propone un experimento mental muy llamativo:
«Una aplicación del principio de maximizar la posición de los que estén en peor condición bien podría comprender una redistribución forzosa de partes corporales ("tú has tenido vista todos estos años; ahora uno —o incluso los dos— de tus ojos debe ser trasplantado a otros"), o matar pronto a algunas personas para utilizar sus cuerpos con el objeto de obtener material necesario para salvar las vidas de quienes, de otra manera, morirían jóvenes.»
Quizá se entienda mejor utilizando sangre en lugar de ojos. ¿Sería moralmente lícito que el Estado nos visitara en casa cada cuatro meses para extraernos casi medio litro de sangre en favor de aquellos hospitalizados que la necesitan? No es difícil imaginar la oposición que tal sugerencia desencadenaría. Nozick no tiene problema en que cualquiera done parte de su fortuna siempre que lo haga voluntariamente, pero no hacerlo no debería ser ilegal.

Tanto Rawls como Nozick argumentan de forma tan convincente que cuando uno lee sus obras piensa: «pues sí, así tiene que ser». El problema es que, como vemos, sus conclusiones son totalmente distintas. La razón es que parten de principios distintos. Rawls es partidario de establecer unas reglas de juego y decidir después quién tiene derecho a qué. Por tanto, si decidimos que queremos un sistema fiscal que obligue a los que más ganan a entregar una parte mayor de su riqueza, entonces nadie tiene derecho a quejarse. Nozick no acepta esto. Para él la libertad es un derecho irrenunciable. Es triste que haya gente hambrienta y en la calle, pero ello no justifica quitarle a uno parte de lo que tiene, incluso aunque eso no le afecte, como ocurre con la sangre. Para Nozick las necesidades de otros no priman sobre el derecho de uno a hacer lo que quiera con lo que es suyo.

Toda argumentación moral parte de ciertas premisas. El propio Nozick lo hace notar en su obra:
«Cada teoría especifica puntos de partida y procesos de transformación, y cada una acepta lo que de allí resulte. De acuerdo con cada teoría, cualquier cosa que resulte debe ser aceptada debido a su árbol genealógico, a su historia. Cualquier teoría que llega a un proceso debe comenzar con algo que no se justifica en sí mismo por ser el resultado de un proceso (de otra manera, debería comenzar aún más atrás), es decir, ya sea: con enunciados generales que sostienen la prioridad fundamental del proceso, o bien, con el proceso mismo.»
Pero siempre es posible negar dichas premisas porque, como explicaba MacIntyre, aquí no hay principios universales a los que aferrarse:
«Lo que el progreso de la filosofía analítica ha logrado establecer es que no hay ningún fundamento para la creencia en principios universales y necesarios (fuera de las puras investigaciones formales), excepto los relacionados con algún conjunto de premisas. Los primeros principios cartesianos, las verdades a priori kantianas en incluso los fantasmas de esas nociones que por largo tiempo habitaron el emprimo, todos han sido expulsados de la filosofía.»
Es el problema fundamental de la ética, el de la justificación última. ¿Está mal robarle al rico para darle de comer al pobre? ¿Es permisible matar a una persona para salvar a cinco? ¿Por qué actuar moralmente?  Si no nos ponemos de acuerdo en los principios fundamentales es muy difícil –por no decir imposible– llegar a un acuerdo. Como dice Schleichert:
«Argumentar presupone una base de argumentación, y la discusión trata precisamente de esa base. La situación puede describirse sucintamente mediante el antiguo axioma de la lógica según el cual no se puede discutir con quien pone en cuestión nuestros principios: contra principia negantem non est disputandum».
Pero ¿cómo decidir las premisas de las que partir? ¿Cómo decantarnos por unos u otros valores y principios fundamentales sobre los que no es posible ninguna argumentación ulterior? Es un problema que también mencionamos en su momento. Hasta donde yo sé no hay respuesta definitiva que zanje este dilema. A menudo lo que hacemos es, simplemente, limitarnos a negar la tesis del otro y a sustituir su sistema dogmático por el nuestro.

Como vimos, la geometría euclídea fue el canon durante siglos. Sin embargo, en el siglo XVIII comenzaron a desarrollarse otros tipos de geometría que diferían de la de Euclides en su quinto postulado: la naturaleza de las líneas paralelas. En la geometría hiperbólica las líneas paralelas no se mantienen equidistantes, sino que se van alejando; en la geometría elíptica se van acercando hasta cruzarse. Distinta premisa, distintas consecuencias. Supongo que los matemáticos no tienen problema en distinguir cuál es la opción de partida correcta en cada situación. Por desgracia, ese es un lujo del que carecen quienes se dedican a las ciencias sociales.

lunes, 12 de mayo de 2014

Sin olvidar el fútbol

Sospecho que a ustedes también les pasa. Antes de llegar a la oficina el lunes por la mañana (el que tenga oficina a la que ir, claro) uno ya sabe la conversa que le espera. A grandes rasgos será la misma que el lunes anterior, que a su vez era igual a la del lunes anterior a ese, y así siguiendo. Fernando Lázaro Carreter lo expresó de manera magistral en este párrafo que releo a menudo:
«La actualidad tiene de malo que obliga a hablar de ella; atenta contra la libertad de expresión. Y no es porque no acontezca nada, como solía antaño; bien al contrario, sucede mucho, pero siempre lo mismo. Es el chino que pasó veinte veces delante del centinela, y éste, al dar el parte, aseguró que habían pasado veinte chinos. Sólo que ahora pasan unos cuantos chinos unas cuantas veces, pero son los que pasaron ayer. La conversa de los oficinistas en sus multitudinarios desayunos de mediodía, de los automovilistas entre sí ante los semáforos, de los pacientes del hospital aguardando a que, al fin, entre el primero, gira siempre en torno a las mismas cosas. Y de ello hablará cualquiera de nosotros si, dentro de un mes, tomamos el tren para ir a San Fermín, por ejemplo, y no a Villadiego, que es de donde parte la escondida senda de los sabios. Todos tenemos que hablar de lo que pasa, que es vario pero fotocopiado. Y, por tanto, los medios de comunicación, se ven obligados a retratar la actualidad y a ponerla en boca de todos (que si el fútbol, que si el famoso y la famosa, que si el fútbol, que la gasolina, que el sueldo por un lado y los impuestos por otro, que el fútbol, que Insalud, que la tele, y otros sujetos y objetos similares anejos al Estado de bienestar, sin olvidar el fútbol).»
Foto de Wikipedia
Es año de mundial, la liga va a resolverse en la última jornada y dos equipos de la capital de este bendito país jugarán la final de la copa de Europa, todo lo cual nos asegura, incluso a quienes no tenemos especial interés en ello, una buena provisión de conversaciones y discusiones acerca del adorado balompié. Si no les gusta este deporte ya pueden armarse de paciencia. Con objeto de que aquellos que no sean aficionados no se sientan aislados durante dichas conversaciones aquí les dejo con el resumen de un interesante libro sobre fútbol escrito por Chris Anderson (portero reconvertido en estadístico) y David Sally (jugador de béisbol convertido en economista del comportamiento). Analizando datos de campeonatos de todo el mundo (tanto de clubes como de selecciones nacionales) y apoyándose en el trabajo de otros investigadores estos autores extraen sorprendentes conclusiones que a menudo contravienen el dogma establecido en este deporte.

  • De media, los equipos marcan uno de cada nueve tiros y se produce un gol cada sesenta y nueve minutos. Solo dos de cada nueve goles son producto de una secuencia mayor de tres pases, y aproximadamente la mitad de los goles se deben a robos de balón cercanos al área contraria.
  • En un partido la posesión del balón cambia cuatrocientas veces de bando (nuevamente, de media). Más del noventa por ciento de las jugadas no llega al cuarto pase. El treinta por ciento de las recuperaciones de balón sucedidas en al área contraria acaban en gol, mientras que casi la mitad de todos los goles se deben de un robo de balón.
  • En contra de lo que se suele creer, es justo después de meter un gol cuando es menos probable que un equipo encaje un tanto.
  • La correlación entre córners sacados y goles marcados es cero, es decir, más córners no implican más goles. Solo uno de cada cinco córners acaba en disparo a puerta. El noventa por ciento de esos tiros no tienen éxito, por lo que el valor neto de un córner es de poco más de dos goles cada diez saques de esquina. En total, se marca un gol por un córner cada diez partidos. Es mejor sacar en corto y mantener la posesión que centrar directo al área.
  • En el fútbol, la suerte cuenta tanto como la destreza: cincuenta por ciento. La mitad de los goles y resultados que vemos se deben a la mera fortuna.
  • En las grandes ligas europeas la media de goles por partido es de 2,66. Los resultados más comunes son 1-1, 1-0, 2-1, 2-0, 0-0 y 0-1. Más del treinta por ciento de los partidos acaban sin gol.
  • En el fútbol, el favorito gana apenas el cincuenta por ciento de las veces. Comparado con otros deportes, en balonmano, baloncesto y fútbol americano los favoritos ganan dos tercios de las veces. En baseball, el sesenta por ciento. Incluso cuando la diferencia entre el equipo favorito y su oponente es muy amplia, en el balonpié el primero gana el sesenta y cinco por ciento de las ocasiones, mientras que en baloncesto lo hacen más del ochenta por ciento.
  • Los datos históricos indican que el cuarenta y ocho por ciento de los partidos acaban en victoria para el equipo de casa, el veintiséis por ciento en empate y el resto (otro veintiséis por ciento) en victoria del equipo visitante.
  • El equipo que más veces dispara en un partido acaba venciendo en menos de la mitad de las ocasiones (45-47% en las series estudiadas). Si los tiros van entre los tres palos el porcentaje asciende al 50-58%. De media los equipos efectúan poco más de doce tiros por partido.
  • El número de goles por partido ha caído a través de la historia de este deporte, pasando de cuatro goles y medio por partido en 1890 a 2,6 en 1996, aunque se ha estabilizado en las últimas dos décadas. Según los autores la causa es la mejora en las técnicas y estrategias defensivas (fueras de juego, presión, marcaje en zona, etcétera). En general, el fútbol ha pasado de ser un deporte donde primaba el ataque (con siete delanteros en sus primeros tiempos) a uno donde lo más importante es la defensa, con equipos que juegan sin delanteros, reemplazados por el "falso nueve".
  • El fútbol en las grandes ligas (Alemania, Inglaterra, España, Italia) es muy similar en cuanto a goles, tiros y pases, pero hay diferencias en el número de faltas pitadas y el número de tarjetas mostradas. En España se pitan más faltas y se sacan más tarjetas que en ninguna otra liga.
  • Estadísticamente hablando, marcar un gol prácticamente garantiza conseguir un punto. Si se marcan dos goles es más probable la victoria que el empate.
  • Los equipos que más goles marcan solo ganan el cincuenta y uno por ciento de los títulos. Los que menos tantos encajan, del cuarenta al cincuenta y cinco por ciento. En un partido dado, no encajar un gol aumenta más las probabilidades de no salir derrotado que marcarlo (proporciona un treinta por ciento más de puntos).
  • Los equipos con más éxito tienen más tiempo la posesión, pasan más la pelota (especialmente en campo contrario) y la pierden menos en favor del contrario. Por lo general, a mayor posesión mayor rendimiento ofensivo, menos goles encajados, menos derrotas y más victorias logradas (de un siete a un once por ciento más). Aún así, más importante que la cantidad total de posesión es no perder el balón. Los equipos que juegan al pelotazo tienen menos oportunidades de marcar y por tanto anotan menos goles.
  • La probabilidad de marcar un penalti es de alrededor de un setenta y siete por ciento.
  • La mejor manera de aumentar el rendimiento de un equipo no es contratar un fuera de serie sino deshacerse del eslabón más débil (aquel menos dotado técnicamente). Los equipos son tan buenos como el peor de sus jugadores.
  • Una tarjeta roja reduce en un tercio la expectativa de puntos ganados.
  • Jugar en casa incrementa las probabilidades de victoria del veintisiete al cuarenta y dos por ciento, mientras que disminuye las de derrota del treinta y dos al diecinueve por ciento.
  • Para un equipo que va perdiendo la mejor estrategia de sustituciones es hacer el primer cambio antes del minuto cincuenta y ocho, el segundo antes del setenta y tres y el tercero antes del setenta y nueve. Ello incrementa la posibilidades de salvar al menos un punto del veintidós al cuarenta por ciento.
  • Salarios y posición en la tabla de clasificación van de la mano. Dónde acaba un club la temporada viene determinado hasta en un ochenta y nueve por ciento por el dinero que se deja en las pagas de sus jugadores (dependiendo de los años y las competiciones que compongan la muestra). La influencia del entrenador explica la variación de resultados entre un diez y un quince por ciento.

Pueden probar a dejar caer alguno de estos datos en las charlas del desayuno. No se sorprendan si el enterado de turno (aquel que ve muchos partidos y lee la prensa deportiva) lo rechaza de mala manera; es lo que cabe esperar. El fútbol es de esas cosas de las que todo el mundo habla y muchos creen conocer bien, aun cuando solo estén confundiendo familiaridad con conocimiento genuino y se estén limitando en realidad a repetir lo que oyeron decir antes a otros. Los españoles, cuando no ejercemos de políticos, economistas o magnates, ejercemos de entrenadores y, como en todas las áreas anteriores, demostramos que no es necesario saber de lo que uno habla para discutir asumiendo que se tiene la razón.

lunes, 5 de mayo de 2014

En teoría (y II)

En teoría, la práctica y la teoría son iguales. En la práctica, no.

En 1995 la FIFA ordenó a todas sus ligas constituyentes que establecieran la regla de otorgar tres puntos por victoria en lugar de dos. La idea de Sepp Blatter, secretario general de la organización por aquel entonces, era premiar el fútbol de ataque con una recompensa un 50% mayor. El resultado, relatan Chris Anderson y David Sally, fue bien distinto:
«Two German economists, Alexander Dilger and Hannah Geyer, came up with a way to test what changed when their nation’s football leagues switched to three points for a win. They looked at 6,000 league games and 1,300 from cup competitions over the ten years before the rule change and the ten after. The cup games provided the control group, unaffected by the switch (since the reward in tournament football is progression, not points).
Dilger and Geyer did find that the three-point rule had a dramatic effect on one aspect of a football match, but it wasn’t goals. In league games three points for a win led to a drastic increase in the number of yellow cards. Attacking football had increased, but the ‘attack’ consisted not of strikes on goal, but rather of clips of the opponents’ heels, pushes in their backs, and late tackles. There was also a clear decline in the number of draws – understandable, since losing two points for parity is less palatable than only losing one – and a rise in the number of victories by a one-goal margin.
With three points available for victory, a manager’s substitutes were focused on defence, back lines refused to move forward, and the number of long clearances rose. Goals had not become more abundant, but they had become even more decisive and valuable. Three points for a win had not rewarded attacking football. It had rewarded cynical football.»
No es de extrañar que a la FIFA le saliera el tiro por la culata. En un sistema complejo fruto de la interacción de tantos individuos las cadenas de causalidad distan de ser obvias o bien comprendidas, el comportamiento de sus elementos es difícil o imposible de predecir, desconocemos cuáles son las variables correctas y las relaciones que se establecen entre ellas, y carecemos de ideas claras y distintas que se asemejen a los axiomas de Euclides. El resultado es que no poseemos un conocimiento a priori acerca de cómo influir en el sistema de la manera que queremos porque nos es imposible anticipar todas las consecuencias de nuestras decisiones.

No obstante, siendo como somos ilusos, seguimos creyendo que podemos saber qué tipo de cosas deben provocar ciertos efectos y qué tipos de cosas no. Sirva como ejemplo la imagen que ilustra este artículo. Se trata de un panfleto de la National Association Opposed to Woman Suffrage, una organización neoyorquina de principios del siglo XX que, como su propio nombre indica, se oponía a que las mujeres pudieran votar (clic en la imagen para ampliar).


Otro botón de muestra relacionado con el sufragio universal: los liberales del siglo XIX alegaron razones económicas para tratar de evitar que los pobres pudieran votar. Tal como cuenta Ha-Joon Chang :
«The nineteenth-century liberals believed that abstinence was the key to wealth accumulation and thus economic development. Having acquired the fruits of their labour, people need to abstain from instant gratification and invest it, if they were to accumulate wealth. In this world view, the poor were poor because they did not have the character to exercise such abstinence. Therefore, if you gave the poor voting rights, they would want to maximize their current consumption, rather than investment, by imposing taxes on the rich and spending them. This might make the poor better off in the short run, but it would make them worse off in the long run by reducing investment and thus growth.
[...] Between the late nineteenth and early twentieth centuries, the worst fears of liberals were realized, and most countries in Europe and the so-called ‘Western offshoots’ (the US, Canada, Australia and New Zealand) extended suffrage to the poor (naturally only to the males). However, the dreaded over-taxation of the rich and the resulting destruction of capitalism did not happen. In the decades that followed the introduction of universal male suffrage, taxation on the rich and social spending did not increase by much. So, the poor were not that impatient after all.»
También en el siglo XIX Louis Agassiz, naturalista suizo creyente y defensor de la poligenia (una teoría del racismo científico que sostenía que las razas provienen de orígenes distintos y están dotadas de atributos desiguales) se expresaba en estos términos al ser consultado sobre el papel de los negros en una nación estadounidense reunificada (citado en Gould, 2003):
«Considero que la igualdad social nunca puede practicarse. Se trata de una imposibilidad natural que deriva del propio carácter de la raza negra» (10 de agosto de 1863); como los negros son «indolentes, traviesos, sensuales, imitativos, sumisos, afables, veleidosos, inconstantes, devotos, cariñosos, en un grado que no se observa en ninguna otra raza, sólo cabe compararlos con los niños, pues, aunque su estatura sea la del adulto, conservan una mente infantil... Por tanto, sostengo que son incapaces de vivir en pie de igual social con los blancos, en el seno de una única e idéntica comunidad, sin convertirse en un elemento de desorden social» (10 de agosto de 1863). Los negros deben estar controlados y sujetos a ciertas limitaciones, porque la decisión imprudente de otorgarles determinados privilegios sociales engendraría ulteriores discordias: «Nadie tiene derecho a algo que es incapaz de usar... Si cometemos la imprudencia de conceder de entrada demasiado a la raza negra, luego tendremos que retirarle violentamente algunos de los privilegios que puede utilizar tanto en detrimento de nosotros como en perjuicio de ella misma (10 de agosto de 1863).
Los casos mencionados ilustran cómo puede disfrazarse una ideología con argumentos a priori que –en el espíritu de la época– pueden incluso sonar razonables. Como bien decía Stephen Jay Gould, a menudo se promueve una «determinada política social aparentando que se trata de una investigación desapasionada de ciertos hechos científicos». Hoy día lo más habitual es, creo yo, usar argumentos económicos. Políticos, economistas y otros seres de dudosa respetabilidad son propensos a alumbrar cadenas de razonamiento que generan miedo, incertidumbre y duda cuando se trata de defender sus intereses basándose en una disciplina cuyos logros están a años luz de cualquier ciencia. Hay que rescatar a los bancos o la civilización occidental se hundirá. Hay que seguir pagando sueldos estratosféricos a los banqueros o su talento (supuestamente imprescindible) se irá a otro lado. Hay que bajar los impuestos a los ricos o dejarán de trabajar, invertir y crear empresas. Hay que bajar los sueldos y despojar de toda protección al trabajador o el paro será siempre alto. Hay que eliminar la regulación y liberalizar todo lo posible porque eso es bálsamo de Fierabrás para la economía y los consumidores. Etcétera, etcétera. Es importante tener en cuenta la falibilidad del proceso deductivo especialmente cuando se trata de cambio social o del statu quo, so pena de que nos hagan comulgar con ruedas de molino.

El último argumento del panfleto contra el sufragio femenino reza: «it is unwise to risk the good we already have for the evil which may occur». El problema es que es muy fácil retratar algo sobre el papel de tal manera que suene como el mayor de los males. Si yo les propusiera una actividad que produce taquicardia, sudoración, elevación de la presión arterial, aumento del ritmo respiratorio y vasocongestión es probable que no se sientan impelidos a participar en ella. Sin embargo, todos los síntomas descritos se producen durante el sexo, algo a lo que probablemente no quieran (¡y quizá ni deban!) renunciar. La cuestión no es si un curso de acción puede tener efectos nocivos; todos los medicamentos tienen efectos secundarios. La cuestión es si los beneficios superan con creces a los anteriores, un punto expresado por Nassim Taleb:
«In real life, as we saw with the ideas of Seneca and the bets of Thales, exposure is more important than knowledge; decision effects supersede logic. Textbook “knowledge” misses a dimension, the hidden asymmetry of benefits—just like the notion of average. The need to focus on the payoff from your actions instead of studying the structure of the world (or understanding the “True” and the “False”) has been largely missed in intellectual history. Horribly missed. The payoff, what happens to you (the benefits or harm from it), is always the most important thing, not the event itself.»
La única forma de averiguar si los pros son mayores que los contras es mediante experimentos. Ese es el fundamento de la medicina basada en pruebas y del movimiento a favor de políticas públicas basadas en pruebas. Como humanos cargamos con muchos sesgos cognitivos que interfieren en nuestra toma de decisiones, nuestras intuiciones a menudo están equivocadas y nos cuesta reconocer nuestros fallos. Necesitamos pruebas empíricas para averiguar qué razonamiento es el correcto. Necesitamos acudir a la experiencia.

lunes, 28 de abril de 2014

En teoría (I)

                                                   Marge, estoy de acuerdo contigo en teoría. Y, en teoría, funciona hasta el comunismo. En teoría.
–Los Simpson, S05E17

Hace dos mil trescientos años Euclides de Alejandría se lio la manta a la cabeza y escribió el libro de texto de mayor éxito en la historia, empleado los siguientes veintitrés siglos en colegios y universidades para enseñar geometría. En los trece volúmenes que componen sus Elementos, a partir de un conjunto de definiciones, postulados y axiomas Euclides concibió, a través del método lógico deductivo, 465 proposiciones que describen lo que hoy se conoce como geometría euclídea:
«Euclid used primitives, ingredients everyone is familiar with, as his raw material. Geometric primitives include points and lines, which Euclid defined as follows: A point is that which has no part. A line is a breadthless length. The extremities of lines are points. A straight line lies equally with respect to the points on itself.»

«To his primitives Euclid added axioms, the apparently self-evident logical principles that no one would argue with, stating, for example, “If equals are added to equals, then the wholes are equal.” Since 3 = 3 and 2 = 2, then 3 + 2 = 3 + 2. [...] Finally, he proceeded to theorems, the interesting and often unexpected deductions he could prove by applying the axioms to the primitives to construct a chain of reasoning. The most famous is Pythagoras’s theorem that relates triangles to squares: the sum of the squares of the two perpendicular sides of a right-angled triangle is equal to the square of its hypotenuse. This method, beginning with primitives and proving propositions by deduction, is called axiomatization and has become the classic method of mathematics.
Foto de Penn Provenance Project
Su gran logro fue construir un sistema axiomático-deductivo, una estructura de ingeniería lógica y matemática mediante la cual, armado con un pequeño conjunto de verdades autoevidentes y a través de rigurosas demostraciones, describía la mayoría de los conocimientos matemáticos disponibles en su época y alumbraba profundas verdades que han resistido la prueba del tiempo. Einstein dijo al respecto de la obra: «es maravilloso que un hombre sea capaz de alcanzar tal grado de certeza y pureza haciendo uso exclusivo de su pensamiento».

El paradigma de Euclides sirvió como inspiración y modelo a grandes pensadores durante los siglos siguientes: a Newton para la formulación sus Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica, a Baruch Spinoza para la construcción de su Ética demostrada según el orden geométrico y a Thomas Hobbes para desarrollar su teoría de la sociedad:
«Hobbes se inició en el pensamiento científico a los cuarenta años al toparse con un ejemplar de Elementos, de Euclides, en casa de un amigo y dar con un teorema que no logró comprender hasta que leyó los postulados y las definiciones precedentes. En uno de esos relámpagos de intuición tan significativos en los anales de la ciencia, empezó a aplicar la lógica geométrica a la teoría social y, al igual que Euclides fundó la geometría, fundó una ciencia de la sociedad, cosa que hizo a partir de un primer principio según el cual el universo está compuesto de materia en movimiento.»
Sin embargo, ni Spinoza ni Hobbes tuvieron tanto éxito como Euclides. Si bien sus obras han resistido la prueba del tiempo y han llegado hasta nosotros sus conclusiones distan mucho de ser tan universales o incontrovertibles como las de Euclides. Ello es debido, al menos en parte, a que fuera de las matemáticas es muy difícil seguir un proceso deductivo que alumbre conclusiones incuestionables, pues las verdades autoevidentes escasean y nuestro conocimiento del conjunto es incompleto (a menudo más de lo que creemos). Incluso los físicos teóricos necesitan a menudo del trabajo de los físicos experimentales para confirmar sus teorías, como cuando Eddington dirigió una expedición para confirmar la teoría de la relatividad de Einstein en 1919, o como ha ocurrido con el LHC y el bosón de Higgs.

Thomas Henry Huxley, el biólogo inglés apodado el bulldog de Charles Darwin, definió como «la gran tragedia de la ciencia, el asesinato de una bella hipótesis por un hecho horrible». El cuerpo humano es una fuente inagotable de representaciones de dicha tragedia. En su momento mencionamos el razonamiento que llevaba a los pediatras a recomendar que los bebés durmieran boca arriba y que resultó fatal al aumentar el riesgo de muerte súbita. El tratamiento del cáncer también ha conocido multitud de teorías que sonaban muy bien en teoría pero que no han resultado en la práctica. Tomemos, verbigracia, la idea alumbrada por Judah Folkman hace más de treinta años. Según cuenta Nassim Taleb:
«There was at some point a great deal of excitement about the work of Judah Folkman, who [...] believed that one could cure cancer by choking the blood supply (tumors require nutrition and tend to create new blood vessels, what is called neovascularization). The idea looked impeccable on paper, but, about a decade and a half later, it appears that the only significant result we got was completely outside cancer, in the mitigation of macular degeneration.»
Es algo que ocurre a menudo con los medicamentos: se diseña una molécula siguiendo una impecable línea de razonamiento bioquímico para una enfermedad dada y al final se muestra más eficaz con otra afección no relacionada para la que acaba siendo prescrita (lo que se conoce como drug repurposing). Un ejemplo conocido de ello es la Viagra, cuyo principio activo (sildenafil) fue diseñado para tratar la hipertensión.

También en las ciencias sociales encontramos multitud de ejemplos de líneas de razonamiento que, por plausibles que parecieran a priori, no desembocaron en las consecuencias predichas (al menos en la forma en que se formularon inicialmente). Algunos de dichos ejemplos son sobradamente conocidos: la predicción en 1798 de Robert Malthus según la cual el crecimiento demográfico condenaría a la existencia humana a una «lucha perpetua por el alimento y el cobijo»; la revolución obrera que según Karl Marx iba a acabar con el capitalismo; la advertencia realizada en 1968 por Paul Erlich de que la «bomba demográfica» desencadenaría en grandes hambrunas. Y sigue así la cosa. En psicología, el conductista J. B. Watson proclamó a principios del siglo XX:
«Dadme una docena de niños sanos, bien formados, y el ambiente específico adecuado para educarlos, y me comprometo a tomar al azar cualquiera de ellos y adiestrarlo para hacer de él el tipo de especialista que yo elija –médico, abogado, artista, negociante, e incluso mendigo y ladrón–, sin tener en cuenta sus talentos, tendencias, habilidades, vocaciones y raza de sus antepasados.»
Pero quien se lleva la palma en lo que a deducciones fallidas se refiere es, desde mi punto de vista, la economía. Acaso sea esta la disciplina que más ha tratado de emular a Euclides y más veces se ha estrellado. Los trabajos académicos de economía rebosan de formalismos matemáticos, teorías fundamentales y modelos que han hecho aguas con terribles consecuencias a nivel mundial (agentes económicos racionales, CAPM y valoración de opciones Black-Scholes-Merton por citar solo unos cuantos). Cuenta Emanuel Derman que cuando comenzó a trabajar en Wall Street después de abandonar su carrera en física teórica encontró que las matemáticas económicas eran tan formales como poco fiables en la práctica:
«The mathematics of economics is so much more formal than the mathematics of physics textbooks-much of it reads like Euclid or set theory, replete with axioms, theorems, and lemmas. You would think that all this formality would produce precision. And yet, compared with physics, economics has so little explanatory or predictive power. Everything looks suspect; questions abound.»

Continuará

lunes, 21 de abril de 2014

No hay mayor ciego

A primera vista cabría pensar que el remedio para la ilusión de conocimiento sería poner a prueba nuestro saber y, en caso de detectar lagunas o errores, aprender los hechos. Puede que eso funcione con seres lógicos y racionales pero desde luego no sirve con seres humanos. Recuerdo un desayuno en la oficina, hace ya algún tiempo, en el que comenté que, generalmente, las mujeres toleran peor el dolor que los hombres. No estaba expresando una creencia sino algo que había leído en un libro escrito por el cirujano Atul Gawande. A la única chica allí presente (que defendía la tesis contraria) aquello no le gustó, y me espetó una frase que a menudo me viene a la mente: «cómo tengo que decirte que no te creas todo lo que pone en los libros esos que lees». Rememoré esta escena allá por noviembre cuando encontré la misma información en otro libro «de esos que leo». En The Sports Gene David Epstein escribe:
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«The idea that women are more pain tolerant than men because they go through childbirth is a myth contradicted by every study done on the topic. Women are more sensitive to pain and much more likely to be chronic pain patients. Women do, however, become less sensitive to pain as they approach childbirth.»
Es fácil encontrar algunos de esos estudios con una búsqueda simple en Google Scholar, si bien las razones de tal diferencia no parecen estar claras todavía (puede deberse a diferencias biológicas, culturales o psicológicas). En cualquier caso, los datos de los que disponemos actualmente muestran que, por lo general, las mujeres son más sensibles al dolor excepto durante las últimas semanas de embarazo.

En 1985 Amos Tversky, junto con sus estudiantes Thomas Gilovich y Robert Vallone demostraron que no existe tal cosa como un jugador «en racha» en el baloncesto, esto es, el acierto o fallo en el lanzamiento de un tiro libre no depende de si el anterior entró o no:
«In basketball, as in many sports, a player having consecutive successes is said to be on fire, and everyone involved – the player himself, his opponent, his teammates, fans and referees – can feel in their bones that he is on a hot streak. Gilovich et al.’s numbers proved that this feeling is simply and absolutely dead wrong. In fact the streaks that shooters have during games or in practice are identical to the sequences that arise based simply on the player’s average rate of making baskets. So, for a player who hits 50 per cent of his shots, his pattern of makes and misses will be identical to the runs of heads and tails that arise when flipping a coin.»
La respuesta de los aficionados y los profesionales de ese deporte a su trabajo fue de incredulidad y de encogimiento de hombros en general (ibídem):
«Even though the research is straightforward and the findings have been replicated a number of times, the paper created a furore in basketball circles – everyone who’s anyone just ‘knows’ that guys ‘get into a rhythm’ – and the paper’s findings continue to be debated by sports fans and analysts the world over. People just did not want to believe the study’s results.
Gilovich is sanguine about the reception his work received, even from basketball greats like Red Auerbach. Auerbach, voted the greatest coach in NBA history and an icon for the team Gilovich supports, the Boston Celtics, was unimpressed with the study. ‘So he made a study,’ he replied laconically. ‘I couldn’t care less.»
Por su parte, Richard Thaler y Daniel Kahneman mostraron que inversores y asesores financieros son víctimas de la ilusión de competencia: sus buenos o malos resultados son fruto del azar, no de su destreza. Así describe Kahneman lo que ocurrió (mejor dicho, lo que no ocurrió) tras presentar sus conclusiones a la firma financiera cuyos datos había analizado:
«Our message to the executives was that, at least when it came to building portfolios, the firm was rewarding luck as if it were skill. This should have been shocking news to them, but it was not. There was no sign that they disbelieved us. How could they? After all, we had analyzed their own results, and they were sophisticated enough to see the implications, which we politely refrained from spelling out. We all went on calmly with our dinner, and I have no doubt that both our findings and their implications were quickly swept under the rug and that life in the firm went on just as before. The illusion of skill is not only an individual aberration; it is deeply ingrained in the culture of the industry. »
Gilovich, Thaler y Kahneman fueron recibidos con indiferencia, aunque podía haber sido peor. Según una leyenda Pitágoras, el ilustre matemático que describió el universo en términos de números racionales, condenó a morir ahogado a su discípulo Hippasus de Metaponto tras haberle mostrado este el número irracional √2. «El padre de la lógica y del método científico» –escribe Simon Singh–, «recurrió a la fuerza antes que admitir que estaba equivocado».

La historia de la ciencia está plagada de ejemplos de esa resistencia humana a aceptar los hechos contrarios al credo personal o la doctrina común. Cuentan que el filósofo Giulio Libri se negó a mirar por el telescopio de Galileo por una cuestión de principios. En aquel tiempo los aristotélicos se negaban a aceptar que lo que se veía a través del telescopio fuera real, imaginándose que eran artefactos producidos por las lentes. También la Iglesia católica había definido su cosmología a partir de un conjunto de axiomas y, por tanto, determinado de antemano que lo que se veía a través de ese aparato no existía en realidad. Todos sabemos cómo acabó Galileo. Varios siglos después el astrónomo inglés Fred Hoyle, quien acuñó sin querer el término Big Bang, murió en 2001 sin haber aceptado dicha teoría, sosteniendo en su lugar la validez de sus teorías alternativas del Estado Estacionario y, posteriormente, el Estado Casi-Estacionario. Así pues, incluso para los científicos, cuya honestidad intelectual se da por supuesta, es difícil cambiar de paradigma. Como decía Max Planck «una importante innovación científica raramente se impone convenciendo gradualmente y convirtiendo a sus oponentes: no sucede muchas veces que Saulo se convierte en Pablo. Lo que sucede es que sus oponentes se van muriendo poco a poco y que la nueva generación se va familiarizando desde el principio con las nuevas ideas».

Si ese es el panorama para científicos de sobradas capacidades intelectuales imagínense lo que ocurre con quienes no nos dedicamos a la ciencia. Es una cuestión de higiene mental el no creer a pies juntillas lo que cualquiera publica en internet, lo que pone en un libro, lo que dice un solo número estadístico o la conclusión de un estudio aislado. Pero hay una gran diferencia entre el sano escepticismo intelectual y el hacer caso omiso de los hechos que no encajan con nuestra visión del mundo. El problema es que, según nos alejamos de la certeza matemática, cuyos teoremas demostrados son ciertos hasta el fin de los tiempos, y nos acercamos a campos del saber donde los hechos se definen según la cantidad de pruebas a favor (o ausencia de pruebas en contra), cada vez es más fácil dar con justificaciones plausibles que disminuyan el peso de la evidencia, o encontrar datos que sostengan la postura contraria. Como bien dice Jonathan Haidt:
«[F]or nonscientists, there is no such thing as a study you must believe. It’s always possible to question the methods, find an alternative interpretation of the data, or, if all else fails, question the honesty or ideology of the researchers. And now that we all have access to search engines on our cell phones, we can call up a team of supportive scientists for almost any conclusion twenty-four hours a day. Whatever you want to believe about the causes of global warming or whether a fetus can feel pain, just Google your belief. You’ll find partisan websites summarizing and sometimes distorting relevant scientific studies. Science is a smorgasbord, and Google will guide you to the study that’s right for you.»
Sé que ninguna cantidad de estudios científicos perfectamente diseñados y ejecutados haría que mi prima se bajara del carro, algo que indicaba claramente el tono de indignación de su reproche. Cuando estamos seguros de tener razón y nos enfrentamos a pruebas contrarias a nuestro marco de creencias (ya sean convicciones sobre cómo es o cómo debería ser el mundo, ideas políticas, reglas morales o aquello que pensamos que sabemos), los marcos se mantienen y las pruebas se desechan (ibídem Kahneman):
«Facts that challenge such basic assumptions—and thereby threaten people’s livelihood and self-esteem—are simply not absorbed. The mind does not digest them. This is particularly true of statistical studies of performance, which provide base-rate information that people generally ignore when it clashes with their personal impressions from experience.»
El cerebro es, sin duda alguna, un órgano misterioso y maravilloso. Comienza a trabajar en el momento en que nos levantamos por la mañana y no se detiene hasta que nuestras creencias se ven amenazadas.

lunes, 14 de abril de 2014

Ilusos

Hoy les traigo un pequeño juego que no les tomará más de un minuto. De 1 a 7, donde 1 significa «no tengo ni idea» y 7 significa «tengo un conocimiento exhaustivo», valoren el conocimiento que tienen sobre cómo funciona una bicicleta. Tengan presente que no es necesario ser un mecánico experto para otorgarse un 7 (ese caso sería un 7++) y que lo que han de valorar es cuánto saben ustedes, no cuánto creen que saben comparados con otros. ¿Lo tienen? Ahora fíjense en el siguiente esquema:


Tomen una hoja de papel y traten de completar las partes que faltan: cuadro, pedales y cadena. Cuando hayan terminado pueden comparar el resultado con la imagen de una bicicleta real.

¿Qué tal les ha ido? Mi hermana ha dibujado una cadena que unía las dos ruedas y ha situado los pedales en la rueda delantera. Además ha pasado por alto las partes que faltan del cuadro. A mí me ha faltado dibujar la vaina inferior de la parte trasera del mismo, aunque he colocado correctamente cadena, pedales y el resto de la estructura. Después de haber pasado buena parte de mi adolescencia sobre un sillín pensaba que mi conocimiento era al menos un cinco, y aún así me he olvidado de una parte fundamental.

Esta tarea forma parte de un experimento ideado por la psicóloga británica Rebecca Lawson. En promedio, las personas que participaron en este estudio calificaron su nivel de conocimiento pre-test en 4,6. Aún así, más del 40% de ellos cometieron al menos un error.

Los psicólogos Christopher Chabris y Daniels Simons mencionan este estudio en su libro El gorila invisible para ilustrar lo que llaman «ilusión de conocimiento» (énfasis en el original):
«Sobre la base de nuestra amplia experiencia y familiaridad con las máquinas y herramientas comunes, solemos creer que tenemos una profunda comprensión de cómo funcionan. Invitamos al lector a que piense en cada uno de los siguientes objetos y que luego juzgue el conocimiento que tiene de ellos con la misma escala (de 1 a 7): un indicador de velocidad de un automóvil, una cremallera, la tecla de un piano, un inodoro, una cerradura cilíndrica, un helicóptero y una máquina de coser. Ahora, pruebe a hacer otra tarea: escoja el objeto al que le dio la mayor puntuación, el que cree que entiende mejor, y trate de explicar cómo funciona. Dé el tipo de explicación que le daría a un niño persistentemente inquisitivo –trate de generar una descripción detallada paso a paso de cómo y por qué funciona–. Es decir, intente dar cuenta de las conexiones causales entre cada paso.

[...] Antes de intentar realizar esta tarea, intuitivamente quizá pensaba que entendía cómo funcionaba un inodoro, pero lo que realmente entendía era cómo hacerlo funcionar –y es probable que supiera cómo desatascarlo–. Quizás entienda cómo interactúan sus diversas partes visibles y cómo se mueven en conjunto. Y, si ha estado mirando dentro de uno y jugando un poco con el mecanismo, su impresión de conocerlo es ilusoria: confunde saber lo
que ocurre con por qué sucede, y confunde su sentimiento de familiaridad con un conocimiento genuino.»
Chabris y Simons describen también el trabajo de Leon Rozenblit, quien llevó a cabo una serie de experimentos en los que preguntaba a alguien si sabía, verbigracia, por qué el cielo es azul, y después se comportaba como un niño pequeño, preguntando una y otra vez «¿por qué?» hasta que el sujeto se rendía (ibídem):
«El resultado inesperado de este experimento informal fue que las personas se daban por vencidas realmente muy rápido –respondían una o dos preguntas antes de llegar a un fallo en su conocimiento–. Más sorprendentes todavían eran sus reacciones cuando descubrían que de hecho no sabían algo.

Rozenblit estudió esta ilusión de conocimiento con más de una docena de experimentos durante los años siguientes, en los que hizo pruebas a personas de todas las profesiones y condiciones sociales [...], y los resultados fueron notablemente consistentes. No importa a quién se interrogue, siempre se llega a un punto en el que ya no se puede responder a algún porqué. Para la mayoría de nosotros, nuestro nivel de comprensión es tan superficial que podemos agotarlo después de la primera pregunta. Sabemos que hay una respuesta, y sentimos que la sabemos, pero parecemos no darnos cuenta de los errores de nuestro propio conocimiento.»
Dicen los autores antes mencionados que todos caemos presas de esta ilusión porque simplemente no reconocemos la necesidad de cuestionar nuestro propio conocimiento. Lo cierto es que son pocas las ocasiones en que nos molestamos en ponerlo a prueba. En mi caso, por ejemplo, y dada la naturaleza de mi trabajo, una de dichas escasas situaciones son las entrevistas de empleo (lo que es, a su vez, uno de los peores momentos para darse cuenta de que no sabemos la respuesta). También tengo una compañera que es como una niña pequeña y no para de preguntarme por qué sé lo que sé. Fuera del trabajo lo más parecido a una búsqueda del porqué es la búsqueda de referencias para los artículos de este blog. Al margen de esos casos concretos yo tampoco tengo por costumbre aplicar la duda cartesiana sobre todo lo que sé.

Al igual que no solemos examinar la profundidad de nuestra competencia tampoco es habitual que dudemos de la exactitud, actualidad o veracidad de nuestro saber teórico (lo cual es un tanto paradójico, ya que los errores pueden costarnos la salud o nuestro dinero). Considere la siguiente pregunta: ¿qué tiene más cafeína, el té o el café? Independientemente de la respuesta que haya dado ¿cómo lo sabe? ¿Recuerda la fuente donde lo leyó, o la persona que se lo dijo? Si se lo dijo alguien que no era una autoridad en la materia ¿comprobó si era cierto? Eso es algo que a menudo no hacemos cuando hablamos con alguien de un tema que desconocemos: simplemente damos por bueno el conocimiento del otro, aún cuando no sea un experto y no sepamos si lo ha obtenido de una fuente fiable. Esa es, supongo, una de las razones por las que perduran las leyendas urbanas, los mitos, las ideas falsas y los conceptos erróneos. Debido a ello albergamos y diseminamos multitud de creencias erróneas sobre los más diversos temas –algunas más absurdas que otras–, como esa sandez de que solo utilizamos un diez por ciento del cerebro.

La respuesta a la pregunta de la cafeína, por cierto, tiene un poco de truco. Tal como explica Anahad O'Connor, depende de si estamos considerando una cantidad determinada de materia prima o una taza de infusión:
«En comparación, el té tiene más cafeína que el café. Pero mientras que con cien gramos de hojas de té se obtienen cientos de tazas, con la misma cantidad de café se obtienen muchas menos tazas de café, lo cual hace de éste un estimulante muchísimo más potente.
Según la mezcla de hojas de té, su tipo y el tiempo de la infusión, una taza de té de 200 mililitros puede contener de 20 a 90 miligramos de cafeína, mientras que una taza de café del mismo tamaño, de 60 a 180.»
Esta semana he podido asistir a una masiva demostración de la ilusión de conocimiento gracias al bug bautizado como Heartbleed. A pesar de trabajar en el sector y formar parte de la industria que se dedica a desplegar medidas para mitigar este tipo de errores, muy pocos compañeros podían explicar en qué consistía exactamente y por qué era tan serio; incluso mi jefe tuvo que pedir ayuda para poder responder a las preguntas de los periodistas. A menudo es necesario un periodista, un niño pequeño, una entrevista de trabajo, un examen o una partida de Triviados para darnos cuenta de lo poco que sabemos en realidad.

lunes, 7 de abril de 2014

Así es como vivimos

Andábamos por la cafetería y en varias mesas se discutía lo acontecido en las manifestaciones del pasado 22 de Marzo. Pasando al lado de una de esas mesas oí a un tipo afirmar casi a gritos que «el problema es que siempre hay cuatro perroflautas de los cojones». Su lenguaje corporal (puños en la cadera, echado hacia delante sobre la mesa, presto para levantarse a la menor provocación) indicaba que no estaba por la labor de que alguien le contradijera. Me estaba alejando de su sitio, así que no pude escuchar su conclusión, pero tampoco era necesario. «Cuatro perroflautas de los cojones». Es todo lo que necesitaba saber.

Foto de maxf
La noche del sábado estuve siguiendo el transcurso de la manifestación vía Twitter. Para cuando empezaron los palos las aguas ya se habían separado. A un lado estaban quienes subían o retuiteaban fotos de aquellos que habían sido heridos por la policía, echando pestes del cuerpo. Al otro lado se hallaban los que ponían el grito en el cielo por las marquesinas de autobús rotas y la cifra en constante aumento de policías lastimados. Ambos bandos se encontraban mutuamente en largos hilos de reproches e insultos mutuos. Como de costumbre, todo el mundo tenía la razón.


En los últimos artículos hemos estado hablando de cómo siempre tratamos de persuadir a los demás, y de cómo defendemos con vehemencia posturas que no tienen justificación racional alguna, como nuestra serie favorita. Vimos que las preferencias se basan en gustos, no en razones, pero que cuando nos preguntan por las primeras podemos ofrecer un florilegio de estas últimas, lo que nos confunde y nos hace pensar que en verdad hay razones objetivas que sustenten nuestra elección. Lamentablemente, exhibimos el mismo comportamiento en asuntos de cierta enjundia, como la política o la ética. Considere las siguientes cuestiones. ¿Deben pagar más impuestos los más ricos? ¿Debería legalizarse la marihuana? ¿Y el aborto? ¿Las personas que contraten un seguro de salud privado deben recibir un descuento en sus impuestos? ¿Deberían prohibirse las corridas de toros? ¿Los movimientos migratorios deben facilitarse o impedirse? ¿El uso público del burka y el niqab debe prohibirse? ¿La autoridad debe respetarse o cuestionarse? ¿Debe el gobierno ayudar a los desfavorecidos o limitarse a asegurar el cumplimiento de la ley? ¿Es legítimo emplear la violencia en algún caso? ¿Los símbolos religiosos deben salir de las escuelas públicas? ¿Está a favor o en contra de la pena de muerte?

Seguramente ha podido responder a todos estos interrogantes en un breve lapso de tiempo. Lo importante aquí no son las respuestas en sí, sino el proceso que le ha llevado a ellas. ¿A cuántas ha respondido «sí» o «no»? ¿Cuántas veces ha pensado «depende»? ¿En algún caso se ha dicho «no lo sé, nunca he pensado sobre eso»? Son preguntas difíciles, con muchos matices posibles y ramificaciones invisibles al primer vistazo. Según Kahneman, cuando nos enfrentamos a preguntas de tal calibre normalmente respondemos –sin darnos cuenta– a una pregunta más fácil, un proceso llamado sustitución:
«[Paul] Slovic eventually developed the notion of an affect heuristic, in which people make judgments and decisions by consulting their emotions: Do I like it? Do I hate it? How strongly do I feel about it? In many domains of life, Slovic said, people form opinions and make choices that directly express their feelings and their basic tendency to approach or avoid, often without knowing that they are doing so. The affect heuristic is an instance of substitution, in which the answer to an easy question (How do I feel about it?) serves as an answer to a much harder question (What do I think about it?)»
Por ello, a menudo nuestro juicio es en realidad un juicio emocional. Tal como explica Daniel Goleman (el énfasis es mío):
«Las reglas de decisión derivadas de nuestra experiencia vital se basan en las redes neuronales subcorticales que recopilan, almacenan y aplican algoritmos a cada uno de los acontecimientos vitales y establecen el rumbo de nuestro timón interior. En esas regiones subcorticales, escasamente conectadas con las áreas verbales del neocórtex, aunque mucho más con las vísceras, guarda el cerebro nuestras sensaciones más profundas de propósito y significado. Conocemos nuestros valores partiendo de la sensación visceral de lo que nos parece adecuado e inadecuado y articulando luego ese sentimiento
Los experimentos de psicología social y las técnicas de imagen cerebral han venido a demostrar algo que David Hume (y otros antes qué él) ya denunciaron: formamos nuestros juicios morales de forma rápida y emocional. En un célebre pasaje de su Tratado de la naturaleza humana el filósofo escocés observó:
«Tomemos una acción que se estima ser viciosa: el asesinato intencional, por ejemplo. Examinémoslo en todos sus aspectos y veamos si se puede hallar algún hecho o existencia real que se llame vicio. De cualquier modo que se le considere, sólo se hallan ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No existen otros fenómenos en este caso. El vicio nos escapa enteramente mientras se le considere como un objeto. No se le puede hallar hasta que se dirige la reflexión hacia el propio pecho y se halla un sentimiento de censura que surge en nosotros con respecto a la acción. Aquí existe un hecho; pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. Así, cuando se declara una acción o carácter vicioso no se quiere decir sino que por la constitución de nuestra naturaleza experimentamos un sentimiento o afección de censura ante la contemplación de aquél. El vicio y la virtud, por consiguiente, pueden ser comparados con los sonidos, colores, calor y frío, que según la filosofía moderna no son cualidades en los objetos, sino percepciones en el espíritu, y este descubrimiento en moral, lo mismo que otros en la física, debe ser considerado como un avance considerable de las ciencias especulativas, aunque, lo mismo que éstas, no tiene o tiene poca influencia en la práctica. Nada puede ser más real o interesarnos más que nuestros propios sentimientos de placer y dolor, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio no puede ser requerido nada más para la regulación de nuestra conducta y vida.»
La defensa argumental subsiguiente con la que torturamos a los otros es más que nada una búsqueda post hoc de razones para justificar los juicios que ya hemos hecho, no una descripción del impecable razonamiento lógico que nos llevó a nuestra conclusión. En palabras de Michael Shermer:
«Rara vez alguno de nosotros se sienta ante una relación de hechos, sopesa los pros y los contras y opta por lo que parece más lógico y racional sin tener en cuenta lo que creíamos con anterioridad. Al contrario: los hechos del mundo nos llegan a través de los filtros coloreados de las teorías, las hipótesis, las corazonadas, las inclinaciones y los prejuicios que hemos ido acumulando al o largo de nuestra vida. Entonces revisamos el corpus de datos y escogemos los que confirman lo que ya creíamos, prescindiendo o desechando mediante racionalizaciones los que no nos cuadran.»
La mayor parte de nuestras creencias, pues, son fruto de la genética y el ambiente, de nuestro pasado y de nuestro entorno, exactamente igual que nuestros gustos. A menudo me pregunto si yo tendría ideas políticas y valores éticos diferentes de haber nacido en otra época, en otro país u otra clase social, si mi familia estuviera formada por ricos empresarios en lugar de gente llana trabajadora. Sospecho que la respuesta es «sí». El ejemplo más palpable es cómo afecta la edad a nuestro marco de creencias, proceso que Churchill resumió en el aforismo «quien a los veinte años no sea revolucionario no tiene corazón, y quien a los cuarenta lo siga siendo, no tiene cabeza». En este punto no puedo resistirme a traer de nuevo a colación esa cita de Ortega y Gasset a la que ya recurrí en otro contexto:
«Cada cual cree vivir por su cuenta, en virtud de razones que supone personalísimas. Pero el hecho es que bajo esa superficie de nuestra conciencia actúan las grandes fuerzas anónimas, los poderosos alisios de la historia, soplos gigantes que nos movilizan a su capricho.»
En David y Goliat Malcolm Gladwell cuenta la historia de Wilma Derksen, una mujer cuya hija fue asesinada. En el funeral recibió la visita de un hombre cuya hija también había muerto a manos de un indeseable. Este visitante anónimo le contó cómo había sacrificado todo en su búsqueda de justicia: su familia, su trabajo, su salud... Por su parte Wilma, que como menonita había sido criada en el pacifismo, combatió todo instinto de venganza y renunció incluso a la búsqueda del asesino. «Toda la filosofía menonita se resume en que hay que perdonar y no guardar rencor», le dice al periodista. Su comportamiento era reflejo del de su padre, quien en su momento decidió no demandar a alguien que le debía mucho dinero, optando en su lugar por olvidarse del tema. La respuesta del padre resume perfectamente lo que he tratado de expresar aquí: «eso es en lo que creo, y así es como vivimos».

lunes, 24 de marzo de 2014

Papá, ¿por qué somos del Atleti?

En el año 2000, tras el descenso del club a segunda división, el Atlético de Madrid lanzó una campaña publicitaria en la que un niño le preguntaba a su padre «Papá, ¿por qué somos del Atleti?», a lo que el progenitor no atinaba a responder, guardando silencio. «No es fácil de explicar. Pero es algo muy, muy grande» era el título del anuncio.

Foto de Kathleen Tyler Conklin
Si leen los comentarios del vídeo verán, como era de esperar, la típica discusión entre hinchas del Atleti y aficionados de otros equipos. Si leen los de cualquier vídeo de Los Simpson encontrarán el absurdo debate sobre si el doblaje de la serie es mejor en español de España o en español latino. Otro tanto ocurre con las canciones que abrían las series de la infancia de nuestra generación, cuya mejor versión siempre coincide con la que uno escuchó en su infancia (o la versión original en japonés, si procede), mientras que las demás son basura.

Estas discusiones están por todas partes. Allí donde haya más de una opción siempre hay bandos enfrentados dispuestos a informarnos de por qué el suyo es el mejor, a menudo con dos extremos reconocibles que aglutinan el grueso de opiniones. Cola-cao o Nesquik, Coca-cola o Pepsi, carne o pescado, tortilla de patatas con cebolla o sin cebolla, cerveza o vino, coches o motos, F. C. Barcelona o Real Madrid, Apple o Android, rap o ballet, Breaking Bad o The Wire. Precisamente al hilo de esta última se preguntaba Luis Tarrafeta a santo de qué discutimos con tanta pasión sobre asuntos tan triviales:
«Tengo mis comentarios respecto al “por qué”, pero el fenómeno es innegable. Nos hemos vuelto tan identitarios con nuestros gustos que hay incluso quien se ofende cuando no se comparten. O cuando se atacan, si lo preferís ver así, pero… aun con todo, ¿no es raro?
Es raro que pase cuando, como todo el mundo sabe (?), para gustos están hechos los colores.»
Nótese que la defensa partisana de las preferencias propias es de vieja data. Ya a principios del siglo XX José Ortega y Gasset incluyó esta característica en la estructura psicológica de lo que llamó el hombre-masa:
«[E]l hombre que analizamos se habitúa a no apelar de si mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Igualmente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo, tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos.»
Hace poco vimos que parece formar parte de la naturaleza humana esa disposición de los hombres a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos. También pienso, como Tarrafeta, que algo tienen que ver la afiliación y el reconocimiento, y que los gustos están relacionados con la propia identidad. Hay un concepto que los científicos sociales denominan «autoseñalización», cuya idea básica subyacente es que, pese a lo que solemos pensar, no tenemos una noción muy clara de quiénes somos. Según Dan Ariely:
«Por lo común creemos tener una visión privilegiada de nuestra personalidad y nuestras preferencias, aunque en realidad no nos conocemos muy bien (desde luego no tan bien como imaginamos). En vez de ello, nos observamos igual que observamos y juzgamos las acciones de otras personas —deduciendo de nuestras acciones quiénes somos y lo que nos gusta.
Por ejemplo, supongamos que vemos a un mendigo por la calle. En lugar de ignorarlo o darle dinero, decidimos comprarle un bocadillo. La acción en sí misma no define quiénes somos, la moralidad o el carácter, pero interpretamos el hecho como prueba de nuestra personalidad generosa y compasiva. Ahora, provistos de esta información «nueva», empezamos a creer más intensamente en nuestra benevolencia. Así funciona la autoseñalización.»
Escuchas un tipo de música, eliges una clase de ropa, ves cierto género de televisión, acudes a unos restaurantes concretos y ¡voilá! Eres rapero, indie, metalero, gótico, hipster o nada de lo anterior. De nuestras elecciones deducimos quiénes somos y lo que nos gusta. Si esa afirmación es cierta, entonces los gustos de una persona pueden decirnos cómo es de la misma manera que se lo dicen a ella misma.

En la mayoría de los casos, sencillamente elegimos A porque nos gusta más que B; nuestra aprobación o desaprobación se halla implicada en el placer que nos producen. Sin embargo, cuando alguien nos pregunta por qué preferimos A siempre podemos dar con alguna justificación aparentemente racional. De acuerdo con Kahneman el sistema encargado de dichas racionalizaciones es también el que da lugar a nuestra identidad, a quién creemos que somos:
«The attentive System 2 is who we think we are. System 2 articulates judgments and makes choices, but it often endorses or rationalizes ideas and feelings that were generated by System 1. You may not know that you are optimistic about a project because something about its leader reminds you of your beloved sister, or that you dislike a person who looks vaguely like your dentist. If asked for an explanation, however, you will search your memory for presentable reasons and will certainly find some. Moreover, you will believe the story you make up.»
Así pues, aquello que Gazzaniga llama «el intérprete» no solo tiene justificaciones para nuestros actos, sino también para nuestras preferencias.

Dar razones de nuestras preferencias a menudo es un tanto absurdo. Uno no determina sus gustos culinarios, verbigracia, tras un análisis racional de las opciones disponibles; si ese fuera el caso sería razonable pensar que nos preocuparíamos en hacer que nos guste aquello que más nos conviene, es decir, lo más sano. Pero nadie se levanta diciendo: «hoy me va a gustar el brécol», como mucho podrá cubrirlo de bechamel para hacerlo llevadero. Gustos y racionalidad se sitúan en planos separados, si bien tendemos a entremezclarlos y formar una cadena causal que no tiene sentido. Como dice Julian Biaggini:
«Preferir el vino tinto al blanco no es irracional, pero tampoco racional. La preferencia no se basa en razones, sino en gustos.»
De manera que el silencio del padre es ciertamente la respuesta más honesta a la pregunta que da título a esta entrada.

lunes, 10 de marzo de 2014

Tener razón

El arte de tener razón es un pequeño tratado inconcluso escrito por Arthur Schopenhauer y publicado póstumamente en el que el célebre filósofo recogió treinta y ocho estratagemas que uno puede utilizar en sus discusiones para hacer prevalecer su propia opinión. Algunas de ellas son, según palabras del autor, «golpes desleales»: para Schopenhauer la dialéctica es «el arte de hacer que lo que se ha enunciado pase por verdadero», una «esgrima intelectual para tener razón en las discusiones» que nada tiene que ver con la búsqueda de la verdad objetiva. Como sucede en una riña espada en mano aquí no importa qué contendiente tenga efectivamente la razón, sino quién gana. Y si para vencer son necesarias arteras maniobras de dudosa probidad, adelante con ellas.
Foto de Global X

Schopenhauer captó y describió con maestría uno de esos vicios tan molestos y tan arraigados en la naturaleza humana: nos encanta tener razón. Independientemente de que creamos o no que estamos en lo cierto, y al margen incluso de que la tesis que sostenemos nos perjudique, defendemos nuestros puntos de vista con uñas y dientes:
«si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.»
Robert Burton sugiere que esa necesidad de llevar razón puede estar relacionada con el sistema dopaminérgico. Según esta línea de razonamiento cuando ganamos una discusión recibimos una recompensa en forma de liberación de dopamina, igual que si hubiéramos obtenido una victoria en un combate físico u otro tipo de victoria simbólica (como la de nuestro equipo de fútbol). Como es habitual, cuando se trata de dopamina siempre queremos más, de manera que en el siguiente debate buscaremos de nuevo esa sensación tan reconfortante aunque ello suponga llevarnos por delante nuestra integridad intelectual o hacer la vista gorda frente a nuestra hipocresía:
«once established, emotional habits and patterns and expectations of behavioral rewards are difficult to fully eradicate. This same argument applies to thoughts. Once firmly established, a neural network that links a thought and the feeling of correctness is not easily undone. An idea know to be wrong continues to feel correct. Witness the Challenger study student's comment, the geologist who accepts the overwhelming evidence of evolution, yet continues to believe in creationism, or the patient who continues to believe that his sham surgery repaired his knee.»
Burton se pregunta si algunas personas llegan a convertirse en esclavas del circuito de recompensa y son adictas a tener razón igual que hay personas adictas al juego:
«We all know others (never ourselves) who go out of their way to prove a point, seem to derive more pleasure from final answers than ongoing questions, and want definitive one-stop-shopping resolutions to complex social problems and unambiguous endings to movies and novels. In being constantly on the lockout for the last word, they often appear as compelled and driven as the worst of addicts. And perhaps they are. Might the know-it-all personality trait be seen as an addiction to the pleasure of the feeling of knowing?»
Dejo al criterio del lector la evaluación sobre la idoneidad de estas explicaciones fisiológicas. Lo que trato de poner de relieve aquí es ese impulso innato de hacer prevalecer nuestro punto de vista.

Todos sabemos lo estéril que es discutir sobre religión, política, economía o fútbol. Estas conversaciones consisten principalmente en hablar a gritos, verter la ponzoña partidista y excitar las disensiones de parecer. ¿Alguna vez han presenciado un debate sobre alguno de esos temas que terminara en alguien adoptando el punto de vista contrario? Mercier y Sperber llevaron a cabo un estudio en el que concluían, tras analizar varios experimentos, que el propósito de las discusiones no es arribar a la verdad, sino convencer a otros. De hecho, al parecer se nos da mejor forjar argumentos en un contexto social, es decir, cuando hay alguien a quien persuadir que cuando tenemos que justificarnos únicamente ante nosotros mismos. Nos gusta tanto tener razón que a veces tomamos decisiones que no son las mejores desde un punto de vista objetivo, todo con tal de mantenernos en nuestros trece. Además, pretendemos que el resto de personas piensen como nosotros:
«Skilled arguers [...] are not after the truth but after arguments supporting their views. This explains the notorious confirmation bias. This bias is apparent not only when people are actually arguing, but also when they are reasoning proactively from the perspective of having to defend their opinions. Reasoning so motivated can distort evaluations and attitudes and allow erroneous beliefs to persist. Proactively used reasoning also favors decisions that are easy to justify but not necessarily better.»

«Some of the evidence reviewed here shows not only that reasoning falls short of delivering rational beliefs and rational decisions reliably, but also that, in a variety of cases, it may even be detrimental to rationality. Reasoning can lead to poor outcomes not because humans are bad at it but because they systematically look for arguments to justify their beliefs or their actions.»

«People who have an opinion to defend don’t really evaluate the arguments of their interlocutors in a search for genuine information but rather consider them from the start as counterarguments to be rebutted»
He aquí, pues, otro gran obstáculo en la práctica de la inteligencia emocional. En aquel artículo sobre el tema dirigí el foco al problema que supone para algunas personas dejar a un lado las emociones cuando tratan de resolver un conflicto interpersonal. Sumémosle a ello lo explicado hasta ahora: nuestra tendencia a confirmar lo que ya creemos, a imponer nuestra opinión cuando pensamos que tenemos razón, y nuestra reticencia a recular cuando sabemos que no la tenemos. El cóctel perfecto para no ponernos nunca de acuerdo. Si alguien piensa, por ejemplo, que le odiamos, que actuamos de mala fe o que estamos tratando de perjudicarle ninguna discusión va a convencerle de lo contrario. Tengo la impresión de que las desavenencias se superan porque se olvidan y se dejan atrás, no porque se llegue a un entendimiento mutuo o alguien reconozca que estaba equivocado. Eso solo ocurre en las series de televisión.

Si no son demasiado jóvenes tal vez recuerdan el póster que tenía Mulder, el protagonista de la serie Expediente X, en su despacho. Era la imagen de un OVNI con la frase «I want to believe». Carl Sagan afirmó con tino que no podemos convencer a un creyente de nada porque su creencia (o, más en general, su marco, la estructura mental que conforma su modo de ver el mundo) no se basa en pruebas, sino en una profunda necesidad de creer. «Cuando los hechos no encajan en los marcos» —escribe Lakoff en su libro sobre discurso político—, «los marcos se mantienen y los hechos se ignoran». Y, aunque Sagan se refería a creyentes que profesaban alguna fe, el problema no se reduce a la religión. Sucede a diario en cualquier ámbito de la vida cotidiana.

Salimos de casa con las creencias puestas y nos mostramos resueltos a imponer nuestras opiniones, ya sea en persona o a través de internet. Mientras el otro habla no escuchamos realmente, sino que pensamos en contrargumentos con los que defender nuestra posición. Los datos en contra son soslayados o ninguneados. Y como los demás hacen lo mismo no queda otra que afear la conducta («te estás portando como un niño») o la gramática (típico de internet), o poner fin a la polémica con un ofendido «vale, lo que tú digas», «cada uno que saque sus propias conclusiones» (traducción: sois todos idiotas menos yo) o «no quiero hablar más de esto».

¿Tengo razón?